Pedro Finkler

La oración contemplativa

 

DOCILIDAD Y COOPERACIÓN

La previa purificación en la que tanto se insiste cuando se estudia el camino de la oración más perfecta o contemplativa, es una necesidad fundamental para progresar en la vida espiritual.

El mayor obstáculo a superar en ese esfuerzo de purificación es la concentración egocéntrica en nuestro propio ser. La mente y el sentimiento humanos tienden a mantener la atención dirigida hacia el propio yo. Eliminada esta dificultad, el alma puede volar libremente para ir al encuentro del Señor y abandonarse confiadamente en sus brazos acogedores.

Pero esto, ciertamente, no es fácil. Requiere un esfuerzo que el hombre, por sí mismo, difícilmente será capaz de hacer. Sólo la omnipotente gracia de Dios puede comunicar al hombre la fuerza necesaria para dar ese importante paso.

Con todo, no basta con que Dios nos dé la gracia necesaria para que podamos cumplir esa difícil tarea. Si no cooperamos generosa y enérgicamente con el Señor, no hay nada que hacer. Nuestra cooperación debe ser total, pues, en realidad, no es nada fácil despegarse totalmente de sí mismo.

Es un trabajo que puede causar mucho sufrimiento interior. ¡Tan apegados estamos a todo aquello que tenemos y nos rodea! Se trata de un ejercicio espiritual de perfección y ascesis que muy bien puede causar una especie de tortura psicológica.

No se trata, evidentemente, de destruir el precioso sentimiento de estima-de-sí-mismo. Tampoco consiste en despreciarse uno mismo. Ambas actitudes significarían, ciertamente, nada menos que una peligrosa e inútil pérdida de personalidad.

La idea de la dignidad personal, como hijos de Dios que somos por inmerecida filiación adoptiva, corres-ponde simplemente a nuestra más pura y cristalina verdad. Negarla implicaría una ofensa a nuestro Padre del cielo.

En el fondo, se trata de un verdadero sentimiento de humildad un poco semejante al de la santísima Virgen después de la misteriosa encarnación del Verbo. La prodigiosa maravilla pudo realizarse porque María ya estaba preparada para acoger el milagro por un perfecto desprendimiento de sí misma: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra" (Lc 1,38). Al reconocer que en este asombroso acontecimiento -el mayor que se haya producido en la tierra- no entraba mínimamente la cuestión de su propio valor humano como persona, María reconoce estupefacta: cosas grandes ha hecho en mi el todopoderoso, y santo es su nombre" (Lc 1,49).

Según la tradición, Miriam de Nazaret era, en aquella época, la única mujer de Israel a la que no le pasaba por el pensamiento siquiera que pudiese llegar a ser madre del Mesías. Eso es lo que se debe entender por "total desprendimiento de si mismo . Ese sentimiento de humildad y de modestia es la condición mínima para que el Señor pueda obrar sus maravillas también en la persona del contemplativo.

Únicamente con personas de esta índole Dios hace cosas maravillosas. Después de su primera encarnación, la mayor de las maravillas que él puede obrar en una persona es su incomprensible, absoluta y gratuita reencarnación: el misterio de la inhabitación de Dios en el alma del justo.

Cuando este misterio se hace visible y palpable en alguien, este alguien pasa a ser corredentor en la difícil misión salvífica del mundo. Por eso únicamente el verdadero contemplativo es apóstol auténtico.

El apostolado no consiste en realizar principalmente importantes obras entre los hombres necesitados de liberación de algún sufrimiento. Consiste más bien en llevar a los pobres de Yavé que sufren de alguna dolencia o padecen alguna necesidad a Cristo vivo reencarnado en el alma y la vida de un apóstol.

Aquel que trabaja con los pobres, el técnico rural, el luchador de clases sociales, el político, el asistente social, el médico de cabecera, etc., no deja de ser un pseudoapóstol.

Puede hacer algún bien a nivel humano o social, pero ciertamente no ayuda al crecimiento del reino de Dios en la tierra. Luz del mundo, sal de la tierra, fermento de la masa cristiana, camino, verdad y vida únicamente lo es Cristo y todos aquellos que le imitan y que se identifican con él. El resto es mentira.

El apóstol ha de ser hombre de oración. Cuanto más auténticamente contemplativo fueres, tanto más serás apóstol verdadero. Cristiano, sacerdote o religioso, apóstol como uno de los doce. Al cabo de tres años de estrecha intimidad espiritual con Cristo, impelidos por el espíritu del maestro, los DOCE recorrerán el mundo anunciando la BUENA NUEVA, orando por todos, bautizando a cuantos se lo piden. Todo cuanto decían y hacían llevaba el sello inconfundible de Cristo.

He aquí la transformación que debe operarse en la vida de una persona que aspira a ser, poco a poco, un verdadero contemplativo con vocación de gran apóstol.

San Pablo narra las dificultades que tuvo que soportar hasta llegar a ser un gran apóstol, para transformarse en un ardiente apóstol de Cristo. Luchó, luchó incluso consigo mismo, hasta que, por fin, pudo afirmar con la humildad y la modestia que le son tan elocuentemente características: "Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mi".

Cuanto más uno se vacía de sí mismo, tanto más desea que ese vacío se llene de Dios, por quien todo lo anhela de corazón. Y cuanto más el Señor ocupa ese espacio disponible en el corazón humano, tanto más el hombre ya no desea otra cosa. Se olvida incluso de si mismo.

Pero esto no quiere decir que el sujeto no quiera existir. Si vivir es relacionarse con los demás, olvidarse de sí mismo significa concentrar la dinámica de la vida no en si mismo -como hace el niño pequeño-, sino en aquellos con los que nos relacionamos. Es darse a los demás.

Los niños son naturalmente egocéntricos. Los adultos inmaduros pueden serlo también.

Por el contrario, el adulto social y emocionalmente más evolucionado, como conviene a su edad, tiende a ser abierto y expansivo. Preocuparse uno de si mismo, olvidándose de los demás, es limitar sus propias posibilidades de enriquecerse existencialmente. Preocuparse más de los otros que de si mismo es expandirse, es crecer existencialmente.

Liberarse de una excesiva preocupación por sí mismo significa conquistar mayor libertad interior. En la medida en que el contemplativo crece en su desarrollo en el sentido de una espiritualidad más profunda, se dará cuenta de la gran ventaja que para él supone esa mayor libertad interior. Esa libertad crece, paradójicamente, en la medida en que se fortalece la unión con Dios.

El camino para llegar a la verdadera contemplación está lleno de trampas o celadas, más o menos peligrosas. Es importante conocerlas para evitarías. Es mejor prevenir que curar.

La primera trampa contra la que el principiante debe estar prevenido es la decepción. Él oye decir que el deseo es el primer movimiento interno para llegar al amor de Dios. Por eso intenta por todos los medios experimentar en sí mismo ese deseo, ese ansia de amar. Oye también hablar de la tristeza que el contemplativo siente por estar aún tan lejos del verdadero amor de Dios.

Algunas veces, el principiante puede creerse capaz de todo. Corre el riesgo de interpretar literalmente el sentido de algunos conceptos generales que se afirman respecto a un determinado tema. Puede perder completamente de vista el sentido verdaderamente espiritual y profundo de esas afirmaciones. Intenta, por eso, forzar su propia naturaleza en la tentativa de experimentar internamente esos sentimientos: el deseo de amar y la tristeza que siente por no lograr amar aún. Puede, en una palabra, llegar a forzar esos sentimientos.

Esos intentos de probar concretamente un deseo o una emoción cualquiera suponen una peligrosa violencia sobre la propia estructura física o psíquica de su persona. Semejante autoconstreñimiento de la propia naturaleza es peligroso. Puede muy bien destruir el equilibrio físico o psíquico del principiante. La consecuencia inmediata más probable de semejante procedimiento es un estado más o menos grave de agotamiento físico y nervioso. Y este estado depresivo, derivado de tal coacción, lleva a buscar espontáneamente alguna compensación para aliviar esa tensión general.

Ese comportamiento nada tiene que ver con la contemplación espiritual, ya que, en verdad, nada tiene de espiritual. Se trata de una pseudocontemplación, que puede incluso desencadenar un estado de delirio próximo al trastorno mental.

La verdadera espiritualidad nunca lleva a perjudicar el equilibrio mental. Es, por el contrario, un poderoso factor de salud mental. La falsa espiritualidad favorece la aparición del orgullo, de la sensualidad y de la presunción.

Tampoco el brote de un entusiasmo y de una exaltación no motivados en realidad por una causa piadosa puede juzgarse como una inspiración del Espíritu Santo. Hay emociones y sentimientos de naturaleza religiosa que no corresponden al auténtico amor de Dios ni a una verdadera iluminación del Espíritu. Pueden nacer de ideas y de ambiciones ajenas a la auténtica espiritualidad.

La consecuencia de actitudes semejantes en busca de la verdadera contemplación lleva a toda suerte de engaños y de equívocos, como, por ejemplo, la hipocresía, la doble vida, e incluso a verdaderas herejías. Esa falsa experiencia trae consigo cierto naturalismo y una idea equivocada de la vida espiritual. En cambio, una auténtica experiencia de contemplación lleva al descubrimiento de la verdad enseñada por Jesucristo.

Existe una gran variedad de pseudoexperiencias de Dios, así como también existen, naturalmente, varias maneras de llevar una auténtica vida contemplativa.

El demonio tiene muchos y muy sofisticados modos de engañar incluso a personas muy bien intencionadas en la búsqueda del camino que conduce al verdadero amor de Dios.

Pero si se tiene presente que los buenos directores espirituales suelen poner en práctica muchas orientaciones para evitarnos errar y para que caminemos con una certidumbre que muy bien podríamos considerar absoluta, no hemos de desmayar en el camino. Recordemos, por último, que en este libro se describen algunas de esas celadas o trampas con que el enemigo común acostumbra asustar a los que de veras buscan una intimidad mayor con Dios por medio de la contemplación.