Jaume Boada i Rafí O.P.

Palabras desde el silencio

 

Hermano: hemos hecho juntos un largo camino, el camino del silencio. Lo hemos hecho pensando que nos lleva al templo del encuentro, o a la tienda del encuentro.

Tú y yo, todos nuestros hermanos, tenemos nuestra experiencia de Dios. Sin duda alguna cuando hablamos de Él en nuestras predicaciones, en nuestro apostolado, en nuestra vida, hablamos desde lo que nosotros conocemos de Él o lo que nosotros hemos vivido con Él.

Todas estas palabras que han ido precediendo este final de ruta son, en verdad, palabras de vida. Pero ahora es necesario que diga unas palabras desde el silencio.

El Señor me hizo el don de una larga enfermedad. La presentía. Presentía que el Señor me iba a pedir algo, pero nunca pensé que me llevara al silencio y al desierto de la enfermedad.

Cuando pasó la parte más fuerte de la tormenta, cuando ya me sentía con ánimo y con fuerzas, decidí resumir en unas palabras todo lo que había sido mi experiencia de Dios en la enfermedad.

Sí, ha sido una enfermedad muy acompañada, muy compartida por todos mis hermanos. Me he sentido acogido, aceptado, acompañado y ayudado por todos y cada uno de mis hermanos. Los de mi comunidad, los más cercanos, y los que quizá hacía tiempo que ni siquiera había visto.

Pero a pesar de esta compañía, han sido palabras vividas, pensadas, oradas, desde el silencio.

He aprendido que una larga enfermedad vivida como experiencia espiritual es una gran riqueza para quien la sufre y, como consecuencia, para los demás.

Todo lo que vivimos en Dios se convierte, desde la palabra o el silencio, en un bien para los hermanos. Es el gran misterio, la gran realidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia Comunión de amor y de vida.

Este es el sentido que quiero dar a estas palabras escuchadas, oídas, dichas o gritadas &endash;algunas han sido gritadas-, en estos largos meses de silencio y enfermedad que he recibido como un gran don del Padre. Siento que Él quiere que las diga, y que las diga, no para hablar de mi, sino para hablar de Él. De alguna manera, para que el testimonio de su obra en mi, pueda confirmar, aunque sea con pobreza, todo lo que he intentado explicar en este largo camino de silencio.

Son palabras, sí, sólo palabras. Pero expresan distintos momentos interiores de ánimo y de espíritu. Deben entenderse en el marco de estas diversas situaciones espirituales por las que uno pasa cuando una enfermedad es dura y, además, larga.

Muy pronto escuché interiormente esta palabra: "Tu enfermedad es un don de Dios. Para ti será una escuela de oración. También una escuela de humildad y de silencio, de alabanza y de fe confiada en el amor".

Un día, cuando un amigo me llamó por teléfono para preguntarme qué podía decir a un grupo de amigos que preguntaban por mí, yo le respondí con sinceridad estas palabras: "Diles que soy muy feliz. Estoy contento con el don que Dios me ha hecho. Es mío. Quiero compartirlo, de verdad, quiero que lo que vivo pueda llegar a los demás. Pero la cruz que Dios da no se puede pasar a nadie. Es mía. ¡Gracias Señor!".

Una monja amiga me mandó una pequeña tarjeta escrita con su propia mano. Me llegó a los pocos días de caer enfermo. Desde aquel momento estuvo siempre junto a mi cama. Decía las palabras del Salmo XII: "Recordando que me amas tengo plena confianza".

"Siento la paz que me da tu amor -respondí muy pronto-. ¡Es tan grande esta paz! Yo te amo, Señor. Tú eres mi fortaleza, ahora más que nunca".

Un día recibí una visita muy breve. Quizá fue la visita más breve que he tenido durante mi enfermedad. Era un sacerdote que se limitó a decirme estas palabras del poeta Verdaguer: "Cuando Jesús quiere hacer un alma suya, graba la cruz en su frente y dice a los ángeles: guardádmela. Esta alma es mía".

Yo había hablado mucho del abandono, pero en la enfermedad oraba, oraba mi abandono de esta manera: "Padre, me abandono en tus manos. Haz de mi lo que quieras, cuando tú quieras y como tú quieras. Me da miedo decirte esto, Señor. ¿Comprendes mi miedo?. Hagas lo que hagas de mi, te doy gracias, porque te amo".

Dada la índole de mi enfermedad existía el riesgo de quedar paralítico. Me inquietaba. Algunas veces me llegó a angustiar el pensar que podía quedar paralítico. Preguntaba con frecuencia a los médicos, a las enfermeras: "¿Puedo quedar paralítico?" Hasta que un día la religiosa responsable de la clínica, ante mi pregunta, me preguntó con otra: "Y si quedas paralítico, ¿qué pasa? ¿No hay pobres paralíticos, no hay padres de familia imposibilitados?, ¿porqué tú no puedes ser uno de ellos?". Y ante estas preguntas, sólo pude responder: "¡Confío en ti, Señor!". Nunca más volví a preguntar si quedaría paralítico.

Me dice María, la Madre, el rostro materno de Dios: "Hijo mío, no tengas miedo. Tú te curarás y después aún serás más útil a la Iglesia y a tus hermanos".

María ha sido el gran descubrimiento de mi enfermedad. Yo he amado a María, yo le he rezado, he enseñado a orar como María. Pero nunca la había sentido, vivido tan cercana, tan tierna, tan amorosa conmigo.

Un día sentí en mi interior esta pregunta: "¿Qué estás dispuesto a dar por la comunidad de tus hermanos, por tu Orden, por tus hermanos?". Mi respuesta fue esta: "Señor, Dios mío: ¡todo!". Recuerdo muy bien que di esta respuesta cuando estaba en la UVI, lleno de electrodos, de sueros, de sondas. En la UVI también se puede rezar.

El abandono en las manos del Padre no es solo una actitud espiritual, interior. Llega un momento en el que el Espíritu Santo te lleva a un abandono-dependencia, total, física, en las manos del Padre, mientras la vida te hace vivir la pobreza-dependencia de los hermanos.

Y aquí aprendí el valor de la comunidad, el valor del hermano. Él es sacramento, ha de ser, y lo es, sacramento del amor y de la bondad del Padre.

Un día alguien me dijo con sencillez, no pienso que fuera con ironía,: "Ahora es el momento de tu vida en el que puedes hacer verdad todo lo que predicas cuando hablas de la oración".

Tengo que decir que, en algunos momentos, he perdido los papeles, me ha vencido la preocupación o la intranquilidad. He vivido muy palpablemente mi pobreza y he reconocido, una vez más, que todo, absolutamente todo lo que soy, lo que tengo y lo que puedo decir es un don de Dios. Y después de esto, como nuestro padre, mi padre Santo Domingo exclamaba: "Dios mío, ¡misericordia!".

Es el Señor quien hiere. Él mismo venda las heridas, leemos en la Sagrada Escritura. Como también las palabras que siguen: "En mi angustia el Señor me salvó". Pero Domingo de Guzmán me enseñó a añadir: "Dios mío, mi misericordia, ¿qué será de los pecadores? Señor, acuérdate de tu pueblo".

He hablado en mi predicación de la mística de cruz, del Plan de Amor del Padre que se manifiesta en la cruz, que pasa siempre por la dura experiencia ascética de la cruz. Es una nueva forma de orar: orar viviendo la cruz. Es una nueva forma de testificar el amor del Padre y su bondad.

A las pocas semanas de caer enfermo comprendí que Dios quería para mí una larga etapa de silencio, de soledad, de pobreza. Me condujo, creo que puedo decirlo, al abismo de la pobreza. Me sentí nada. Comprendí que era una nueva manera de descender a los infiernos. Pero vi que siempre estaba a mi lado Cristo ya resucitado y María, la Madre, que ruega por nosotros ahora -sí, ahora, en cada momento- y en la hora de nuestra muerte.

El dolor, el sufrimiento intenso y largo nunca puede convertirse en amargura cuando lo vives en Dios. Con el don de Dios es para ti una fuerte invitación a ser cada día más fiel, más entregado, más abandonado. No te aparta de Él, que es quien hiere o quien permite que la enfermedad te hiera. Es una atracción irresistible, obra del Espíritu Santo hacia la donación total a Él, para ser más de Él y poderlo anunciar con más verdad.

La palabra de Dios, cuando la lees o la escuchas desde el don del sufrimiento, adquiere una resonancia espiritual en tu alma. Cuando rezas los Salmos sientes que es tu misma experiencia de Dios la que se expresa en sus palabras.

Comprendí también que, hasta el momento presente, había hecho muchas cosas por el Señor. Quizá hacía falta que me dejara atrapar por Él, que le diera el tiempo que necesitaba para ello.

El ofrecimiento victimal no tiene otra exigencia que dejarse inundar por el Amor, que Él lo sea todo en ti. Tu misa ahora estará en el altar de tu enfermedad. En algún momento he gritado con angustia: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?". La enfermedad te acerca a Cristo. Cristifica tu vida.

Cuando me he desesperado por la lentitud de la curación, siempre he escuchado la voz amiga de Jesús que me decía: "Hermano, ¿porqué no me das unas semanas más de tiempo?". Y a esta pregunta, ¿qué otra respuesta cabe si no es un inmenso y agradecido "¡Sí, de acuerdo!"?

Cuando entras en la misteriosa nube del sufrimiento descubres que, desde ella, puedes vivir en una constante intercesión. He sentido, con mucha intensidad, la realidad de formar parte viva de la Iglesia, de la Orden de Predicadores.

He intercedido, creo que debo decirlo, por la fidelidad de los sacerdotes y de las almas consagradas. Por la fidelidad en el amor de los matrimonios, por la vocación a la vida cristiana, por las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada. He pedido por mi comunidad, por mis hermanos concretos, y por todos aquellos que se han acercado a mi lecho para pedirme una oración.

Creo que debo decirlo: he pedido también por el reconocimiento en el número de los Santos, de un fraile dominico mártir, a quien me encomendé con confianza. Él había muerto en los primeros días de la guerra civil. Se encontraba en su casa para celebrar su primera misa, que fue también su última misa.

Y una palabra final (¡cabrían tantas más…!).

Dios es Amor. Dios es bueno. Todos los gestos de bondad que recibes en esta situación de enfermedad, de pobreza, de silencio, los ves como un sacramento de la bondad del Dios a quien anuncias en tu servicio evangelizador. Desde entonces me siento libre para evangelizar. Lo hago con la fuerza de la gracia y del Amor de Dios. Se que Él quiere que siga viviendo para anunciarlo.

Para acabar quiero dar el testimonio de oración que he podido vivir y experimentar en algunos encuentros que Dios me ha concedido con el Papa Juan Pablo II. He podido orar con él, concelebrar con él en su capilla privada del Vaticano.

Me ha impresionado la intensidad de su oración. Ora con el cuerpo, con las manos, con la mirada. A veces se ve con claridad que sus labios se mueven en actitud de súplica. Me impresionó ver cómo oraba mirando la imagen de Cristo crucificado que preside el altar.

También me emocionó ver que miraba con ternura el cuadro de la Virgen de Chestokova que él ha mandado poner a los pies de la imagen del crucificado.

La primera vez que estuve con el Papa fue en la Sala de Audiencias. Después de su catequesis habitual, bajó a saludar a los peregrinos y pude hablar con él, pude estrechar sus manos y sentir que él me abrazaba con afecto de padre. Y le dije: "Santo Padre, quiero pediros que recéis por tres intenciones: rece, Santo Padre, por mi comunidad dominicana; rece también por mí, para que sea fiel a mi consagración; y rece, por favor, por mi madre, que en estos momentos está enferma".

Después de saludar a otros peregrinos, volvió hacia donde estaba yo, me agarró fuertemente de lo codos y me dijo: "Padre, piense que voy a recordar todo lo que me ha dicho".

Al día siguiente, después de la primera vez que concelebré con él, el Papa se acercó a mí y me dijo: "Padre, usted ayer, en la Sala de Audiencias, me pidió que rezara por su madre. Déle por favor este rosario de mi parte y dígale que sí, que el Papa va a rezar por ella, pero pídale también que ella ofrezca sus oraciones y el sacrificio de su enfermedad por el Santo Padre".

Todos sabemos que el Papa ama a María y reza el rosario. Todos sabemos que el Papa siente una especial predilección por las madres, por los padres de los sacerdotes de la Iglesia. Pero comprenderás que, para mí, fue un detalle inolvidable y de gran valor, porque supe por la prensa que aquel día había recibido a Gromiko y, después, tuvo el detalle de acordarse de que yo le había pedido que rezara por mi madre.

Un día, después de haber orado con el Papa, después de haber concelebrado con él la Eucaristía, cuando me recibió y me acogió, me dijo estas palabras. Yo quise arrodillarme para besar el anillo del Pescador, pero él me cogió con fuerza de los brazos y me dijo: "¡Levántate!. Tú eres sacerdote de Jesucristo. Yo soy sacerdote de Jesucristo. Tú y yo somos hermanos". Y después, cuando le expliqué que dedicaba mi vida a predicar la oración, me dijo: "Bendigo su trabajo, pero cuando hable de la oración, no olvide hablar también de la adoración. La adoración -me dijo-, es una dimensión esencial de la oración cristiana: es la oración más gratuita. Es la oración más llena de amor".

Por esto hermano, que has querido hacer conmigo este Camino del Silencio, adora al Señor y que tu gesto de adorar esté siempre lleno de amor.