Jaume Boada i Rafí O.P.

Sentido del abandono

"Aquí estoy, ante ti, Dios mío... Aquí estoy rico en miseria y en pobreza, cobarde al máximo... Aquí estoy ante ti, que eres sólo Amor y Misericordia" (Oración de un monje trapense, mártir en Thibirine, Argelia, en el año 1996)

Encontrar el lugar del corazón, entrar en el corazón del silencio supone en ti una transformación total de tu vida. El silencio, encuentro de comunión plena con el Señor desde el hondón de tu ser, no te lleva sólo a callar, o a plantear tu vida de una manera nueva desde el silencio al que te ha invitado el encuentro con el lugar del corazón, sino que te lleva a un nuevo "estilo" en tu seguimiento de Cristo, que será más radical, más exigente, más real, más "de dentro".

En el Espíritu, don prometido por el Señor Jesús, reconocerás que el abandono es para ti una gracia del Señor auténticamente fundante. Hoy, como centro de nuestra oración compartida, os ofrezco esta manera de expresarlo:

Padre mío, en Cristo, por Él, con Él y como Él, por amor, me abandono en tus manos; en confianza, en adoración, en silencio y en alabanza.

Haz de mí lo que quieras..., cuando quieras y como quieras. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, me doy del todo.

Mi "Sí" es definitivo y total, amoroso y silenciosamente humilde como el de María.

Vivo queriendo hacer tu voluntad, hasta las últimas consecuencias, hasta el final. Como Cristo, por amor; en Iglesia, por amor; por mis hermanos, por amor; por los que sufren, por amor; haciendo la oblación silenciosa de mi vida, por amor, sólo por amor, unido a Él, mi Señor Jesús, por amor.

Si quieres para mí la cruz, me abandono en tus manos. Si quieres para mí el gozo, me abandono en tus manos. Si quieres para mí el pobre camino escondido de cada día, vivido con aridez, me abandono en tus manos. Si quieres que sea una gota de agua perdida en el mar del Amor, me abandono en tus manos. «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Hb10,9).

Quiero vivir, como María, en la fidelidad silenciosa de Nazareth y en su entrega fiel, compartiendo en fidelidad la vida del Señor.

Siento en mí la fuerza del Espíritu para decírtelo con paz, por Aquel que me ama (Rom 8,37; Ap 1,5).

Acepta, oh Padre, la ofrenda silenciosa de mi vida de cada día, como gesto de mi abandono incondicional con Cristo, por Él, en Él y como Él.

Me da miedo decirte esto, Señor, pero sólo quiero hacer tu voluntad y vivir en tu amor. No deseo otra cosa en la vida, Señor. Quiero permanecer con María, junto a la cruz siempre al lado y comprometido con quien sufre. Abierto y disponible para ser testigo de tu amor de Padre entre los más necesitados. Vivo en comunión con todos ellos en mi caminar hacia el silencio.

Y adorando a Cristo, tu Hijo predilecto, presente e inmolado en la Eucaristía, siento que me tengo que ofrecer con Él. Por ello quiero decirte: Sólo deseo vivir siempre en ti, oh Padre, con Cristo: morar en tu amor, permanecer en tu presencia, abandonarme en tus manos... para ser en Cristo, con Él y como Él (Jn 17,19), y, como María, una ofrenda de amor a tu gloria, para que tus elegidos se consagren en la Verdad, y el mundo crea que Él, Jesús, es el Salvador, y así saberme unido al misterio de Cristo: siendo una prolongación de su humanidad (Ef 1,4-10), para ser testigo de tu amor.

Lo que tú quieras, Padre. Me abandono por amor, adorando tu voluntad, y viviendo en tu AMOR. Porque en el corazón de la Iglesia, que es mi madre, sólo deseo ser amor, semilla escondida en la tierra con la esperanza de germinar con Cristo.

Sabiendo que me amas, tengo plena confianza (Sal 12), me da paz esta confianza: porque me fío de tu amor.

Me uno al abandono silencioso de Jesús, mi Señor, me uno, consciente de mi debilidad, a su entrega total. Vivo mi abandono en comunión con la inmensa nube de testigos que en el amplio mundo de los creyentes silenciosamente viven con decisión su compromiso de fe (Hb 11). Y esto, inmerecidamente, con mis pobrezas, con mis miedos, con mi debilidad, con mis límites y con mis pecados, con mis torpezas, y quizás mis tiempos de frialdad en el seguimiento de Jesús.

Sólo tu amor misericordioso me anima a decir estas palabras santas, sólo tu ternura infinita me mueve a decirte que me abandono hasta el final: con mis tropiezos, con mis errores, con este carácter mío que me traiciona, con mi fragilidad, con mis inconstancias, pongo mi barro en tus manos, oh Padre, para que lo transformes en el Amor.

¡Padre..., Padre..., Padre.. ! Que el Espíritu infunda en mí la necesidad de amor de darme, de abandonarme en tus manos, sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre.

 

A MARÍA, MADRE DE LA ESPERANZA

Al acabar esta ruta hermosa en la búsqueda humilde del lugar del corazón, ¿qué decirle a María?... Hoy mismo leí, en un pequeño cuadro que me encontré casualmente, estas palabras que me impactaron por su belleza, su realismo y su misterio: "Por encima de las nubes el cielo sigue siendo azul".

Ahora, al escribir esta oración final a María las he recordado y siento que a partir de ellas he de comenzar la plegaria que tengo que dirigirle en nombre de todos:

María, Madre tierna, rostro femenino de Dios, ternura del Padre. Al disponerme a terminar esta ruta en busca humilde y paciente del lugar del corazón, queremos asumir con amor nuestra misión de crear sendas nuevas de felicidad y de fidelidad para nosotros mismos y para nuestros hermanos.

Necesito no sólo saber que más allá de las nubes, el cielo sigue siendo azul, sino que ansío ver mi cielo libre de nubes, para buscar certeramente el camino del seguimiento radical de Cristo Jesús.

Te suplico que apartes de mi cielo las nubes del desencanto y la desilusión, las nubes de la desconfianza y de los resentimientos, la del desconcierto y la de la duda, las de los cansancios y las de las rutinas.

Como Madre, sabes bien que nuestro cielo a veces está ensombrecido por una neblina difuminada, pero oscurecedora, que enferma el corazón de nuestra esperanza. Es la desconfianza más o menos expresada en la sinceridad de las actitudes de los hermanos, o la neblina de la falta de decisión a la hora de tener que comenzar "otra vez", sin percibir los resultados concretos de un crecimiento esperado.

Tú eres Madre..., fuente de esperanza..., estrella segura en el amplio horizonte de nuestro cielo. Renueva en cada uno de nosotros la fe en la buena voluntad de todos las hermanos, la confianza en la sinceridad de mi propio compromiso de cambiar, la confiada seguridad en la vitalidad y pervivencia de vivir en una clara opción por Cristo y por el Evangelio en nuestro mundo del Año Santo de la Encarnación..., el 2000 esperado, y vivido como punto de partida de una nueva vida en el Espíritu y en el corazón de la Trinidad.

Sabes bien que cada uno de nosotros, desde la pequeña o gran parcela que nos corresponde, tenemos que ser para nuestros hermanos sacramento de esperanza, signo claro y evidente de la ilusión de vivir, generadores de vida y de confianza. Por ello, Madre, a punto de acabar nuestro camino, te pedimos que nos alcances de Jesús la fuerza que necesitamos para caminar con fuerza y vigor, superando las propias desconfianzas, para ayudar a los hermanos a seguir en esta ruta sin fin de la experiencia de Dios por el camino interior.

María, Madre, sé para todos nosotros el cielo azul en el que brille claramente la estrella de nuestra esperanza. Amén.

 

PALABRAS FINALES

"Venid conmigo a un lugar tranquilo y descansemos un poco" (Mc 6, 31). Lo estamos viviendo desde el primer día. Ahora, hoy, lo vivimos en el templo de la naturaleza, de la familia, del trabajo, adorando la presencia de Cristo Jesús.

Escúchale, Él te invita a reposar con Él, a serenarte en Él: es tu descanso. Él necesita que estés en paz, en armonía con tu ser y tu vida: centrado en Él.

Él, Cristo Jesús, quiere invitarte a entrar en su abandono incondicional en las manos del Padre. ¡Escúchale! ¡Oye su voz! ¡Manténte en silencio!

"El está a la puerta y te llama" (Ap 3, 20). Lo que te pide es exigente, sí, pero no quiere que respondas a la fuerza. Quiere que tu repuesta nazca de tu ternura. Espera el don gratuito, y generoso de tu amor.