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H O M I L Í A S 

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DOMINGO III
ADVIENTO
CICLO B

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De las diversas actitudes que el tiempo de Adviento nos invita a vivir con intensidad, hoy se destaca una: la alegría, el gozo. De hecho, hoy es aquel domingo llamado tradicionalmente «Gaudete», precisamente por ese tono gozoso que sobresale a lo largo de toda la celebración.

Ya en la primera lectura Isaías anuncia el retorno del exilio como una gran noticia: Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos. Ante tal perspectiva la única reacción lógica es el entusiasmo: Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo. Se trata de la misma alegría y entusiasmo que María cantó en el Magníficat, hoy propuesto como salmo responsorial, por las maravillas obradas por Dios en su persona. Y san Pablo, en el fragmento de su primera carta a los de Tesalónica que leemos hoy, acaba de remachar el clavo: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.

Así pues, la actitud de espera, de preparación, y también aquel compromiso de anuncio, de testimonio, de esta venida del Señor, han de ir acompañados de un tono gozoso, festivo, alegre, sobre todo porque sabemos reconocer que el Señor ya ha venido, y sigue viniendo cada día, y ha hecho obras grandes por nosotros, por lo que debemos estarle agradecidos, esperando que continuará haciéndose presente. Todo lo cual queda muy bien resumido en la oración colecta del día: Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante.

«La alegría es el gigantesco secreto del cristiano» (Chesterton).

La gran verdad es que fuera del cristianismo no hay alegría.

Verdad vieja. Tan vieja como las cartas de S. Ignacio de Antioquía, que -incluso cuando ya se sabía trigo de Cristo próximo a ser molido en los dientes de las fieras- se dirigía a sus fieles deseándoles «muchísima alegría».

En el mundo también hay alegría, es cierto; pero una alegría falsa y poco duradera. Alegría es el reclamo que coloca el mundo ante las diversiones más estúpidas o menos dignas. La fuente de nuestra perenne alegría debe brotar más hondo: la alegría viene de un fondo de serenidad que hay en el alma.

El motivo de nuestra alegría es porque Dios está cerca y porque viene a nosotros como Salvador, como Libertador (Ver Antífona de entrada). Aquí está la raíz de nuestra alegría: en que hemos sido rescatados del poder del maligno y trasladados a un mundo inundado por la gracia. En que Dios se ha hecho de nuestra carne y de nuestra sangre. En que su madre es nuestra madre y su vida es nuestra vida. En que somos pequeños y miserables, y llenos de defectos, para que en nosotros resplandezca el poder y la misericordia de Dios.

Toda la vida áspera y dura del Bautista está comprendida humanamente por dos soledades: la soledad del desierto y la soledad de la prisión, pero la revelación se encarga de dejar bien claro que el eje auténtico de la vida del Precursor se apoya en dos nota de júbilo y de alegría. Dice su madre Isabel: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno» (/Lc/01/44). «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría que ha alcanzado su plenitud» (/Jn/03/29).

»En medio de vosotros hay uno que no conocéis». El personaje al que mira su bautismo está ya presente, pero ellos no se han dado cuenta aún de su presencia. Los fariseos están incapacitados para reconocer el Espíritu. Lo mismo todos los que son -¿somos?- como ellos.

Tampoco nosotros lo reconocemos frecuentemente, pero está en nuestra vida. Esta frase, central en el presente pasaje, sigue resonando en nuestros oídos. Y es que la presencia de Dios es y será siempre una presencia oculta. Jesús vive a nuestro lado.

¿Cómo lo reconoceremos? ¿Queremos reconocerlo de verdad? Puede ser cualquiera, puede parecerse a cualquiera.

La verdad de la encarnación de Dios es muy difícil de ser aceptada. Llegamos a creernos a duras penas que Dios se encarnó en Jesús de Nazaret. Pero todo se complica cuando vamos entendiendo que Jesús está presente en cada persona que vive en el mundo (Mt 25,31-46; He 9,4-5).

Esta encarnación-presencia de Jesús en la humanidad nos oprime. Si Dios vive entre nosotros, no podemos vivir tranquilos.

Dios se ha hecho solidario con todos los hombres. Lo que se le hace a cada persona, se le hace a Dios. Estamos tan cerca de Dios como lo estamos del prójimo. Cada ser humano es Dios al alcance de nuestra mano y de nuestro corazón.

Pero somos demasiado «razonables» para poder entender esto y vivirlo en consecuencia. A lo máximo que llegamos es a decirlo, a «creerlo» de palabra.

¿Cómo es posible que Dios se pueda presentar «así»? Es éste un tema importante de reflexión para todos nosotros. Nuestro Dios es terriblemente «molesto». Su presencia será siempre desconcertante, dolorosa, comprometida, una llamada a la generosidad, a la justicia, a la libertad, a la fe, al amor...

No esperemos al «juicio final» (Mt 25,31-46) para entenderlo.

Dios ha venido a habitar entre nosotros. Tenemos que tener mucho cuidado para descubrirlo en los acontecimientos y en las personas que nos rodean.

PREPARACIÓN INTERIOR

Finalmente, tendremos que invitar a todos a intensificar la preparación personal. La Navidad ya está cerca, y todos corremos el riesgo de quedar atrapados por el trajín de los días previos a las fiestas. Hemos de dedicar un tiempo a la dimensión interior, espiritual, a la oración, para poder vivir y saborear de verdad lo que estamos a punto de celebrar. Tal como afirmaba san Pablo en la segunda lectura de hoy: Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo.

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