Pedro Finkler

La oración contemplativa

 

CONOCER AFECTIVAMENTE

No se puede abarcar a Dios directamente con el pensamiento. El escapa a nuestra comprensión intelectual. Quien intenta estudiar a Dios de modo que pueda comprenderlo intelectualmente pierde el tiempo. Dios es un misterio impenetrable. Y un misterio no se discute. Simplemente se acepta. Se admira. Se contempla...

En su inmensa misericordia, Dios tuvo la generosidad de revelarnos algunas cosas de sí mismo, ya sea por sí mismo (AT), ya sea por medio de Jesucristo, el Dios humanado (NT). Por el estudio de esas revelaciones y por el examen detenido de las obras de Dios podemos inferir y profundizar en su conocimiento. Pero ese conocimiento, puramente especulativo de Dios, tiende a permanecer en la superficie de la comprensión intelectiva de Dios.

El saber puramente intelectual no es virtud que mejora la calidad del ser. Los cambios en la persona, en sus actos y en sus comportamientos tienen su proceso en aquello que siente, en lo que el sujeto experimenta a nivel de sus sentimientos y de sus emociones.

Alegría, paz, odio, envidia, amor, celos, tristeza... son sentimientos que cualifican las actitudes internas y externas, el comportamiento y la conducta. El comportamiento y la relación de una persona que ama a sus semejantes son muy diferentes de aquellos de las personas que odian a sus prójimos. El individuo deprimido comunica algo de su tristeza y de su pesimismo a las personas y a las cosas con las que se relaciona.

La conclusión de todo cuanto arriba llevamos dicho es que lo importante en nuestra relación con Dios no es comprender todo aquello que se refiere a dichas cualidades, sino más bien centrar todo nuestro interés en amar a Dios con todo nuestro corazón.

Pero no se puede amar lo que no se conoce. Dos personas que se aman no se aman porque lo saben todo la una de la otra. Mi madre ama, ciertamente, el fruto de sus entrañas, pero está muy lejos de saber todo aquello que se refiere al hijo que engendró.

De semejante manera, para poder amar a Dios es necesario un mínimo conocimiento suyo: que él es nuestro Padre; que él nos ama más que nuestra propia madre; que él nos perdona siempre, si estamos arrepentidos de las ofensas que le hacemos; que él hace cuanto está en su mano para vernos eternamente felices...

Contemplar es amar. Para amar no es necesario conocer exhaustivamente. En base a lo que todos sabemos respecto de Dios, podemos llegar muy lejos del simple saber. Podemos, ciertamente, penetrar en la oscuridad del misterio, pero no para comprenderlo, sino únicamente para maravillarnos, para satisfacer el inmenso deseo de amarle, de amarle por encima de todas las cosas.

Es imposible mantener la mente en blanco: sin imágenes, sin pensamientos, sin recuerdos, sin reacciones a nuestra natural curiosidad de saber.

Las distracciones son un estorbo para la oración y para la contemplación. Tienden a desviarnos de nuestro objetivo: Dios. Para evitar que nos estorben en la oración, es preciso no pactar con ellas. Es necesario estar atento a esa interferencia que puede desviar nuestra atención. Esta debe ser reconducida constantemente al objeto que intencionadamente buscamos. Lo ideal sería que no tuviésemos que luchar constantemente para mantener nuestra mirada interior en Dios.

¡Qué fácil sería orar y contemplar a Dios directa y palpablemente como a un objeto extremadamente seductor para nuestros sentidos externos!

Sin embargo, la realidad espiritual -Dios- no es menos real de lo que la más seductora obra de arte es capaz de ser percibida por nuestros sentidos externos.

Si supiésemos emplear mejor nuestros sentidos internos de la fe, de la imaginación, de la fantasía, de la intuición, de la impresión, del amor..., la diferencia entre la consideración espontánea de un objeto material extremadamente atrayente y la consideración de un objeto espiritual cautivador está en la dificultad de sobrepasar nuestra habitual actitud de sentirnos en un mundo material.

La fuerza de relacionarnos ordinariamente con cosas y con hechos que podemos conocer directamente por los sentidos externos, acaba por embotar nuestros sentidos internos.

Orar y contemplar es, al mismo tiempo, un don y un arte. Si se hace en las condiciones debidas, el diario ejercicio de la oración contemplativa acaba por revitalizar los sentidos internos. Sin su funcionamiento adecuado es inútil el esfuerzo por penetrar en los secretos y en los portentos espirituales de la contemplación.

Por eso el ejercicio diario de la oración en las mejores condiciones subjetivas posibles es un camino natural para descubrir la oración contemplativa. Y esto es más fácil de lo que pudiera parecer.

Son relativamente numerosas las personas seglares que profesan conscientemente un cristianismo de alto nivel. Entre ellas están las que, por el esfuerzo constante e insistente en la oración, llegan a alcanzar un elevado grado de oración auténticamente contemplativa. Este fenómeno tiene lugar incluso en aquellas personas que no han podido nunca disfrutar de una buena instrucción religiosa o de contar con un buen director espiritual.

Por ahí se ve que el Espíritu Santo sopla realmente donde quiere y como quiere. Allí donde existe un corazón sediento de amor, dispuesto a escuchar y a corresponder, allí está él con sus siete dones. Inspira y sopla sobre la débil llama que parpadea, para revigorizaría hasta convertirla en un gran fuego de amor de Dios.

Pero ¿quién es ese Dios al que todos tan ambiciosamente buscan? Es aquel a quien debemos nuestra existencia. Aquel que nos salvó, aquel que es la causa de que ahora mismo tengas este libro en tus manos y lo leas con especial interés.

Dios no puede ser captado ni puede ser comprendido de la manera que captamos y comprendemos una realidad material, científica. Él es directamente intuido y deseado por todos los corazones humanos. Para encontrarlo basta dejarse arrastrar por el secreto deseo amoroso que él mismo pone en nuestro corazón de hombre mortal.

Dios no se esconde por detrás de nuestros pensamientos, por más santos que sean. Pero los santos pensamientos pueden tener, y tienen de hecho, su utilidad. Pueden incluso ayudar a rezar mejor. Pensar en los maravillosos atributos de Dios y en las ricas cualidades humanas de Jesucristo es algo muy bueno. Es bueno recordar la manera suave y amiga con que Jesús se relacionaba con las personas. Es bueno apreciar sus manifestaciones de amor y de compasión por los que sufren, contemplar su graciosa apariencia física.

Es maravilloso también ocupar nuestra fantasía con las extraordinarias virtudes de la santísima Virgen.

Pensar en esas cosas bonitas y reales puede llevarnos incluso a reflexionar sobre la pasión de Cristo, sus causas y sus efectos. Es extremadamente útil tomar conciencia clara de que somos realmente pecadores.

El aspecto negativo de esos piadosos pensamientos es que generalmente no producen efectos de mudanza profunda en la vida de la persona. Pasan y desaparecen sin dejar rastro de conversión en la conducta de la persona. Con todo, no se puede afirmar que los pensamientos, la reflexión y la meditación de la pasión de Cristo y de la condición personal de pecador sean inútiles.

Al contrario, el camino natural en busca de la oración contemplativa pasa necesariamente por tales reflexiones y meditaciones. La reflexión y la meditación sobre la vida y la obra de Jesucristo es el primer paso para iniciarnos en la vida espiritual. Mas para progresar en ese camino de santificación es indispensable superar esta etapa.

Al cabo de algún tiempo, más o menos largo, de fidelidad a esos ejercicios de piedad, que ordinariamente se mide por años, el cristiano y el religioso sienten espontáneamente la necesidad de algo más profundo. Buscan estrechar progresivamente los lazos del amor que ya los atan fuertemente al Señor.

El estudio, la reflexión y la meditación ayudan a conocer mejor a Jesucristo, a la virgen Maria, a los santos... Pero el conocimiento intelectual produce una unión intelectiva. El amor de la inteligencia se mueve a nivel de conocimiento.

"Dios es amor", afirma san Juan. Si el hombre es un ser que, por naturaleza, trata de establecer lazos afectivos con sus semejantes, ciertamente Dios también quiere ser amado del mismo modo que nos amamos unos a otros. De ahí el deseo natural de cualquier persona acostumbrada a la oración, de profundizar cada vez más en el amor que ya la une a Dios.

El medio adecuado para llevar a la práctica ese deseo es el de profundizar en su vida de oración por el método contemplativo. Este método sigue un camino distinto del que se toma en la investigación científica, donde el estudio es de pura reflexión sobre datos de conocimiento intelectual. Por eso, para tener éxito en el conocimiento y descubrimiento de la oración contemplativa, es preciso abandonar un poco los datos que nos ofrece la teología científica y tratar de abordar a Dios de otro modo.

La oración contemplativa se va descubriendo poco a poco, al modo como un niño va conociendo a su propia madre como la persona más importante y maravillosa del mundo. Se trata de la persona en que él confía plenamente, porque se sabe extremadamente amado por esa mujer que él llama mamá, madre. La madre lo es todo para el hijo y éste no puede imaginarse nada sin la presencia de aquella mujer que le asegura la propia existencia.

La relación entre madre e hijo sólo se entiende por los lazos afectivos entre ambos. Por eso, el que busca una relación más íntima con Dios comienza por desarrollar sutiles sentimientos de amor para con él. Pero éste es un proceso que brota únicamente en un corazón limpio, capaz de asumir una actitud interna de gran sencillez. El amor más puro es siempre el más simple, sin complicaciones de raciocinio. Es directo y procede siempre con suavidad. No tiene nada de agresivo. El que ama no tiene miedo; simplemente confía.

El pensamiento racional y científico es enemigo de la contemplación. No se puede a un mismo tiempo meditar o amar, por un lado, y raciocinar y desarrollar pensamientos lógicos, por otro.

El pensamiento lógico y el raciocinio son necesarios para realizar cosas útiles, como construir una casa, organizar una industria, desarrollar un proyecto agrícola, fabricar un motor, un automóvil, construir carreteras... Todo aquello que se refiere a la tecnología o a la realización de obras humanas precisa de la inteligencia y de la capacidad de raciocinio del hombre.

Existe, sin embargo, otra categoría de valores; son esas otras cosas inútiles, es decir, aquellas de las cuales el hombre no necesita para vivir, tales como el arte, la música, la pintura, la escultura, el amor, la oración, la poesía, la literatura, el canto... Cosas éstas totalmente innecesarias para vivir. Inútiles, por tanto. Mas, comparadas con esas otras cosas consideradas útiles y necesarias, la última categoría de las cosas inútiles son, con todo, las más sublimes.

Lo que eleva la vida del hombre muy por encima de un simple animal racional y la aproxima a la vida del mismo Dios son precisamente esas cosas sublimes consideradas inútiles. Ellas no precisan tanto de la inteligencia, sino que brotan más bien del corazón humano. Constituyen, eso sí, lo que eleva la dignidad del hombre. Le ayudan a levantarse por encima de la existencia puramente material.

Para profundizar en el amor a Dios, ciertos autores espirituales aconsejan concentrar todo el deseo de amor en una sencilla palabra, fácil de recordar.

Palabras y expresiones que reúnen estas condiciones son, entre otras: Dios, amor, mi bien, etc. Es importante que la palabra o la expresión elegida tenga un significado especial para quien la elige. Para que ayude a profundizar en la oración es necesario que se trate de un vocablo internalizado. Internalizar esa palabra o frase a que nos venimos refiriendo quiere decir que, poco a poco, debe formar parte de la personalidad global del sujeto, ser parte de su propia identidad. Mi identidad personal es aquella que me hace inconfundible con los demás. Todas las personas son semejantes, pero no hay dos que sean absolutamente iguales. Cada persona es un ejemplar original e irrepetible de la especie humana.

Para obtener ese efecto dinámico de la palabra o frase adoptada es necesario fijarla firmemente en la propia mente. Pasar frecuentemente períodos de tiempo, más o menos largos, con la mente o el intelecto fijos en ella, limitándonos a observar lo que acontece. La mente, ocupada únicamente con la idea que simboliza esa palabra, con el tiempo acaba por absorberla hasta incorporarla a si, como si fuese una parte más de su propia personalidad.

Pero se llega más rápidamente a este resultado cuando la palabra o frase en cuestión se repite, aunque sólo sea con el pensamiento, no digo ya cientos, sino millares de veces durante el día y durante la noche.

Se trata del modo oriental para imbuirse de una idea determinada. En esto consiste el método de El peregrino ruso para aprender a rezar y a contemplar.

Con ese ejercicio, fielmente observado durante algún tiempo, la idea contenida en el lema elegido comienza a resonar continuamente en la conciencia del sujeto en cuestión. Ello equivale a una permanente vivencia de la presencia de Dios.

¿Y qué otra cosa seria la oración profunda y continua de lo que es constante vivencia, consciente o subconsciente, la presencia viva de Dios en nuestra existencia? Para que esto acontezca es necesario evitar a todo trance intelectualizar las connotaciones racionales que el lema escogido pueda sugerir. Es preciso practicarse con sencillez infantil y la frase misma acabará por despertar sentimientos de amorosa relación con Dios. No olvidemos que la oración profunda y contemplativa es semejante a la amorosa relación que se establece entre un niño y su madre.