Asociaciones y Movimientos Eclesiales
Criterios de orientación

Comisión Episcopal de Apostolado Laical


1.Nuevas respuestas para nuevos tiempos

     La Iglesia ha visto en las últimas décadas un florecimiento de la vida asociada. Se trata de manifestaciones del amor trinitario a través de la acción del Espíritu, organizadas de diversas maneras, que agrupan a fieles de distintas vocaciones -sacerdotes, consagrados y laicos-, para una vida cristiana, a partir de un carisma propio, en la comunión de la Iglesia. Constituyen un don del Espíritu Santo que tiene como fin el enriquecimiento de la comunidad eclesial y el surgimiento de nuevas maneras de vivir el Evangelio y acercar a Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8), a las nuevas generaciones. Estas comunidades son conocidas como asociaciones o movimientos eclesiales.

     En estas experiencias de vida cristiana, no obstante su conformación mixta, los fieles laicos han encontrado un ámbito fecundo de comunión y participación en la vida y misión de la Iglesia. En efecto, la mayoría de sus miembros son fieles laicos. De ahí que a menudo se destaque sobre todo el carácter laical de las mismas. El Papa Juan Pablo II, a propósito del 30 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, retomando las valiosas enseñanzas del decreto conciliar Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos, destacaba el «singular florecimiento de grupos, movimientos y asociaciones laicales» (1). El Santo Padre ve en este hecho la acción fecunda del Espíritu Santo que «parece suscitar en el pueblo cristiano el impulso misionero de sus orígenes, cuando la fe pudo difundirse rápidamente gracias al heroico testimonio de todos los bautizados» (2).

     La vida asociada laical no es un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia. Los dos mil años de su peregrinar son elocuente testimonio de la riquísima variedad de expresiones asociativas de vida cristiana. Sin embargo, los últimos tiempos han visto cómo este fenómeno «ha experimentado un singular impulso» (3). Esta situación ha llevado al Papa Juan Pablo II a hablar de «una nueva época asociativa de los fieles laicos» (4). Así, especialmente después del Concilio Vaticano II, hemos contemplado el surgimiento de una fecunda ola de gracia que se ha plasmado en una inmensa y rica variedad de grupos, asociaciones y movimientos, llenos de nuevos programas y proyectos, con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones, donde los fieles laicos han encontrado nuevos cauces de participación eclesial. «El gran florecimiento de estos movimientos -señala el Papa Juan Pablo II- y las manifestaciones de energía y vitalidad eclesial que los caracterizan han de considerarse ciertamente como uno de los frutos más bellos de la amplia y profunda renovación espiritual, promovida por el último Concilio» (5).

     Este singular florecimiento nos hace volver la mirada al Espíritu de vida y verdad que guía a la Iglesia en su peregrinar histórico según el designio divino. Es claro que las asociaciones y movimientos eclesiales van surgiendo y desarrollándose de manera espontánea, brotando en medio de la vida cotidiana, apareciendo como una novedad con frecuencia no prevista ni buscada. Y es que éstos son ante todo iniciativa del amor de Dios, novedad del Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn 3,8) y que derrama sus dones para la renovación y crecimiento del Pueblo de Dios.

     Las experiencias asociativas que la Iglesia reconoce tienen un mismo origen: el Espíritu Santo. Y tienen también un mismo objetivo final: vivir y anunciar a Jesucristo. Sabemos bien que el Espíritu Santo derrama gracias y dones en orden a la edificación del Pueblo de Dios y a la difusión del Evangelio. El Espíritu «"distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor 12,11). Con esos dones hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común" (1 Cor 12,7)» (6). Las asociaciones y movimientos eclesiales constituyen una de las expresiones de estos dones. Como enseña el Papa Juan Pablo II, son «auténtica riqueza suscitada por el Espíritu que sopla donde quiere y como quiere» (7).

     Estas experiencias asociativas de vida cristiana se han organizado de distintas maneras, presentándose a menudo «muy diferenciadas unas de otras en diversos aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos» (8). Sin embargo, se encuentra una «amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad» (9). En ellas el fiel cristiano encuentra un espacio comunitario para descubrir y valorar mejor su dignidad de hijo de Dios recibida en el bautismo, y para participar más activamente en la vida y misión de la Iglesia. En la variedad de carismas, de métodos, de estilos y de campos de compromiso, los fieles encuentran una gran riqueza de medios para darle sentido pleno a su vida según el designio divino. Encuentran también un camino de crecimiento en la fe de la Iglesia que los lleva a formarse -tanto doctrinal como espiritualmente- y a proyectarse en servicio evangelizador y solidario en la sociedad.

     Las asociaciones y movimientos eclesiales que vemos florecer con tanto vigor son, pues, un don del Espíritu para que la Iglesia pueda afrontar los desafíos de nuestro tiempo, y como tales portan una original contribución a su vida y misión. Vemos así reproducirse un hecho que ha sucedido a lo largo de toda la historia del Pueblo de Dios. Cada época ha visto florecer diversas formas de asociaciones cristianas en orden a la santificación de los fieles y el servicio evangelizador. Este florecimiento en cada momento no ha supuesto una ruptura con el pasado o con otras formas asociativas. Se ha dado siempre en explícita continuidad con la historia inmediata del Pueblo de Dios y su Tradición viva, en apertura a los desafíos de cada nueva época; un proceso que siempre ha sido de renovación en continuidad. Las distintas asociaciones y grupos, «desde los de una consolidada tradición, hasta los de un origen más reciente, han hecho del testimonio y del anuncio su razón de ser, buscando formas y lenguajes nuevos y experimentando metodologías originales, que responden mejor a las exigencias particulares del mundo contemporáneo» (10). Corresponde a los Pastores discernir su eclesialidad en orden al enriquecimiento y renovación de la Iglesia.

2.Libertad y derecho de asociación en el misterio de comunión

     En la enorme floración de experiencias asociativas a lo largo de la historia se pone de manifiesto la universalidad de la Iglesia, sacramento de comunión y reconciliación entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Las asociaciones y movimientos sirven a la unidad en la fe a través de los múltiples modos de expresarla y vivirla, según los carismas que el Espíritu Santo suscita para utilidad del Pueblo de Dios.

     Las asociaciones y movimientos eclesiales nacen dentro de esa comunión y, desde sus particularidades y acentos propios, están llamados a fortalecerla y enriquecerla. Pero al hacerlo no pierden sus características singulares. Es precisamente desde sus acentos propios que aportan y fortalecen la comunión en un dinamismo de complementariedad. Se pone así de manifiesto la libertad y el derecho de asociación dentro de un único misterio de comunión al que estamos invitados todos los bautizados en la Iglesia. Todos los fieles -clérigos y laicos- tienen la libertad de agruparse con un determinado objetivo cristiano, convocados todos por el mismo Espíritu Santo, para vivir y anunciar el único Evangelio de Cristo. Dentro de la unidad del Pueblo de Dios es totalmente legítimo, como lo enseña el Magisterio, vivir con un determinado estilo, acentuando dentro de la totalidad de la fe de la Iglesia algunos aspectos del misterio de Cristo en orden a la salvación, con la convicción de que en Él encontramos una «inescrutable riqueza» (Ef 3,8) que no agota ningún carisma, asociación o estado de vida. La Iglesia reconoce y protege este derecho dentro del tangible misterio de comunión.

2.1.La Iglesia, misterio de comunión

     El fundamento eclesial de la vida asociada se encuentra en la naturaleza misma de la Iglesia. En efecto, como enseña la Lumen gentium, la Iglesia es en Cristo «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (11). Esta rica perspectiva nos sitúa ante el corazón mismo de la vida eclesial y nos indica que la Iglesia es un misterio de comunión. La fuente de esta comunión es la Santísima Trinidad. La comunión de todos los bautizados en Cristo es reflejo y participación de la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

     El Concilio Vaticano II ha impulsado, desde la historia y Tradición viva de la Iglesia, una eclesiología de comunión (12) que permite un marco muy rico para aproximarse al misterio de la salvación. Como se indica en la carta Communionis notio, «el concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica» (13). El Papa Juan Pablo II, haciéndose eco de la renovación conciliar, ha dado un lugar central en su Magisterio a esta perspectiva eclesiológica de comunión; realidad que para él representa el contenido central de la redención y como tal del misterio de la Iglesia: «La realidad de la Iglesia-Comunión es... parte integrante, más aún, representa el contenido central del "misterio" o sea del designio divino de salvación de la humanidad» (14).

     La invitación a participar de la comunión divina de Amor encuentra en el corazón del ser humano un anhelo profundo. Creado a imagen y semejanza de Dios Amor (cf. 1 Jn 4,8), el hombre lleva en lo más hondo de su ser el reflejo del misterio de comunión que es la Santísima Trinidad. Más aún, su plenitud sólo la alcanzará en la comunión con Dios, fuente de su vida. Como afirma el documento de Puebla, «al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito en el Espíritu Santo» (15).

     El ser humano vivía en los orígenes en comunión con Dios. Las relaciones entre los seres humanos participaban de esa comunión. Sin embargo, el hombre pecó y rompió esta comunión, introduciendo en su vida y en todo el universo el germen de la ruptura y la división. El documento de Santo Domingo lo expresa claramente: «Reconocemos la dramática situación en que el pecado coloca al hombre. Porque el hombre creado bueno, a imagen del mismo Dios, señor responsable de la creación, al pecar ha quedado enemistado con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la armonía de la naturaleza» (16). Por el pecado original, el hombre perdió esta vida en comunión y entró la ruptura en su existencia (17).

    No obstante, la exigencia profunda de la comunión no desaparecerá de la naturaleza humana. Quedará oculta por el pecado, pero siempre se dejará sentir como una ansia profunda que llevará al hombre a vivir en una constante búsqueda de esta comunión perdida. Como afirmaba San Agustín, el ser humano tiene un anhelo muy hondo de Dios (18), tiene una nostalgia de reconciliación (19) y de comunión con Dios Amor. El ser humano expresará esta aspiración de diferentes maneras en las diversas formas de vida social. Pero siempre quedará el anhelo profundo de la comunión con Dios, a la que está invitado.

     Dios, sin embargo, nunca se olvida del ser humano. Atento a su vida, le ofrece la posibilidad de establecer una alianza y recobrar la comunión perdida. El Padre eterno, en su amor misericordioso, envía a su Hijo único para reconciliarnos con Él y devolvernos la comunión anhelada. En Cristo y por Cristo, se restablece la comunión entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí (cf. 2 Cor 5,18-21). Como se señala en Santo Domingo, Jesucristo «es el Hijo único del Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, que vino al mundo para librarnos de toda esclavitud de pecado, a darnos la gracia de la adopción filial, y a reconciliarnos con Dios y con los hombres» (20). Así pues, la historia de la salvación, como afirma el Papa Juan Pablo II, es la historia admirable de la reconciliación, «aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados» (21). De esta manera, vemos que «toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos» (22).

     El ser humano encuentra el camino de retorno a la comunión anhelada en Cristo, quien le revela la verdad sobre Dios y sobre sí mismo, y lo invita a vivir la plenitud de su vocación a ser hijo de Dios (cf. Ef 1,4-5). En Él se nos revela «que la vida divina es comunión trinitaria» (23) y que «de allí procede todo amor y toda comunión, para grandeza y dignidad de la existencia humana» (24). En el Señor Jesús, pues, el ansia profunda de comunión encuentra su sentido definitivo y su posibilidad de plenitud (25). Y en Cristo el ser humano descubre que es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma», y que como tal «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (26).

     Esta comunión a la que está invitado el ser humano, exigencia del Reino (27), tiene su germen aquí en la tierra en la Iglesia, que «aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (28). En ella los hombres y mujeres pueden ir colmando su anhelo de comunión, puesto que la Iglesia es sacramento de unidad entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí, es decir, signo e instrumento de salvación (29). La Iglesia es el «sacramento visible de esta unidad que nos salva» (30) querida por Dios, pero es además el instrumento y el lugar donde se realiza de modo eficaz la comunión y reconciliación de los hombres con Dios y entre sí (31). De ahí la exigencia profunda de que la Iglesia sea cada vez más «una comunidad que viva la comunión de la Trinidad y sea signo y presencia de Cristo muerto y resucitado que reconcilia a los hombres con el Padre en el Espíritu, a los hombres entre sí y al mundo con su Creador» (32). La Iglesia es, pues, un misterio de comunión y reconciliación (33); comunión de fe, de vida, de verdad, de caridad.

     Llamados a una misma fe y a una misma esperanza, vivimos en la comunión de amor que es exigencia permanente de apertura y amor a Dios y a los demás. El Pueblo elegido por Dios es uno solo y se funda en un solo bautismo. Como leemos en la Carta a los Efesios: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5). Nunca debemos olvidar que «no hay más que... un solo Señor, Jesucristo» (1 Cor 8,6), y que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). Partícipes todos en la Iglesia de la misma dignidad de hijos de Dios, derivada de la redención alcanzada en Cristo, todos estamos llamados, cada cual desde la propia vocación y el don recibido del Espíritu, a contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo.

     La comunión que es la Iglesia se configura como una «comunión orgánica... caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades» (34). La pluralidad y diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado no obstaculizan la unidad sino que más bien le confieren desde el dinamismo de la complementariedad el carácter de comunión (35). Como señala el Papa, «en la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común -mejor dicho, único- su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor» (36). Desde la inmensa riqueza de la diversidad, todos contribuyen al fortalecimiento de la unidad en la comunión, ya que «la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues "todo esto lo hace el único y mismo Espíritu" (1 Cor 12,11)» (37). Esta comunión orgánica está ordenada jerárquicamente.

     La Iglesia es, además, el Cuerpo de Cristo. Este hecho ilumina ante todo la unidad de toda la Iglesia con su Cabeza, que es el Señor Jesús, pero también la unidad de todos los miembros entre sí, a pesar de las diferencias. «La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia" (LG, 7)» (38). Y esto de tal manera que la diversidad no va en contra de la unidad, sino que la enriquece: «Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rm 12,4-5).

     Esta comunión, nutrida del amor que es plenitud de la ley (cf. Rm 13,10), no se repliega sobre sí misma, sino que se proyecta en un dinamismo de sobreabundancia de amor hacia los demás, puesto que la Iglesia «ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"» (39). La comunión es siempre misionera. «La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera» (40). La Iglesia es «por su naturaleza misma... siempre reconciliadora» (41) y como tal «debe buscar ante todo llevar a los hombres a la reconciliación plena» (42). Todos los bautizados estamos llamados a colaborar en el «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18) que debe realizar la Iglesia como sacramento de Cristo, predicando la «palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19) a todos los seres humanos.

     Quedan así de manifiesto los lazos profundos entre la comunión y la misión, ya que ambas «están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» (43). Como se afirma en Santo Domingo, la Iglesia es un misterio de comunión evangelizadora (44). El recordado Pablo VI lo destacaba en su memorable exhortación apostólica post-sinodal Evangelii nuntiandi: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa» (45).

     Por la fe y el bautismo somos introducidos en la comunión eclesial. Esta comunión, como don de Dios, tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana (46), «es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo» (47). Por el sacramento de la reconciliación recobramos la comunión que se pierde por el pecado.

     El Obispo es principio y fundamento de la unidad en la Iglesia particular, y como tal es signo visible de comunión. Esta comunión está fundada sobre la unidad del Episcopado -los sucesores de los Apóstoles-, de los Obispos entre sí, y con y bajo el sucesor de San Pedro, el Romano Pontífice, que es cabeza del Cuerpo o Colegio Episcopal (48). Como se señala en la Lumen gentium, «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible» (49) de la unidad del Episcopado y de la unidad de la Iglesia entera.

     Invitado desde su misma naturaleza a vivir la comunión, el ser humano porta dentro de sí el anhelo profundo de esta exigencia. A la evidencia de su naturaleza social, se añadirá luego la gracia de su llamado a alcanzar la plenitud de su misma condición en la vivencia de la comunión con Dios que se reflejará en sus relaciones con los demás seres humanos, puesto que la comunión implica una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los seres humanos). La fidelidad a la propia naturaleza y la acogida del don de la reconciliación lleva al hombre a hacer de la comunión un elemento central de su vida. Esta comunión, participación y reflejo de la comunión trinitaria, debe encontrar caminos de expresión en toda la vida del ser humano.

     En la naturaleza humana, iluminada por la Revelación, descubrimos el sustento del derecho y la libertad de asociación. Las formas asociadas de vida cristiana encuentran un fundamento complementario y plenificador en el misterio de la Iglesia entendida como comunión evangelizadora. En el designio divino así manifestado se descubre la razón fundamental de la existencia de las asociaciones, y el sustento de su testimonio comunitario y el servicio evangelizador en el que están comprometidas (50).

2.2.Mirando la historia de la Iglesia

     A lo largo de la historia de la Iglesia esta ansia de comunión se ha plasmado de diferentes maneras, fundándose y organizándose asociaciones de fieles de diversa índole. Ya desde los primeros tiempos el Espíritu Santo convocó y suscitó en muchos el deseo de asociarse en vistas a cumplir diversos fines dentro de la vida y misión del Pueblo de Dios. «Constatamos así continuamente en la historia de la Iglesia el fenómeno de grupos más o menos numerosos de fieles que, por un impulso misterioso del Espíritu, han sido impulsados espontáneamente a asociarse para conseguir determinados objetivos de caridad o de santidad, en relación con las particulares necesidades de la Iglesia de su tiempo o también para colaborar en su misión esencial y permanente» (51).

     Los dos milenios de historia del Pueblo de Dios han visto florecer una inmensa cantidad de asociaciones de diferente naturaleza. En las distintas épocas y culturas han ido surgiendo diversas formas de asociación. Algunas de ellas, las que más se conocen y mayor gravitación han tenido en la historia de la Iglesia, se desarrollaron directamente hacia una entrega total en las diversas formas de vida consagrada. A lo largo de los siglos «Dios ha querido que surgiese una maravillosa diversidad de congregaciones religiosas que han contribuido mucho a la vida de la Iglesia. Así, ésta no sólo está preparada para toda buena obra (cf. 2 Tm 3,17) y dispuesta al servicio para construir el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12); aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21,2), y por ella se da a conocer la sabiduría de Dios en sus muchas formas (cf. Ef 3,10)» (52). Allí están los testimonios de tantas comunidades que han sido instrumentos del amor de Dios y que han contribuido grandemente al enriquecimiento de la Iglesia y al anuncio del Evangelio.

     Además de las asociaciones de vida religiosa, los institutos seculares y las sociedades de vida apostólica, se deben mencionar también otras asociaciones en el Pueblo de Dios. El Papa Pío XII lo ponía de manifiesto: «...los fieles constituyen la Iglesia, y por esto ya desde los primeros tiempos de su historia con el consentimiento de los Obispos se han unido en asociaciones particulares dedicadas a las más diversas manifestaciones de la vida. La Santa Sede nunca ha dejado de aprobarlas y de alabarlas» (53). Muchas han sido asociaciones conformadas fundamentalmente por fieles laicos. Entre las muchas que se podrían mencionar están, por ejemplo, las diversas y variadas confraternidades, las congregaciones marianas, las terceras órdenes. La lista es sumamente amplia y recorre los dos mil años de historia de la Iglesia, así como toda la geografía del planeta en donde ha sido sembrada la semilla de la fe. Un caso cercano a nosotros, que tiene grandes enseñanzas para nuestro tiempo, es el de la proliferación de cofradías en la época de la primera evangelización del Nuevo Mundo. Éstas fueron un elemento muy importante de participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia, y al mismo tiempo tuvieron una inmensa repercusión en la vida cultural y social en los nacientes pueblos latinoamericanos.

     Un gran número de estas asociaciones han sido creadas por iniciativa de los mismos fieles laicos y luego reconocidas y aprobadas por la autoridad eclesial. Pero también existen otras creadas por instancia de la Jerarquía, como la Acción Católica, que tantos frutos ha dado a la Iglesia (54). Se debe destacar el rol singular que jugó ésta última en la participación del laicado en la misión de la Iglesia especialmente en la primera mitad del siglo XX.

     Después del Concilio Vaticano II el Pueblo de Dios viene experimentando un notable florecimiento y desarrollo de movimientos y asociaciones eclesiales. Es un fenómeno de características singulares que viene evidenciando una manifiesta fecundidad. Estos impulsos de renovación también han alcanzado a asociaciones de larga trayectoria en la Iglesia. En efecto, algunas asociaciones surgidas antes del Concilio han experimentado un importante estímulo de renovación y crecimiento. El Pueblo de Dios ha recibido inmensos beneficios de estas asociaciones, varias de las cuales están inspiradas en los grandes carismas de la Tradición de la Iglesia. Otras asociaciones y movimientos han surgido después del Concilio -creciendo claramente bajo el dinamismo de la renovación conciliar-, poniendo de manifiesto la riqueza inagotable del Espíritu que renueva a la Iglesia ofreciendo cauces nuevos de vida cristiana y anuncio del Evangelio. Hay en este fenómeno una novedad del Espíritu para los tiempos venideros. Las respuestas nuevas se suman a las antiguas integrándose en la comunión del Pueblo de Dios en un dinamismo de complementariedad y concordia, que permanece fecundo por la acción del Espíritu Santo y la cooperación de los hijos de la Iglesia.

     Esta riqueza del Pueblo de Dios puesta de manifiesto en la multiplicidad y pluralidad de carismas y asociaciones nacidas y desarrolladas a lo largo de su bimilenaria historia ha sido siempre alentada y protegida por la Iglesia, explicitándose el derecho a asociarse que tienen todos los fieles clérigos y laicos. De diversas maneras se ha reconocido y plasmado este derecho en la normatividad de la Iglesia, siendo de gran importancia, en los últimos tiempos, especialmente los desarrollos del Concilio Vaticano II y su plasmación jurídica en el nuevo Código de Derecho Canónico promulgado en 1983.

2.3.El Concilio Vaticano II

     El Concilio Vaticano II ofreció los elementos para una profundización de la identidad del laico al tiempo que alentó una promoción más amplia de su papel en la vida y misión de la Iglesia. Se recogió y profundizó una importante corriente histórica que había venido creciendo en las décadas anteriores al Concilio, como se puede apreciar en el Magisterio de todos los Romanos Pontífices desde comienzos de siglo. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su primer viaje apostólico, precisamente en tierras latinoamericanas, «el Concilio Vaticano II recogió esa gran corriente histórica de promoción del laicado, profundizándola en sus fundamentos teológicos, integrándola cabalmente en la eclesiología de la Lumen gentium, convocando e impulsando la activa participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia» (55).

     En la Lumen gentium, verdadera clave de lectura de toda la enseñanza conciliar, se subraya la llamada universal a la santidad de todos en la Iglesia (56), al tiempo que se reafirma la responsabilidad de todos en la tarea común de la edificación del Pueblo de Dios (57). Los laicos participan de esta exigencia porque «están llamados todos, como miembros vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus fuerzas, recibidas por favor del Creador y gracia del Redentor» (58). Ningún bautizado debe quedar ajeno o al margen ante la misión de la Iglesia, puesto que es un derecho y un deber que se deriva de la misma unión con Cristo (59). Los fieles laicos deben asumir su responsabilidad plenamente. La Apostolicam actuositatem en esta misma línea señala: «El apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana, no puede faltar nunca en la Iglesia» (60). Y añade además que las circunstancias del tiempo actual exigen de los fieles laicos «un apostolado mucho más intenso y amplio» (61).

     El tema de la vocación apostólica de los laicos y sus formas de organización está desarrollado principalmente en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium (62), y en el decreto sobre el apostolado de los fieles laicos, Apostolicam actuositatem. Partiendo del hecho de que «todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma "según la medida del don de Cristo" (Ef 4,7)» (63), se señala que su apostolado puede ser realizado de manera individual o de forma asociada (64).

     En lo referente al apostolado asociado, la Apostolicam actuositatem hace importantes precisiones que vale la pena recordar. El fundamento de la vida asociada está tanto en la naturaleza misma del ser humano, en cuanto ser social, como en el hecho de que Dios ha querido unir a todos los creyentes en Cristo. Teniendo en cuenta esto, se afirma: «El apostolado asociado responde, pues, de modo conveniente, a las exigencias tanto humanas como cristianas de los creyentes y, al mismo tiempo, es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo, que dijo: "Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)» (65). Se plasma así la eclesiología de comunión del Concilio en lo referente a la vida asociada laical y a su dimensión evangelizadora.

     La organización producto de la comunión y del aunar esfuerzos para el servicio evangelizador resulta sumamente provechosa para la misión de la Iglesia. Esto, además de potenciar enormemente la eficacia del anuncio evangélico a toda realidad humana, beneficia a todos los fieles en lo relativo al apoyo para la vida cristiana y para la formación. Los Padres conciliares subrayaron, además, lo conveniente que resulta para los difíciles tiempos actuales. Por ello llamaron a un fortalecimiento de «la forma asociada y organizada del apostolado, pues sólo la estrecha unión de fuerzas puede conseguir plenamente todos los fines del apostolado contemporáneo y defender eficazmente los bienes que de él derivan» (66).

     La Apostolicam actuositatem recordará que no se debe perder de vista que las asociaciones «no son un fin en sí mismas, sino que han de servir a la misión que la Iglesia debe cumplir en el mundo» (67). Se señala allí que existe una gran variedad de asociaciones de apostolado al servicio del fin apostólico de la Iglesia. Su eficacia apostólica dependerá de su conformidad con los fines de la Iglesia y de la coherencia de vida de sus miembros en fidelidad al divino Plan. Se trata de un apostolado que se hace desde la comunión de la Iglesia, bajo la guía pastoral de sus legítimos Pastores. Sin comunión con el Obispo, y en última instancia con el sucesor de San Pedro, Pastor universal, no hay verdadera eclesialidad.

     Es precisamente al hablar del apostolado asociado que se proclama con toda claridad el derecho que tiene todo fiel de asociarse para el apostolado y la vida cristiana: «Guardando la relación debida con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen derecho a fundar asociaciones, a dirigirlas y a afiliarse a las ya fundadas» (68). Cabe destacar que este derecho de asociación no sólo fue proclamado en relación al apostolado de los laicos. También se ha reconocido este derecho a los clérigos (69). La proclamación de este derecho no debe ser entendida como el deseo de que se funden asociaciones sin límite alguno. Teniendo en cuenta las legítimas aspiraciones de asociarse para un fin eclesial el Concilio recuerda que hay que evitar la inútil dispersión de fuerzas al fundar asociaciones innecesarias o mantener algunas que han dejado de ser útiles. Para ello se deben tener presentes las características espirituales, el modo de proceder y la identidad de cada asociación. Es claro que hay diversos tipos de asociaciones en la comunión eclesial, según la acción del Espíritu en los corazones.

     En la Apostolicam actuositatem se hace un llamado a valorar las diversas formas de apostolado asociado. «Todas las formas de apostolado han de ser debidamente apreciadas; no obstante, los sacerdotes, los religiosos y los laicos deben conceder especial consideración y promover según las posibilidades de cada uno, aquellas que la Jerarquía, de acuerdo a las necesidades de los tiempos y los lugares, ha alabado, recomendado o declarado como de más urgente creación. Entre ellas han de contarse, muy principalmente, las asociaciones o grupos internacionales católicos» (70). Se pone de manifiesto aquí, por un lado, que son diversas las maneras como la Jerarquía se relaciona con las asociaciones. Se evidencia, además, que desde el derecho de asociación que todos los fieles tienen no necesitan ningún tipo de reconocimiento ni autorización particular. Pueden existir y actuar siempre y cuando se mantengan dentro de la fe de la Iglesia, respeten sus fines y guarden la debida docilidad ante las orientaciones pastorales de los legítimos Pastores. Así, pues, una asociación existe de hecho desde el momento en que la constituyen libremente sus miembros. Pero la Jerarquía puede reconocerla e incluso darle personería jurídica dentro del Pueblo de Dios. Esto sin descalificar a las que no han recibido ningún tipo de pronunciamiento de parte de la correspondiente autoridad eclesiástica.

     Precisando más la relación entre la Jerarquía y las asociaciones, se dice: «El apostolado de los laicos admite ciertamente diferentes modos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de este apostolado» (71). Y se añade distinguiendo los diversos casos lo siguiente: «Existen en la Iglesia muchas obras apostólicas instituidas por la libre elección de los laicos y regidas por su prudente juicio. En algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor con estas obras y por ello no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. No obstante, ninguna obra puede arrogarse el nombre de católica si no ha obtenido el consentimiento de la legítima autoridad eclesiástica». Y se anota inmediatamente de manera general: «Algunas formas de apostolado de los laicos son reconocidas explícitamente, de diversas maneras, por la Jerarquía». De donde se desprende que así como unas son «reconocidas explícitamente», otras no lo son de esa manera. A los Pastores corresponde «ofrecer los principios y los subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y velar para que se respeten la doctrina y el orden» (72).

     Además de la Lumen gentium y la Apostolicam actuositatem también se hace explícita referencia al derecho de asociación en otros documentos. En el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes divinitus, se dice: «Eríjanse asociaciones y grupos mediante los cuales pueda el apostolado de los laicos llenar toda la sociedad del espíritu evangélico» (73). En el decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus Dominus, se indica que los Pastores «han de promover también o favorecer las asociaciones que buscan directa o indirectamente un fin sobrenatural: conseguir una vida más perfecta o anunciar a todos el Evangelio de Cristo, o impulsar la enseñanza cristiana o el desarrollo del culto público, o lograr fines sociales, o realizar obras de misericordia o de caridad» (74). También aparece este derecho en la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae: «...en la naturaleza social del hombre y en el carácter mismo de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso, pueden libremente reunirse o constituir asociaciones educativas, culturales, caritativas, sociales» (75).

     Los desarrollos y profundizaciones del Concilio han iluminado la vida de la Iglesia de manera notable. Esto se ha visto reflejado de modo singular en los frutos de vida asociada que se han dado en el último tiempo, «caracterizado por una particular variedad y vivacidad» (76). No se puede dejar de ligar este florecimiento con el Concilio Vaticano II. «La gran variedad y vivacidad de agrupaciones y movimientos -señala el Santo Padre-, sobre todo laicales, característica del actual período post-conciliar, se presenta como algo muy significativo y lleno de promesas para promover la comunión eclesial y la capacidad de presencia apostólica de la Iglesia» (77).

     También el Magisterio post-conciliar, tanto pontificio como episcopal, ha reflejado este impulso del apostolado asociado. Allí están en Latinoamérica como ejemplo los documentos de Medellín, Puebla y Santo Domingo, que han recogido explícitamente la enseñanza conciliar y la han aplicado a la realidad del Continente. Allí está también el vasto Magisterio episcopal regional que ha promovido de diversas maneras el apostolado asociado, especialmente en lo referente a las nuevas formas como son los movimientos eclesiales.

2.4.El Código de Derecho Canónico

     El Código de Derecho Canónico constituye un notable y afortunado esfuerzo de traducir en términos jurídicos la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II. En lo que se refiere a nuestro tema recoge y sanciona claramente el derecho de asociación de los fieles proclamado en el Concilio. Partiendo de la común dignidad de todos los bautizados y de la exigencia de cooperación en la edificación del Cuerpo de Cristo (78), el Código señala que todos los cristianos, según su propia condición, están invitados a vivir en santidad (79). Dentro de la comunión de la Iglesia, que todos deben observar (80), es responsabilidad de cada uno llevar la Buena Nueva a los hombres: «Todos los fieles tienen el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero» (81).

     Este derecho-deber de cooperar en la edificación de la Iglesia y, en este caso específicamente en la evangelización, puede ser ejercido de manera individual o de manera asociada. Recogiendo lo planteado por el Concilio Vaticano II, el Código indica claramente el derecho de asociación: «Los fieles tienen la facultad de fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también de reunirse para conseguir en común esos mismos fines» (82). Se enuncia aquí, junto con el derecho de asociación, el derecho de libre reunión (83).

     El Código precisa este derecho-deber del apostolado de los laicos reiterando el derecho de asociación: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos, como todos los demás fieles, están destinados por Dios al apostolado, tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstancias en las que sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo» (84).

     En la sección del Código relativa a las asociaciones de fieles en la Iglesia (85), se vuelve a afirmar este derecho explicando un poco más sus alcances. «Existen en la Iglesia asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos, trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal» (86).

     Se entiende así, pues, que todo fiel puede reunirse con otros para fundar una asociación. Puede igualmente inscribirse o incorporarse en cualquiera ya existente, de donde se concluye que estas asociaciones tienen libertad estatutaria y libertad de gobierno (87). Esto incluye ciertamente su justa autonomía de vida, así como su libertad de iniciativa (88), siempre dentro del espíritu y realidad de la comunión en la Iglesia. Para comprender mejor todo esto ayuda tener presente -teniendo en cuenta la naturaleza del tipo de asociaciones o movimientos de los cuales se trata- de manera análoga, las normas relativas a los institutos de vida consagrada (89).

     Las asociaciones, según el Código, son de dos tipos atendiendo a su relación con la autoridad eclesiástica: públicas o privadas. Son públicas, si habiendo sido constituidas, son debidamente erigidas por la autoridad eclesiástica, y actúan en nombre de la Iglesia en aquellos asuntos que son propios de la misión eclesial. Son privadas, si habiendo surgido en la comunidad eclesial, no han sido erigidas por la autoridad eclesiástica, y en consecuencia no actúan en nombre de la Iglesia; esto incluso cuando hayan obtenido personalidad jurídica en la Iglesia mediante decreto dado por la misma autoridad eclesiástica. Cabe señalar que su naturaleza privada no disminuye en nada su eclesialidad. Para que una asociación privada sea reconocida como asociación de la Iglesia sus Estatutos deben ser examinados por la autoridad competente (90). Es importante, sin embargo, recordar lo que señala el Código: ninguna asociación privada puede utilizar el nombre de "católica" sin el consentimiento de la autoridad eclesial competente (91).

     Se plasma así en términos jurídicos el derecho de asociación desarrollado por el Concilio Vaticano II.

2.5.Viviendo el derecho de asociación

     Como se ha visto, la Iglesia reconoce clara y explícitamente el derecho de asociación. Este derecho está en directa relación con la libertad que todo ser humano tiene de asociarse con otros que surge de su misma naturaleza social (92). Pero, además, brota también del bautismo (93), que lo incorpora al Cuerpo de Cristo y lo introduce en el misterio de comunión que es la Iglesia, ya que del bautismo surgen una serie de deberes y derechos que incluyen la libertad de asociación.

     El Papa Juan Pablo II ofrece un iluminador comentario sobre el particular: la «tendencia eclesial al apostolado asociado tiene, sin lugar a dudas, su origen en la "caridad" derramada en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), pero su valor teológico coincide con la exigencia sociológica que, en el mundo moderno, lleva a la unión y a la organización de las fuerzas para lograr objetivos comunes.... Se trata de unir y coordinar las actividades de todos los que quieren influir, con el mensaje evangélico, en el espíritu y la mentalidad de la gente que se encuentra en las diversas condiciones sociales. Se trata de llevar a cabo una evangelización capaz de ejercer influencia en la opinión pública y en las instituciones; y para lograr este objetivo se hace necesaria una acción realizada en grupo y bien organizada» (94).

     En la Christifideles laici (95) Juan Pablo II explicita diversas motivaciones espirituales y apostólicas para asociarse. Desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, el Santo Padre destaca como la primera y principal razón una de orden teológico: el apostolado asociado es un signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo. «Es un "signo" -señala el Papa- que debe manifestarse en las relaciones de "comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el "derecho" de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos "criterios" de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse» (96).

     Esta razón de fondo, de orden teológico, está en armonía con otras de orden más bien antropológico y sociológico. Luego de indicar que la primera explicación de este deseo de asociarse hay que buscarla en la naturaleza social de la persona, Juan Pablo II añade que obedece también «a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa» (97). Es decir, la capacidad para llevar a cabo el servicio del testimonio y de la evangelización aumenta notablemente cuando no queda librado a la acción de un individuo aislado, sino de un conjunto de personas que se asocian para este fin. El Santo Padre señala sobre el particular: «En realidad, la incidencia "cultural", que es fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un "sujeto social", o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento» (98). Esta razón adquiere más fuerza cuando se tiene en cuenta el contexto de la sociedad actual, «pluralista y fraccionada..., y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles» (99) como los de hoy en día.

     A la eficacia apostólica y a la capacidad de multiplicar la presencia cristiana el Santo Padre añade el valioso apoyo que significa la comunidad para vivir una vida cristiana y un compromiso apostólico en medio de un mundo que está muchas veces alejado de Dios: «Sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica» (100). A esto habría que sumarle la posibilidad de generar instrumentos de formación integral para la vida cristiana y el servicio evangelizador. La comunidad multiplica la posibilidad de servicios y de apoyo para el crecimiento en la fe y la proyección apostólica.

     Uno de los aspectos que destaca claramente el Magisterio de la Iglesia, y que debe tenerse muy presente, es que la vida asociada es un derecho y no un mero privilegio o concesión. «Tal libertad es un verdadero y propio derecho -precisa Juan Pablo II- que no proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia» (101). Todos los fieles gozan de una plena libertad para asociarse y participar así de una manera más activa en su vida y misión eclesial. La Iglesia vela cuidadosamente para que este derecho sea siempre respetado.

     En los últimos tiempos el Magisterio de la Iglesia ha reafirmado reiteradamente este derecho. Así, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: «Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo» (102).

     El documento de Santo Domingo también ha puesto de manifiesto la importancia de este derecho de asociación. Se llama allí a «favorecer la organización de los fieles laicos a todos los niveles de la estructura pastoral, basada en los criterios de comunión y participación y respetando "la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia" (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29-30)» (103).

     Esta libertad de asociación se debe ejercer al interior de la comunión, respetando siempre la naturaleza de la Iglesia. En consecuencia, para ser verdaderamente eclesial no puede alejarse de la constitución y fines de la Iglesia. «Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia» (104).

3.La riqueza de los carismas

3.1.Los carismas en la Iglesia

     Los movimientos y asociaciones eclesiales testimonian ante el mundo la riqueza de los dones que el Espíritu derrama para el enriquecimiento del Pueblo de Dios. «Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar» (105).

     La palabra carisma -que viene del griego charis y se traduce por gracia- expresa la realidad de un don gratuito que nos es dado por obra del Espíritu Santo en orden a la edificación de la Iglesia. «Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas -señala el Papa Juan Pablo II- son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (106). Estos dones o carismas «son la fuente de toda genuina experiencia asociativa» (107).

     Los carismas pueden ser muchos y muy distintos, aunque todos tienen el mismo origen. Como dice San Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Cor 12,4). No existe un número determinado de ellos; surgen siempre en función de las necesidades del Pueblo de Dios. Por esta razón San Pablo ofrece diversas listas de carismas (cf. Rm 12,6-8ss; 1 Cor 12,8-10.28-30).

     En el Concilio Vaticano II se explicitó y desarrolló el sentido e importancia de los carismas para el Pueblo de Dios. En sus documentos se señala con toda claridad que el Espíritu Santo no sólo santifica y edifica a su Iglesia mediante los sacramentos y los ministros, sino que «también reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición» (108). Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo en un proceso de distribución de dones que se da dentro de una armonía en medio de la pluralidad y complementariedad de funciones y estados de vida (109). Todo carisma, explica San Pablo, debe vivirse en unidad y armonía con los restantes carismas (cf. 1 Tes 5,12.19-21; 1 Cor 3,8). En la Apostolicam actuositatem se dice: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo opera la santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y los sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (cf. 1 Cor 12,7), "distribuyéndolos a cada uno según quiere" (1Cor 12,11), para que todos, "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", sean "buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe 4,10), en orden a la edificación de todo el cuerpo en el amor (cf. Ef 4,16)» (110).

     La pluralidad y la diversidad de miembros y estilos de vida en la Iglesia es expresión del único Cuerpo de Cristo. Y esta pluralidad es posible y legítima solamente a partir de la unidad del Cuerpo y en cuanto tiende a su unidad, de modo que todas las particularidades existan en función de las otras y para la totalidad del Cuerpo. Así pues, la variedad de los carismas no pone en peligro la unidad, antes bien la fortalece (111). El Espíritu Santo no sólo es principio de permanente renovación en orden a la santidad, sino que es también fundamento de unidad y comunión.

     La Iglesia, sabemos bien, es una, santa, católica y apostólica. Al interior de ella se da una rica variedad que contribuye al fortalecimiento de la comunión en la unidad de la fe. Desde la singularidad de cada carisma se construye y fortalece la comunión. «La comunión en la Iglesia no es pues uniformidad -señala el Papa Juan Pablo II-, sino don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Éstos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para el Señor en el crecimiento de la fraternidad y de la misión» (112). Los carismas se fundamentan en la caridad y tienen a ésta como regla suprema (cf. 1 Cor 13,2; Ga 5,22). En ese sentido es útil tener siempre presente aquel axioma agustiniano: «En lo necesario unidad, en la duda libertad, en todo caridad» (113).

     Aunque los carismas se otorgan a personas concretas, pueden ser participados y vividos por otros. De ahí que se pueda hablar del carisma de una determinada asociación (114). La vida asociada se inicia cuando el Espíritu inspira a unas personas la formación de una comunidad que asume características propias en respuesta a los signos de los tiempos. Estas personas que el Paráclito convoca son los fundadores y fundadoras. Todas las comunidades y asociaciones eclesiales a lo largo de la historia han tenido su comienzo en la respuesta de personas concretas a la gracia que el Espíritu derramó en ellos. «El carisma mismo de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (cf. S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne» (115). Los carismas, una vez que han sido reconocidos por la autoridad eclesial, encuentran una forma de institucionalización jurídica y dan origen a servicios y formas de vida estable.

     Por otro lado, los carismas no se refieren únicamente a la vida privada de los fieles; tienen siempre una resonancia comunitaria. «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Cor 12,7). A lo largo de la historia de la Iglesia se han suscitado movimientos y fermentos colectivos que han puesto de manifiesto la presencia del Espíritu Santo guiando y renovando a la Iglesia. Los carismas infundidos han generado en las comunidades una singular capacidad de lectura de los signos de los tiempos a la vez que un impulso a dar respuesta a los desafíos de cada momento y circunstancia. El florecimiento de nuevas formas de vida asociada en los tiempos actuales claramente evidencia la presencia dinamizadora del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y asociaciones eclesiales son una de las significativas expresiones de esta presencia carismática en la vida del Pueblo de Dios que peregrina en nuestro tiempo.

3.2.El discernimiento de los carismas

     En la porción del Pueblo de Dios encomendada a su cuidado pastoral, el Obispo es principio y fundamento visible de comunión y unidad en la fe, en la caridad y en el apostolado, por virtud del don del Espíritu Santo que ha recibido. Para ello es dotado de una potestad de gobierno ordinaria, propia e inmediata (116), que ejerce directamente sobre todos los fieles de la Iglesia particular, individual o asociadamente, ya sean clérigos, consagrados -en sus diversas expresiones- o laicos.

     Corresponde a los Obispos discernir la autenticidad de los diversos carismas. Como se indica en la Lumen gentium, «el juicio acerca de su autenticidad y la regulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)» (117). A los Obispos les compete el ministerio de discernir los carismas, así como confirmarlos según la fe de la Iglesia. Este discernimiento siempre es un paso necesario, tanto para comprobar que sean dones del Espíritu Santo, como para velar por que sean ejercidos en fidelidad a la fe de la Iglesia, pues precisamente la vida asociada está ordenada a la misión de la Iglesia (118).

     No siempre, sin embargo, es fácil realizar este discernimiento. Es necesario tener en cuenta que el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere (cf. Jn 3,8 y 1 Cor 12,7), y que lo hace además en relación a circunstancias históricas concretas. La acción del Espíritu no puede ser encuadrada en un determinado patrón, ni reducida a un determinado estilo. De allí precisamente la legítima pluralidad de espiritualidades y estilos que existen en la unidad de la Iglesia.

     La novedad del carisma trae también en ocasiones dificultades para su comprensión y discernimiento. «Todo carisma auténtico lleva consigo una carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda e incluso crear situaciones difíciles, dado que no siempre es fácil e inmediato el reconocimiento de su proveniencia del Espíritu» (119).

     Las diversas dificultades que en algunos casos se pueden presentar hacen tanto más importante y delicado el proceso de discernimiento, exigiendo por su misma naturaleza que se ponga en él una especial atención y reverencia. Sólo una auténtica apertura a la acción del Espíritu, en una actitud y un clima de oración, permiten las condiciones para un recto y fructuoso discernimiento. Se ha de cultivar también la sensibilidad para percibir los signos de los tiempos en atención a las cambiantes circunstancias en medio de las que peregrina la Iglesia y se manifiesta el divino Plan. La presencia de los frutos que confirman el origen de una obra en el Espíritu Santo es, asimismo, característica fundamental del discernimiento y confirmación del mismo: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).

     Este servicio de discernimiento de la eclesialidad de las manifestaciones de apostolado y vida cristiana asociada es una responsabilidad irrenunciable de la Jerarquía. «Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas asociaciones laicales» (120).

     Junto con el proceso de discernimiento de los carismas también les corresponde a los Obispos el servicio de fomentar y promover el apostolado asociado en sus diversas expresiones, pues la Iglesia aprecia «todas las formas de apostolado» (121). En esta tarea al Pastor le compete una atención especial a las asociaciones cuyo carisma ha sido reconocido y aprobado (122). Forma parte de su ministerio protegerlas y acompañarlas con su autoridad y cuidado pastoral alentándolas a la fidelidad al propio carisma. El Obispo, en virtud de su propio ministerio, es responsable del crecimiento en la santidad de todos los fieles, en cuanto que es el principal dispensador de los misterios de Dios y perfeccionador de su grey según la vocación de cada uno (123). Es claro, por lo demás, que al Obispo le ha sido confiado el cuidado de los diversos carismas. Así pues, el discernimiento debe estar acompañado de la acogida, el aliento, la guía y la orientación pastoral, así como del estímulo a un crecimiento de las asociaciones y movimientos eclesiales, según su estilo propio, en la comunión y misión de la Iglesia.

     La Iglesia cuida que no sea obstaculizada la acción del Espíritu Santo. Igualmente expresa su respeto por la dignidad de las personas convocadas por el Paráclito para recibir un carisma y para llevar una determinada forma de vida asociada en la comunidad eclesial. Los Pastores sagrados se preocupan, igualmente, de comunicar los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos (124). Para todo ello los Pastores reciben una abundancia de especiales dones del Espíritu Santo para poder obrar según el designio divino.

     Los movimientos y asociaciones, por su parte, dan muestras de autenticidad eclesial sometiéndose con docilidad al discernimiento de los Pastores, acogiendo con humildad (125) sus orientaciones pastorales y dejándose guiar en la comunión de la Iglesia y con su Pastor universal. De ahí que cuando se habla en el Magisterio de los movimientos y asociaciones se explicite, como una señal inequívoca de su eclesialidad, la fidelidad a la comunión en la Iglesia bajo los legítimos Pastores y el Magisterio universal.

     Son aplicables a la realidad de las asociaciones y movimientos eclesiales no pocas de las orientaciones del documento sobre la vida consagrada Mutuae relationis, dada la analogía de las diversas formas de vida asociada en la Iglesia. «La caracterización carismática propia de cada instituto requiere, tanto por parte del fundador cuanto por parte de sus discípulos, el verificar constantemente la propia fidelidad al Señor, la docilidad al Espíritu, la atención a las circunstancias y la visión cauta de los signos de los tiempos, la voluntad de inserción en la Iglesia, la conciencia de la propia subordinación a la sagrada Jerarquía, la audacia en las iniciativas, la constancia en la entrega, la humildad en sobrellevar los contratiempos» (126).

     Para que se lleve debidamente a cabo el proceso de discernimiento, las asociaciones y movimientos eclesiales deben hacer conocer a la autoridad competente de manera precisa su existencia y su experiencia de vida cristiana asociada de modo que ésta pueda examinar su naturaleza y la finalidad de los mismos, confirmar su autenticidad eclesial y valorar la oportunidad de su reconocimiento jurídico. Es muy importante para ello el conocimiento de los Estatutos. Por reconocimiento jurídico se debe entender una aprobación explícita de la autoridad eclesial competente.

     Algunas asociaciones han solicitado y obtenido reconocimiento formal por parte de la Iglesia. Las autoridades competentes para este reconocimiento jurídico en la Iglesia son: la Santa Sede para asociaciones internacionales; las Conferencias Episcopales para las que operan a nivel nacional; el Obispo diocesano -o quien se le equipara en derecho- para las que operan en su territorio (127). En el proceso de inserción en una Iglesia particular el Pastor debe tener presente tanto el discernimiento de la Sede Apostólica, como el realizado por sus hermanos en el Episcopado. El reconocimiento de la Santa Sede se extiende a toda la Iglesia universal.

     Los Obispos cumplen un servicio sumamente importante discerniendo el carisma y animando a las asociaciones en su desarrollo e inserción en la Iglesia particular. El gobierno pastoral del Obispo en la porción del Pueblo de Dios a él encomendada cuida que sea respetada la justa autonomía de vida y de gobierno de las asociaciones y movimientos. Asimismo procura que sean apreciadas y reconocidas las características propias y los diferentes modos de obrar, buscando crear en todos la conciencia de que de esa rica pluralidad de dones se han venido produciendo abundantes frutos para el Reino de Cristo.

     Corresponde a los moderadores (128) de cada comunidad determinar no sólo los aspectos de la vida interna sino también las obras y proyectos que pueden asumir en fidelidad a su carisma e identidad. Esto vale también para los moderadores que son laicos, a los que se les reconoce la capacidad general de ejercer el gobierno de la asociación a la que pertenecen (129).

     La capacidad de gobierno y autonomía de vida que se reconoce a las asociaciones y movimientos eclesiales no resta en lo más mínimo el debido reconocimiento de las orientaciones pastorales que el Obispo da para el gobierno de la Iglesia particular a su cuidado, especialmente en lo referente al ejercicio del culto divino, la enseñanza de la fe y lo que se conoce como la cura pastoral.

     Por lo demás es claro, según el derecho de la Iglesia, que el consentimiento de un Obispo para constituir una asociación o movimiento implica el derecho de los integrantes de estas instituciones a ejercitar sus obras propias, y a hacerlo según sus métodos, espiritualidad, modo de proceder y disciplina propios. De ahí que no sea correcto pedirle a una asociación o movimiento que asuma proyectos que no corresponden a su carisma, estilo y fines particulares. Como tampoco parece correcto solicitarle a algún miembro de estas asociaciones eclesiales que asuma obras que lo aparten del vínculo que tiene con su comunidad. Es oportuno, por ello, fijar siempre de común acuerdo -entre los Obispos y las asociaciones- los términos del servicio y presencia en cada Iglesia particular. Este reconocimiento de una justa autonomía de vida y acción de las asociaciones y movimientos eclesiales debe integrarse adecuadamente con las exigencias de una comunión orgánica, según la naturaleza de la Iglesia, requerida por una sana vida eclesial.

     La autonomía de vida a la que tienen derecho las asociaciones debidamente reconocidas está protegida y normada por su derecho propio -es decir sus Estatutos y normas propias-. Este derecho interno brota de la experiencia eclesial de la asociación o movimiento confirmada por la Iglesia. Una vez reconocido este derecho le corresponde al Obispo tutelar el nuevo carisma. Para ello la autoridad competente aprueba unas normas o Estatutos que deben regir la vida de la asociación tanto interna -gobierno, forma de vida, etc.- como externamente -su proyección y servicio apostólico-. La aprobación de estos Estatutos es una garantía de eclesialidad y una forma de tutelar los derechos de la nueva asociación y de sus miembros.

3.3.Carisma y Jerarquía al servicio de la comunión

     «El Espíritu Santo -indica el Papa Juan Pablo II- no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas» (130). Se trata de dones complementarios -los dones carismáticos y los dones jerárquico-ministeriales- suscitados por un mismo Espíritu, con un mismo fin: la edificación de la Iglesia. El carisma auténtico no sólo expresa y fomenta la comunión y la unidad de la Iglesia, en la rica pluralidad de sus expresiones de vida, sino que en el fondo el don -carisma- por excelencia es la Iglesia misma, signo e instrumento de comunión y reconciliación en Cristo.

     El carisma no ha de presentarse al margen de la Jerarquía, a quien le compete, en comunión con el sucesor del apóstol San Pedro, ser principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Como se afirma en Puebla, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, constituyen «el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la unidad de la Iglesia» (131). A los Pastores sagrados les corresponde velar por la comunión en el Pueblo de Dios. El Papa Juan Pablo II tocó el tema en su importante Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo: «En torno al Obispo y en perfecta comunión con él tienen que florecer las parroquias y comunidades cristianas como células pujantes de vida eclesial» (132). En esa dinámica se sitúa la misión del Obispo de estimular el «crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia» (133).

     Al llevar a cabo el proceso de discernimiento eclesial no se debe oponer jamás la Jerarquía y los dones carismáticos. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su importante mensaje a los movimientos y asociaciones eclesiales reunidos en Rocca di Papa en 1987: «Los dones carismáticos y los dones jerárquicos son distintos, pero también recíprocamente complementarios» (134). En esa misma oportunidad citó el Santo Padre dos pasajes de las cartas de San Pablo que fundamentan y explicitan esta complementariedad. Como dice la Carta a los Romanos, nosotros los cristianos, «siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,5). Y en la Primera Carta a los Corintios, se afirma cómo es que Dios ha querido que «no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12,25), cada cual según su propia vocación y función. Un claro signo de nuestro tiempo es el acento de la comunión eclesial. Cobran hoy en día un especial sentido histórico las palabras de nuestro Señor: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

     Como enseña el Papa Juan Pablo II, «en la Iglesia, tanto el aspecto institucional, como el carismático... son coesenciales y contribuyen a la vida, a la renovación, a la santificación, aunque de modo diverso y de tal manera que haya un intercambio y una comunión recíprocas: los Pastores de la Iglesia son los "ecónomos de la gracia" (cf. LG, 26), que salva, purifica y santifica; guardan el "depósito" de la Palabra de Dios y gobernando al Pueblo de Dios, tienen también la responsabilidad de dar el juicio definitivo sobre la autenticidad de los carismas (cf. LG, 12)» (135). La Iglesia es una realidad jerárquica y carismática a una misma vez, que tiene un aspecto visible y otro invisible. Podría añadirse la cita de San Pablo que habla de los cristianos, «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2,20).

     Los movimientos y asociaciones congregan a los fieles por impulso del Espíritu Santo, no por una mera motivación humana. Leer esta rica realidad asociativa sin los ojos de la fe es exponerse a desnaturalizar su verdadero sentido, cuyo origen está en Dios mismo. La tendencia que se presentó en algunos sectores después del Concilio Vaticano II de contraponer carisma a Jerarquía constituyó un grave daño a la comunión de la Iglesia. A tenor de esta situación el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre esta falsa dicotomía tan característica del pensar ideológico, e invitó a «evitar esa lamentable contraposición entre carisma e institución, que tan nociva resulta no sólo para la unidad de la Iglesia, sino también para la credibilidad de su misión en el mundo, y para la misma salvación de las almas» (136).

     A los Obispos, como servidores de la comunión y unidad de la Iglesia, les toca velar para que la comunión no se resquebraje. «Ser responsables del don de la comunión -dice el Papa Juan Pablo II- significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos» (137). Todo aquello que de alguna manera rompa esta comunión, ya sea en palabras -escritas o dichas- o en hechos -acción u omisión- debe ser objeto de especial preocupación pastoral por parte del Obispo. Es éste un aspecto muy importante del papel del Pastor sagrado como centro visible de la comunión de la Iglesia particular. Como enseña el Papa Juan Pablo II, la vida de comunión eclesial será «un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo... De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión» (138).

4.Criterios de eclesialidad

     Toda la vida asociada está llamada a reflejar en sí misma el misterio del amor de Cristo del cual ha nacido la Iglesia y sigue naciendo hasta el fin de los tiempos. Las diversas comunidades y experiencias asociativas deben ofrecer al mundo el testimonio claro y explícito de su sentido de Iglesia, puesto de manifiesto en su plena participación en la vida eclesial en sus distintas dimensiones y en la diligente obediencia a las enseñanzas del Romano Pontífice y a los sucesores de los Apóstoles. En el profundo sentire cum Ecclesia, que enseñaba San Ignacio, encontramos un criterio fundamental para ajustar la propia vida al designio divino.

     Dada la inmensa variedad de posibilidades que se abren para el desarrollo de la vida asociativa, se hace necesario establecer algunos criterios teológicos para discernir su eclesialidad. El Papa Juan Pablo II propone en la exhortación post-sinodal Christifideles laici cinco criterios de discernimiento y reconocimiento de la eclesialidad (139); criterios que deben comprenderse «siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de asociación» (140). Estos criterios de eclesialidad, como los llama el Santo Padre, ayudan al ejercicio de la libertad de asociación de los fieles, a la vez que garantizan y sostienen la participación en la vida y misión de la Iglesia. Recogemos lo que señala el Romano Pontífice:

4.1.El primado de la vocación a la santidad

     «El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta "en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles" como crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad. En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser -cada vez más- instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando "una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros"» (141).

4.2.Confesar la fe católica

     «La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido» (142).

4.3.Comunión con el Santo Padre y los Obispos

     «El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo, "principio y fundamento visible de unidad" en la Iglesia particular, y en la "mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia". La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración» (143).

4.4.Conformidad y participación en el fin apostólico de la Iglesia

     «La conformidad y la participación en el "fin apostólico de la Iglesia", que es "la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes". Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización» (144).

4.5.Compromiso en la sociedad al servicio de la dignidad humana

     «El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad» (145).


1.S.S. Juan Pablo II, El decreto Apostolicam actuositatem, 10-XII-1995, 2.
2.Loc. cit.
3.S.S. Juan Pablo II, Christifideles laici (ChL), 29.
4.Loc. cit.
5.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 1.
6.Lumen gentium (LG), 12.
7.S.S. Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Lombardía en visita ad Limina, 1-II-1987, 7.
8.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
9.Loc. cit.
10.S.S. Juan Pablo II, Alocución a la Conferencia Episcopal Italiana, 21-V-1987.
11.LG, 1.
12.Cf. Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, C, 1.
13.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 1.
14.S.S. Juan Pablo II, ChL, 19; cf. también el n. 18.
15.Puebla, 182.
16.Santo Domingo, 9.
17.Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1440.
18.Cf. San Agustín, Confesiones, lib. I, cap. I, 1.
19.Cf. S.S. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia (RP), 7.
20.Santo Domingo, 8.
21.S.S. Juan Pablo II, RP, 4.
22.Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
23.Puebla, 212.
24.Loc. cit.
25.Cf. Puebla, 273.
26.Gaudium et spes (GS), 24.
27.Cf. S.S. Juan Pablo II, Redemptoris missio (RMi), 15; Santo Domingo, 5.
28.LG, 4.
29.Cf. LG, 48.
30.LG, 9.
31.«La Iglesia es como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la comunión con Dios y también de la comunión y reconciliación de los hombres entre sí» (Sínodo extraordinario de 1985, Relación final, II, 2).
32.Puebla, 1301.
33.Cf. S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
34.S.S. Juan Pablo II, ChL, 20.
35.Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 15.
36.S.S. Juan Pablo II, ChL, 55.
37.LG, 32.
38.Catecismo de la Iglesia Católica, 790.
39.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 4.
40.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
41.S.S. Juan Pablo II, Homilía en Liverpool, 30-V-1982, 3.
42.S.S. Juan Pablo II, RP, 8.
43.S.S. Juan Pablo II, ChL, 32.
44.Cf. Santo Domingo, 123.
45.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14.
46.Cf. LG, 11.
47.Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, 5.
48.La Lumen gentium dice: «junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y jamás sin ella» (LG, 22).
49.LG, 23.
50.Cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 3.
51.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2.
52.Perfectae caritatis, 1.
53.S.S. Pío XII, Discurso, 20-II-1946, 11.
54.Cf. AA, 20.
55.S.S. Juan Pablo II, Alocución a las organizaciones nacionales del laicado, México, 29-I-1979.
56.«Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios» (LG, 32; cf. también el n. 39).
57.Cf. LG, 30.
58.LG, 33.
59.Cf. Apostolicam actuositatem (AA), 3.
60.AA, 1.
61.Loc. cit.
62.Cf. LG, 30-38.
63.LG, 33.
64.Cf. AA, 15.
65.AA, 18.
66.Loc. cit.
67.AA, 19.
68.Loc. cit.
69.«También hay asociaciones con estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica competente que fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio. Lo hacen por medio de una organización adecuada y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna. Hay que apreciar mucho estas asociaciones y promoverlas diligentemente» (Presbyterorum ordinis (PO), 8).
70.AA, 21.
71.Loc. cit.
72.AA, 24.
73.Ad gentes divinitus (AG), 15.
74.Christus Dominus (CD), 17.
75.Dignitatis humanae, 4. Se pueden ver otras menciones relacionadas a otros temas en los textos conciliares, como por ejemplo en GS, 65, 68 y 75.
76.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
77.S.S. Juan Pablo II, Discurso en el encuentro de Loreto, 11-IV-1985, 6.
78.Cf. Código de Derecho Canónico (C.I.C.), c. 208.
79.Cf. C.I.C., c. 210.
80.Cf. C.I.C., c. 209.
81.C.I.C., c. 211.
82.C.I.C., c. 215. El Papa Juan Pablo II comentando este canon lo aplica a los movimientos eclesiales. Luego de citar el texto del canon afirma: «...palabras que ciertamente podemos referirlas también a los movimientos eclesiales» (S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 2).
83.Se puede ver también el c. 216 que viene a ser una variante del derecho de asociación y que se refiere a la promoción de obras apostólicas (como editoriales, centros educativos, medios de comunicación, entre otras muchas).
84.C.I.C., c. 225 § 1.
85.C.I.C., libro II, parte I, título V, cc. 298-329.
86.C.I.C., c. 298 § 1.
87.Cf. C.I.C., c. 304.
88.Cf. por ejemplo en el caso de las asociaciones públicas: C.I.C., c. 315. Se pueden ver también de manera análoga los cánones relativos a la vida consagrada: cc. 673-683.
89.Cf. C.I.C., cc. 573-605.
90.Cf. C.I.C., c. 299.
91.C.I.C., c. 300.
92.Cf. S.S. León XIII, Rerum novarum, 35; S.S. Pío XI, Quadragesimo anno, 30; S.S. Juan XXIII, Pacem in terris, 23-24.
93.Cf. C.I.C., c. 96.
94.S.S. Juan Pablo II, El compromiso apostólico de los laicos en sus formas individual y asociada,
23-III-1994, 2.
95.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
96.Loc. cit.
97.Loc. cit.
98.Loc. cit.
99.Loc. cit.
100.Loc. cit.
101.Loc. cit.
102.Catecismo de la Iglesia Católica, 900.
103.Santo Domingo, 100.
104.S.S. Juan Pablo II, ChL, 29.
105.S.S. Juan Pablo II, RMi, 18.
106.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
107.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 2.
108.LG, 12. Cf. también LG, 4 y AG, 4.
109.Cf. AG, 28; PO, 9.
110.AA, 3.
111.Cf. LG, 13; AG, 22.
112.S.S. Juan Pablo II, Vita consecrata (VC), 4.
113.Cf. Unitatis redintegratio, 4; GS, 92.
114.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
115.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 11. Este documento, aunque se refiere a la vida consagrada, ofrece criterios de orientación aplicables a todo el fenómeno de la vida asociada en la Iglesia.
116.Cf. LG, 27; CD, 11; C.I.C., c. 381 § 1.
117.LG, 12. Cf. AA, 3.
118.Cf. AA, 19.
119.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.
120.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
121.AA, 21.
122.Cf. loc. cit.
123.Cf. CD, 15.
124.Cf. C.I.C., c. 213.
125.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.
126.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.
127.Cf. C.I.C., c. 312 § 1.
128.Es decir, quienes las dirigen. Cf. por ejemplo para las asociaciones públicas y privadas de fieles: C.I.C., cc. 309, 317, 321 y 324.
129.Cf. C.I.C., c. 129 § 2.
130.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.
131.Puebla, 247.
132.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 25.
133.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
134.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 3.
135.Loc. cit.
136.Ib., 4.
137.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.
138.Loc. cit.
139.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30; Santo Domingo se hace eco de estos criterios (cf. Santo Domingo, 102).
140.S.S. Juan Pablo II, ChL, 30.
141.Loc. cit.
142.Loc. cit.
143.Loc. cit.
144.Loc. cit.
145.Loc. cit.

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