Jesús, El Dinero Y La Riqueza

 

Fernando CAMACHO ACOSTA 

 

 

Para comprender el alcance del pensamiento y la radicalidad de Jesús sobre el dinero y la riqueza, es conveniente, a mi juicio, enmarcar sus ideas y sus propuestas sobre el tema en el contexto histórico en el que se desenvolvió la vida de Jesús y la de sus primeros seguidores.

Hoy día, al menos en teoría y no sólo en los círculos cristianos, es fácil compartir la crítica que, según los evangelios, hace Jesús del dinero y la riqueza, e incluso estar de acuerdo con las exigencias ético-sociales que plantea su mensaje. Lo difícil es decir en su tiempo lo que Jesús dijo con tanta lucidez y contundencia, y vivir en aquellas circunstancias, como él vivió, de una forma tan coherente con lo que predicó.

Por eso, voy a dividir mi trabajo en dos partes. La primera, estará dedicada a exponer, a grandes rasgos, la situación socio-económica de la época de Jesús, tanto del Imperio romano en general, como de Palestina en particular. La segunda, tratará de lo que, según los evangelios, opina Jesús acerca del dinero y la riqueza, y de las exigencias que plantea en relación a ellas.


 

1. LA SITUACIÓN SOCIO-ECONÓMICA DE LA ÉPOCA DE JESÚS

1. Los factores determinantes de la posición social en el siglo I d.C.

En las modernas sociedades industriales, el factor determinante de la posición social de un individuo es el económico. Atendiendo a ese factor y, en concreto, a la relación con los medios de producción, es como hablamos, a partir de Karl Marx, de clases sociales[1]. A las dos clases sociales, antagónicas e irreconciliables, en que Marx había dividido a la humanidad: la proletaria u obrera y la capitalista o burguesa, se añadió después la clase media, que, como su nombre indica, denota una posición económica intermedia entre el proletariado y la burguesía. Sin embargo, resulta un anacronismo proyectar las catalogaciones sociales modernas a la Antigüedad, ya que éstas se basaban en criterios diferentes a los nuestros.

En la sociedad del Imperio romano la posición social que ocupaba una persona venía determinada primordialmente, no por el factor económico, sino por la familia en la que nace[2]. De ahí que, cuando se habla de la estratificación social del Imperio, en vez de la categoría clase, se prefieran otras categorías: las de ordo, status, estamento o nivel social[3].

De todos modos, a la hora de la catalogación de la sociedad greco-romana del siglo primero, incluida Palestina, hay que evitar las simplificaciones. Aunque el factor decisivo para determinar el nivel social de un individuo fuera la familia a la que pertenece, existían también otros factores importantes a tener en cuenta, tales como: la condición de libre, liberto o esclavo[4], el origen étnico, la ciudadanía, el honor o la deshonra, la educación, el trabajo, el sexo y los éxitos o fracasos[5]. A éstos habría que añadir el factor económico que, a partir del siglo I, jugó un papel cada vez más influyente en la catalogación social de las personas[6].

 

 

2. La estructura piramidal del Imperio romano: los ricos y los pobres

Como ocurre normalmente en las sociedades humanas, tam­bién la sociedad del Imperio era piramidal: en la cúspide se sitúa la aristocracia (patricios u honestiores)[7] y a partir de ella, escalonadamente, el resto de la sociedad (plebeyos u humiltores), según el grado de libertad (libres, libertos o esclavos), sus derechos ciudadanos (ciudadanos romanos, ciudadanos de las capitales y ciudades de provincias o campesinos), su procedencia étnica (romanos, ítalos, extranjeros o bárbaros), sus posibilidades económicas (trabajadores o indigentes) o su sexo (varones o hembras)[8].

Las características propias de los niveles superiores de esa pirámide social eran: ser ricos, libres, honorables y tener acceso a los altos cargos públicos, es decir, a las esferas de poder. En cambio, las características de la inmensa mayoría situada en los niveles inferiores eran, por lo general: no poseer riquezas, trabajar para vivir o depender de otros para la subsistencia, y no poder ocupar ningún puesto de relieve en la administración estatal, regional, provincial o municipal[9].

La sociedad del Imperio ha sido definida como una sociedad estratificada y estable, en donde el tránsito de un nivel social a otro superior fue escaso y, por consiguiente, en donde había pocas ex­pectativas de cambio[10]. Sin embargo, es innegable que hubo personas que lograron subir en la escala social, aunque era tal el peso del status original, que hizo falta el transcurrir de generaciones para que sus descendientes fueran aceptados como iguales por aquellos que pertenecían al nivel social al que habían logrado ascender[11].

Desde el ángulo estrictamente económico, había en el Imperio dos categorías, separadas por un abismo: los ricos y los pobres[12]. Los primeros (los plousioi o dives), disponían de medios y recursos abundantes para vivir con la mayor holgura sin necesidad de tener que trabajar; los segundos, comprendían tanto a los que para poder vivir dependían de su trabajo (los penétes o pauperes), cuanto a los que no podían sobrevivir sin mendigar (los ptókhoi, egentes o indigentes)[13].

La prolongada paz que reinó en el Imperio romano durante la época julio-claudia propició el progreso económico en el mundo mediterráneo, permitió que hubiera un contacto más estrecho entre sus diversas partes y facilitó la movilidad social[14]. Esto hizo que el número de personas ricas se incrementara bastante. Sin embargo, paradójicamente, la riqueza se fue concentrado cada vez más en pocas manos, debido, sobre todo, a dos razones: 1ª) a que los ricos extendieron sus, ya de por sí, grandes latifundios mediante la adquisición de tierras de pequeños campesinos endeudados o en quiebra, controlando de este modo los bienes de primera necesidad y no pocos negocios derivados de los productos de la tierra; 2ª) a los matrimonios entre miembros de familias acaudaladas, que acre­centaron el patrimonio de éstas.

El porcentaje de pobres era elevadísimo. Si exceptuamos la ciudad de Roma, donde el número de mendigos y menesterosos era inmenso y su situación infamante, en la parte oriental del Imperio, a la que pertenecía Palestina, los pobres no sólo estaban más empo­brecidos que en la occidental, sino que, al parecer, eran más numerosos ­que en ésta. Además, los pobres, en Oriente, no tenían los mismos derechos ciudadanos que los ricos; mientras que, en Occidente, aunque fueran considerados por la gente acomodada casi con tanto desprecio como a los esclavos, si eran libres y gozaban de la condición de ciudadanos, tenían en principio los mismos derechos ciudadanos que los ricos.

Por su condición de indigentes, los pobres eran generalmente considerados por los ricos como ociosos, embusteros, ladrones, codiciosos de los bienes de los acaudalados, gente sin honor, empujados por su situación a toda clase de vicios y no merecedores de confianza alguna. La pobreza se consideraba como algo natural, se atribuía a la holgazanería de los pobres mismos o al designio de los dioses, en especial, de la diosa Fortuna. Incluso en escritos sapienciales del Antiguo Testamento se observa la influencia de esta mentalidad despectiva respecto al pobre y la pobreza (cf Prov 6,11; 13,18; 24,34; 28,19; Eclo 25,2; 40,28ss; etc.)[15].

En este contexto, no tiene nada de extraño la ceguera y la insensibilidad de los ricos respecto a los pobres ni el hecho de que nadie se preocupara de analizar las causas reales de la pobreza. Las personas acomodadas estaban tan acostumbrados a equiparar a los esclavos con los indigentes, que miraban y trataban a ambos con el mismo desprecio. La piedad o la compasión hacia los sectores más desfavorecidos de la población brillaba por su ausencia. Si, ocasionalmente, se hacía algo por ellos, era para evitar que su si­tuación desesperada los llevara a alterar el orden público, a motines o sublevaciones.

En el mundo greco-romano hacer el bien era incluso un deber cívico-patriótico, pero ni el griego ni el romano extendían su benevolencia hacia los pobres. En una época en donde, como lo atestiguan las inscripciones y textos literarios, las donaciones se hacían de manera interesada, esperando siempre alguna reciprocidad, los pobres, que no tenían nada que ofrecer a cambio, no podían esperar ayuda alguna. La beneficencia se limitaba a los que eran de la misma posición social, a los amigos y conocidos; no afectaba a los pobres. Este desinterés por ellos se refleja en el hecho de que en la literatura profana del tiempo ni siquiera se encuentra el concepto de limosna.

Como consta en diferentes testimonios de la época, no sólo de inscripciones sino también de escritores como Horacio, Tácito, Cicerón, Juvenal, Marcial, Séneca o Plinio, la meta de la vida era ser rico[16].

 

3. La administración imperial y los pobres[17]

Era costumbre en Grecia y en el mundo helénico el ofrecimiento al pueblo, a precio subvencionado o ínfimo, de trigo y cereales, y ocasionalmente también de aceite e incluso de carne. Esta costumbre se implantó en el mundo romano a finales del siglo II a.C., con Cayo Graco (las llamadas frumentationes). Más tarde, Julio César hizo de ella política de Estado, pero limitando el ofrecimiento de víveres a los empadronados en la ciudad de Roma. A partir de Claudio, una vez al mes, se ofreció gratuitamente, a todos los ciudadanos empadronados en Roma que quisieran, la entrega de una ración de alimento equivalente a la que se consideraba necesaria para mantener vivo a un esclavo (el frumentum). Aunque algunas otras ciudades imitaron esta costumbre romana, hasta la época de Antonino Pío, a mediados del siglo II, no consta con seguridad que se hubiera extendido por el Imperio.

La razón de esta medida era política. Se pretendía con ella evitar posibles levantamientos del pueblo por causa del hambre y ganarse el favor y el reconocimiento de la plebe. La prueba de que este reparto gratuito no era expresión de la preocupación del Estado por la suerte de los pobres está no sólo en el hecho de que no se beneficiaran de él más que los que gozaban de la condición de ciudadanos, sino también en que los repartos eran aprovechados igualmente por los ricos, que a menudo enviaban a sus familiares y esclavos a recoger los alimentos. Hasta donde sabemos, los indigentes, a diferencia de los huérfanos y las viudas, nunca fueron objeto en Roma de especial atención por parte del Estado[18].

Por lo que respecta a las provincias del Imperio, y en particular a Asia Menor, el emperador era considerado como benefactor del pueblo y, como tal, estaba obligado moralmente a socorrerlo, sobre todo en caso de grandes penurias o catástrofes. Por lo de­más, las autoridades tenían como una de sus tareas prioritarias asegurar la alimentación del pueblo, preocupándose, para ello, de que no faltara el grano y de que se vendiera a un precio razonable. Aparte de eso, no hay nada que evidencie la preocupación de esas autoridades por la situación de los pobres. Los fondos municipales se destinaban a obras públicas, celebraciones diversas y también al culto, pero no consta que se emplearan con fines filantrópicos.

Tan sólo eran socorridos por la administración imperial los huérfanos y las viudas, cuyos padres u esposos hubieran fallecido en servicio militar.

 

4. La situación en Palestina[19]

La Palestina del tiempo de Jesús constituía una sociedad teocrática, que giraba en torno a la Ley mosaica y al Templo de Jerusalén, fuertemente jerarquizada y de tipo patriarcal, en donde el padre de familia estaba investido de la autoridad suprema en el ámbito familiar. Dicha sociedad vivía de la agricultura, la artesanía y el comercio, y estaba compuesta por tres estratos sociales: superior, medio y bajo.

Al estrato superior pertenecían los príncipes y miembros de la familia real de Herodes, los altos dignatarios de la corte, la aristo­cracia sacerdotal o sumos sacerdotes, y las familias de abolengo, junto con los grandes terratenientes, comerciantes o negociantes.

El estrato medio, bastante reducido y apreciable sobre todo en Jerusalén, en los círculos cuyas fuentes de ingresos procedían del Templo y los peregrinos, estaba integrado, fundamentalmente, por los pequeños comerciantes, los artesanos propietarios de sus talleres, los dueños de las hospederías y los sacerdotes y levitas que no eran miembros de las grandes familias sacerdotales.

Al estrato bajo, formado por la inmensa mayoría de la población, pertenecían los jornaleros, tanto obreros como campesinos, los pescadores, los innumerables mendigos y, finalmente, los esclavos, Estos últimos, a diferencia de lo que ocurría en el resto del Imperio, no desempeñaban ningún papel relevante en la economía rural, ya que, fuera de la corte de Herodes, su número era muy reducido y se encontraban sobre todo en las ciudades, al servicio de las familias adineradas.

Dada la naturaleza de su suelo y la densidad de su población[20], Palestina estuvo lejos de proporcionar a todos sus habitantes trabajo, alimento y medios de vida suficiente. En tiempos de Jesús el paro era considerable y afectaba, principalmente, a los campesinos y jornaleros[21]. Lo que ocasionó la emigración de muchos judíos residentes en Palestina a otras partes del Imperio, en busca de una existencia mejor[22].

A pesar del aparente esplendor del largo reinado de Herodes el Grande (37 aC-4 d.C), durante el cual se crearon nuevas ciudades y fortalezas, se edificaron suntuosos edificios, se inició la reconstrucción del Templo y se hicieron importantes obras públicas, lo cierto es que la pobreza aumentó considerablemente en Palestina y esta situación se mantuvo a lo largo de todo el siglo primero. A ello contribuyó en gran medida la explotación abusiva del país por parte de Herodes y de sus sucesores, y más tarde, cuando Roma fue poco a poco asumiendo el control y la administración de Palestina, los impuestos que pesaban sobre el pueblo y la mala gestión de los prefectos y procuradores romanos. El hambre y la carestía que reinaban por doquier fueron el resultado de tal explotación[23].

Esto hizo que tanto en la época de Herodes, como después durante el breve reinado de Agripa I (41-44 d.C), tuvieran que arbitrarse medidas extraordinarias para paliar el hambre de la población. No sólo se estimuló la beneficencia privada, sino que se sancionaban jurídicamente las aspiraciones de los pobres a compartir la cosecha, reservándoseles una parte de las fincas, cuyos productos podían recoger después de la recolección, y dejando para ellos las uvas caídas durante la vendimia. La preocupación por los pobres era patente en grupos como los fariseos, los esenios o los zelotas[24].

A diferencia de la insensibilidad que, como se ha visto, reinaba el Imperio respecto al pobre y la pobreza, el judaísmo del siglo I, como lo atestiguan los escritos de Qumrán, la literatura rabínica y los llamados escritos pseudo-epígrafos, mantenía vigente la pre­ocupación veterotestamentaria de ayudar al pobre, a la viuda, al huérfano y al extranjero[25].

Al menos la teoría estaba clara y era repetida y conocida por todos: el rico no debe explotar al pobre: el judío fiel a Dios ha de ser, como él, misericordioso y justo; todos han de amar al prójimo. Otra cosa era la realidad: de hecho, muchísimos judíos palestinos del tiempo de Jesús no tenían otro medio de vida que la mendicidad[26], eran explotados por los poderosos y los ricos, y discriminados por los observantes religiosos. Por otra parte, los maestros de la Ley discutían entre sí sobre el alcance del precepto del amor al prójimo, sin llegar a un acuerdo acerca de si tal obligación debía o no de hacerse extensiva a los paganos[27].

 

2. EL PENSAMIENTO Y LAS EXIGENCIAS DE JESÚS ACERCA DEL DINERO Y LA RIQUEZA

1. La opinión de Jesús, según los evangelios, sobre el dinero y la riqueza

Son muchísimos los textos y pasajes evangélicos que, directa o indirectamente, tratan del dinero, la riqueza o la pobreza. Este dato es de por sí revelador: muestra la importancia que estas cuestiones tenían para Jesús y para el cristianismo primitivo[28].

La visión que sobre el dinero y la riqueza tienen los evangelios y, en particular, los sinópticos, podría resumirse así: el dinero constituye una continua fuente de preocupación para los seres humanos, impropia de los seguidores de Jesús, cuya interés fundamental ha de ser que reine la justicia de Dios Padre (Mt 6,25-34 par).

Con dinero se llevan a cabo las operaciones de compra y venta (Mt 10,29: 13,44-46; Lc 14,18-19 par: 17.28), y por su medio los hombres adquieren tanto lo necesario para vivir (Mc 6,35-37 y pars.), como lo superfluo (1Cor 16,19).

También con dinero se remunera el trabajo humano (Mt 19,30-20,16) y se obtienen los servicios que pueda necesitar una persona (Mc 5,25-26 pars; Lc 10,33-35); igualmente se pagan con él los tributos y los impuestos, justos o abusivos que imponen al pueblo los gobernantes, tanto políticos como religiosos (Mt 18,24-27; Mc 12, 13-17 pars.).

Con el dinero se negocia: se presta con intención de recobrar­lo con intereses (Lc 4 6,34) o se mete en el banco para que rente (Mt 25,24-26 par).

El dinero puede emplearse en beneficio de los otros: para ganar amigos (Lc 16,9), para dar limosnas o para ayudar a los necesitados (Mt 6,3-4; Mc 10,21 pars; Lc 8.3; 10,33-35; 12,23; cf Mc 14,5 pars.: Jn 13,29): pero también puede utilizarse para adquirir fama de santidad o renombre a costa de los pobres (Mt 6,2) y, bajo pretexto religioso, puede degenerar en la ostentación, el orgullo o el desprecio de los demás (Mc 12,41-44 par; Lc 18,9-14).

El dinero proporciona a los seres humanos seguridad: con él se tienen las espaldas cubiertas o se encara el futuro con desahogo (Lc 12,15-19; cf. Mc 6,7-9 pars; Lc 10,4). Sin embargo, Jesús advierte que se trata de una seguridad aparente: en realidad, es efímera, falsa y engañosa (Mt 6,19-21:10,39 23,12 par; Mc 8,34-37 pars.; Lc 6,24-25:12,15.20-21; 16,19-31: cf. Lc 1,51-53:12,42-48: 22,35).

El dinero constituye, además, uno de los elementos esenciales que hace posible el esplendor de los reinos de este mundo (Mt 4,8-10 pars; cf Mc 13,1-2 pars.), y está detrás del dominio y la opresión que se ejercen sobre los demás (Mc 10,42 pars.; cf Mc 10,35-41 par).

El dinero es, sobre todo, fuente de injusticias (Lc 16,8-9): vuelve a los hombres insensibles o ciegos ante la miseria humana (Lc 16,19- 21; cf. Mt 25,31-46); los hace insolidarios (Lc 12,16-18) y frívolos (Lc 6,25b): proporciona poder, comodidades, lujos y hartura (Mt 4,8 pars.: Lc 6,25a: 7,25 pars; 12,16-19; 15,13); confiere prestigio social y toda clase de privilegios (Lc 6,26:14,7-14; cf Mt 23,5-8; Mc 12,38-40 pars.); sirve para ganarse el favor o el reconocimiento de los otros y para obtener influencias (Lc 7,2-5; 16,1-8).

El dinero se idolatra (Mt 4,8-10 par; 6,24 par), se codicia, se atesora y fomenta la ambición y el egoísmo (Mt 6.19-23 pars.; Mc 9,33b-37 pars.: 10,35-41 pars.; Lc 12,16-18); seduce a los hombres y los vuelve hedonistas, ahogando en ellos el mensaje de Jesús y pro­vocando su esterilidad (Mc 4,18-19 pars.); puede subyugar a las per­sonas religiosas más observantes y, en apariencia, intachables (Lc 16,14-15), y puede también convertir lo más sagrado en un negocio y la religión en un instrumento de explotación del pueblo (Mc 11,15-19 pars.).

La ambición de dinero lleva a la avaricia (Mt 6,19-21 pars.), la tacañería (Mt 6,22-23 pars.) y la envidia (Mc 10,41 pars.; cf 15,25-32). El dinero es motivo de ruptura de los vínculos familiares (15, 11 -13) o de rencilla entre los propios hermanos (Lc 12,13-14). Por afán de dinero se encarcela al deudor que no paga su deuda, aunque sea mínima (Mt 18,28-30).

Con dinero se soborna (Mt 28,8-15). Por dinero se pleitea (Mt 5,25-26 pars.), se extorsiona (Lc 19,1-10; cf. 3.14), se roba (Jn 12,6), se traiciona (Mc 14,10-11 pars.) o se mata (Lc 10,30; cf. Mt 2,16).

El apego a la riqueza constituye uno de los principales obstáculos para el seguimiento de Jesús (Mc 10,21-22 pars.) y un impedimento para entrar en el reino de Dios (Mc 10,23-24 pars.), es decir, para participar en la construcción de una sociedad nueva, basada en la solidaridad y la justicia. Por eso Jesús proclama dichosos a los que optan por la pobreza (Mt 5,3a: Lc 6,20a), puesto que esa opción, que extirpa la raíz interior de la injusticia, la ambición humana (cf. 1 Tim 6,9-10), permite el ejercicio del reinado de Dios (Mt 5,3b. 10b; Lc 6,20b), impulsa la liberación de los hombres (Mt 5,4-6) y hace posible unas relaciones humanas basadas en el amor activo (Mt 5,7-9)[29].

Jesús no se deja impresionar por el dinero. Para él vale mucho más el cuadrante (una moneda insignificante) que una pobre viuda echa en el cepillo del Templo, privándose de lo que necesita para vivir, que todas las monedas que echan en él los ricos, de lo que les sobra (Mc 12,41-44 pars.). Tampoco se deja impresionar por la grandiosidad y magnificencia de los edificios que los hombres levantan a base de dinero y esfuerzo humano; sabe que detrás de ellos se esconde la injusticia y que acabarán, tarde o temprano, en la ruina ola destrucción (Mc 13,1-2 pars.).

En la polémica que, según el Evangelio de Juan, se desarrolla entre Jesús y los dirigentes judíos durante la fiesta de las Chozas o de los Tabernáculos (7,1-8,59), el evangelista menciona en el centro de la controversia el Tesoro del Templo (8,20), contraponiendo así a Jesús, el nuevo santuario de Dios (cf. 2,17; 7,37-39), con el Tesoro, el santuario del templo idolátrico, donde se aloja el dios y padre de los dirigentes judíos: la acumulación explotadora (cf. 2,14- 16)[30].

Para Jesús, la liberación del hombre es mucho más importante que la estabilidad económica. Por eso, no duda en sacrificar el potencial económico de toda una región (la gran piara de cerdos que se precipita acantilado abajo en el mar: Mc 5,1-20 pars.), para obtener la liberación de un alienado (el endemoniado de Gerasa)[31]. El bien del hombre está, para él, por encima de todo (Mc 3,1-6 pars.).

En el conocido pasaje del juicio de las naciones (Mt 25,31-46), advierte Jesús de las consecuencias irreparables de la insensibilidad humana. El que pase por la vida indiferente a las necesidades más perentorias de los seres humanos, es decir, sin mostrar el más mínimo gesto de amor, ése ha malogrado su existencia.

En las imprecaciones que añade Lc a las bienaventuranzas, Jesús arremete contra los causantes de la injusticia que reina en la sociedad: los ricos, los que están repletos de todo, los que viven frívolamente y los que gozan del reconocimiento social; anunciándoles el cambio que va a traer consigo el reinado de Dios y que comportará su ruina existencial (Lc 6,24-26).

Frente al carácter restrictivo e interesado de la beneficencia en el mundo greco-romano, en donde, como se ha visto, el bien se hace a los amigos, a la gente de la misma posición social o a aquellos de los que se espera obtener algún beneficio, Jesús propone todo lo contrario. Según Lucas, en una ocasión en que había sido invitado a comer en casa de un fariseo, se dirigió a éste diciéndole:

“Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a vecinos ricos; no sea que te inviten ellos para corresponder y quedes pagado. Al revés, cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; y di­choso tú entonces, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos» (Le 14,12-14).

Jesús, que Identifica a Satanás con el ansia de poder y de gloria mundana (Mc 8,33; cf Mt 4,8-10 pars.), espera de sus seguido­res que renuncien a la acumulación de dinero, porque para ellos su verdadera riqueza ha de estar en Dios (Mc 10,21 pars.). Al mismo tiempo, les advierte que el ser humano se define por aquello que aprecia y que todo el que haga del dinero un valor estimable se apegará a él y será el dinero quien oriente su vida y marque su personalidad (Mt 6,19-21 pars.). Para Jesús, lo que da valor a la persona es la generosidad; mientras que la tacañería, que cierra las puertas al amor, hace del hombre un miserable (Mt 6,22-23 pars.)[32].

Por eso, pedirá a los suyos que sean generosos, que no vuelvan la espalda a nadie, que presten sin esperar nada a cambio, e incluso, que renuncien a reclamar lo que, siendo de ellos, se lo apropian otros (Mt 5,42; Le 6,30.35.38). Para Jesús, no merece la pena pleitear por dinero ni defender lo propio con uñas y con dientes.

A pesar de sus advertencias y sus críticas, Jesús no es un asceta reticente a usar y disfrutar de los bienes creados. Al contrario, su conducta en este sentido es de tal normalidad que resulta escandalosa para sus adversarios, que lo acusan de comilón y bebedor (Mt 11,18-19 pars.)[33]. Tampoco es un maniqueo que considera todo lo que tiene que ver con el dinero como intrínsecamente malo. De sus palabras se deduce que, para él, el dinero es moralmente ambiguo: puede servir para lo bueno, como para lo malo; para ayudar a otros o para explotarlos; para compartirlo con los demás o para codiciarlo. Depende de la utilidad que se le dé y de los resulta­dos que produzca.

Lo que a Jesús le parece reprobable es el apego al dinero, por los efectos negativos que entraña y porque acaba haciendo de éste el ídolo a cuyo servicio se pone la vida humana (Mt 6,24 pars.). Pero, además, conoce bien la seducción que el dinero ejerce sobre los hombres y la capacidad que tiene de envolverlos en sus redes y atraparlos (Mc 4,19 pars.). Por eso, es tan crítico con él y tan contundente en las exigencias que, con relación al dinero, plantea a sus seguidores.

 

2. La incompatibilidad entre Dios y el Dinero[34]

En el Sermón de la Montaña de Mt se encuentra un conocido dicho de Jesús, que le coloca en un contexto diferente, como colofón de las instrucciones que Jesús da a sus discípulos a raíz de la parábola del mal administrador (Lc 16,13). El dicho dice así:

«Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a Mammón» (Mt 6,24).

En este dicho establece Jesús la absoluta incompatibilidad entre el servicio o dedicación a Dios y el servicio o dedicación a Mammón, dios del dinero y la riqueza, que se presenta como el rival del verdadero Dios y que pretende suplantarlo[35]. Se trata de dos realidades totalizantes, diametralmente opuestas, que se ofrecen al hombre como fundamento y determinante de su ser y su queha­cer[36].

«Servir a Dios»,[37] y no a un dios cualquiera, sino al de Jesús, es poner la propia existencia al servicio de los intereses de ese Dios, que Jesús concibe como Padre de todos, como fuente de vida y amor cuya máxima preocupación es la felicidad y el pleno desarrollo de sus hijos, y que se vuelca de forma preferente sobre aquellos que no tienen acceso a los bienes de la creación, no cuentan socialmente o, por las razones que sean, viven marginados (Mc 2,15-17 pars; Lc 15)[38]

Este servicio, que hace al ser humano libre y liberador, se traduce en entrega generosa, solidaridad y fraternidad. Se ejerce desde abajo, no desde arriba (Jn 13,2-15); se realiza por amor, no por obligación; no excluye a nadie, ni siquiera al enemigo (Mt 5,43-48 pars.), y va dirigido, prioritariamente, a los pobres, impe­didos, marginados y oprimidos.

En cambio, «servir a Mammón», dios del dinero y la riqueza, es poner la propia existencia al servicio de los intereses de éstos; es caer en la idolatría del dinero (Mt 4,8-10 pars.), que lleva a la codicia, al egoísmo, al afán de dominar y sobresalir, y a la competitividad.

Este servicio, que aliena al ser humano y lo incita a alienar a los demás, se traduce en la ambición de poseer, dominar y subir, al precio que sea. Los tres verbos malditos causantes de la infelicidad e injusticia que afligen a la humanidad.

No hay componendas posibles entre el Dios de Jesús y Mammón. Ambos encarnan intereses contrapuestos, valores radicalmente distintos, objetivos completamente diversos. Por eso, ante los dos rivales el hombre se ve necesariamente abocado a tener que optar por uno de ellos; a fundamentar su vida en el uno o en el otro y a orientarla en una u otra dirección.

Como puede apreciarse, se trata de una opción fundamental que determina la existencia humana. Si, como se ha visto, la meta de la vida que propone el mundo greco-romano era ser rico (coincidente, por otra parte, con la que, de forma mucho más insistente y sugestiva, se propone al hombre de hoy), Jesús ofrece otra del todo diferente: invita a optar por lo que Dios representa y promueve, en contra de lo que el dinero y la riqueza encarnan y promocionan. De esa opción dependerá la felicidad o infelicidad propia y ajena, y el desarrollo o la alienación individual y social.

 

3. La radicalidad de las exigencias de Jesús

Como es sabido, las condiciones que Jesús pone para se­guirlo se formulan en los evangelios con una gran radicalidad y afectan de manera particular a la cuestión del dinero y la riqueza.

En el pasaje del llamamiento a los primeros discípulos, éstos, por seguir a Jesús, dejan sus medios de vida y abandonan, incluso, al propio padre (Mc 1,16-2 la pars.)[39]. Cuando, más tarde, Jesús lla­ma a Leví/Mateo, el recaudador de impuestos, ocurre otro tanto (Mc 2,14 pars.)[40].

A los candidatos al seguimiento, Jesús les propone la renuncia a toda estabilidad y una total disponibilidad (Mt 8,19-20 pars.)[41]; así como, desentenderse del pasado (Mt 8,21-22 pars.)[42] y romper con todo particularismo (Lc 9,6l-62)[43]. A sus propios discípulos los invita a que vendan sus bienes y lo den en limosna (Le 12,33a).

Entre las instrucciones que da Jesús al enviar a los Doce (Mc 6,7-13 pars.) y también, según Le, a los Setenta (Le 10,1-12), se encuentra la de que vayan desprovistos de dinero y de cualquier otro medio que pueda proporcionarles seguridad. Los deja, pues, a merced por completo de la generosidad de los demás, para que así aprendan a confiar en la gente. Mt añadirá a estas instrucciones la recomendación de Jesús de que por el camino ayuden a todos desinteresadamente (Mt 10, 8b).

Según Lc, a las multitudes que acompañan a Jesús camino de Jerusalén, éste les hace ver, sin ambages de ningún tipo, lo que implica ser discípulo suyo:

«Si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mi, no puede ser discípulo mío» (Le 14,25-27).

A continuación, los invita a reflexionar seriamente antes de comprometerse al seguimiento (vv. 28-32); para concluir con unas palabras de una radicalidad extrema: Esto supuesto, todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío (v. 33).

Esta misma renuncia es la que propone Jesús al rico que se acerca a preguntarle qué tiene que hacer para heredar vida definitiva (Mc 10,17 pars.). Después de responderle y de comprobar su ho­nestidad, lo invita al seguimiento poniéndole como condición previa que venda todo lo que tiene y se lo dé a los pobres. para que así su única riqueza sea Dios. Ante semejante propuesta, el rico, por ap­go a sus posesiones, renuncia a seguirlo (Mc 10,17-22 pars.); puede más en él la seguridad del dinero que la de Dios. Jesús aprovechará la ocasión para hacer ver a sus discípulos que aquellos que confían en la riqueza no son aptos para la sociedad nueva o reino de Dios (Mc 10,23-27 pars.).

Tras el primer anuncio de la pasión, muerte y resurrección, y la tentativa de Pedro, como representante de los demás discípulos, de desviar a Jesús de su camino (Mc 8,31-32 pars.), éste reitera una vez más a todos los suyos las condiciones para el seguimiento: Si uno quiere seguir detrás de mí, reniegue de sí mismo y cargue con su cruz; entonces, que me siga (Mc 8,34 pars.).

Cuando sus seguidores discuten sobre grandezas o primacías. van buscando la gloria humana, el poder o el dominio, y se dejan llevar de actitudes autoritarias o violentas, Jesús es tajante con ellos: les recuerda que el que quiera ser primero ha de ser último de todos y servidor de todos (Mc 9,33-37 pars.); que el seguidor ha de estar dispuesto a asumir, como él, el fracaso, el descrédito y hasta la muerte a manos de los hombres (Mc 10,35-41): que entre ellos, a semejanza suya, no ha de haber otra grandeza que la del servicio ni otra disposición que la de la entrega sin regateo a los demás (Mc 10,42-45 pars; cf. Jn 13,1-17); y que deben desechar toda actitud autoritaria (Mc 9,38-41 pars.) o violenta (Le 9,51-56).

Cuando públicamente denuncia el comportamiento de letrados y fariseos, acusándolos de buscar el reconocimiento social, de vestir con ostentación, de que les encantan los puestos de honor, que les hagan reverencias por la calle o que los llamen maestros (Mt 23.5-7 pars.), Jesús advertirá a los suyos que han de comportarse de un modo diametralmente opuesto:

«Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Maestro” (lit. Rabbí), pues vuestro maestro es uno solo y todos vosotros sois hermanos; y no os llamaréis «padre” unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen «directores«, porque vuestro director es uno solo, el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro; pero al que se encumbre, lo abajarán, y al que se abaje, lo encumbrarán» (Mt 23,8-12).

Como puede apreciarse, las exigencias que Jesús plantea al que quiera seguirlo son de tal calibre que espantan. Sobre todo, las que atañen a la cuestión económica; y más, en un mundo como el nuestro en donde el dinero constituye el valor supremo, al que se subordina todo.

Cabría, hipotéticamente, pensar que en una sociedad predominantemente campesina, como la de Palestina en tiempos de Je­sús, donde la mayoría de la gente apenas si tenía nada, su propues­ta pudiera encontrar una acogida más o menos favorable. Pero en nuestro mundo occidental, tan complejo y tecnificado, en el que prevalece una cultura de tipo urbano y en donde la mayor parte de la gente tiene un nivel de vida más o menos aceptable, la propuesta de Jesús, tomada al pie de la letra, resulta prácticamente inviable. Con sinceridad no creo que haya muchos dispuestos a renunciar a todo y a quedarse sin nada. Ni siquiera estoy seguro de que una renuncia de ese tipo sirva para algo.

¿Estará, entonces, reservado el seguimiento de Jesús a una minoría de personas selectas, forjadas en un yunque especial y dispuestas a llevar una vida donde no se tiene ni se posee absolutamente nada? ¿Será verdad aquella interpretación eclesiástica que considera estos textos tan radicales como un consejo que da Jesús sólo a algunos de sus seguidores?[44]

Nada en los evangelios sugiere que las condiciones que Jesús establece para el seguimiento estén dirigidas a una elite. Al contrario, si algo caracteriza al mensaje de Jesús es su universalidad. Su buena noticia va dirigida a la humanidad entera, sin exclusión de nadie; y lo mismo ocurre con su invitación al seguimiento. Otra cosa será la respuesta que esa buena noticia y esa invitación obtengan entre los hombres, que puede ser minoritaria.

Si el mensaje de Jesús y su invitación a seguirlo se dirigen potencialmente a todos, entonces las condiciones que él exige para el seguimiento no pueden ir destinadas a unos pocos. Por tanto, hay que descartar de sus palabras, por radicales que sean, toda interpretación elitista.

¿Qué hacemos, pues, con esos textos que, tomados literalmente, plantean unas condiciones que de suyo en nuestra sociedad resultan impracticables?, ¿guardarlos en el baúl de los recuerdos?, ¿rebajar la radicalidad de su contenido para hacerlo más asumible?, ¿o, simplemente, pasar de ellos y no hacerles caso? Sin embargo, esos textos son para los evangelistas tan importantes que olvidarlos, descafeinarlos o prescindir de ellos sería tanto como reconocer que la adhesión y el seguimiento de Jesús son inviables y que su propuesta de cambio radical es tan descabellada que ni siquiera merece que se la tenga en cuenta.

A mi modo de ver, los textos en cuestión contienen formulaciones extremas, muy frecuentes en la Biblia, que no podemos tomar al pie de la letra.

A nadie se le ocurre, por ejemplo, interpretar literalmente los textos sinópticos en los que Jesús manda a sus seguidores que se corten la mano o el pie, o que se saquen el ojo, cuando cualquiera de esos miembros u órganos ponga en peligro la fidelidad al mensaje (Mc 9,43-48 pars; cf. Mt 5.29-30). Tampoco toma nadie a la letra el texto antes citado de Le 14,26 que, traducido literalmente, dice así:

“Si uno quiere venirse conmigo y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y herma­nas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.

Y lo mismo podría decirse de otros muchos textos[45].

Pues bien, los textos evangélicos que establecen las condiciones del seguimiento de Jesús entran dentro de la categoría de formulaciones extremas y, como tal, no hay que interpretarlos literalmente.

Una formulación extrema es aquella que propone una opción radical mediante una situación límite. Esa situación es sólo el recurso literario para expresar la radicalidad de la opción, pero ni puede generalizarse ni se propone como meta a alcanzar. Constituye un recordatorio, a la hora de tomar la opción, de las condiciones de vida denigrante a que se ven forzados muchos seres humanos y sirve para impedir que nadie se eche atrás ante las exigencias de la realidad por duras que sean ni aduzca pretextos para no tomar la opción propuesta[46].

Aplicando estos principios a las durísimas condiciones que Jesús establece para el seguimiento, relacionadas siempre con el dinero, ten­dríamos que lo que se pretende con ellas es invitarnos a que optemos decididamente por una forma de vida que no esté movida ni regida por el dinero, sino que esté animada y orientada por Dios. Lo que se nos quiere proponer con esas condiciones es que nunca nos consideremos propietarios exclusivos de nada y que pongamos a disposición de los demás todo lo que somos y tenemos, prioritariamente de los pobres, porque son ellos los más imperiosamente necesitados de la generosidad humana. Si somos capaces de compartir lo nuestro con los que nada tienen, sere­mos también capaces de compartirlo con cualquiera.

Dicho de otro modo, con estas formulaciones radicales se nos invita a que optemos por ser, no por tener; por la generosidad y el compartir, no por la ambición, la codicia o la tacañería; por el servi­cio y la solidaridad, no por el dominio de los otros, el egoísmo y la desigualdad; por situarnos al lado de lo pobres y ofrecerles lo que esté a nuestro alcance, no al lado de los poderosos; por la verdadera seguridad y riqueza, que se encuentra en Dios y no en el dinero.

En definitiva, como en otros pasajes evangélicos, se trata en estas formulaciones extremas de optar por todo aquello que contribuye al auténtico desarrollo de los seres humanos y hace posible una sociedad entrañable y justa[47].

 

4. La alternativa que propone Jesús[48]

De todo lo dicho, se deduce que el mensaje de Jesús plantea una alternativa al poder que en este mundo ejerce la riqueza y el dinero. Allí donde éstos se erigen en valores supremos, todo queda supeditado a ellos: el rasero por el que se miden los seres humanos es su capacidad adquisitiva, no su propia dignidad; lo que cuenta es el lucro y la ganancia, no el bien del hombre; el summum de la felicidad está en poseer sin freno ni medida, alcanzar el máximo poder y subir socialmente lo más alto posible; y las relaciones hu­manas se tornan opresivas y competitivas. Donde reina el dinero y la riqueza, reina la inhumanidad y la injusticia.

En cambio, donde se asume y se vive el mensaje de Jesús, se produce el efecto contrario: el valor supremo es el hombre, a cuyo bien se supedita todo; lo que cuenta es la dignidad humana, no el dinero o los bienes materiales que se poseen; lo que hace feliz es el amor, que se traduce en generosidad, solidaridad y entrega; y las relaciones humanas se vuelven cordiales, respetuosas, justas y fraternas. Donde reina el mensaje de Jesús, reina Dios, y con él la libertad, la justicia y la paz.

Frente a la sociedad injusta, asentada en el dinero y la riqueza, Jesús propone un modo de vida distinto y alternativo, cimentado sobre los valores que Dios encarna y promueve, y que los evangelios llaman reino o reinado de Dios. Teológicamente hablando ese modo de vida es el propio de los que sintonizan con el Dios de Jesús y están movidos por su Espíritu, la fuerza del amor y de la vida. En lenguaje secular, es el modo de vida de los hombres que apuestan por la austeridad solidaria, la generosidad y la justicia, procuran ser coherentes con esos principios y se afanan porque los individuos y la sociedad se vayan transformando de acuerdo con ellos. Esos hombres, creyentes o no, son los únicos capaces de ir abriendo caminos nuevos en la historia de la humanidad y de ir creando una nueva sociedad.

 

 

Fernando Camacho Acosta

Profesor del C.E.T. de Sevilla, España

Publicado en Revista ISIDORIANUM (Sevilla) 6 (1997)393-415



[1] Sobre esta cuestión. véase el estudio de M. I. FINLEY, The Ancient Economy = Sather Classical Lectures 43 (Berkeley 1973). Más en concreto: E. ARENS. Asta Menor en tiempos de Pablo. Lucas y Juan. Aspectos sociales y económicos para la comprensión del Nuevo Testamento (Córdoba 1995) 49s: W. A. MEEKS, Los primeros cristianos urbanos. El mundo social del apóstol Pablo (Salamanca 1988) 40.96ss; y la introducción de J. Muga a la edición castellana de la obra de K. KAUTSKY. Der Ursprung des Christentums = Orígenes y fundamentos del cristianismo (Salamanca 19741). Sin embargo. los autores marxistas y socialistas, en general, suelen proyectar en sus estudios del mundo antiguo los criterios de catalogación social moderna: cf, aparte de la clásica obra de K. Kautsky, antes citada, las más modernas de A. ROBERTSON, Origins of Christianity (Londres 1954), J. GAGE, Les classes sociales dans l'Empire. Romain (Paris 1964) o G.E.M. de Ste CROIX, The Class Struggle in the Ancient Greek World from the Archaic Age top the Arab Conquest (Nueva York 1981). Con todo, no faltan neomarxistas, como E. Bloch, G. Lukács o M. Machovec, que reaccionan contra el reduccionismo que supone analizar la sociedad atendiendo fundamentalmente al factor económico.

[2] Cf E. ARENS. Asta Menor o. c., 49-51: B. J. MALINA, El mundo del Nuevo Testa­mento. Perspectivas desde la antropología cultural (Estella 19953 45-81.

[3] Véanse por ejemplo: O. ALFÖLDY, Römische Sozialgeschichte 1 (Wiesbaden3 1984) 124: E. ARENS, Asia Menor, o. c., 49-56: M. I. FINLEY, The Ancient Economy, o. c., 35-61; S. M. LIPSET, Social Class, en International Encyclopedia of the Social Sciences XV (1968) 296-316 (296-301): R. MACMULLEN, Roman Social Relations 50 B.B. to AD. 284 (New Haven / Londres 1974) 88-91: A. MEEKS, Los primeros cristianos, o. c., 96-100.

[4] Se estima que sólo en Italia, a] final de la República, habría unos dos millones de esclavos, es decir, aproximadamente el 35% de la población: cf J. RICHES, El mundo de Jesus. El judaísmo del siglo I en crisis (Córdoba 1966) 30. W. A. MEEKS, Los primeros cristianos, o. c., 41ss, destaca la importancia de la distinción entre libres, libertos y esclavos. Sobre la esclavitud en la antigüedad. son clásicos los estudios, entre otros, de: R. H. BARROW, Slavery in the Roman Empire (Nueva York2 1964): F. BÖMER, Untersuchungen uber die Religion der Sklaven in Griechenland und Rom, 4 vols (Mainz 1957-1963); W. W. BUCKLAND, The Roman Law Slavery: The Condition of the Slave in Private law from Augustus to Justian (Cambridge 1908): W. L. WESTERMANN, Slave Systems of Greek and Roman Antiquity = Memoria of the American Philosophical Soclety 40 (Filadelfia 1955). Bibliografía sobre el tema en J. VOGT, Bibliographie zur antiken Sklaverei (Bochum 1971).

[5] Cf E. ARENS, Asia Menor o. c., 51 ss. Para B. J. MALINA, El mundo del Nuevo Testamento, o. c., 45-81, el honor y la vergüenza constituyen los valores centrales del mundo mediterráneo del siglo primero. Para J. RICHES, El mundo de Je­sús o. c., 29s. la condición de libre o de esclavo marca la distinción decisiva en la sociedad antigua. Por su parte, W. A. MEEKS, Los primeros cristianos..., o. c., 96-100 sostiene que el status o posición social es la categoría más útil para trazar un esquema de la estratificación existente en las ciudades grecorromanas.

[6] Cf. E. ARENS, Asia Menor, o. c., 49.

[7] La aristocracia constituía menos del 2% de la población global del Imperio: cf E. ARENS, Asia Menor, o. c., 53: G. ALFÖLDY. Römische Sozialgeschichte... o. c. 124 y R. MACMULLEN, Roman Social Relations, 88-91, entre otros, calcularon que la cúspide de la pirámide social del Imperio no representaba siquiera el 1% del total de la población: A. MEEKS, Los primeros cristianos…, o. c., 97 da por válida esta cifra. Sin embargo, como señala Arens, los autores que establecieron este cálculo no tuvieron en cuenta a las familias nobles de las ciudades de provincias.

[8] Situar, sin más, como hace E. ARENS. Asia Menor, o. c. 53. en la cúspide de la pirámide a la aristocracia y en la ancha base de ésta al resto de la sociedad, resulta demasiado simple, porque, evidentemente, no todos los que no pertenecían a la aristocracia estaban situados en el mismo nivel social.

[9] Así sintetiza G. ALFÖLDY, Römische Sozialgeschichte, II (Wiesbaden 1984) 94, los dos niveles: superior e inferior que caracterizan a la sociedad del Imperio. Cf también E. ARENS, Asia Menor, o. c., 54ss, que sigue la sintetización de ALFÖLDY y R. MACMULLEN, Roman Social Retations, o. c., 88ss.

[10] Cf A. H. M. JONES, “The Caste System in the Later Roman”, en Eirene 8 (1970) 79-96 (89); sobre la movilidad social en el Imperio pueden verse. además: M. I. FINLEY, The Ancient Economy, o. c., 35-61; K. HOPKINS, Elite mobility in the Roman Empire en M.I. FINLEY (ed.), Studies in Ancient Society (Londres/Boston 1974) 103-121: R. MACMULLEN. Roman Social Relations, o. c., 97-120; W. A. MEEKS, Los primeros cristianos, o. c., 40s: y P. R. C. WEAVER, Social Mobility in the Early Roman Empire, en M. I. FINLEY (ed.) Studies in Ancient, o. c., 121-140

[11] Cf.E. ARENS. Asia Menor, o. c., 56-58, quien sostiene que “de hecho, con cierta frecuencia, algunas personas ambiciosas y alejadas de cualquier idea fatalista lograron subir en la escala social”. G. THEISSEN, Estudios de sociología del cristianismo primitivo (Salamanca 1995) 221s, señala que, en los menos de cien años que transcurren desde la refundación de Corinto por César y la creación allí por Pablo de una comunidad cristiana “muchas familias habían experimentado una fuerte ascensión social”.

[12] La descripción que sigue está tomada fundamentalmente de E. ARENS, Asia Menor, o. c., 145-159.

[13] Con el tiempo, los términos pênes y ptôkhos vinieron a designar lo mismo, cf E. ARENS. Asia Menor, o. c., 149s; F. HAUCK-E. BAMMEL, Ptôkhos, en Theologische Wörterbuch zum Neuen Testament VI, dirigido por G. KITTEL y G. FRIEDRICH, (Stuttgart 1956) 866-915(885-915).

[14] Cf Sh. BEN-AMI, Palestina en el primer siglo de la era común, en A. PIÑERO (eds.), Orígenes del cristianismo. Antecedentes y primeros pasos (Córdoba 19911 15-35 (21s).

[15] No hay que olvidar que en el Antiguo Testamento, donde la indigencia es considerada a menudo consecuencia del castigo divino por los pecados del pueblo, arraigó la idea de que el justo es bendito por Dios con la riqueza, mientras que el pecador es maldito con la pobreza. Véase, por ejemplo, S. A PANIMOLLE. Pobreza, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, dirigido por P. ROSSANO. G. RAVASI y A. GIRLANDA (Madrid 1990)1484-1500 (1486s).

[16] Cf R. MACMULLEN, Roman Social Relations, o. c., 104-120.

[17] Lo que sigue es fundamentalmente un resumen de E. ARENS, Asia Menor, o. c. 159-163. Puede verse sobre la cuestión, entre otros, la clásica obra de H. BOLKESTEIN, Wohltätigkeit und Armenpflege im Vorchristlichen Altertum (Utrech 1939), y la más reciente de A. R. HANDS, Charities and Social Aid in Greece and Rome (Londres 1968).

[18] Como constatan por ejemplo M. 1. FINLEY, The Ancient Economy, o. c.. 40 y A. R. HANDS, Charities and Social, o. c., 89.

[19] Sobre este tema existe abundante bibliografía. Véase, en particular: Sh. BEN-AMI, Palestina en el primer siglo, o. c., 20-25: J. JEREMÍAS, Jerusalén en tiempos de Jesús (Madrid 1977) 105-138: J. LEIPOLDT-W. GRUNDMANN, El mundo del Nuevo Testamento. I (Madrid 1973) 189-210: E. LOHSE. Le milieu du Nouveau Testament (París 1973) 185s; J. MATEOS-F. CAMACHQ, El horizonte humano. La propuesta de Jesús (Cór­doba71995) 24s: J. RICHES. El mundo de Jesús, o. c., 29-45.

[20] No existen estadísticas fidedignas sobre la población de Palestina en esta época pero se acepta por todos que el país está densamente poblado, cf SH. BEN AMI, Palestina, o. c., 20s; J LEIPOLDT- W. GRUNDMANN, El mundo del Nuevo Testamento, o. c., 200, señala que Palestina tenía alrededor de un millón de habitantes. En cambio J. GAGÉ, Les classes sociales, o. c., 153, estima que en tiempos de Trajano la población era de dos millones cifra que se considera exagerada; cf. E. ARENS, Asia Menor, o. c., 177. Sobre la población de Palestina durante los períodos griego y romano, puede verse: E. SCHÜRER, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, II (Madrid 1985) 19-43.

[21] Cf J. RICHES, El mundo de Jesús, o. c., 37-41.

[22] Sh. BEN-AMI, Palestina, o. c., 22, señala cómo, en medio del progreso económico que experimentó el mundo mediterráneo durante la época julio-claudia, Palestina fue en ciertos aspectos una excepción, porque estuvo durante una considerable parte de ese período envuelta en los disturbios y choques que estallaban tanto entre las autoridades romanas y los judíos como entre las poblaciones judía y gentil dentro del país. La agitación perturbaba la vida económica y estorbaba considerablemente el desarrollo del comercio. El idílico cuadro de Palestina que presenta Flavio Josefo (Bellum 3,4ss), de un próspero país agrícola que provee de sustento digno a todos sus habitantes, está lejos de la realidad.

[23] Cf Sh. BEN-AMI, Palestina, o. c... 22s; J. LEIPOLDT- W. GRUNDMANN, El mundo del Nuevo Testamento, o. c., 203s.

[24] Cf J. LEIPOLDT-W. GRUNDMANN, El mundo del Nuevo Testamento, o. c., 204.

[25] Cf. A. GELIN, Les Pauvres de Yahvé = Témoins de Dieu 14 (Paris 1953);A. GEORGE, Pauvre, en Dictionnaire de la Bible. Supplément VII (París 1966) 387-406; L J. HOPPE, Being Poor: A Biblical Study (Wilmington 1987); N. LOHFINK, Option for the Poor (Berkeley 1987); J. L. SICRE, Con los pobres de la tierra. La justicia social en los profetas de Israel (Madrid 1984).

[26] Como botón de muestra, cf J. JEREMIAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, o. c.. 136-138, donde describe la situación de Jerusalén, en la época de Jesús, como centro de mendicidad y la picaresca de los mendigos.

[27] Cf E. ARENS, Asia Menor o. c., 170-174: J. JEREMIAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, o. c., 145-153.

[28] Aunque sin enmarcarla en el contexto socio-económico de la época, la cuestión ha sido magistralmente tratada por J. VIVES, Jesús y el cristianismo primitivo ante las estructuras económicas de su tiempo en Dios o el Dinero, X Congreso de Teología. 12-26 Septiembre 1990 (Madrid 1991) 79-95,

[29] Sobre las bienaventuranzas evangélicas y, en particular, las de Mt, véase. F CAMACHO, La proclama del Reino Análisis semántico y comentario exegético de las Bienaventuranzas de Mt 5,3.10 (Madrid 1986); IDEM, Ética, utopía y Bienaventuranzas, en Ética universal y cristianismo = XIII Congreso de Teología 8-12, Septiembre 1993 (Madrid 1994) 117-136; J. MATEOS - F. CAMACHO El horizonte humano, o. c., 68-72.

[30] Cf J. MATEOS-J. BARRETO, El Evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético (Madrid3 1992) 424s.

[31] Para la interpretación del pasaje, véase J. MATEOS-F. CAMACHO, El Evangelio de Marcos. Análisis lingüístico y comentario exegético 1 (Córdoba 1993) 429-456.

[32] Para la traducción e interpretación de este texto, cf J. MATEOS-F. CAMACHO, . El Evangelio de Mateo. Lectura comentada (Córdoba 1981) 71ss.

[33] Cf, J. MATEOS-F. CAMACHO. El Hijo del hombre. Hacia la plenitud humana (Córdoba 1995) 61-63.

[34] Para lo que sigue, cf F. CAMACHO. La proclama del Reino, o. c., 114ss.; J. VIVES, Jesus y el cristianismo, o. c., 85-90.

[35] En los Profetas se encuentra ya la idea de que el dinero es uno de los ídolos que pretenden ocupar el puesto de Yahvé, cf J. L. SICRE, Los dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas pre-exílicos (Madrid 1979).

[36] Cf F. CAMACHO, La proclama del Reino, o. c., 120; J. MATEOS-F. CAMACHO, El Evangelio de Mateo, o. c., 73.

[37] Se trata de una formulación arcaica que tiene sus raíces en el Antiguo Testamento, cf. MATEOS-CAMACHO, El horizonte humano, o. c., 120-124.

[38] Ibídem, 94-120, donde se expone la novedad del Dios de Jesús.

[39] Dejaron la barca... Dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los asalariados (Mc 1,18.20: cf Mt 4. 19.21); dejándolo todo (Lc 5.11).

[40] Se levantó (del mostrador de los Impuestos) y lo siguió (Mt 9,9; Mc 2.14); Él, abandonándolo todo. se levantó y empezó a seguido (Lc 5,28); Mc designa al personaje con el nombre de Mateo: Mc lo llama Leví de Alfeo; Lc, Leví, a secas.

[41] Cf. J. MATEOS-F. CAMACHO, EI Hijo del hombre, o. c., 58-61.

[42] Cf. J. MATEOS-F. CAMACHO, El Evangelio de Mateo..,. o. c., 87s.

[43] Cf. J. RIUS-CAMPS. El éxodo del hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas (Córdoba 1991) 195.

[44] J. VIVES, Jesús y el cristianismo, o. c., 98s., plantea y resuelve muy bien esta cuestión.

[45] Cf. J. MATEOS-F. CAMACHO. El horizonte humano, o. c., 120-124, que recoge un buen número de textos evangélicos que son hiperbólicos o que constituyen formulaciones extremas.

[46] He tratado de las formulaciones extremas, con relación a las bienaventuranzas evangélicas en Ética, utopía y bienaventuranzas, o. c., 130-132.

[47] No hay necesidad, por tanto, para explicar estas formulaciones categóricas de recurrir a unos supuestos misioneros itinerantes que conservaron y transmitieron el radicalismo ético de Jesús, como sostiene O. THEISSEN. Estudios de sociología... o. c., 11-40.

[48] Para lo que sigue, cf F. CAMACHO, La proclama del Reino, o. c., 174s: IDEM Etica, utopía y bienaventuranzas, o. c., 132ss. Puede verse además: J. M. CASTILLO, La alternativa cristiana. Hacia una Iglesia del pueblo (Salamanca 1978) 11-25.41-46.