Un corazón para la acogida

 

"Queridos: amaos mutuamente, porque el amor viene de Dios y todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios", dice San Juan en su primera Carta.

Tú, que buscas a Dios, piensa que la sinceridad de tu búsqueda estará contrastada por la verdad del amor a tus hermanos.

En realidad, sólo existe una verdad: la del Amor.

En tu camino hacia el encuentro con Dios, en tu ruta del silencio, has hecho el don de tu amor absoluto, has comprendido la necesidad de abandonarte en las manos del Padre. Descubriste que Dios tiene un Plan de Amor para ti y vives en Dios, que te da un corazón para la acogida capaz de descubrir y recibir el rostro del hermano en tu vida.

Precisamente tú, que has podido experimentar la bondad, la comprensión y la acogida de Dios que te lleva en sus manos de Padre, quieres corresponder con un amor sin medida, como el que tú recibes, en tu relación con los hermanos.

Hoy debes sentirte invitado a dialogar con el Señor y a contemplar, serenamente, junto a Él, el amor al hermano.

Lo primero que deberás pedirle al Señor es que te ayude a ver a cada hermano con el amor acogedor y la paz confiada de su mirada y de su amor.

Quiero compartir contigo una hermosa experiencia personal que podrá ayudarte a comprender el alcance de estas últimas palabras. Mis hermanos, los dominicos de Chile, me ofrecieron la oportunidad de tener una breve e intensa experiencia contemplativa en un monasterio trapense de Chile. Recuerdo aquellos días, al pie del Manqueue y con la nieve de los Andes como telón de fondo, con un gran cariño.

Me impresionó mucho la vida de los monjes, su sencillez, la austeridad y, al mismo tiempo, la extraordinaria ternura de su celebración litúrgica. Recuerdo, de un modo especial, el canto de la Salve por la noche.

Me impresionó su silencio. El silencio, que daba a todas sus cosas, a todos los momentos de su vida, un aire especial, muy de Dios.

Tenía una curiosidad: unos hombres tan amantes y tan rigurosos en el silencio, que muchas veces -todos los sabemos-, usan de signos con las manos para comunicarse, ¿cómo se darán la paz en la Eucaristía?. Es una pregunta que me hice con interés.

El primer día, en la primera Eucaristía, lo pude comprobar, valía la pena verlo: en el momento de la paz estábamos todos los concelebrantes y los monjes no sacerdotes, rodeando el altar. Con la invitación del celebrante principal, los monjes se ponían uno frente al otro, se miraban durante un pequeño tiempo a los ojos, decían simplemente el nombre del hermano y, después, se daban el abrazo de paz. Cuando había concluido este gesto ritual entre los monjes, el presidente de la concelebración, juntaba sus manos y miraba con una sonrisa en los labios y con una gran calma a todos los que estábamos alrededor del altar, uno a uno. Cada uno de nosotros recibía su mirada. Ahí concluía el rito de la paz. Después de esto ya estábamos en condiciones de acoger al Señor en la Eucaristía.

Piensa que si quieres acoger al hermano en tu corazón, si quieres amar a tu hermano, has de empezar por poder mirarle a los ojos con calma y con paz, con mirada limpia y acogedora que llega al fondo del corazón. Porque sólo vemos bien con el corazón.

Tu manera de ver y de mirar al hermano dará a entender, mejor que muchas palabras, la hospitalidad de tu corazón. Difícilmente podrás decir que amas a quien no has sido capaz de acoger y de recibir con tu mirada.

Pero hay algo más: es necesario que tengas ojos para ver. Sí, para ver detrás de cada rostro humano a tu hermano; para ver dentro del rostro de quien vive contigo, al compañero de camino querido y aceptado; y para reconocer, en el rostro del compañero de camino, a Aquel que es parte esencial en tu vida.

Pero en tu vida hay una dimensión esencial: tú buscas a Dios, quieres abandonarte en su manos de Padre, te sientes invitado a fiarte de su amor. Y desde esta tu perspectiva de fe, has de tener también ojos para ver, detrás del rostro de cada hermano, el rostro de Cristo. Y para ver detrás del rostro de tu hermano en Cristo, al compañero de camino que comparte tu búsqueda de Dios, que anima tu decisión de abandonarte en sus manos de Padre y de fiarte de su amor.

Yo creo que entenderás que te diga que no puedes saltar este proceso de hospitalidad de corazón que acabo de describir, porque será imposible que puedas ver en alguien y reconocer en él el rostro de Cristo, si antes no has sido capaz de descubrirlo como hermano, compañero de camino querido y aceptado en tu vida.

Quiero, además, añadirte, que la hospitalidad de corazón no es cuestión de ascesis, de mortificación o de capacidad de tolerar, de aguantar o de soportar. La hospitalidad de corazón requiere pobreza de alma. Sólo la tierra sin las piedras, grandes o pequeñas, del egoísmo o del orgullo, es capaz de acoger la semilla del amor al hermano, es capaz de acogerla para que pueda germinar.

La hospitalidad de corazón también te exige olvido de ti mismo, espíritu abierto, posibilidad de suprimir los filtros y los estrechos cedazos analíticos con los que, muchas veces, miras y juzgas a los hermanos.

Tu corazón acogedor te pedirá una mínima sensibilidad humana, una delicadeza de espíritu, un respeto, una generosidad.

La hospitalidad también requiere buena voluntad y comprensión, al menos, la que tú mismo pides a los demás para ti.

Has de pensar que, necesariamente, un corazón abandonado, un corazón que responde al Plan de Amor del Padre con esta paz, que nada ni nadie puede arrebatar, de saberse amado por el Amor, sólo puede tener una consecuencia inmediata en la hospitalidad de corazón.

En todo caso, es necesario que le pidas al Señor que despierte en ti la disponibilidad interior para la acogida, que te conceda este don, que conceda este don a todos los hermanos de tu comunidad.

Porque es necesaria la ascesis, es necesario que te exijas tolerar e intentar llevar con más o menos amor a tu hermano. Pero, amarlo de verdad en Dios, para acogerlo plenamente en tu vida, sólo lo conseguirás a partir de una sinceridad en tu abandono y después de haber recibido el don del Señor de la disponibilidad de tu corazón para la acogida.

La disponibilidad del corazón, en todo caso, ha de "nacer" en tu vida. No la podrás "hacer", y resulta del todo inútil intentar aparentarla.

Será necesario que intente concretar la manifestación del corazón acogedor. Lo haré a través de una larga enumeración que visualice, al máximo las posibilidades concretas de vivir el amor fraterno.

La hospitalidad, la acogida, pide, ante todo, recibir. Y recibir es abrir las puertas de par en par, invitar a pasar, invitar a entrar y a quedarse.

Hay mucha maneras de recibir: recibimos en el recibidor, y recibimos también en casa, en el corazón de la casa. Recibimos a una persona de pie, con prisas, diciéndole con gestos nerviosos que esperamos que la visita sea breve; o recibimos con calma, con paz, con gusto, haciendo ver que acogemos de verdad.

Hay palabras amables que reciben, pero la verdad de la acogida se dice con gestos y , fundamentalmente, con la mirada, la mirada cálida, espontánea, natural.

Para recibir al hermano en verdad, es necesario que se pueda sentir esperado, que pueda percibir que era, incluso, esperada su visita, su encuentro; que él no sólo no me molesta, sino que deseo, en verdad, que se quede.

La hospitalidad en el recibir requiere, imperiosamente, la gratuidad, porque quien recibe en verdad no juzga, no analiza, no hace pasar, al que llama a la puerta, por el tamiz de un análisis meticuloso ni por un recuerdo de cuentas pendientes.

Recibes, sencillamente, porque tienes la gracia de ser hermano de quien llama a tu puerta. Y recibes porque vives esta gracia como un don.

Recibir es algo más que esperar y abrir la puerta. Es salir al encuentro, tener también la sencillez de llamar a la puerta y dar al hermano la posibilidad de recibirte.

Como verás, seguimos en la dinámica del amar y dejarse amar, recibir y permitir al hermano la posibilidad de recibirte. Eres hermano cuando recibes, cuando sales al encuentro. Pero la acogida de tu corazón no es completa hasta que tú, con sencillez y simplicidad, no sientas también la necesidad de llamar a su puerta y de ser recibido.

La acogida y el amor fraterno, también los vives en tu oración. Es una oración muy sencilla, la oración de los nombres. Me la enseñó un sacerdote dominico, hermano mío enfermo, que no tenía posibilidades para pensar mucho. Cuando rezaba por los demás decía, simplemente, sus nombres. El Señor ya sabía qué tenía que dar a cada uno de ellos.

Tú puedes hacer esto: recuerda profundamente que Él está en tu vida, en ti, hoy, ahora. Dile pausadamente los nombres de tus hermanos. De todos y de cada uno de ellos. No pidas nada. El Señor ya sabe. Limítate a pensar en ellos junto al Señor. Él te ayudará a recibirlos a todos con hospitalidad de corazón y a no poner límites a tu amor.