Asociaciones y Movimientos
Eclesiales
Criterios de orientación
Comisión
Episcopal de Apostolado Laical
1.Nuevas respuestas para nuevos tiempos
La
Iglesia ha visto en las últimas décadas un florecimiento de la vida asociada. Se trata
de manifestaciones del amor trinitario a través de la acción del Espíritu, organizadas
de diversas maneras, que agrupan a fieles de distintas vocaciones -sacerdotes, consagrados
y laicos-, para una vida cristiana, a partir de un carisma propio, en la comunión de la
Iglesia. Constituyen un don del Espíritu Santo que tiene como fin el enriquecimiento de
la comunidad eclesial y el surgimiento de nuevas maneras de vivir el Evangelio y acercar a
Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8), a las nuevas generaciones. Estas
comunidades son conocidas como asociaciones o movimientos eclesiales.
En
estas experiencias de vida cristiana, no obstante su conformación mixta, los fieles
laicos han encontrado un ámbito fecundo de comunión y participación en la vida y
misión de la Iglesia. En efecto, la mayoría de sus miembros son fieles laicos. De ahí
que a menudo se destaque sobre todo el carácter laical de las mismas. El Papa Juan Pablo
II, a propósito del 30 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, retomando las
valiosas enseñanzas del decreto conciliar Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de
los laicos, destacaba el «singular florecimiento de grupos, movimientos y asociaciones
laicales» (1). El Santo Padre ve en este hecho la acción fecunda del Espíritu Santo que
«parece suscitar en el pueblo cristiano el impulso misionero de sus orígenes, cuando la
fe pudo difundirse rápidamente gracias al heroico testimonio de todos los bautizados»
(2).
La
vida asociada laical no es un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia. Los dos mil
años de su peregrinar son elocuente testimonio de la riquísima variedad de expresiones
asociativas de vida cristiana. Sin embargo, los últimos tiempos han visto cómo este
fenómeno «ha experimentado un singular impulso» (3). Esta situación ha llevado al Papa
Juan Pablo II a hablar de «una nueva época asociativa de los fieles laicos» (4). Así,
especialmente después del Concilio Vaticano II, hemos contemplado el surgimiento de una
fecunda ola de gracia que se ha plasmado en una inmensa y rica variedad de grupos,
asociaciones y movimientos, llenos de nuevos programas y proyectos, con nuevo ardor,
nuevos métodos y nuevas expresiones, donde los fieles laicos han encontrado nuevos cauces
de participación eclesial. «El gran florecimiento de estos movimientos -señala el Papa
Juan Pablo II- y las manifestaciones de energía y vitalidad eclesial que los caracterizan
han de considerarse ciertamente como uno de los frutos más bellos de la amplia y profunda
renovación espiritual, promovida por el último Concilio» (5).
Este
singular florecimiento nos hace volver la mirada al Espíritu de vida y verdad que guía a
la Iglesia en su peregrinar histórico según el designio divino. Es claro que las
asociaciones y movimientos eclesiales van surgiendo y desarrollándose de manera
espontánea, brotando en medio de la vida cotidiana, apareciendo como una novedad con
frecuencia no prevista ni buscada. Y es que éstos son ante todo iniciativa del amor de
Dios, novedad del Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn 3,8) y que derrama sus dones
para la renovación y crecimiento del Pueblo de Dios.
Las
experiencias asociativas que la Iglesia reconoce tienen un mismo origen: el Espíritu
Santo. Y tienen también un mismo objetivo final: vivir y anunciar a Jesucristo. Sabemos
bien que el Espíritu Santo derrama gracias y dones en orden a la edificación del Pueblo
de Dios y a la difusión del Evangelio. El Espíritu «"distribuye sus dones a cada
uno según quiere" (1 Cor 12,11). Con esos dones hace que estén preparados y
dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir
más y más la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le da la
manifestación del Espíritu para el bien común" (1 Cor 12,7)» (6). Las
asociaciones y movimientos eclesiales constituyen una de las expresiones de estos dones.
Como enseña el Papa Juan Pablo II, son «auténtica riqueza suscitada por el Espíritu
que sopla donde quiere y como quiere» (7).
Estas
experiencias asociativas de vida cristiana se han organizado de distintas maneras,
presentándose a menudo «muy diferenciadas unas de otras en diversos aspectos, como en su
configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos»
(8). Sin embargo, se encuentra una «amplia y profunda convergencia en la finalidad que
las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar
a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación
para la sociedad» (9). En ellas el fiel cristiano encuentra un espacio comunitario para
descubrir y valorar mejor su dignidad de hijo de Dios recibida en el bautismo, y para
participar más activamente en la vida y misión de la Iglesia. En la variedad de
carismas, de métodos, de estilos y de campos de compromiso, los fieles encuentran una
gran riqueza de medios para darle sentido pleno a su vida según el designio divino.
Encuentran también un camino de crecimiento en la fe de la Iglesia que los lleva a
formarse -tanto doctrinal como espiritualmente- y a proyectarse en servicio evangelizador
y solidario en la sociedad.
Las
asociaciones y movimientos eclesiales que vemos florecer con tanto vigor son, pues, un don
del Espíritu para que la Iglesia pueda afrontar los desafíos de nuestro tiempo, y como
tales portan una original contribución a su vida y misión. Vemos así reproducirse un
hecho que ha sucedido a lo largo de toda la historia del Pueblo de Dios. Cada época ha
visto florecer diversas formas de asociaciones cristianas en orden a la santificación de
los fieles y el servicio evangelizador. Este florecimiento en cada momento no ha supuesto
una ruptura con el pasado o con otras formas asociativas. Se ha dado siempre en explícita
continuidad con la historia inmediata del Pueblo de Dios y su Tradición viva, en apertura
a los desafíos de cada nueva época; un proceso que siempre ha sido de renovación en
continuidad. Las distintas asociaciones y grupos, «desde los de una consolidada
tradición, hasta los de un origen más reciente, han hecho del testimonio y del anuncio
su razón de ser, buscando formas y lenguajes nuevos y experimentando metodologías
originales, que responden mejor a las exigencias particulares del mundo contemporáneo»
(10). Corresponde a los Pastores discernir su eclesialidad en orden al enriquecimiento y
renovación de la Iglesia.
2.Libertad y derecho de
asociación en el misterio de comunión
En
la enorme floración de experiencias asociativas a lo largo de la historia se pone de
manifiesto la universalidad de la Iglesia, sacramento de comunión y reconciliación entre
Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Las asociaciones y movimientos sirven a la
unidad en la fe a través de los múltiples modos de expresarla y vivirla, según los
carismas que el Espíritu Santo suscita para utilidad del Pueblo de Dios.
Las
asociaciones y movimientos eclesiales nacen dentro de esa comunión y, desde sus
particularidades y acentos propios, están llamados a fortalecerla y enriquecerla. Pero al
hacerlo no pierden sus características singulares. Es precisamente desde sus acentos
propios que aportan y fortalecen la comunión en un dinamismo de complementariedad. Se
pone así de manifiesto la libertad y el derecho de asociación dentro de un único
misterio de comunión al que estamos invitados todos los bautizados en la Iglesia. Todos
los fieles -clérigos y laicos- tienen la libertad de agruparse con un determinado
objetivo cristiano, convocados todos por el mismo Espíritu Santo, para vivir y anunciar
el único Evangelio de Cristo. Dentro de la unidad del Pueblo de Dios es totalmente
legítimo, como lo enseña el Magisterio, vivir con un determinado estilo, acentuando
dentro de la totalidad de la fe de la Iglesia algunos aspectos del misterio de Cristo en
orden a la salvación, con la convicción de que en Él encontramos una «inescrutable
riqueza» (Ef 3,8) que no agota ningún carisma, asociación o estado de vida. La Iglesia
reconoce y protege este derecho dentro del tangible misterio de comunión.
2.1.La Iglesia,
misterio de comunión
El
fundamento eclesial de la vida asociada se encuentra en la naturaleza misma de la Iglesia.
En efecto, como enseña la Lumen gentium, la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (11). Esta rica perspectiva nos sitúa ante el corazón mismo de la vida eclesial
y nos indica que la Iglesia es un misterio de comunión. La fuente de esta comunión es la
Santísima Trinidad. La comunión de todos los bautizados en Cristo es reflejo y
participación de la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El
Concilio Vaticano II ha impulsado, desde la historia y Tradición viva de la Iglesia, una
eclesiología de comunión (12) que permite un marco muy rico para aproximarse al misterio
de la salvación. Como se indica en la carta Communionis notio, «el concepto de comunión
(koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado
para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una
clave de lectura para una renovada eclesiología católica» (13). El Papa Juan Pablo II,
haciéndose eco de la renovación conciliar, ha dado un lugar central en su Magisterio a
esta perspectiva eclesiológica de comunión; realidad que para él representa el
contenido central de la redención y como tal del misterio de la Iglesia: «La realidad de
la Iglesia-Comunión es... parte integrante, más aún, representa el contenido central
del "misterio" o sea del designio divino de salvación de la humanidad» (14).
La
invitación a participar de la comunión divina de Amor encuentra en el corazón del ser
humano un anhelo profundo. Creado a imagen y semejanza de Dios Amor (cf. 1 Jn 4,8), el
hombre lleva en lo más hondo de su ser el reflejo del misterio de comunión que es la
Santísima Trinidad. Más aún, su plenitud sólo la alcanzará en la comunión con Dios,
fuente de su vida. Como afirma el documento de Puebla, «al hacer el mundo, Dios creó a
los hombres para que participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo
Unigénito en el Espíritu Santo» (15).
El
ser humano vivía en los orígenes en comunión con Dios. Las relaciones entre los seres
humanos participaban de esa comunión. Sin embargo, el hombre pecó y rompió esta
comunión, introduciendo en su vida y en todo el universo el germen de la ruptura y la
división. El documento de Santo Domingo lo expresa claramente: «Reconocemos la
dramática situación en que el pecado coloca al hombre. Porque el hombre creado bueno, a
imagen del mismo Dios, señor responsable de la creación, al pecar ha quedado enemistado
con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la
armonía de la naturaleza» (16). Por el pecado original, el hombre perdió esta vida en
comunión y entró la ruptura en su existencia (17).
No
obstante, la exigencia profunda de la comunión no desaparecerá de la naturaleza humana.
Quedará oculta por el pecado, pero siempre se dejará sentir como una ansia profunda que
llevará al hombre a vivir en una constante búsqueda de esta comunión perdida. Como
afirmaba San Agustín, el ser humano tiene un anhelo muy hondo de Dios (18), tiene una
nostalgia de reconciliación (19) y de comunión con Dios Amor. El ser humano expresará
esta aspiración de diferentes maneras en las diversas formas de vida social. Pero siempre
quedará el anhelo profundo de la comunión con Dios, a la que está invitado.
Dios,
sin embargo, nunca se olvida del ser humano. Atento a su vida, le ofrece la posibilidad de
establecer una alianza y recobrar la comunión perdida. El Padre eterno, en su amor
misericordioso, envía a su Hijo único para reconciliarnos con Él y devolvernos la
comunión anhelada. En Cristo y por Cristo, se restablece la comunión entre Dios y los
hombres y de los hombres entre sí (cf. 2 Cor 5,18-21). Como se señala en Santo Domingo,
Jesucristo «es el Hijo único del Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María, por
obra del Espíritu Santo, que vino al mundo para librarnos de toda esclavitud de pecado, a
darnos la gracia de la adopción filial, y a reconciliarnos con Dios y con los hombres»
(20). Así pues, la historia de la salvación, como afirma el Papa Juan Pablo II, es la
historia admirable de la reconciliación, «aquella por la que Dios, que es Padre,
reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando
de este modo una nueva familia de reconciliados» (21). De esta manera, vemos que «toda
la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por
los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela,
reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos» (22).
El
ser humano encuentra el camino de retorno a la comunión anhelada en Cristo, quien le
revela la verdad sobre Dios y sobre sí mismo, y lo invita a vivir la plenitud de su
vocación a ser hijo de Dios (cf. Ef 1,4-5). En Él se nos revela «que la vida divina es
comunión trinitaria» (23) y que «de allí procede todo amor y toda comunión, para
grandeza y dignidad de la existencia humana» (24). En el Señor Jesús, pues, el ansia
profunda de comunión encuentra su sentido definitivo y su posibilidad de plenitud (25). Y
en Cristo el ser humano descubre que es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha
amado por sí misma», y que como tal «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino
en la entrega sincera de sí mismo» (26).
Esta
comunión a la que está invitado el ser humano, exigencia del Reino (27), tiene su germen
aquí en la tierra en la Iglesia, que «aparece como "un pueblo reunido en virtud de
la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (28). En ella los hombres y
mujeres pueden ir colmando su anhelo de comunión, puesto que la Iglesia es sacramento de
unidad entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, es decir, signo e instrumento
de salvación (29). La Iglesia es el «sacramento visible de esta unidad que nos salva»
(30) querida por Dios, pero es además el instrumento y el lugar donde se realiza de modo
eficaz la comunión y reconciliación de los hombres con Dios y entre sí (31). De ahí la
exigencia profunda de que la Iglesia sea cada vez más «una comunidad que viva la
comunión de la Trinidad y sea signo y presencia de Cristo muerto y resucitado que
reconcilia a los hombres con el Padre en el Espíritu, a los hombres entre sí y al mundo
con su Creador» (32). La Iglesia es, pues, un misterio de comunión y reconciliación
(33); comunión de fe, de vida, de verdad, de caridad.
Llamados
a una misma fe y a una misma esperanza, vivimos en la comunión de amor que es exigencia
permanente de apertura y amor a Dios y a los demás. El Pueblo elegido por Dios es uno
solo y se funda en un solo bautismo. Como leemos en la Carta a los Efesios: «Un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5). Nunca debemos olvidar que «no hay más
que... un solo Señor, Jesucristo» (1 Cor 8,6), y que «no hay bajo el cielo otro nombre
dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). Partícipes todos
en la Iglesia de la misma dignidad de hijos de Dios, derivada de la redención alcanzada
en Cristo, todos estamos llamados, cada cual desde la propia vocación y el don recibido
del Espíritu, a contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo.
La
comunión que es la Iglesia se configura como una «comunión orgánica... caracterizada
por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones
y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades»
(34). La pluralidad y diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado
no obstaculizan la unidad sino que más bien le confieren desde el dinamismo de la
complementariedad el carácter de comunión (35). Como señala el Papa, «en la
Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están
ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo
significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la
universal vocación a la santidad en la perfección del amor» (36). Desde la inmensa
riqueza de la diversidad, todos contribuyen al fortalecimiento de la unidad en la
comunión, ya que «la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne
en la unidad a los hijos de Dios, pues "todo esto lo hace el único y mismo
Espíritu" (1 Cor 12,11)» (37). Esta comunión orgánica está ordenada
jerárquicamente.
La
Iglesia es, además, el Cuerpo de Cristo. Este hecho ilumina ante todo la unidad de toda
la Iglesia con su Cabeza, que es el Señor Jesús, pero también la unidad de todos los
miembros entre sí, a pesar de las diferencias. «La unidad del cuerpo no ha abolido la
diversidad de los miembros: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una
diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y
las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la
Iglesia" (LG, 7)» (38). Y esto de tal manera que la diversidad no va en contra de la
unidad, sino que la enriquece: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee
muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también
nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno
por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12,4-5).
Esta
comunión, nutrida del amor que es plenitud de la ley (cf. Rm 13,10), no se repliega sobre
sí misma, sino que se proyecta en un dinamismo de sobreabundancia de amor hacia los
demás, puesto que la Iglesia «ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar,
actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a
todo en Cristo; a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"» (39). La
comunión es siempre misionera. «La comunión genera comunión, y esencialmente se
configura como comunión misionera» (40). La Iglesia es «por su naturaleza misma...
siempre reconciliadora» (41) y como tal «debe buscar ante todo llevar a los hombres a la
reconciliación plena» (42). Todos los bautizados estamos llamados a colaborar en el
«ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18) que debe realizar la Iglesia como
sacramento de Cristo, predicando la «palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19) a todos
los seres humanos.
Quedan
así de manifiesto los lazos profundos entre la comunión y la misión, ya que ambas
«están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta
tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la
comunión es misionera y la misión es para la comunión» (43). Como se afirma en Santo
Domingo, la Iglesia es un misterio de comunión evangelizadora (44). El recordado Pablo VI
lo destacaba en su memorable exhortación apostólica post-sinodal Evangelii nuntiandi:
«Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar,
ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el
sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa»
(45).
Por
la fe y el bautismo somos introducidos en la comunión eclesial. Esta comunión, como don
de Dios, tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía, fuente y
culmen de toda la vida cristiana (46), «es fuente y fuerza creadora de comunión entre
los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo
Cristo» (47). Por el sacramento de la reconciliación recobramos la comunión que se
pierde por el pecado.
El
Obispo es principio y fundamento de la unidad en la Iglesia particular, y como tal es
signo visible de comunión. Esta comunión está fundada sobre la unidad del Episcopado
-los sucesores de los Apóstoles-, de los Obispos entre sí, y con y bajo el sucesor de
San Pedro, el Romano Pontífice, que es cabeza del Cuerpo o Colegio Episcopal (48). Como
se señala en la Lumen gentium, «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible» (49) de la unidad del Episcopado y de la
unidad de la Iglesia entera.
Invitado
desde su misma naturaleza a vivir la comunión, el ser humano porta dentro de sí el
anhelo profundo de esta exigencia. A la evidencia de su naturaleza social, se añadirá
luego la gracia de su llamado a alcanzar la plenitud de su misma condición en la vivencia
de la comunión con Dios que se reflejará en sus relaciones con los demás seres humanos,
puesto que la comunión implica una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y
horizontal (comunión entre los seres humanos). La fidelidad a la propia naturaleza y la
acogida del don de la reconciliación lleva al hombre a hacer de la comunión un elemento
central de su vida. Esta comunión, participación y reflejo de la comunión trinitaria,
debe encontrar caminos de expresión en toda la vida del ser humano.
En
la naturaleza humana, iluminada por la Revelación, descubrimos el sustento del derecho y
la libertad de asociación. Las formas asociadas de vida cristiana encuentran un
fundamento complementario y plenificador en el misterio de la Iglesia entendida como
comunión evangelizadora. En el designio divino así manifestado se descubre la razón
fundamental de la existencia de las asociaciones, y el sustento de su testimonio
comunitario y el servicio evangelizador en el que están comprometidas (50).
2.2.Mirando la historia
de la Iglesia
A
lo largo de la historia de la Iglesia esta ansia de comunión se ha plasmado de diferentes
maneras, fundándose y organizándose asociaciones de fieles de diversa índole. Ya desde
los primeros tiempos el Espíritu Santo convocó y suscitó en muchos el deseo de
asociarse en vistas a cumplir diversos fines dentro de la vida y misión del Pueblo de
Dios. «Constatamos así continuamente en la historia de la Iglesia el fenómeno de grupos
más o menos numerosos de fieles que, por un impulso misterioso del Espíritu, han sido
impulsados espontáneamente a asociarse para conseguir determinados objetivos de caridad o
de santidad, en relación con las particulares necesidades de la Iglesia de su tiempo o
también para colaborar en su misión esencial y permanente» (51).
Los
dos milenios de historia del Pueblo de Dios han visto florecer una inmensa cantidad de
asociaciones de diferente naturaleza. En las distintas épocas y culturas han ido
surgiendo diversas formas de asociación. Algunas de ellas, las que más se conocen y
mayor gravitación han tenido en la historia de la Iglesia, se desarrollaron directamente
hacia una entrega total en las diversas formas de vida consagrada. A lo largo de los
siglos «Dios ha querido que surgiese una maravillosa diversidad de congregaciones
religiosas que han contribuido mucho a la vida de la Iglesia. Así, ésta no sólo está
preparada para toda buena obra (cf. 2 Tm 3,17) y dispuesta al servicio para construir el
Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12); aparece también adornada con los diversos dones de sus
hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21,2), y por ella se da
a conocer la sabiduría de Dios en sus muchas formas (cf. Ef 3,10)» (52). Allí están
los testimonios de tantas comunidades que han sido instrumentos del amor de Dios y que han
contribuido grandemente al enriquecimiento de la Iglesia y al anuncio del Evangelio.
Además
de las asociaciones de vida religiosa, los institutos seculares y las sociedades de vida
apostólica, se deben mencionar también otras asociaciones en el Pueblo de Dios. El Papa
Pío XII lo ponía de manifiesto: «...los fieles constituyen la Iglesia, y por esto ya
desde los primeros tiempos de su historia con el consentimiento de los Obispos se han
unido en asociaciones particulares dedicadas a las más diversas manifestaciones de la
vida. La Santa Sede nunca ha dejado de aprobarlas y de alabarlas» (53). Muchas han sido
asociaciones conformadas fundamentalmente por fieles laicos. Entre las muchas que se
podrían mencionar están, por ejemplo, las diversas y variadas confraternidades, las
congregaciones marianas, las terceras órdenes. La lista es sumamente amplia y recorre los
dos mil años de historia de la Iglesia, así como toda la geografía del planeta en donde
ha sido sembrada la semilla de la fe. Un caso cercano a nosotros, que tiene grandes
enseñanzas para nuestro tiempo, es el de la proliferación de cofradías en la época de
la primera evangelización del Nuevo Mundo. Éstas fueron un elemento muy importante de
participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia, y al mismo tiempo
tuvieron una inmensa repercusión en la vida cultural y social en los nacientes pueblos
latinoamericanos.
Un
gran número de estas asociaciones han sido creadas por iniciativa de los mismos fieles
laicos y luego reconocidas y aprobadas por la autoridad eclesial. Pero también existen
otras creadas por instancia de la Jerarquía, como la Acción Católica, que tantos frutos
ha dado a la Iglesia (54). Se debe destacar el rol singular que jugó ésta última en la
participación del laicado en la misión de la Iglesia especialmente en la primera mitad
del siglo XX.
Después
del Concilio Vaticano II el Pueblo de Dios viene experimentando un notable florecimiento y
desarrollo de movimientos y asociaciones eclesiales. Es un fenómeno de características
singulares que viene evidenciando una manifiesta fecundidad. Estos impulsos de renovación
también han alcanzado a asociaciones de larga trayectoria en la Iglesia. En efecto,
algunas asociaciones surgidas antes del Concilio han experimentado un importante estímulo
de renovación y crecimiento. El Pueblo de Dios ha recibido inmensos beneficios de estas
asociaciones, varias de las cuales están inspiradas en los grandes carismas de la
Tradición de la Iglesia. Otras asociaciones y movimientos han surgido después del
Concilio -creciendo claramente bajo el dinamismo de la renovación conciliar-, poniendo de
manifiesto la riqueza inagotable del Espíritu que renueva a la Iglesia ofreciendo cauces
nuevos de vida cristiana y anuncio del Evangelio. Hay en este fenómeno una novedad del
Espíritu para los tiempos venideros. Las respuestas nuevas se suman a las antiguas
integrándose en la comunión del Pueblo de Dios en un dinamismo de complementariedad y
concordia, que permanece fecundo por la acción del Espíritu Santo y la cooperación de
los hijos de la Iglesia.
Esta
riqueza del Pueblo de Dios puesta de manifiesto en la multiplicidad y pluralidad de
carismas y asociaciones nacidas y desarrolladas a lo largo de su bimilenaria historia ha
sido siempre alentada y protegida por la Iglesia, explicitándose el derecho a asociarse
que tienen todos los fieles clérigos y laicos. De diversas maneras se ha reconocido y
plasmado este derecho en la normatividad de la Iglesia, siendo de gran importancia, en los
últimos tiempos, especialmente los desarrollos del Concilio Vaticano II y su plasmación
jurídica en el nuevo Código de Derecho Canónico promulgado en 1983.
2.3.El Concilio
Vaticano II
El
Concilio Vaticano II ofreció los elementos para una profundización de la identidad del
laico al tiempo que alentó una promoción más amplia de su papel en la vida y misión de
la Iglesia. Se recogió y profundizó una importante corriente histórica que había
venido creciendo en las décadas anteriores al Concilio, como se puede apreciar en el
Magisterio de todos los Romanos Pontífices desde comienzos de siglo. Como afirmó el Papa
Juan Pablo II en su primer viaje apostólico, precisamente en tierras latinoamericanas,
«el Concilio Vaticano II recogió esa gran corriente histórica de promoción del
laicado, profundizándola en sus fundamentos teológicos, integrándola cabalmente en la
eclesiología de la Lumen gentium, convocando e impulsando la activa participación de los
laicos en la vida y misión de la Iglesia» (55).
En
la Lumen gentium, verdadera clave de lectura de toda la enseñanza conciliar, se subraya
la llamada universal a la santidad de todos en la Iglesia (56), al tiempo que se reafirma
la responsabilidad de todos en la tarea común de la edificación del Pueblo de Dios (57).
Los laicos participan de esta exigencia porque «están llamados todos, como miembros
vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus
fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor» (58). Ningún bautizado
debe quedar ajeno o al margen ante la misión de la Iglesia, puesto que es un derecho y un
deber que se deriva de la misma unión con Cristo (59). Los fieles laicos deben asumir su
responsabilidad plenamente. La Apostolicam actuositatem en esta misma línea señala: «El
apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana, no puede faltar nunca
en la Iglesia» (60). Y añade además que las circunstancias del tiempo actual exigen de
los fieles laicos «un apostolado mucho más intenso y amplio» (61).
El
tema de la vocación apostólica de los laicos y sus formas de organización está
desarrollado principalmente en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium
(62), y en el decreto sobre el apostolado de los fieles laicos, Apostolicam actuositatem.
Partiendo del hecho de que «todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones,
es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma "según la
medida del don de Cristo" (Ef 4,7)» (63), se señala que su apostolado puede ser
realizado de manera individual o de forma asociada (64).
En
lo referente al apostolado asociado, la Apostolicam actuositatem hace importantes
precisiones que vale la pena recordar. El fundamento de la vida asociada está tanto en la
naturaleza misma del ser humano, en cuanto ser social, como en el hecho de que Dios ha
querido unir a todos los creyentes en Cristo. Teniendo en cuenta esto, se afirma: «El
apostolado asociado responde, pues, de modo conveniente, a las exigencias tanto humanas
como cristianas de los creyentes y, al mismo tiempo, es un signo de la comunión y de la
unidad de la Iglesia en Cristo, que dijo: "Donde dos o tres están congregados en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)» (65). Se plasma así la
eclesiología de comunión del Concilio en lo referente a la vida asociada laical y a su
dimensión evangelizadora.
La
organización producto de la comunión y del aunar esfuerzos para el servicio
evangelizador resulta sumamente provechosa para la misión de la Iglesia. Esto, además de
potenciar enormemente la eficacia del anuncio evangélico a toda realidad humana,
beneficia a todos los fieles en lo relativo al apoyo para la vida cristiana y para la
formación. Los Padres conciliares subrayaron, además, lo conveniente que resulta para
los difíciles tiempos actuales. Por ello llamaron a un fortalecimiento de «la forma
asociada y organizada del apostolado, pues sólo la estrecha unión de fuerzas puede
conseguir plenamente todos los fines del apostolado contemporáneo y defender eficazmente
los bienes que de él derivan» (66).
La
Apostolicam actuositatem recordará que no se debe perder de vista que las asociaciones
«no son un fin en sí mismas, sino que han de servir a la misión que la Iglesia debe
cumplir en el mundo» (67). Se señala allí que existe una gran variedad de asociaciones
de apostolado al servicio del fin apostólico de la Iglesia. Su eficacia apostólica
dependerá de su conformidad con los fines de la Iglesia y de la coherencia de vida de sus
miembros en fidelidad al divino Plan. Se trata de un apostolado que se hace desde la
comunión de la Iglesia, bajo la guía pastoral de sus legítimos Pastores. Sin comunión
con el Obispo, y en última instancia con el sucesor de San Pedro, Pastor universal, no
hay verdadera eclesialidad.
Es
precisamente al hablar del apostolado asociado que se proclama con toda claridad el
derecho que tiene todo fiel de asociarse para el apostolado y la vida cristiana:
«Guardando la relación debida con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen derecho
a fundar asociaciones, a dirigirlas y a afiliarse a las ya fundadas» (68). Cabe destacar
que este derecho de asociación no sólo fue proclamado en relación al apostolado de los
laicos. También se ha reconocido este derecho a los clérigos (69). La proclamación de
este derecho no debe ser entendida como el deseo de que se funden asociaciones sin límite
alguno. Teniendo en cuenta las legítimas aspiraciones de asociarse para un fin eclesial
el Concilio recuerda que hay que evitar la inútil dispersión de fuerzas al fundar
asociaciones innecesarias o mantener algunas que han dejado de ser útiles. Para ello se
deben tener presentes las características espirituales, el modo de proceder y la
identidad de cada asociación. Es claro que hay diversos tipos de asociaciones en la
comunión eclesial, según la acción del Espíritu en los corazones.
En
la Apostolicam actuositatem se hace un llamado a valorar las diversas formas de apostolado
asociado. «Todas las formas de apostolado han de ser debidamente apreciadas; no obstante,
los sacerdotes, los religiosos y los laicos deben conceder especial consideración y
promover según las posibilidades de cada uno, aquellas que la Jerarquía, de acuerdo a
las necesidades de los tiempos y los lugares, ha alabado, recomendado o declarado como de
más urgente creación. Entre ellas han de contarse, muy principalmente, las asociaciones
o grupos internacionales católicos» (70). Se pone de manifiesto aquí, por un lado, que
son diversas las maneras como la Jerarquía se relaciona con las asociaciones. Se
evidencia, además, que desde el derecho de asociación que todos los fieles tienen no
necesitan ningún tipo de reconocimiento ni autorización particular. Pueden existir y
actuar siempre y cuando se mantengan dentro de la fe de la Iglesia, respeten sus fines y
guarden la debida docilidad ante las orientaciones pastorales de los legítimos Pastores.
Así, pues, una asociación existe de hecho desde el momento en que la constituyen
libremente sus miembros. Pero la Jerarquía puede reconocerla e incluso darle personería
jurídica dentro del Pueblo de Dios. Esto sin descalificar a las que no han recibido
ningún tipo de pronunciamiento de parte de la correspondiente autoridad eclesiástica.
Precisando
más la relación entre la Jerarquía y las asociaciones, se dice: «El apostolado de los
laicos admite ciertamente diferentes modos de relaciones con la Jerarquía, según las
diferentes formas y objetos de este apostolado» (71). Y se añade distinguiendo los
diversos casos lo siguiente: «Existen en la Iglesia muchas obras apostólicas instituidas
por la libre elección de los laicos y regidas por su prudente juicio. En algunas
circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor con estas obras y por ello
no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. No obstante, ninguna obra puede
arrogarse el nombre de católica si no ha obtenido el consentimiento de la legítima
autoridad eclesiástica». Y se anota inmediatamente de manera general: «Algunas formas
de apostolado de los laicos son reconocidas explícitamente, de diversas maneras, por la
Jerarquía». De donde se desprende que así como unas son «reconocidas
explícitamente», otras no lo son de esa manera. A los Pastores corresponde «ofrecer los
principios y los subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien
común de la Iglesia y velar para que se respeten la doctrina y el orden» (72).
Además
de la Lumen gentium y la Apostolicam actuositatem también se hace explícita referencia
al derecho de asociación en otros documentos. En el decreto sobre la actividad misionera
de la Iglesia, Ad gentes divinitus, se dice: «Eríjanse asociaciones y grupos mediante
los cuales pueda el apostolado de los laicos llenar toda la sociedad del espíritu
evangélico» (73). En el decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus
Dominus, se indica que los Pastores «han de promover también o favorecer las
asociaciones que buscan directa o indirectamente un fin sobrenatural: conseguir una vida
más perfecta o anunciar a todos el Evangelio de Cristo, o impulsar la enseñanza
cristiana o el desarrollo del culto público, o lograr fines sociales, o realizar obras de
misericordia o de caridad» (74). También aparece este derecho en la declaración sobre
la libertad religiosa, Dignitatis humanae: «...en la naturaleza social del hombre y en el
carácter mismo de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su
sentido religioso, pueden libremente reunirse o constituir asociaciones educativas,
culturales, caritativas, sociales» (75).
Los
desarrollos y profundizaciones del Concilio han iluminado la vida de la Iglesia de manera
notable. Esto se ha visto reflejado de modo singular en los frutos de vida asociada que se
han dado en el último tiempo, «caracterizado por una particular variedad y vivacidad»
(76). No se puede dejar de ligar este florecimiento con el Concilio Vaticano II. «La gran
variedad y vivacidad de agrupaciones y movimientos -señala el Santo Padre-, sobre todo
laicales, característica del actual período post-conciliar, se presenta como algo muy
significativo y lleno de promesas para promover la comunión eclesial y la capacidad de
presencia apostólica de la Iglesia» (77).
También
el Magisterio post-conciliar, tanto pontificio como episcopal, ha reflejado este impulso
del apostolado asociado. Allí están en Latinoamérica como ejemplo los documentos de
Medellín, Puebla y Santo Domingo, que han recogido explícitamente la enseñanza
conciliar y la han aplicado a la realidad del Continente. Allí está también el vasto
Magisterio episcopal regional que ha promovido de diversas maneras el apostolado asociado,
especialmente en lo referente a las nuevas formas como son los movimientos eclesiales.
2.4.El Código de
Derecho Canónico
El
Código de Derecho Canónico constituye un notable y afortunado esfuerzo de traducir en
términos jurídicos la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II. En lo que se
refiere a nuestro tema recoge y sanciona claramente el derecho de asociación de los
fieles proclamado en el Concilio. Partiendo de la común dignidad de todos los bautizados
y de la exigencia de cooperación en la edificación del Cuerpo de Cristo (78), el Código
señala que todos los cristianos, según su propia condición, están invitados a vivir en
santidad (79). Dentro de la comunión de la Iglesia, que todos deben observar (80), es
responsabilidad de cada uno llevar la Buena Nueva a los hombres: «Todos los fieles tienen
el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance más y
más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero» (81).
Este
derecho-deber de cooperar en la edificación de la Iglesia y, en este caso
específicamente en la evangelización, puede ser ejercido de manera individual o de
manera asociada. Recogiendo lo planteado por el Concilio Vaticano II, el Código indica
claramente el derecho de asociación: «Los fieles tienen la facultad de fundar y dirigir
libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación
cristiana en el mundo; y también de reunirse para conseguir en común esos mismos fines»
(82). Se enuncia aquí, junto con el derecho de asociación, el derecho de libre reunión
(83).
El
Código precisa este derecho-deber del apostolado de los laicos reiterando el derecho de
asociación: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos, como
todos los demás fieles, están destinados por Dios al apostolado, tienen la obligación
general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el
mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el
mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que
sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo»
(84).
En
la sección del Código relativa a las asociaciones de fieles en la Iglesia (85), se
vuelve a afirmar este derecho explicando un poco más sus alcances. «Existen en la
Iglesia asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de
vida apostólica, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos,
trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o
la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas
para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con
espíritu cristiano del orden temporal» (86).
Se
entiende así, pues, que todo fiel puede reunirse con otros para fundar una asociación.
Puede igualmente inscribirse o incorporarse en cualquiera ya existente, de donde se
concluye que estas asociaciones tienen libertad estatutaria y libertad de gobierno (87).
Esto incluye ciertamente su justa autonomía de vida, así como su libertad de iniciativa
(88), siempre dentro del espíritu y realidad de la comunión en la Iglesia. Para
comprender mejor todo esto ayuda tener presente -teniendo en cuenta la naturaleza del tipo
de asociaciones o movimientos de los cuales se trata- de manera análoga, las normas
relativas a los institutos de vida consagrada (89).
Las
asociaciones, según el Código, son de dos tipos atendiendo a su relación con la
autoridad eclesiástica: públicas o privadas. Son públicas, si habiendo sido
constituidas, son debidamente erigidas por la autoridad eclesiástica, y actúan en nombre
de la Iglesia en aquellos asuntos que son propios de la misión eclesial. Son privadas, si
habiendo surgido en la comunidad eclesial, no han sido erigidas por la autoridad
eclesiástica, y en consecuencia no actúan en nombre de la Iglesia; esto incluso cuando
hayan obtenido personalidad jurídica en la Iglesia mediante decreto dado por la misma
autoridad eclesiástica. Cabe señalar que su naturaleza privada no disminuye en nada su
eclesialidad. Para que una asociación privada sea reconocida como asociación de la
Iglesia sus Estatutos deben ser examinados por la autoridad competente (90). Es
importante, sin embargo, recordar lo que señala el Código: ninguna asociación privada
puede utilizar el nombre de "católica" sin el consentimiento de la autoridad
eclesial competente (91).
Se
plasma así en términos jurídicos el derecho de asociación desarrollado por el Concilio
Vaticano II.
2.5.Viviendo el derecho
de asociación
Como
se ha visto, la Iglesia reconoce clara y explícitamente el derecho de asociación. Este
derecho está en directa relación con la libertad que todo ser humano tiene de asociarse
con otros que surge de su misma naturaleza social (92). Pero, además, brota también del
bautismo (93), que lo incorpora al Cuerpo de Cristo y lo introduce en el misterio de
comunión que es la Iglesia, ya que del bautismo surgen una serie de deberes y derechos
que incluyen la libertad de asociación.
El
Papa Juan Pablo II ofrece un iluminador comentario sobre el particular: la «tendencia
eclesial al apostolado asociado tiene, sin lugar a dudas, su origen en la
"caridad" derramada en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), pero
su valor teológico coincide con la exigencia sociológica que, en el mundo moderno, lleva
a la unión y a la organización de las fuerzas para lograr objetivos comunes.... Se trata
de unir y coordinar las actividades de todos los que quieren influir, con el mensaje
evangélico, en el espíritu y la mentalidad de la gente que se encuentra en las diversas
condiciones sociales. Se trata de llevar a cabo una evangelización capaz de ejercer
influencia en la opinión pública y en las instituciones; y para lograr este objetivo se
hace necesaria una acción realizada en grupo y bien organizada» (94).
En
la Christifideles laici (95) Juan Pablo II explicita diversas motivaciones espirituales y
apostólicas para asociarse. Desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, el
Santo Padre destaca como la primera y principal razón una de orden teológico: el
apostolado asociado es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo.
«Es un "signo" -señala el Papa- que debe manifestarse en las relaciones de
"comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el
contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica
indicada explica, por una parte, el "derecho" de asociación que es propio de
los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos "criterios" de
discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse» (96).
Esta
razón de fondo, de orden teológico, está en armonía con otras de orden más bien
antropológico y sociológico. Luego de indicar que la primera explicación de este deseo
de asociarse hay que buscarla en la naturaleza social de la persona, Juan Pablo II añade
que obedece también «a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa»
(97). Es decir, la capacidad para llevar a cabo el servicio del testimonio y de la
evangelización aumenta notablemente cuando no queda librado a la acción de un individuo
aislado, sino de un conjunto de personas que se asocian para este fin. El Santo Padre
señala sobre el particular: «En realidad, la incidencia "cultural", que es
fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente
y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la
de un "sujeto social", o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación,
de un movimiento» (98). Esta razón adquiere más fuerza cuando se tiene en cuenta el
contexto de la sociedad actual, «pluralista y fraccionada..., y cuando se está frente a
problemas enormemente complejos y difíciles» (99) como los de hoy en día.
A
la eficacia apostólica y a la capacidad de multiplicar la presencia cristiana el Santo
Padre añade el valioso apoyo que significa la comunidad para vivir una vida cristiana y
un compromiso apostólico en medio de un mundo que está muchas veces alejado de Dios:
«Sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar,
para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las
exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica»
(100). A esto habría que sumarle la posibilidad de generar instrumentos de formación
integral para la vida cristiana y el servicio evangelizador. La comunidad multiplica la
posibilidad de servicios y de apoyo para el crecimiento en la fe y la proyección
apostólica.
Uno
de los aspectos que destaca claramente el Magisterio de la Iglesia, y que debe tenerse muy
presente, es que la vida asociada es un derecho y no un mero privilegio o concesión.
«Tal libertad es un verdadero y propio derecho -precisa Juan Pablo II- que no proviene de
una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del bautismo, en
cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la
comunión y misión de la Iglesia» (101). Todos los fieles gozan de una plena libertad
para asociarse y participar así de una manera más activa en su vida y misión eclesial.
La Iglesia vela cuidadosamente para que este derecho sea siempre respetado.
En
los últimos tiempos el Magisterio de la Iglesia ha reafirmado reiteradamente este
derecho. Así, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: «Como todos
los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y
de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o
agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea
conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto
más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el
Evangelio y conocer a Cristo» (102).
El
documento de Santo Domingo también ha puesto de manifiesto la importancia de este derecho
de asociación. Se llama allí a «favorecer la organización de los fieles laicos a todos
los niveles de la estructura pastoral, basada en los criterios de comunión y
participación y respetando "la libertad de asociación de los fieles laicos en la
Iglesia" (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29-30)» (103).
Esta
libertad de asociación se debe ejercer al interior de la comunión, respetando siempre la
naturaleza de la Iglesia. En consecuencia, para ser verdaderamente eclesial no puede
alejarse de la constitución y fines de la Iglesia. «Se trata de una libertad reconocida
y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la
comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es
algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia»
(104).
3.La riqueza de los
carismas
3.1.Los carismas en la
Iglesia
Los
movimientos y asociaciones eclesiales testimonian ante el mundo la riqueza de los dones
que el Espíritu derrama para el enriquecimiento del Pueblo de Dios. «Cristo ha dotado a
la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu
Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la
renueva sin cesar» (105).
La
palabra carisma -que viene del griego charis y se traduce por gracia- expresa la realidad
de un don gratuito que nos es dado por obra del Espíritu Santo en orden a la edificación
de la Iglesia. «Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas -señala el
Papa Juan Pablo II- son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o
indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la
Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (106). Estos dones o
carismas «son la fuente de toda genuina experiencia asociativa» (107).
Los
carismas pueden ser muchos y muy distintos, aunque todos tienen el mismo origen. Como dice
San Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Cor 12,4). No
existe un número determinado de ellos; surgen siempre en función de las necesidades del
Pueblo de Dios. Por esta razón San Pablo ofrece diversas listas de carismas (cf. Rm
12,6-8ss; 1 Cor 12,8-10.28-30).
En
el Concilio Vaticano II se explicitó y desarrolló el sentido e importancia de los
carismas para el Pueblo de Dios. En sus documentos se señala con toda claridad que el
Espíritu Santo no sólo santifica y edifica a su Iglesia mediante los sacramentos y los
ministros, sino que «también reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier
estado o condición» (108). Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo en un proceso de
distribución de dones que se da dentro de una armonía en medio de la pluralidad y
complementariedad de funciones y estados de vida (109). Todo carisma, explica San Pablo,
debe vivirse en unidad y armonía con los restantes carismas (cf. 1 Tes 5,12.19-21; 1 Cor
3,8). En la Apostolicam actuositatem se dice: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu
Santo opera la santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y los sacramentos,
concede también dones peculiares a los fieles (cf. 1 Cor 12,7), "distribuyéndolos a
cada uno según quiere" (1Cor 12,11), para que todos, "poniendo cada uno la
gracia recibida al servicio de los demás", sean "buenos administradores de la
multiforme gracia de Dios" (1 Pe 4,10), en orden a la edificación de todo el cuerpo
en el amor (cf. Ef 4,16)» (110).
La
pluralidad y la diversidad de miembros y estilos de vida en la Iglesia es expresión del
único Cuerpo de Cristo. Y esta pluralidad es posible y legítima solamente a partir de la
unidad del Cuerpo y en cuanto tiende a su unidad, de modo que todas las particularidades
existan en función de las otras y para la totalidad del Cuerpo. Así pues, la variedad de
los carismas no pone en peligro la unidad, antes bien la fortalece (111). El Espíritu
Santo no sólo es principio de permanente renovación en orden a la santidad, sino que es
también fundamento de unidad y comunión.
La
Iglesia, sabemos bien, es una, santa, católica y apostólica. Al interior de ella se da
una rica variedad que contribuye al fortalecimiento de la comunión en la unidad de la fe.
Desde la singularidad de cada carisma se construye y fortalece la comunión. «La
comunión en la Iglesia no es pues uniformidad -señala el Papa Juan Pablo II-, sino don
del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados
de vida. Éstos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el
respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que
fructifique para el Señor en el crecimiento de la fraternidad y de la misión» (112).
Los carismas se fundamentan en la caridad y tienen a ésta como regla suprema (cf. 1 Cor
13,2; Ga 5,22). En ese sentido es útil tener siempre presente aquel axioma agustiniano:
«En lo necesario unidad, en la duda libertad, en todo caridad» (113).
Aunque
los carismas se otorgan a personas concretas, pueden ser participados y vividos por otros.
De ahí que se pueda hablar del carisma de una determinada asociación (114). La vida
asociada se inicia cuando el Espíritu inspira a unas personas la formación de una
comunidad que asume características propias en respuesta a los signos de los tiempos.
Estas personas que el Paráclito convoca son los fundadores y fundadoras. Todas las
comunidades y asociaciones eclesiales a lo largo de la historia han tenido su comienzo en
la respuesta de personas concretas a la gracia que el Espíritu derramó en ellos. «El
carisma mismo de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (cf. S.S.
Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por
ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el
Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne» (115). Los carismas, una vez que han sido
reconocidos por la autoridad eclesial, encuentran una forma de institucionalización
jurídica y dan origen a servicios y formas de vida estable.
Por
otro lado, los carismas no se refieren únicamente a la vida privada de los fieles; tienen
siempre una resonancia comunitaria. «A cada cual se le otorga la manifestación del
Espíritu para provecho común» (1 Cor 12,7). A lo largo de la historia de la Iglesia se
han suscitado movimientos y fermentos colectivos que han puesto de manifiesto la presencia
del Espíritu Santo guiando y renovando a la Iglesia. Los carismas infundidos han generado
en las comunidades una singular capacidad de lectura de los signos de los tiempos a la vez
que un impulso a dar respuesta a los desafíos de cada momento y circunstancia. El
florecimiento de nuevas formas de vida asociada en los tiempos actuales claramente
evidencia la presencia dinamizadora del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y
asociaciones eclesiales son una de las significativas expresiones de esta presencia
carismática en la vida del Pueblo de Dios que peregrina en nuestro tiempo.
3.2.El discernimiento
de los carismas
En
la porción del Pueblo de Dios encomendada a su cuidado pastoral, el Obispo es principio y
fundamento visible de comunión y unidad en la fe, en la caridad y en el apostolado, por
virtud del don del Espíritu Santo que ha recibido. Para ello es dotado de una potestad de
gobierno ordinaria, propia e inmediata (116), que ejerce directamente sobre todos los
fieles de la Iglesia particular, individual o asociadamente, ya sean clérigos,
consagrados -en sus diversas expresiones- o laicos.
Corresponde
a los Obispos discernir la autenticidad de los diversos carismas. Como se indica en la
Lumen gentium, «el juicio acerca de su autenticidad y la regulación de su ejercicio
pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu,
sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)» (117). A los
Obispos les compete el ministerio de discernir los carismas, así como confirmarlos según
la fe de la Iglesia. Este discernimiento siempre es un paso necesario, tanto para
comprobar que sean dones del Espíritu Santo, como para velar por que sean ejercidos en
fidelidad a la fe de la Iglesia, pues precisamente la vida asociada está ordenada a la
misión de la Iglesia (118).
No
siempre, sin embargo, es fácil realizar este discernimiento. Es necesario tener en cuenta
que el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere (cf. Jn 3,8 y 1 Cor 12,7), y que
lo hace además en relación a circunstancias históricas concretas. La acción del
Espíritu no puede ser encuadrada en un determinado patrón, ni reducida a un determinado
estilo. De allí precisamente la legítima pluralidad de espiritualidades y estilos que
existen en la unidad de la Iglesia.
La
novedad del carisma trae también en ocasiones dificultades para su comprensión y
discernimiento. «Todo carisma auténtico lleva consigo una carga de genuina novedad en la
vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal
vez incómoda e incluso crear situaciones difíciles, dado que no siempre es fácil e
inmediato el reconocimiento de su proveniencia del Espíritu» (119).
Las
diversas dificultades que en algunos casos se pueden presentar hacen tanto más importante
y delicado el proceso de discernimiento, exigiendo por su misma naturaleza que se ponga en
él una especial atención y reverencia. Sólo una auténtica apertura a la acción del
Espíritu, en una actitud y un clima de oración, permiten las condiciones para un recto y
fructuoso discernimiento. Se ha de cultivar también la sensibilidad para percibir los
signos de los tiempos en atención a las cambiantes circunstancias en medio de las que
peregrina la Iglesia y se manifiesta el divino Plan. La presencia de los frutos que
confirman el origen de una obra en el Espíritu Santo es, asimismo, característica
fundamental del discernimiento y confirmación del mismo: «Por sus frutos los
conoceréis» (Mt 7,16).
Este
servicio de discernimiento de la eclesialidad de las manifestaciones de apostolado y vida
cristiana asociada es una responsabilidad irrenunciable de la Jerarquía. «Los Pastores
en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y
comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras
nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas
asociaciones laicales» (120).
Junto
con el proceso de discernimiento de los carismas también les corresponde a los Obispos el
servicio de fomentar y promover el apostolado asociado en sus diversas expresiones, pues
la Iglesia aprecia «todas las formas de apostolado» (121). En esta tarea al Pastor le
compete una atención especial a las asociaciones cuyo carisma ha sido reconocido y
aprobado (122). Forma parte de su ministerio protegerlas y acompañarlas con su autoridad
y cuidado pastoral alentándolas a la fidelidad al propio carisma. El Obispo, en virtud de
su propio ministerio, es responsable del crecimiento en la santidad de todos los fieles,
en cuanto que es el principal dispensador de los misterios de Dios y perfeccionador de su
grey según la vocación de cada uno (123). Es claro, por lo demás, que al Obispo le ha
sido confiado el cuidado de los diversos carismas. Así pues, el discernimiento debe estar
acompañado de la acogida, el aliento, la guía y la orientación pastoral, así como del
estímulo a un crecimiento de las asociaciones y movimientos eclesiales, según su estilo
propio, en la comunión y misión de la Iglesia.
La
Iglesia cuida que no sea obstaculizada la acción del Espíritu Santo. Igualmente expresa
su respeto por la dignidad de las personas convocadas por el Paráclito para recibir un
carisma y para llevar una determinada forma de vida asociada en la comunidad eclesial. Los
Pastores sagrados se preocupan, igualmente, de comunicar los bienes espirituales de la
Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos (124). Para todo ello los
Pastores reciben una abundancia de especiales dones del Espíritu Santo para poder obrar
según el designio divino.
Los
movimientos y asociaciones, por su parte, dan muestras de autenticidad eclesial
sometiéndose con docilidad al discernimiento de los Pastores, acogiendo con humildad
(125) sus orientaciones pastorales y dejándose guiar en la comunión de la Iglesia y con
su Pastor universal. De ahí que cuando se habla en el Magisterio de los movimientos y
asociaciones se explicite, como una señal inequívoca de su eclesialidad, la fidelidad a
la comunión en la Iglesia bajo los legítimos Pastores y el Magisterio universal.
Son
aplicables a la realidad de las asociaciones y movimientos eclesiales no pocas de las
orientaciones del documento sobre la vida consagrada Mutuae relationis, dada la analogía
de las diversas formas de vida asociada en la Iglesia. «La caracterización carismática
propia de cada instituto requiere, tanto por parte del fundador cuanto por parte de sus
discípulos, el verificar constantemente la propia fidelidad al Señor, la docilidad al
Espíritu, la atención a las circunstancias y la visión cauta de los signos de los
tiempos, la voluntad de inserción en la Iglesia, la conciencia de la propia
subordinación a la sagrada Jerarquía, la audacia en las iniciativas, la constancia en la
entrega, la humildad en sobrellevar los contratiempos» (126).
Para
que se lleve debidamente a cabo el proceso de discernimiento, las asociaciones y
movimientos eclesiales deben hacer conocer a la autoridad competente de manera precisa su
existencia y su experiencia de vida cristiana asociada de modo que ésta pueda examinar su
naturaleza y la finalidad de los mismos, confirmar su autenticidad eclesial y valorar la
oportunidad de su reconocimiento jurídico. Es muy importante para ello el conocimiento de
los Estatutos. Por reconocimiento jurídico se debe entender una aprobación explícita de
la autoridad eclesial competente.
Algunas
asociaciones han solicitado y obtenido reconocimiento formal por parte de la Iglesia. Las
autoridades competentes para este reconocimiento jurídico en la Iglesia son: la Santa
Sede para asociaciones internacionales; las Conferencias Episcopales para las que operan a
nivel nacional; el Obispo diocesano -o quien se le equipara en derecho- para las que
operan en su territorio (127). En el proceso de inserción en una Iglesia particular el
Pastor debe tener presente tanto el discernimiento de la Sede Apostólica, como el
realizado por sus hermanos en el Episcopado. El reconocimiento de la Santa Sede se
extiende a toda la Iglesia universal.
Los
Obispos cumplen un servicio sumamente importante discerniendo el carisma y animando a las
asociaciones en su desarrollo e inserción en la Iglesia particular. El gobierno pastoral
del Obispo en la porción del Pueblo de Dios a él encomendada cuida que sea respetada la
justa autonomía de vida y de gobierno de las asociaciones y movimientos. Asimismo procura
que sean apreciadas y reconocidas las características propias y los diferentes modos de
obrar, buscando crear en todos la conciencia de que de esa rica pluralidad de dones se han
venido produciendo abundantes frutos para el Reino de Cristo.
Corresponde
a los moderadores (128) de cada comunidad determinar no sólo los aspectos de la vida
interna sino también las obras y proyectos que pueden asumir en fidelidad a su carisma e
identidad. Esto vale también para los moderadores que son laicos, a los que se les
reconoce la capacidad general de ejercer el gobierno de la asociación a la que pertenecen
(129).
La
capacidad de gobierno y autonomía de vida que se reconoce a las asociaciones y
movimientos eclesiales no resta en lo más mínimo el debido reconocimiento de las
orientaciones pastorales que el Obispo da para el gobierno de la Iglesia particular a su
cuidado, especialmente en lo referente al ejercicio del culto divino, la enseñanza de la
fe y lo que se conoce como la cura pastoral.
Por
lo demás es claro, según el derecho de la Iglesia, que el consentimiento de un Obispo
para constituir una asociación o movimiento implica el derecho de los integrantes de
estas instituciones a ejercitar sus obras propias, y a hacerlo según sus métodos,
espiritualidad, modo de proceder y disciplina propios. De ahí que no sea correcto pedirle
a una asociación o movimiento que asuma proyectos que no corresponden a su carisma,
estilo y fines particulares. Como tampoco parece correcto solicitarle a algún miembro de
estas asociaciones eclesiales que asuma obras que lo aparten del vínculo que tiene con su
comunidad. Es oportuno, por ello, fijar siempre de común acuerdo -entre los Obispos y las
asociaciones- los términos del servicio y presencia en cada Iglesia particular. Este
reconocimiento de una justa autonomía de vida y acción de las asociaciones y movimientos
eclesiales debe integrarse adecuadamente con las exigencias de una comunión orgánica,
según la naturaleza de la Iglesia, requerida por una sana vida eclesial.
La
autonomía de vida a la que tienen derecho las asociaciones debidamente reconocidas está
protegida y normada por su derecho propio -es decir sus Estatutos y normas propias-. Este
derecho interno brota de la experiencia eclesial de la asociación o movimiento confirmada
por la Iglesia. Una vez reconocido este derecho le corresponde al Obispo tutelar el nuevo
carisma. Para ello la autoridad competente aprueba unas normas o Estatutos que deben regir
la vida de la asociación tanto interna -gobierno, forma de vida, etc.- como externamente
-su proyección y servicio apostólico-. La aprobación de estos Estatutos es una
garantía de eclesialidad y una forma de tutelar los derechos de la nueva asociación y de
sus miembros.
3.3.Carisma y
Jerarquía al servicio de la comunión
«El
Espíritu Santo -indica el Papa Juan Pablo II- no sólo confía diversos ministerios a la
Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares,
llamados carismas» (130). Se trata de dones complementarios -los dones carismáticos y
los dones jerárquico-ministeriales- suscitados por un mismo Espíritu, con un mismo fin:
la edificación de la Iglesia. El carisma auténtico no sólo expresa y fomenta la
comunión y la unidad de la Iglesia, en la rica pluralidad de sus expresiones de vida,
sino que en el fondo el don -carisma- por excelencia es la Iglesia misma, signo e
instrumento de comunión y reconciliación en Cristo.
El
carisma no ha de presentarse al margen de la Jerarquía, a quien le compete, en comunión
con el sucesor del apóstol San Pedro, ser principio y fundamento de la unidad de la
Iglesia. Como se afirma en Puebla, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, constituyen
«el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la unidad de la Iglesia» (131). A
los Pastores sagrados les corresponde velar por la comunión en el Pueblo de Dios. El Papa
Juan Pablo II tocó el tema en su importante Discurso inaugural de la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo: «En torno al Obispo y
en perfecta comunión con él tienen que florecer las parroquias y comunidades cristianas
como células pujantes de vida eclesial» (132). En esa dinámica se sitúa la misión del
Obispo de estimular el «crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la
comunión y misión de la Iglesia» (133).
Al
llevar a cabo el proceso de discernimiento eclesial no se debe oponer jamás la Jerarquía
y los dones carismáticos. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su importante mensaje a
los movimientos y asociaciones eclesiales reunidos en Rocca di Papa en 1987: «Los dones
carismáticos y los dones jerárquicos son distintos, pero también recíprocamente
complementarios» (134). En esa misma oportunidad citó el Santo Padre dos pasajes de las
cartas de San Pablo que fundamentan y explicitan esta complementariedad. Como dice la
Carta a los Romanos, nosotros los cristianos, «siendo muchos, somos un solo cuerpo en
Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,5). Y en la
Primera Carta a los Corintios, se afirma cómo es que Dios ha querido que «no hubiera
escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros»
(1 Cor 12,25), cada cual según su propia vocación y función. Un claro signo de nuestro
tiempo es el acento de la comunión eclesial. Cobran hoy en día un especial sentido
histórico las palabras de nuestro Señor: «Éste es el mandamiento mío: que os améis
los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).
Como
enseña el Papa Juan Pablo II, «en la Iglesia, tanto el aspecto institucional, como el
carismático... son coesenciales y contribuyen a la vida, a la renovación, a la
santificación, aunque de modo diverso y de tal manera que haya un intercambio y una
comunión recíprocas: los Pastores de la Iglesia son los "ecónomos de la
gracia" (cf. LG, 26), que salva, purifica y santifica; guardan el
"depósito" de la Palabra de Dios y gobernando al Pueblo de Dios, tienen
también la responsabilidad de dar el juicio definitivo sobre la autenticidad de los
carismas (cf. LG, 12)» (135). La Iglesia es una realidad jerárquica y carismática a una
misma vez, que tiene un aspecto visible y otro invisible. Podría añadirse la cita de San
Pablo que habla de los cristianos, «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2,20).
Los
movimientos y asociaciones congregan a los fieles por impulso del Espíritu Santo, no por
una mera motivación humana. Leer esta rica realidad asociativa sin los ojos de la fe es
exponerse a desnaturalizar su verdadero sentido, cuyo origen está en Dios mismo. La
tendencia que se presentó en algunos sectores después del Concilio Vaticano II de
contraponer carisma a Jerarquía constituyó un grave daño a la comunión de la Iglesia.
A tenor de esta situación el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre esta falsa
dicotomía tan característica del pensar ideológico, e invitó a «evitar esa lamentable
contraposición entre carisma e institución, que tan nociva resulta no sólo para la
unidad de la Iglesia, sino también para la credibilidad de su misión en el mundo, y para
la misma salvación de las almas» (136).
A
los Obispos, como servidores de la comunión y unidad de la Iglesia, les toca velar para
que la comunión no se resquebraje. «Ser responsables del don de la comunión -dice el
Papa Juan Pablo II- significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de
división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los
cristianos» (137). Todo aquello que de alguna manera rompa esta comunión, ya sea en
palabras -escritas o dichas- o en hechos -acción u omisión- debe ser objeto de especial
preocupación pastoral por parte del Obispo. Es éste un aspecto muy importante del papel
del Pastor sagrado como centro visible de la comunión de la Iglesia particular. Como
enseña el Papa Juan Pablo II, la vida de comunión eclesial será «un signo para el
mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo... De este modo la comunión se
abre a la misión, haciéndose ella misma misión» (138).
4.Criterios de
eclesialidad
Toda
la vida asociada está llamada a reflejar en sí misma el misterio del amor de Cristo del
cual ha nacido la Iglesia y sigue naciendo hasta el fin de los tiempos. Las diversas
comunidades y experiencias asociativas deben ofrecer al mundo el testimonio claro y
explícito de su sentido de Iglesia, puesto de manifiesto en su plena participación en la
vida eclesial en sus distintas dimensiones y en la diligente obediencia a las enseñanzas
del Romano Pontífice y a los sucesores de los Apóstoles. En el profundo sentire cum
Ecclesia, que enseñaba San Ignacio, encontramos un criterio fundamental para ajustar la
propia vida al designio divino.
Dada
la inmensa variedad de posibilidades que se abren para el desarrollo de la vida
asociativa, se hace necesario establecer algunos criterios teológicos para discernir su
eclesialidad. El Papa Juan Pablo II propone en la exhortación post-sinodal Christifideles
laici cinco criterios de discernimiento y reconocimiento de la eclesialidad (139);
criterios que deben comprenderse «siempre en la perspectiva de la comunión y misión de
la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de asociación» (140). Estos
criterios de eclesialidad, como los llama el Santo Padre, ayudan al ejercicio de la
libertad de asociación de los fieles, a la vez que garantizan y sostienen la
participación en la vida y misión de la Iglesia. Recogemos lo que señala el Romano
Pontífice:
4.1.El primado de la
vocación a la santidad
«El
primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta
"en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles" como
crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad. En
este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están
llamadas a ser -cada vez más- instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y
alentando "una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus
miembros"» (141).
4.2.Confesar la fe
católica
«La
responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre
Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia,
que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe
ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para
practicarla en todo su contenido» (142).
4.3.Comunión con el
Santo Padre y los Obispos
«El
testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro
perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo, "principio y
fundamento visible de unidad" en la Iglesia particular, y en la "mutua estima
entre todas las formas de apostolado en la Iglesia". La comunión con el Papa y con
el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas
doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el
reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles
laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca
colaboración» (143).
4.4.Conformidad y
participación en el fin apostólico de la Iglesia
«La
conformidad y la participación en el "fin apostólico de la Iglesia", que es
"la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su
conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas
comunidades y ambientes". Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de
fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les
lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización» (144).
4.5.Compromiso en la
sociedad al servicio de la dignidad humana
«El
comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social
de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este sentido,
las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de
solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad» (145).
1.S.S. Juan Pablo II, El decreto Apostolicam actuositatem,
10-XII-1995, 2.
2.Loc. cit.
3.S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici (ChL), 29.
4.Loc. cit.
5.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 1.
6.Lumen gentium (LG), 12.
7.S.S. Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Lombardía en visita ad Limina,
1-II-1987, 7.
8.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
9.Loc. cit.
10.S.S. Juan Pablo II, Alocución a la Conferencia Episcopal Italiana, 21-V-1987.
11.LG, 1.
12.Cf. Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, C, 1.
13.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 1.
14.S.S. Juan Pablo II, ChL, 19; cf. también el n. 18.
15.Puebla, 182.
16.Santo Domingo, 9.
17.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1440.
18.Cf. San Agustín, Confesiones, lib. I, cap. I, 1.
19.Cf. S.S. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia (RP), 7.
20.Santo Domingo, 8.
21.S.S. Juan Pablo II, RP, 4.
22.Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
23.Puebla, 212.
24.Loc. cit.
25.Cf. Puebla, 273.
26.Gaudium et spes (GS), 24.
27.Cf. S.S. Juan Pablo II, Redemptoris missio (RMi), 15; Santo Domingo, 5.
28.LG, 4.
29.Cf. LG, 48.
30.LG, 9.
31.«La Iglesia es como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con
Dios y también de la comunión y reconciliación de los hombres entre sí» (Sínodo
extraordinario de 1985, Relación final, II, 2).
32.Puebla, 1301.
33.Cf. S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
34.S.S. Juan Pablo II, ChL, 20.
35.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 15.
36.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
37.LG, 32.
38.Catecismo de la Iglesia Católica, 790.
39.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 4.
40.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
41.S.S. Juan Pablo II, Homilía en Liverpool, 30-V-1982, 3.
42.S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
43.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
44.Cf. Santo Domingo, 123.
45.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14.
46.Cf. LG, 11.
47.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 5.
48.La Lumen gentium dice: «junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y jamás sin ella»
(LG, 22).
49.LG, 23.
50.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio
Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 3.
51.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los
movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2.
52.Perfectae caritatis, 1.
53.S.S. Pío XII, Discurso, 20-II-1946, 11.
54.Cf. AA, 20.
55.S.S. Juan Pablo II, Alocución a las organizaciones nacionales del laicado, México,
29-I-1979.
56.«Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios» (LG, 32; cf.
también el n. 39).
57.Cf. LG, 30.
58.LG, 33.
59.Cf. Apostolicam actuositatem (AA), 3.
60.AA, 1.
61.Loc. cit.
62.Cf. LG, 30-38.
63.LG, 33.
64.Cf. AA, 15.
65.AA, 18.
66.Loc. cit.
67.AA, 19.
68.Loc. cit.
69.«También hay asociaciones con estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica
competente que fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio. Lo
hacen por medio de una organización adecuada y convenientemente aprobada de la vida y por
la ayuda fraterna. Hay que apreciar mucho estas asociaciones y promoverlas
diligentemente» (Presbyterorum ordinis (PO), 8).
70.AA, 21.
71.Loc. cit.
72.AA, 24.
73.Ad gentes divinitus (AG), 15.
74.Christus Dominus (CD), 17.
75.Dignitatis humanae, 4. Se pueden ver otras menciones relacionadas a otros temas en los
textos conciliares, como por ejemplo en GS, 65, 68 y 75.
76.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
77.S.S. Juan Pablo II, Discurso en el encuentro de Loreto, 11-IV-1985, 6.
78.Cf. Código de Derecho Canónico (C.I.C.), c. 208.
79.Cf. C.I.C., c. 210.
80.Cf. C.I.C., c. 209.
81.C.I.C., c. 211.
82.C.I.C., c. 215. El Papa Juan Pablo II comentando este canon lo aplica a los movimientos
eclesiales. Luego de citar el texto del canon afirma: «...palabras que ciertamente
podemos referirlas también a los movimientos eclesiales» (S.S. Juan Pablo II, Discurso a
los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di
Papa, 2-III-1987, 2).
83.Se puede ver también el c. 216 que viene a ser una variante del derecho de asociación
y que se refiere a la promoción de obras apostólicas (como editoriales, centros
educativos, medios de comunicación, entre otras muchas).
84.C.I.C., c. 225 § 1.
85.C.I.C., libro II, parte I, título V, cc. 298-329.
86.C.I.C., c. 298 § 1.
87.Cf. C.I.C., c. 304.
88.Cf. por ejemplo en el caso de las asociaciones públicas: C.I.C., c. 315. Se pueden ver
también de manera análoga los cánones relativos a la vida consagrada: cc. 673-683.
89.Cf. C.I.C., cc. 573-605.
90.Cf. C.I.C., c. 299.
91.C.I.C., c. 300.
92.Cf. S.S. León XIII, Rerum novarum, 35; S.S. Pío XI, Quadragesimo anno, 30; S.S. Juan
XXIII, Pacem in terris, 23-24.
93.Cf. C.I.C., c. 96.
94.S.S. Juan Pablo II, El compromiso apostólico de los laicos en sus formas individual y
asociada,
23-III-1994, 2.
95.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
96.Loc. cit.
97.Loc. cit.
98.Loc. cit.
99.Loc. cit.
100.Loc. cit.
101.Loc. cit.
102.Catecismo de la Iglesia Católica, 900.
103.Santo Domingo, 100.
104.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
105.S.S. Juan Pablo II, RMi, 18.
106.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
107.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio
Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 2.
108.LG, 12. Cf. también LG, 4 y AG, 4.
109.Cf. AG, 28; PO, 9.
110.AA, 3.
111.Cf. LG, 13; AG, 22.
112.S.S. Juan Pablo II, Vita consecrata (VC), 4.
113.Cf. Unitatis redintegratio, 4; GS, 92.
114.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
115.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 11. Este documento, aunque se refiere a la vida
consagrada, ofrece criterios de orientación aplicables a todo el fenómeno de la vida
asociada en la Iglesia.
116.Cf. LG, 27; CD, 11; C.I.C., c. 381 § 1.
117.LG, 12. Cf. AA, 3.
118.Cf. AA, 19.
119.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.
120.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
121.AA, 21.
122.Cf. loc. cit.
123.Cf. CD, 15.
124.Cf. C.I.C., c. 213.
125.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.
126.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos
Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.
127.Cf. C.I.C., c. 312 § 1.
128.Es decir, quienes las dirigen. Cf. por ejemplo para las asociaciones públicas y
privadas de fieles: C.I.C., cc. 309, 317, 321 y 324.
129.Cf. C.I.C., c. 129 § 2.
130.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
131.Puebla, 247.
132.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 25.
133.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
134.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de
los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 3.
135.Loc. cit.
136.Ib., 4.
137.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
138.Loc. cit.
139.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30; Santo Domingo se hace eco de estos criterios (cf. Santo
Domingo, 102).
140.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30.
141.Loc. cit.
142.Loc. cit.
143.Loc. cit.
144.Loc. cit.
145.Loc. cit.
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