Pedro Finkler

La oración contemplativa

 

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La contemplación es un don. Contemplar es también un arte, que se adquiere con el ejercicio mediante un método adecuado. Por ser un don de Dios, la contemplación no puede ser aprendida si el ejercicio practicado para adquirirla se hace sin intención consciente y muy viva de buscar a Dios.

Por otro lado, el don de Dios se ofrece siempre gratuitamente a todos los hombres. Mas quien permanece con el corazón cerrado a cal y canto delante de Dios, que es quien distribuye sus dones, evidentemente no podrá recibir nada. El ejercicio para adquirir el don de la contemplación es propiamente un ejercicio de apertura a Dios.

¿En qué consiste el ejercicio para descubrir la oración contemplativa? ¿Cuál es el método a seguir para ese aprendizaje?

No es fácil responder a estas dos preguntas. La dificultad viene del hecho de que cada aprendiz acrecienta el caudal general del método aconsejado con algo suyo personal e imponderable que no puede ser imitado por los demás. Esta contribución personal viene de aquello que el individuo pone de más original y único: su propia historia de experiencias.

El aprendizaje o descubrimiento de la contemplación no es obra humana. Es obra divina. Dios la realiza en el hombre que le permite trabajar en él, poniéndose plenamente en sus manos. Y tanto es así que incluso a veces Dios realiza esa obra en personas que aparentemente no hacen nada por aprender esa manera de comunicarse con Dios. Podemos suponer que se trata de personas que, por un misterioso privilegio del Creador, viven espontáneamente orientadas a Dios. Son como ciertas flores que espontánea y constantemente miran siempre al sol. Una de esas flores es, entre otras, el girasol. El que vive constantemente orientado hacia Dios reza siempre, incluso cuando no se halla en oración propiamente dicha. No es raro que tales personas se transformen, poco a poco, en auténticos contemplativos.

De ellos se dice que han recibido de Dios el don de la contemplación infusa. Obviamente, no tuvieron que recorrer largos y arduos caminos de ejercicios metodológicamente orientados al descubrimiento de la oración contemplativa. Sencillamente recibieron este don de modo totalmente gratuito de Dios. En resumen, éste es un misterio de la gracia.

Nadie merece la gracia de la contemplación. Alguien podría imaginarse, al menos, la posibilidad de vivir una estrecha unión entre Dios y él. Todos los hombres tienen conciencia, más o menos clara, de esa posibilidad debido al misterioso anhelo por esa unión que, de manera incomprensible, existe de siempre en el fondo del corazón humano.

Expertos directores espirituales (cf La Nube del No-Saber) afirman que el Señor, con frecuencia, llama deliberadamente a la contemplación a aquellos que fueron pecadores habituales, con preferencia a aquellos otros que nunca le ofendieron gravemente. En el reino de la contemplación hay más imitadores de santa María Magdalena, de san Agustín y de san Pablo de lo que uno se atrevería a imaginar.

Esto es algo que se comprende. Porque el que tiene la triste experiencia del pecado, tiene ordinariamente mayor facilidad para comprender la misericordia, la liberalidad y el poder de Dios. Y la experiencia de un gran perdón es capaz de desencadenar el movimiento de un gran amor. Esto es lo que parece sugerir la historia vivida por muchos admirables santos de la Iglesia.

Pero ¡atención!: no ser capaz de contemplar no quiere decir que uno sea menos querido de Dios. Es preciso reconocer que, en muchos casos, no puede ser contemplativo el que más quiere y lo desea, sino el que puede y está capacitado para esta clase de oración perfecta.

Hay personas estructuradas psicológicamente de tal manera (temperamento, carácter, educación...), que, sencillamente, no tienen la requerida disposición humana para eso. Falta actitud. La contemplación es un carisma. No es una gracia reservada a un justo ni a un pecador. Es un don que Dios concede únicamente a aquellos que él sabe tienen la capacidad y la disposición suficientes para hacerlo fructificar.

Los frutos de la contemplación no pertenecen únicamente al contemplativo. Se trata de un don, de un talento que Dios entrega a aquel que él espera que lo hará fructificar para bien personal y para bien de la humanidad. Nadie se santifica únicamente para sí mismo. Todo el cuerpo místico de Cristo se resiente positiva o negativamente con el bien o con el mal de cualquiera de sus miembros. Nadie se salva por sí mismo, ni se condena tampoco por si solo.

Aquel a quien Dios le da el presente de la contemplación, recibe también con esa gracia la capacidad para desarrollar y sacar provecho de ese don.

¿Y cómo conocer si una persona está capacitada o no para entregarse a la contemplación?

La experiencia de haber tenido éxito en el ejercicio de la contemplación es ya una prueba cabal e indiscutible de esa capacidad. Capacidad para contemplar y para la contemplación propiamente dicha son cosas iguales. Contemplar es experimentar la acción de Dios en lo más íntimo de nuestro ser.

En cambio, aquella persona que se muestra insensible a la gracia no puede siquiera desear ser contemplativa. Tampoco tiene capacidad para desarrollar un adecuado ejercicio de oración contemplativa.

La gracia la da Dios a quien la desea. No se puede desear ser contemplativo si primero no se desea de todo corazón a Dios infinitamente bueno y maravilloso. En esto no hay ningún misterio. Es algo tan natural como todo lo creado. Cualquiera que tenga sentido común lo comprende.

Si deseas realmente entrar en la intimidad amorosa de Dios, ejercítate con perseverancia en ese movimiento de aproximación, sobre todo a través de una progresiva purificación personal de todo aquello que puede constituir un obstáculo a la unión con él.

Poseemos a Dios en la medida que nosotros deseamos poseerlo, tal como él se nos presenta, sin pretender comprender todo el misterio insondable que él es. La curiosidad por conocer toda la profundidad de su misterioso ser podría, eventualmente, frenar el movimiento amoroso y sencillo del corazón deseoso de estar con él.

Pero la unión con Dios no es un fenómeno intelectual. Es sobre todo un movimiento de corazón. El esfuerzo intelectual por saber y entender lo que acontece en el alma cuando ésta se entrega totalmente y cuando Dios toma realmente posesión de ella dificulta la acción de la gracia.

Para que esto no ocurra es necesario tomar una actitud pasiva de receptor, y no actitud activa, como la del que hace o actúa. Colaborar con la gracia no consiste en querer aumentarla, o incluso pretender ponerse en su lugar. O dejamos que la gracia actúe plenamente en nosotros o bloqueamos la acción del Espíritu Santo, que nos moldea y nos da forma.

El autor de La Nube del No-Saber sugiere la idea de considerarse como un trozo de madera en manos del carpintero, o como la casa en relación a quien en ella habita. Podemos también considerarnos como ciegos en relación a quien actúa con nosotros, limitándonos a percibir lo que él hace en nosotros. Acompañar el suave despertar de la gracia en la intimidad del alma. Olvidarnos de todo para vivir únicamente para Dios. Verle a él solamente para que él sea nuestro único anhelo.

Si ya experimentaste alguna vez algo semejante a esto, alégrate entonces, porque estás en el buen camino. Puedes confiar ciegamente en que quien te mueve en lo más íntimo de tu ser es el propio Dios. No te resta más que dejarle hacer lo que él quiera. Tu colaboración con él consiste precisamente en dejarle actuar libremente contigo igual que se comporta el niño con su madre, el cual la acompaña a todas partes, se deja bañar por ella, toma la comida que ella le ofrece, deja que la madre le vista y le calce... Tú no tengas miedo del demonio. Ya sabes que éste sólo tiene algún poder sobre aquellos que por curiosidad se le aproximan, sobre aquellos que se atreven a bromear con él.

La simple y atenta lectura de este libro no basta para aprender a contemplar. Cualquier aprendizaje práctico es siempre el resultado de descubrimientos personales. Estos descubrimientos tienen siempre lugar durante las experiencias y ejercicios de que te hablamos.

Los métodos y técnicas que algunas veces se sugieren para la iniciación en la oración contemplativa no son más que experiencias y ejercicios hábilmente dirigidos por especialistas. Vienen a ayudar a crear condiciones psicológicas favorables para poder orar. No son, por tanto, absolutamente condición necesaria para aprender a orar, contemplativamente.

Todo aquel que es capaz de fijar únicamente en Dios su deseo más puro, su anhelo más íntimo de amar, acabará por descubrir la preciosísima perla de la contemplación.

Si ya experimentaste alguna vez el deseo misterioso de entrar en comunicación más íntima con Dios, puedes confiar en que es él el que te atrae, quien te llama. Si no te resistes a esa llamada, el Señor terminará despertando en ti un movimiento irresistible de aproximación.

Alégrate, en este caso, con la certeza de que vas por el buen camino. Toma ánimos y sigue adelante. Es seguro que alcanzarás tu objetivo, y esto no por la fuerza de tu voluntad, sino por la fuerza de la gracia con la que Dios te llama. Déjate llevar por él. Confía ciegamente. Preocúpate únicamente de no levantar barreras ni poner obstáculos en el camino que tratas de recorrer. No te resistas a él. él te quiere más que tu padre y tu madre. él es el AMOR personificado. En él encontrarás la realización plena de tu ser de hombre. él es tu destino. Si fallas en esto... Sólo Dios es tu meta suprema de hombre. Quien lo alcanza, jamás será destruido. Tiene la existencia y la felicidad aseguradas para siempre.

La oración contemplativa no es privilegio reservado a los intelectuales. Está al alcance de todos. Mas el que aspira a este nobilísimo arte de ponerse en relación íntima con Dios, ordinariamente debe cultivar algunas actitudes que favorecen este aprendizaje: el estudio, la reflexión y la oración ordinaria.

Hay una amplia literatura que trata más o menos apropiadamente del asunto. Es muy bueno mantenerse bien informado al respecto. Son muchos los que aprenden, llegan a ser capaces de meditar, mediante la lectura asidua o diaria de libros que tratan de esta materia. Otros muchos obtienen también excelentes informaciones sobre estas cuestiones por asistir a debates y conferencias, o por tomar parte en cursos organizados con fines semejantes.

La consecuencia que hemos de sacar de todo esto es que si a pesar de todo nunca nos esforzamos para ponderar la palabra de Dios, no debemos extrañarnos de no saber orar, ni meditar, ni contemplar.

La palabra de Dios es como un espejo. Al mirarnos en él, podemos descubrir en qué estado se encuentra nuestro aspecto general (qué cara tenemos, cómo está nuestro peinado, nuestro tocado). La razón es nuestra visión espiritual, nuestro conocimiento, nuestro semblante espiritual.

La razón ocupada en verificar nuestro estado de conciencia es función análoga a la que desempeña el espejo con relación a nuestro rostro. Sin la lectura meditada o la escucha de la palabra de Dios, el hombre es incapaz de darse cuenta del estado de su conciencia. Es como un ciego, incapaz de servirse del espejo para examinar su propia apariencia física. Si desea saber qué aspecto presenta en aquel momento, tendrá que recurrir a otra persona de confianza.

Siguiendo con este ejemplo, una vez consultado el testimonio fiel del espejo, si observamos que nuestro aspecto no ofrece las condiciones apropiadas para comparecer en público, lo primero que hacemos es retocar nuestro peinado, nuestro rostro, etc., antes de presentarnos ante los demás.

Otro tanto sucede en el orden espiritual cuando por medio de la palabra de Dios nos damos cuenta de nuestro desorden, de nuestros defectos; cuando tratamos de presentarnos ante él, lo primero que procuramos es "arreglarnos", es decir, si la mancha o suciedad que percibimos en nosotros mismos nos produce una sensación de pecado, obviamente deberemos limpiarnos por el arrepentimiento o incluso, si fuese necesario, por la confesión sacramental. Sabido es que Dios no puede admitir el pecado. Este constituye el obstáculo que impide, de modo absoluto, la unión del hombre con su Creador.

El hombre en pecado repugna a Dios tanto como a los hombres nos repugna un cadáver. Si estamos muertos a Dios por el pecado, podemos volver a la vida de la gracia por el arrepentimiento sincero. Pero si descubrimos que lo que nos mantiene alejados de Dios es la indiferencia y el desconocimiento de nuestro Padre del cielo, entonces es hora de buscar al Dios de la misericordia en el estudio de la Biblia y en la oración.

Sin la lectura y sin la escucha de la palabra de Dios, sin la reflexión sobre el significado de ese conocimiento, no puede haber oración auténtica. Sólo se ama lo que conocemos suficientemente.