Pedro Finkler

La oración contemplativa

 

HUMILDAD

La humildad es una virtud que condiciona la vida de oración. Sin ella, sencillamente, no existe oración. Según santa Teresa de Jesús, "humildad es la verdad". El niño vive siempre en la verdad. Siempre que no se le pervierta con errores de educación más o menos graves, el niño es incapaz de mentir o de engañar. Esta es la cualidad más importante para que podamos entender las cosas del reino de Dios. Cristo repitió dos o tres veces que si no nos convertimos y nos hacemos como niños no entraremos en el reino de los cielos.

Humilde es aquel que se considera, se presenta y se expresa tal como es. Tiene los dos aspectos más palpables de la realidad humana: su clara e insuperable limitación frente a sus naturales ambiciones y la inmensa grandeza y bondad de Dios. La consecuencia de nuestra pequeñez e insuficiencia, colocada frente al trascendente poder y amor de Dios, nos lleva a confiar ciegamente en nuestro Creador y Padre. Si existimos es únicamente porque el poder de Dios altísimo nos sustenta.

Este conocimiento y la respectiva actitud interna forman parte de una auténtica vida de oración contemplativa. La actitud de humildad constituye el clima propicio para la vida de oración. Así, cuando una persona crece más en el amor de Dios y en la unión con él, tanto menos vive los sentimientos de humildad, ya que éstos son paulatinamente sustituidos por los de la sencillez y la confianza.

Humildad supone una cierta connotación de respeto y de temor. En la medida en que la persona contemplativa se acerca a Dios, le conoce mejor y poco a poco pierde todos sus recelos. Acaba arrojándose en los brazos de Dios con entera confianza y gran sencillez de corazón.

Estos arrobos de confianza sencilla y directa no constituyen, generalmente, una disposición permanente del alma. Más bien significan una manifestación episódica del grado de perfección espiritual del que con gran empeño vive la vida contemplativa.

Hay momentos en la vida de esa persona en que la idea del inmenso amor de Dios por ella hace que se eclipse por completo el sentimiento de su propia pequeñez. Sin embargo, es muy cierto que nadie vive permanentemente en tal estado espiritual de experiencia culminante de amor de Dios. El descenso del Tabor es inevitable. En la monotonía de la vida diaria sólo la humildad puede alentar y asegurar la fidelidad del contemplativo en el difícil camino de perfección.

Conocerse bien a sí mismo ayuda a ser humilde. El autoconocimiento ayuda también a conocer mejor a Dios. Esta es, por otra parte, la primera condición para poder comenzar a amar verdaderamente a Dios.

Nadie ama lo que ignora totalmente. No se trata, ciertamente, de conocer perfectamente a Dios. Hemos repetido a lo largo de estas páginas que Dios no puede ser comprendido por la inteligencia humana. Por otro lado, nuestro propio conocimiento es también bastante limitado.

Prueba elocuente de humildad, necesaria para el progreso en la vida espiritual, es la búsqueda sincera y generosa de Dios en la oración contemplativa. Nadie es capaz de desear sinceramente crecer en el amor de Dios si ya está lleno de amor propio. Esta actitud interna es incompatible con la amorosa y sincera búsqueda de unión con Dios. La humildad verdadera constituye un estimulo espontáneo para esa búsqueda anhelante de Dios, quien, con su plenitud, llena el vacío del alma.

Un buen conocimiento teórico de humildad y de sentimiento de limitación y de impotencia personales ayuda a profundizar en la virtud de la humildad.

Lo opuesto a la humildad es el orgullo. Humildad y orgullo nunca van juntos: se excluyen mutuamente. Funcionan dinámicamente como un resorte o trampa. Cuanto mayor es la dosis de una de las dos cualidades morales tanto menor es la presencia de la otra. Lo curioso del caso es que la humildad difícilmente es advertida por el propio sujeto. El discreto y amargo sentimiento de no ser humilde puede significar un buen comienzo de humildad.

La humildad es la virtud más difícil de descubrir por nosotros y en nosotros mismos. Por eso, a la curiosidad de saber si ya soy o si todavía no soy humilde corresponde generalmente una respuesta negativa. En cambio, la eventual convicción de que ya soy bastante humilde es casi siempre pura ilusión afectada por un exagerado narcisismo. Lo más probable es que no pase de una deslavada presunción.

La humildad no quiere decir que el hombre no tenga valor alguno. Tampoco es verdadera humildad el sentimiento de ser una criatura definitivamente vil y desgraciada a causa de nuestros pecados pasados. Esto puede ser verdad en el caso de aquella persona que actualmente vive en un voluntario estado de pecado grave.

Muchos santos y almas piadosas pasaron por esta horrible experiencia antes de su conversión.

El recuerdo del triste tiempo que pasamos alejados de Dios para adorar y servir a nuestros ídolos personales, puede sernos útil para suscitar en nosotros sentimientos de humildad y de arrepentimiento. Aquellos que en conciencia no creen haber ofendido a Dios gravemente, tienen igualmente necesidad de cultivar la virtud de la humildad, porque sin ella no hay contemplación. Esta nace precisamente del convencimiento profundo y de la enorme distancia que separa al hombre (incluso al santo) de la grandeza, de la perfección y del infinito amor de Dios. La certidumbre de estar muy por debajo de la santidad de la santísima virgen María y de los santos bastará para que nos juzguemos, con toda sinceridad, indignos de la intimidad amorosa de Dios.

La oración contemplativa no es privilegio de los santos. Es un medio de perfección cristiana que se ofrece a los hombres. Un medio utilísimo de oración que se ofrece a todo aquel que desea sinceramente cambiar de vida. El pecador que la descubre y, más aún si comienza a practicarla, se convierte y obtiene de Dios el perdón de sus pecados.

Así, por ejemplo, María Magdalena y san Agustín, entre otros miles de santos, no sólo se convirtieron a Dios, sino que fueron, al mismo tiempo, otros tantos modelos de contemplativos del inmenso y tierno amor de Dios, que les sedujo por entero. Como a María Magdalena, así también a cada uno de nosotros el Señor nos dice en tono compasivo: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,48). El amor vale más que el arrepentimiento, más que el recuerdo compungido de nuestra vida pasada. El amor lo perdona todo. El amor es proporcional al amor. A María Magdalena mucho (o todo) se le perdonó, sencillamente "porque amó mucho".

El amor contemplativo tiene realmente un poder inmenso sobre el corazón de Cristo. Pero el amor no elimina el arrepentimiento. Al contrario: el amor del pecador arrepentido llora permanentemente las ofensas cometidas en el pasado contra Dios. El constante recuerdo del tiempo pasado lejos de Dios es como la cicatriz que nos recuerda con amargura y nos mueve a lamentar sin consuelo la maldad que cometimos contra un Dios tan bueno y amoroso. El convertido al amor de Dios jamás olvida su pasado malo y pecador. Un profundo dolor le hace llorar lágrimas amargas y le mueve a exclamar desde lo íntimo de su corazón, al igual que san Agustín: "¡Oh belleza, qué tarde te conocí!…"

Pero el gran dolor del convertido no nace precisamente del hecho de haber ofendido a Dios. Es más bien como una constatación del hecho de no haber amado hasta entonces a aquel que nos ama gratuitamente desde la eternidad con un amor infinito. El pecador convertido sufre al ver que su amor a Dios no es nada en comparación con el inmenso amor y con la incomprensible misericordia de Dios para con él. El verdadero amante es así. Cuanto más ama tanto mayor necesidad siente de amar. Es como si quisiese reparar la inmensa injusticia cometida contra un Padre tan bueno y tan amoroso.

El simple recuerdo de actos pecaminosos del pasado no tienen utilidad espiritual alguna. Al contrario: ello podría llegar a convertirse en ocasión de nuevos pecados. Al dolor de arrepentimiento de los pecados pasados lo supera con creces el sufrimiento que despierta la consideración de haber estado alejado de Dios.

La pura y amorosa contemplación de Dios es superior al gozo espiritual de devoción sensible. Ella hace que, poco a poco, la vida pecaminosa del pasado vaya cayendo en olvido, sepultada en las profundidades del amor. La contemplación de la maravilla que Dios es en si mismo ocupa tanto el alma toda, que la persona contemplativa fácilmente olvida todo lo demás. El contemplativo se siente tan fascinado por Dios, que ya no ve nada más que a Dios.

La escena que nos narra san Lucas (Lc 10,38-42), referente a lo ocurrido entre Jesús, Marta y María en una de las visitas del maestro a sus amigos de Betania, nos describe con todo lujo de detalles todo lo ocurrido, y destaca muy bien las diferencias entre la vida activa y la vida contemplativa en la futura Iglesia.

Al recibir la visita de Jesús, Marta se puso inmediatamente a preparar la comida para el maestro y sus discípulos. Su hermana María, en cambio, se sentó a los pies del Señor para escucharle y prestar mucha atención a cuanto él hablaba y hacía, despreocupándose en absoluto de lo que hacia Marta.

Ésta, por su parte, estaba ocupada en algo importante y santo. Hacer cosas importantes y santas para promover el reino de Dios constituye el primer grado de perfección en la vida religiosa activa. María, en cambio, no daba importancia alguna a la actividad de su hermana. No le interesaba tampoco, en cierto modo, el aspecto físico de la santa humanidad de Jesucristo ni el agradable timbre de su voz. Aunque, desde luego, ocuparse de la santa humanidad de Jesucristo es ciertamente obra más santa que ocuparse de las tareas físicas y manuales en las que andaba empeñada su hermana Marta. Pensar en Jesús, representarse su santa humanidad y ocuparse de la intimidad del alma constituye el segundo grado de vida contemplativa. María estaba, como vemos, completamente absorta en Dios mismo, oculto en la santa humanidad de Jesús. Éste es el segundo y más elevado grado de contemplación.

Totalmente absorta en lo que veía y oía, María se hallaba, tranquila e inmóvil, sentada a los pies de Jesús. Únicamente Dios nuestro Señor, que sabe lo que pasa en el corazón humano, y la propia María sabían el profundo amor existente entre el corazón de esa mujer y del propio maestro. Sólo los corazones amantes como el de María son capaces de maravillarse en ese encuentro amoroso con el Señor en el momento de la contemplación. Y sólo un gran amor lleva a buscar este tipo de encuentros en la intimidad mística de la oración contemplativa.

María prefería permanecer en esa actitud de reposo espiritual, porque era la única oportunidad que se le ofrecía para hacer la experiencia mejor y más santa que le es posible al hombre sobre la tierra. Embebida en la misteriosa experiencia culminante de la oración contemplativa, María no atendía a los llamamientos de su hermana Marta, que la requería, que intentaba arrancarla del éxtasis para que trabajase, como ella, en una obra igualmente santa. Pero Cristo la defendió de las acusaciones de la impaciente y pragmática hermana, razonando contra el activismo de Marta.

María, por su parte, no se dio por ofendida por la indiscreta insistencia de su hermana.

La actitud de María es tan comprensible como la de los tres discípulos a los que les fuera dado el privilegio de contemplar la gloria del Señor en su misteriosa transfiguración. Estos simplemente perdieron la cabeza y propusieron a Jesús permanecer con él para siempre en el monte Tabor, lugar donde les fuera dado tener su primera experiencia contemplativa extraordinaria.

Tanto en el caso de María Magdalena como en el de Pedro, Santiago y Juan -la primera en Betania y los tres discípulos de Jesús en el Tabor- se trataba de una extraordinaria experiencia del descubrimiento de la contemplación propiamente dicha.

Todos estos hechos son otros tantos acontecimientos que nos orientan en la búsqueda de la contemplación ordinaria, siempre posible a cualquier persona amante del Señor.

Del suceso evangélico de Betania, relativo a Jesús y a las hermanas Marta y María, todos los cristianos podemos aprender preciosas lecciones para nuestra vida de oración personal. María es modelo para quienes cultivan la oración contemplativa, la mejor de todas; mientras que Marta puede enseñar muchas cosas a los que se entregan a la vida activa.