Jaume Boada i Rafí O.P.

Un tiempo de desierto para entrar en el camino del corazón

Este tiempo de desierto va a ser muy especial. Buscaremos la soledad de la comunión. Pero quizás el sentido lo encontraremos en el auténtico objetivo que te has de proponer. Entrar en el silencio para hacer el camino hacia el propio corazón. No olvides la auténtica perspectiva de todo: buscar un seguimiento interior de Jesús que nazca dentro de ti.

Convertir la raíz de todo lo que haces y lo que vives, desde el convencimiento de que esta raíz está siempre en tu corazón.

Por esto te pido sigas estas indicaciones que te sugiero con especial interés

 

La pequeña parábola del silencio

"¿Qué aprendes en tu vida de silencio?". Preguntó el caminante a un monje. El monje, que en aquel momento estaba sacando agua de un pozo, le respondió: "Mira al fondo del pozo. ¿Qué ves?". El caminante obedeció la propuesta del solitario, y se asomó curioso al brocal del pozo. Después de observar bien respondió: "Sólo veo un poco de agua revuelta".

"Detente un instante en tu camino, hermano, -le dijo el monje- contempla silencioso y sereno el cielo y las montañas que rodean nuestro monasterio, y espera... ".

Tanto el monje como el caminante se entretuvieron contemplando en silencio durante un tiempo, que no se hizo largo, la belleza deslumbrante del entorno. El sol levante destacaba el perfil de las montañas en el fondo azul intenso del cielo. "Hermano... vuelve ahora a mirar el pozo y dime: Qué ves?". "Ahora veo mi rostro reflejado en el espejo que me ofrece la serenidad del agua", contestó el caminante. "Esto es, hermano, lo que yo aprendo en mi vida de silencio. Comencé reconociendo mi rostro reflejado en las aguas remansadas del pozo cada vez que me acercaba para llenar mi cántaro de agua. Después, poco a poco, fui descubriendo lo que hay más abajo de la superficie, hasta llegaba a entrever las pequeñas hierbas que crecen junto a las paredes excavadas al construir el pozo. Y en los días en los que la orientación de la luz del sol me lo permitía, y el agua estaba especialmente cristalina, llegué a ver las piedras del fondo y hasta los restos de un cántaro roto y olvidado que había caído hace años y quedó allí.

Me preguntabas qué aprendía en el silencio. Esta es mi respuesta: quiero descubrir la profundidad de mi alma, el rincón más hondo de mi corazón, y de mi propia vida. Vine al monasterio buscando a Dios, porque sabía que Él me envolvía con su presencia. Y cada vez voy comprobando con más claridad que Dios también está en lo más profundo del pozo, como alma que da sentido y color, luz y vida a todo aquel que se asoma al interior del propio pozo con el deseo de buscarlo".

Quizás esta sencilla parábola puede ayudarnos a descubrir el sentido que tienen nuestros primeros pasos en estos días de oración y silencio que vamos a compartir y más concretamente el día de desierto con el que lo estamos iniciando: descansar un poco en este lugar tranquilo, a la espera de que se serenen las aguas revueltas y cansadas del pozo del corazón. Y después mirar de encontrar el propio rostro reflejado en ellas. Reconoceremos nuestro rostro y nos encontraremos con el rostro de las hermanas y hermanos que comparten, en el amor, nuestro camino.

En este momento bastará con que seamos capaces de conseguir que las aguas del pozo de nuestra alma se serenen. Llegamos con el rostro iluminado por el gozo de la pascua, todavía resuenan los ecos de Pentecostés, y será reconfortante para ti el descubrimiento de la luz pascual proyectada en tu propia vida. Nos proponemos vivir en la paz y en la fuerza de Cristo Resucitado. Él iluminará nuestro camino. Él nos dará su paz. Será una experiencia oracional y fraterna. Todos viviremos en este camino de desierto con el deseo de que todo nazca de la claridad sincera de una decidida opción por Jesús.

Tu encuentro con el corazón, centro de tu vida, ha de ser alma de tu misión en el mundo y en la Iglesia... El hecho de reconocer que los demás podrán beneficiarse de tu opción de vida, será un acicate para este camino, que ahora haces en la soledad y en el silencio de unos pies descalzos, en la ardua ruta del desierto. Comienza tu camino orando serenamente este mensaje inicial:

"Tú me hablas en el interior de mi corazón:
Buscad mi presencia.
¡Señor!, lo que quiero es buscarla" (Sal 27, 8)

Te invito a recorrer un camino hacia dentro. Entra en tu propio corazón... calla, escucha, adora y ama. Deja que el viento del Espíritu te vaya guiando. Abandónate a la serenidad de una vida en descanso.

Al comenzar la ruta del desierto, te has de proponer caminar en plena gratuidad, con el ritmo que el don de Dios te vaya marcando, mientras buscas revivir y renovar la comunión fraterna con tus propios hermanos y con los que comparten este camino de silencio.

Vive desde la comunión interior total y plena con el Señor y con los hermanos. Desde la humildad y sencillez silenciosa de quien se ha abandonado en las manos del Padre. No te propongas otro objetivo que el de dejarte llevar. Tú limítate a colaborar activamente en la obra que el Señor irá haciendo en ti.

Vive en la confianza y en la paz. Busca la armonía interior. Y la serenidad irá envolviendo tu alma. Después ya la podrás ofrecer a tus propios hermanos, como el mejor don de ti mismo.

Las palabras que te acompañarán han nacido en el silencio y en la escucha, en el "a solas con Dios" y en la comunión con todos.

Vive en silencio adorante. Déjate mecer por el oleaje de la Vida. Si escuchas su voz en tu corazón, oirás que te invita a buscar su rostro. Él está en ti, y está en la vida. Deja libre al Espíritu en ti. Acoge la presencia del Resucitado en tu camino. Búscalo entre tus propios hermanos. Porque Él se aparece primero a María de Magdala, la que lo amaba entrañablemente con un amor único.

Pero después, Él siempre sale al encuentro de los pequeños grupos de hermanos, o hermanas, que se reúnen para vivirlo. Hasta que ocurre el episodio sorprendente del camino de Jerusalén a Emaús. En su misteriosa y oculta presencia resucitada, acompaña en los doce kilómetros del recorrido a dos discípulos decepcionados. Sólo cuando parten el pan, y rememoran el ardor de la Palabra compartida, sin saber con quien, descubren que es Él.

Búscalo tú en la soledad de tu silencio, mientras te asomas al pozo de tu corazón. Pero búscalo también en el pan compartido y en la Palabra escuchada, orada y proclamada en comunión fraterna.

Si buscas de verdad a Dios, lo encontrarás dentro de ti. Escucha su voz: abre los ojos de tu alma y calla, mira, admira, y contempla. Ama y déjate amar.

Aprende a guardar la Palabra en el corazón. Allí, en el hondón de su ser, acógela en silencio. Escucha el clamor de la vida: es el grito de los pobres. Es siempre un grito tan fuerte que cruza la altura de las montañas que te rodean para llegar a tu misma alma.

Convierte tu alma a Cristo y al Evangelio. Vive en comunión con la Iglesia. Siéntete parte viva de la vida de tus hermanos. ¡Comprométete! Y recuerda siempre que no buscarías el rostro del Señor en la oración si no hubieras sentido ya su mirada posarse en ti.

 

Una tarea oracional

Quizás te preguntarás: ¿No son demasiadas cosas para un primer encuentro con el desierto?...

No, hermano, no. En realidad no son cosas que te dispersan sino que te llevan a encontrar la unificación interior que necesitas para encontrar el propio corazón en el silencio.

El silencio no se consigue callando y menos acallando la realidad como quien quiere esconderla. El silencio se espera, y, en todo caso, se recibe como un don. El silencio no te lleva a huir de los recuerdos sino a acogerlos; no te lleva a atar la imaginación, es imposible hacerlo, sino a pactar con ella.

Serénate. Descansa. Relájate. Escucha los latidos del propio corazón, mientras contemplas la presencia silenciosa de María. Será a lo largo de esta jornada de desierto el silencio-hermano que te acompaña a encontrar tu corazón.

Asiente a la vida, y reconocerás que Dios siempre te espera en ella. Abre tu vida al Amor. Y reconocerás que es fuerte como la muerte..., porque el amor es la Vida.