SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

 

I Cor 1,3-9: Nuestra vocación a la herencia eterna no se funda en nuestros méritos

La razón de nuestra vocación a la herencia eterna para ser coherederos de Jesucristo y recibir la adopción de hijos no se funda en nuestros méritos, sino que es efecto de la gracia de Dios; esa misma gracia la mencionamos al comienzo de la oración cuando decimos: Padre nuestro. Con este nombre se inflama el amor, pues ¿qué cosa pueden amar los hijos más que al padre? Cuando los hombres llaman a Dios Padre nuestro, se aviva el afecto suplicante y cierta presunción de obtener lo que pedimos, puesto que antes de pedir cosa alguna hemos recibido un don tan grande, cual lo es el que se nos permita llamar a Dios Padre nuestro. En efecto; ¿qué cosa no concederá ya Dios a sus hijos que suplican, habiéndoles otorgado antes el ser sus hijos? Finalmente, ¡con cuanto cuidado toca el alma para que quien diga Padrenuestro no sea hijo indigno de tal Padre!

Porque si un plebeyo fuera autorizado por un Senador de mayor edad para llamarle padre, sin duda alguna temblaría y no se atrevería fácilmente a hacerlo, teniendo en cuenta la inferioridad de su estirpe, la indigencia de riquezas y la vileza de una persona plebeya; pero, ¿cuánto más habrá de temblar uno al llamar padre a Dios si la fealdad de su alma y la maldad de sus costumbres son tan grandes, que provocan a Dios para que las aleje de su unión mucho más justamente que aquel senador alejara la pobreza de cualquier mendigo? Después de todo, el senador despreciaría en el mendigo aquello a lo que también él puede llegar por la mutabilidad de las cosas humanas; pero Dios nunca puede caer en costumbres viciosas. Además, agradezcamos a su misericordia el que para ser Padre nuestro únicamente nos exige aquello que no se consigue con dinero, sino sólo con la buena voluntad. Aquí también se exhorta a los hombres ricos o de noble estirpe según el mundo a que cuando se hagan cristianos no se ensoberbezcan frente a los pobres y plebeyos, pues juntamente con ellos dicen a Dios Padre nuestro; cosa que no pueden decir verdadera y piadosamente si no se reconocen como hermanos.

El Sermón del Señor en la montaña II, 4, 16