LA NATURALEZA FAMILIAR DEL VÍNCULO CONYUGAL
El Concilio Vaticano II ha supuesto un cambio radical en el modo de estudiar y de comprender el matrimonio.
Por Joan Carreras
1. La emergencia de la familia
El Concilio Vaticano II ha supuesto un cambio radical en el modo de estudiar y
de comprender el matrimonio. Es ya un lugar común en la doctrina canónica la
afirmación de que el centro de la atención haya dejado de ser el momento
germinal o fundacional del matrimonio - más conocido con la expresión latina in
fieri - para ser ocupado por la misma institución matrimonial en cuanto realidad
permanente, es decir la comunidad de vida y de amor conyugal o matrimonium in
facto esse. Quizá es menos conocido entre los estudiosos del derecho canónico
otro aspecto del cambio copernicano al que aludíamos, esto es, el hecho de que
el magisterio de la Iglesia haya tomado en consideración el instituto del
matrimonio no tanto en sí mismo sino como formando parte de la comunidad
familiar. No sólo el título De dignitate matrimonii et familiae fovenda de la
constitución apostólica Gaudium et spes, sino sobre todo la exhortación
apostólica Familiaris consortio y la “Carta a las familias” publicada por Juan
Pablo II con ocasión del Año internacional de la familia (1994), permiten
afirmar que en el magisterio postconciliar no sólo se ha puesto en el centro de
la atención el instituto del matrimonio, sino también e inseparablemente la
comunidad familiar.
Se puede hablar con propiedad de la emergencia de la familia, porque la
pluralidad de significados de esta palabra es aplicable a la situación de la
familia en este final de milenio. A pesar de que en los últimos siglos la
familia haya recibido embates durísimos provenientes tanto del individualismo
como del totalitarismo, estamos ante una institución que no sólo se ha mantenido
a flote, sino que ha alcanzado su madurez, en el sentido de que nunca hasta
ahora la familia ha tenido una mayor conciencia de sí misma, de su identidad y
de la función que está llamada a desempeñar en la sociedad y en la Iglesia[1].
Paradójicamente puede decirse que, hablando en términos generales, esa
conciencia no está todavía presente y activa entre los canonistas[2]
de ahí que la “emergencia” asume en el ámbito canonístico el significado de
“urgencia”, de necesaria toma de conciencia de cuál sea la identidad de la
familia y cuáles las consecuencias que de ella se derivarían en el entero
ordenamiento canónico, en todos aquellos aspectos que afectan al matrimonio y a
la familia.
En el presente estudio nos limitaremos a considerar brevemente una consecuencia
importante de esa toma de conciencia de la centralidad de la familia: la
naturaleza familiar del vínculo conyugal. Para ello mostraremos en primer lugar
las virtualidades y los límites o inconvenientes que presenta actualmente la
noción de “vínculo conyugal”, para examinar brevemente cómo dichos
inconvenientes pueden ser superados convenientemente gracias a la consideración
de la naturaleza familiar del matrimonio. Dichas reflexiones son formuladas
teniendo como horizonte la nueva inculturación de la verdad del principio de
cara al tercer milenio.
2. La noción de vínculo conyugal como inculturación de la verdad del
principio.
La noción de vínculo conyugal ha sido uno de los principales frutos de la
inculturación de la “verdad del principio”[3]
re-anunciada por Jesucristo y acogida por las primeras comunidades cristianas.
Para esta tradición jurídica que se remonta a los primeros discípulos de Cristo,
en todo verdadero matrimonio - a pesar de ser una realidad social, histórica,
dinámica y cambiante - subsiste un aspecto permanente y no susceptible de sufrir
modificaciones esenciales, esto es, un ligamen jurídico que - a pesar de haber
sido creado por el consentimiento soberano de los esposos - trasciende la
voluntad de éstos, subsiste y les vincula mientras ellos estén en vida. La
noción cristiana de vínculo conyugal está ligada al principio de la
indisolubilidad. Este último permitió a los canonistas y teólogos del periodo
clásico que fuera posible distinguir el vínculo matrimonial de otros ligámenes
jurídicos que en la antigüedad se confundían con aquél: piénsese por ejemplo, en
la distinción entre esponsales y matrimonio. El vínculo indisoluble está
constituido solamente por el matrimonio realmente contraído por la voluntad
libre de los esposos y no por las decisiones de sus padres o tutores. La
indisolubilidad del vínculo quedó ligada así al principio del consentimiento,
que pasó a ser el eje de todo el sistema matrimonial. Asimismo, la distinción
entre divorcio y nulidad es otro de los monumentos de la doctrina canónica
clásica que tiene su origen en el esfuerzo de inculturar la verdad del
principio. Cuando los esposos están bautizados, el matrimonio - si ha sido
consumado -, no puede ser dispensado ni disuelto por ninguna autoridad humana y
por ninguna causa, excepto la muerte (cf. canon 1141).
La causalidad eficiente del consentimiento, por un lado, y la indisolubilidad
del vínculo creado por la voluntad de los esposos, por otro, se cuentan entre
las principales contribuciones de los cristianos a la civilización y a la
cultura mundiales.
Paradójicamente, la anterior afirmación podría ser interpretada por muchos
contemporáneos nuestros como una gran falsedad o como un contrasentido, puesto
que en nuestros días la noción de vínculo indisoluble sería para ellos blanco de
todas las críticas y uno de los principales paradigmas del “fundamentalismo”
católico, que parecería más interesado en respetar la letra de la ley que en
descubrir su espíritu y su más hondo sentido. La “terquedad” con la que la
Iglesia habría defendido la indisolubilidad del matrimonio sería, en efecto, una
demostración de su anquilosamiento y de su incapacidad radical de ajustarse y de
atender a las necesidades de los nuevos tiempos.
Esta paradoja -que la indisolubilidad del vínculo matrimonial sea al mismo
tiempo una aportación importantísima de la Iglesia a la cultura mundial y que
aparezca no obstante cómo una rémora a su función evangelizadora- encuentra su
explicación en el hecho de que no basta que la “verdad del principio” haya sido
inculturada una sola vez: es necesario un continuo esfuerzo para que ésta
resplandezca y pueda ser abrazada por los hombres de todos los tiempos. Esta
enorme dificultad de que la sociedad occidental contemporánea acepte la idea de
“vínculo indisoluble” parece encontrarse en la misma idea de “vínculo”, que
pertenece a la doctrina general del Derecho. Las razones de tal dificultad nos
indican también el camino para una nueva inculturación de la verdad del
principio, en la que no sólo se dé respuesta a las críticas que ha recibido la
noción de indisolubilidad sino que además se presente dicha verdad de modo que
pueda resplandecer e iluminar el entero ordenamiento canónico y el conjunto de
la pastoral familiar.
3. Las limitaciones e inconvenientes que presenta actualmente la noción de
vínculo conyugal.
La noción de vínculo, tal como es entendida por la cultura jurídica occidental
contemporánea[4],
presenta algunas limitaciones o inconvenientes para que a través de ella se
pueda realizar la urgente tarea de inculturar la verdad del principio.
a) La noción de vínculo conyugal está de hecho relacionada a la visión
contractual del matrimonio.
Como es sabido, la idea de que el matrimonio sea un contrato tiene su origen en
la doctrina civilística del siglo XII y enseguida fue acogida por teólogos y
canonistas en cuanto sirvió de vehículo para la efectiva implantación del
principio consensual, en cuya virtud la causa eficiente del vínculo conyugal es
únicamente el consentimiento de los esposos. La inculturación de la “verdad del
principio” se ha servido, paradójicamente, de un instrumento - el contrato
sinalagmático -que está en contradicción implícita con ella. “Lo que Dios ha
unido no lo separe el hombre” - que es la verdad recibida en herencia por los
cristianos - tiene que hacerse ahora compatible con un principio derivado de la
teoría general de los contratos sinalagmáticos, esto es, que lo “que ha unido la
voluntad de los contrayentes, la misma voluntad puede desunirlo”. Una sociedad
que aceptase y creyese en los valores cristianos podría hacer compatibles ambas
realidades -la indisolubilidad, por un lado, y la visión contractual del
matrimonio, por otro-, en la medida en que se obstinase en cerrar los ojos ante
la contradicción implícita que se encuentra en ellas o acudiendo a expedientes o
a explicaciones “voluntaristas”, como la que fundamenta la indisolubilidad del
“contrato matrimonial” en la voluntad de Dios[5].
Cuando siglos después, esa misma sociedad rechaza aquellos valores o, al menos,
los relega al ámbito de la conciencia, entonces aquella contradicción entre la
indisolubilidad y la naturaleza contractual del vínculo se hace explícita y
salta a la vista.
La explicitación de la incompatibilidad entre indisolubilidad y naturaleza
contractual del matrimonio ha llevado a los canonistas y teólogos de esta
segunda mitad de siglo a abandonar la idea del contrato, sustituyéndola con la
noción bíblica de alianza[6].
La diferencia entre una y otra categoría radicaría principalmente en el objeto
del negocio: para los partidarios de la naturaleza contractual del matrimonio
los contrayentes se intercambiarían derechos y deberes[7],
mientras que para quienes defienden la mencionada categoría bíblica, son los
esposos mismos quienes recíprocamente se entregan en su dimensión conyugal[8].
En cambio para la mayoría de los juristas que proceden del ámbito estatal, la
contradicción existente entre indisolubilidad y naturaleza contractual del
matrimonio se ha resuelto mediante la negación de la primera y la afirmación de
la segunda. Desde una perspectiva individualista y libertaria, la
indisolubilidad sería una idea incomprensible e incompatible con el valor de la
libertad, una afirmación ideológica que, en este contexto político, parecería no
tener otro fundamento que la voluntad de la Iglesia de conservar la jurisdicción
sobre sus fieles. Para muchos de estos juristas, la afirmación de la
indisolubilidad sería incompatible con los principios constitucionales de los
Estados democráticos, pues conllevaría la negación misma de la libertad
individual[9].
Una inculturación de la verdad del principio debe afrontar este problema,
mostrando cómo el concepto de vínculo conyugal no presupone necesariamente la
admisión de las categorías contractuales.
b) El vínculo conyugal aparece como una realidad meramente jurídica y externa a
la realidad personal y familiar (es decir, biográfica).
Como consecuencia inmediata de la comprensión contractual del matrimonio, en
primer lugar, el vínculo conyugal se ha desvinculado de hecho de la realidad
familiar. Los esposos estarían unidos por un ligamen que les vincularía sólo de
un modo extrínseco, es decir, en aquellos aspectos para los que se habrían
comprometido y para los que habrían intercambiado los derechos sexuales sobre
sus respectivos cuerpos. En este contexto jurídico, el vínculo aparecería por lo
tanto como un ligamen de naturaleza exclusivamente jurídica, que sólo estaría
ligado a la familia de modo instrumental, en la medida en que el matrimonio
fuese el medio legítimo de generar la prole. La familia comenzaría a existir
desde el momento en que llegaran los hijos, pero no antes. En consecuencia, el
vínculo matrimonial no tendría naturaleza intrínsecamente familiar, sino que
estaría ligado a esta realidad por razones extrínsecas. Esta concepción
biologista de la familia - que hunde sus raíces en una historia que cuenta
diversos siglos - se ha visto fuertemente afirmada en los últimos decenios,
tanto porque se puede recurrir a los medios técnicos de fecundación artificial
como porque la legislación estatal relativa a la filiación ha sufrido una
revolución epocal. La gran novedad estriba en las propuestas de transformación
de las legislaciones estatales relativas al derecho de familia, en las que se
parte del hecho consumado de la existencia de diversos tipos de familia, entre
los cuales se contarían algunos que nada tienen que ver con el matrimonio.
Del mismo modo que la pretendida naturaleza contractual del vínculo no favorece,
sino que más bien obstaculiza, el que la relación conyugal pueda ser considerada
intrínsecamente familiar, puede también observarse que lo mismo sucede con
respecto a su dimensión íntimamente personal. En la medida en que los esposos se
intercambiasen derechos sobre la sexualidad, el vínculo conyugal no afectaría
tampoco al núcleo esencial de la persona humana, sino que quedaría en el margen
existencial de ella. En una cultura individualista en la que la persona es
concebida como “una libertad que se auto-proyecta”[10]
las relaciones creadas por la voluntad nunca pertenecerían a la esencia de la
persona, sino que permanecerían al margen de ella, quedando sometidas a los
vaivenes de la historia y de la vida y al capricho de los individuos[11].
En este contexto individualista en el que la persona se disuelve en la historia,
en vez de trascenderla, ni la indisolubilidad ni el carácter íntimamente
personal del vínculo pueden ser aceptados por quien participa de dichos valores
relativistas y nihilistas.
Una inculturación de la verdad del principio debe mostrar cómo la defensa de la
indisolubilidad no es incompatible con la noción de persona, sino que más bien
la confirma: siendo “un ser en relación”, la persona ha de ser “fiel” a cada una
de aquellas dimensiones relacionales que la constituyen en su intimidad más
profunda. La fidelidad, de este modo, no constituiría únicamente una sujeción a
lo prometido - que es la explicación contractualista - sino que sobre todo
consiste en respetar lo que cada sujeto “es”: se trataría por tanto de fidelidad
a sí mismo y al otro, en cuanto que “es” carne de su carne. En esta línea, la
reflexión sobre la dimensión familiar del vínculo puede contribuir a superar los
prejuicios actuales contra la indisolubilidad del matrimonio.
c) La indisolubilidad aparece como una propiedad extrínseca y no perteneciente
al vínculo como tal.
Una tercera consecuencia de la pretendida naturaleza contractual del matrimonio
es también evidente. Si la indisolubilidad no sólo no se explica sino que es
incompatible con la noción misma de contrato sinalágmatico, el carácter
indisoluble de la relación conyugal sólo encontraría justificación acudiendo a
razones externas al vínculo mismo: la voluntad del Creador o una pretendida
obstinación de la Iglesia. Razones ambas que podrían admitirse en ordenamientos
jurídicos confesionales, como es el caso del ordenamiento canónico, pero que
resultarían inconcebibles en regímenes democráticos en los que la mayoría de los
ciudadanos hubiera elegido un modelo matrimonial en el que cupiera el divorcio
vincular. En la medida en que los políticos de área católica intentaran
fundamentar la indisolubilidad del vínculo en el mismo derecho natural e
indicaran la consecuente vigencia universal de dicha norma, dichos intentos e
indicaciones serían juzgadas muy severamente por la opinión pública, como
posiciones de tipo “fundamentalista” e imposiciones intolerables en un Estado de
derecho.
La inculturación de la verdad del principio tiene que partir de la afirmación de
la voluntad de los esposos, es decir, del carácter insustituible del
consentimiento como causa eficiente del vínculo conyugal o, en otros términos,
como manifestación de la soberanía de los esposos. Las asociaciones u
organizaciones privadas que defienden los derechos inalienables de los
ciudadanos y de las familias[12]
pueden constituir en el futuro la mejor demostración de que la indisolubilidad
no constituye un feudo de la Iglesia ni una imposición de los estamentos
clericales a los fieles-súbditos ni un tema reservado a los pactos
concordatarios establecidos entre la Iglesia-Jerarquía y los Estados, sino más
bien un derecho inalienable que dimana de la familia y de cada una de las
relaciones familiares. Por ello, quienes se encuentran en mejores condiciones de
afirmar ese derecho soberano - también en vía cultural -, ante cualquier
instancia social o eclesial, son sus propios titulares. De este modo, la defensa
de la indisolubilidad no podría ser ya interpretada como una imposición
intolerable de instancias clericales limitativa de la autonomía de los fieles.
Con esta afirmación, como es obvio, no entendemos rechazar los sistemas
concordatarios, sino indicar que dicha vía no es la mejor ni debe ser la única
en vistas a la futura inculturación de la familia. En este sentido, sería bueno
poder esperar que en el futuro se aplique en este campo el principio de
subsidiaridad, dando un mayor juego y una mayor responsabilidad a los fieles
casados y padres de familia para que defiendan sus propios y primarios derechos
ante la sociedad, evitando - por esta vía - todo rastro de “paternalismo
clerical”.
d) Las nociones de vínculo y de indisolubilidad también aparecen ligadas de
hecho a una visión formalista del matrimonio.
La cultura jurídica occidental no sólo se ha resentido de las consecuencias de
una visión contractualista del matrimonio. Junto al espejismo del “matrimonio
contrato”, hay que subrayar el espejismo del matrimonio legal[13],
en cuya virtud se tiende a considerar que la causalidad eficiente del vínculo
conyugal resida en la autoridad que recibe la manifestación del consentimiento y
no en los contrayentes. La noción de validez -que en la tradición canónica ha
estado siempre relacionada con la realidad del consentimiento, es decir, tiene
un valor sustancial- ha asumido en la cultura jurídica contemporánea un aspecto
prevalentemente formal. La validez o la invalidez del matrimonio han pasado a
ser referidos a la ceremonia legal en la que la autoridad estatal recibe el
consentimiento de los esposos. Una unión conyugal realizada al margen del
reconocimiento estatal sería en la práctica inexistente, con una invalidez
absoluta. Sólo sería vínculo conyugal aquél que ha sido reconocido por el
Estado. El formalismo alcanza su máxima expresión en aquellas leyes que obligan
a los conviventes a ser reconocidos como esposos por el mero transcurso del
tiempo: el reconocimiento estatal impuesto por la fuerza a los conviventes de
hecho está en las antípodas del principio del consentimiento, única causa del
vínculo.
Este modo formalista de entender la dimensión social del matrimonio -que se
traduce en dar mayor importancia a la forma de reconocimiento que al
consentimiento mismo, única causa del vínculo- también ha tenido un cierto
influjo en los ambientes católicos, aunque en este caso la intervención esencial
no sea la del representante del Estado, sino la del sacerdote o diácono que
ordinariamente representan a la Iglesia en las ceremonias de celebración del
matrimonio sacramento. Una concreta manifestación de formalismo canónico cabría
encontrarla en la opinión de quienes consideran el matrimonio civil contraído
por fieles católicos obligados a observar la forma canónica como una realidad
inexistente desde el punto de vista jurídico y concubinaria desde el punto de
vista moral. Con ello no queremos decir que tal unión deba ser considerada
válida por el ordenamiento canónico, pero tampoco se puede sostener la
inexistencia de la misma. Cuando el consentimiento naturalmente suficiente -es
decir, aquél que podría causar el vínculo si no hubiera un obstáculo que le
quitase eficacia jurídica- es considerado sistemáticamente como inexistente,
porque no se han dado los requisitos necesarios para que la unión pueda ser
formalmente reconocida, entonces se corre el peligro cierto de hacer descansar
la causalidad del vínculo en el “poder” eclesial que reconoce la unión y no en
el principio del consentimiento de los esposos. Cabe advertir, de todos modos,
que el ordenamiento canónico siempre ha atribuido valor al consentimiento
naturalmente suficiente, como se ve en los supuestos de sanación en la raíz.
e) Los espejismos del matrimonio-contrato y del matrimonio-legal han contribuido
a la radicalización de un visión puramente fáctica, horizontal y profana de la
vida familiar.
La combinación de las dos visiones de la realidad matrimonial a las que se ha
aludido precedentemente - la contractualista y la formalista - ha contribuido
poderosamente a una radical secularización del matrimonio, perdiéndose casi toda
conciencia de la sacramentalidad de que dicha unión goza tanto en el orden de la
Creación como en el de la Redención operada por Cristo.
En efecto, por un lado, el consentimiento se reduce a un acto de voluntad
negocial que tiene por objeto los derechos sobre la sexualidad. Como tal, ese
acto se tiende a desvincular de las personas, del contexto de amor afectivo en
el que normalmente se produce, de la dimensión esponsal que significa y realiza,
para ser contemplado como un acto de voluntad a se, que sólo requeriría para su
existencia y validez una voluntad humana ex deliberato intelecto. En esta
comprensión jurídica del matrimonio, tanto el amor como los afectos o
sentimientos son realidades que escapan al interés del jurista, precisamente
porque son inabordables e inaccesibles a las categorías contractuales. En el
ámbito canónico - a través de los procesos de declaración de nulidad del
matrimonio - los juristas han recuperado la valoración de la esfera sentimental
y afectiva, que presenta una importante relevancia jurídica. En cambio, en el
ámbito estatal los procesos de divorcio tienen una vis atractiva, en cuya virtud
los conflictos conyugales se resuelven mediante el remedio del divorcio vincular
y son rarísimos los supuestos en que los jueces de familia se planteen la
cuestión relativa a la verdad del consentimiento y de su defecto, en este caso,
por causas de naturaleza psíquica o afectiva.
Mediante esa reducción de lo matrimonial al ámbito de las prestaciones que
pueden medirse con criterios utilitaristas, se pierde de vista que toda la vida
matrimonial y familiar está vivificada desde dentro por la entrega y el amor
interpersonales[14].
La pérdida de esta dimensión esponsal de la vida matrimonial ha contribuido
decisivamente a la secularización (en los últimos tiempos se podría hablar de
“profanación”) del matrimonio y de la familia. Este proceso de secularización
iniciado por la privatización contractualista se ha radicalizado gracias a la
mentalidad legalista, en cuya virtud el derecho de familia sería un mosaico de
“hechos” que pasarían a recibir su legitimidad mediante el reconocimiento
estatal. La juridicidad de la familia recaería en el acto de reconocimiento: de
ahí que la familia y las diversas relaciones familiares en sí mismas
consideradas serían reducidas al nivel de la facticidad, lo cual constituye una
nueva “profanación” de esta institución sagrada.
4. La noción de relación conyugal en el contexto de la nueva evangelización.
Una vez vistas las limitaciones que el concepto de vínculo matrimonial presenta
en el contexto contractualista (utilitarista) y formalista (legalista)
contemporáneo para que a partir de él se pueda efectuar una eficaz inculturación
de la verdad del principio, podemos examinar cómo tales inconvenientes podrían
ser fácilmente superados a través de la noción de relación familiar aplicada a
la conyugalidad, es decir, a la concreta relación conyugal. Tal aplicación, por
otra parte, debería hacerse sin perder ninguno de los puntos fuertes que
quedaban defendidos por medio de la noción de “vínculo conyugal” heredada de la
tradición canónica. Se puede definir la relación familiar como aquélla “que une
a dos personas en razón de alguna de las líneas originales y primordiales de
identidad personal que, por ser irreductibles, inconfundibles y excluyentes,
determinan las exigencias de justicia necesarias para que pueda existir entre
dichas personas una verdadera comunión”[15]
afectiva y espiritual.
a) La relación conyugal es la primera relación familiar.
Aunque pueda parecer paradójico, la relación conyugal constituye la primera
relación familiar. En efecto, la tradición canónica se ha esforzado en defender
el matrimonio como único modo posible de ejercicio legítimo de la sexualidad y
cómo vía ordinaria de la filiación legítima. Ahora se trata de mostrar cómo
estas dos afirmaciones de la tradición canónica pueden ser confirmadas por la
valoración familiar del vínculo. Desde una perspectiva bíblica, la alianza
conyugal constituye a los esposos en la una caro[16],
es decir, los convierte en una “unidad en la naturaleza”[17].
Aunque es la voluntad la que crea el vínculo jurídico - pues sólo los cónyuges
tienen ese poder unitivo - el efecto del consentimiento trasciende la voluntad,
pues actualiza una capacidad contenida en la naturaleza o en las “naturalezas”
del hombre y de la mujer. Con la afirmación “lo que Dios ha unido, el hombre no
lo separe” (cfr. Mt. 19, 5-6), la Sagrada Escritura quiere expresar precisamente
que es el creador de la naturaleza humana el que ha dejado en manos de los
esposos la capacidad de unirse - sólo su libérrima voluntad puede hacerlo y
ninguna autoridad humana puede suplirla -, pero una vez actuada dicha capacidad
en el consentimiento matrimonial, la unión es producida por Dios mismo (mediante
dinamismos naturales, que pertenecen al orden de la Creación y que no son ajenos
a la gracia de Dios).
Juan Pablo II ha puesto en relación la “una caro” con la familia, en cuanto
comunidad fundada por los esposos de todas las épocas que son fieles al diseño
divino del “principio”, es decir, del orden de la creación[18].
En esta profundización en la antropología teológica encuentra fundamento la
afirmación del carácter familiar de la unión conyugal, la cual constituye la
primera relación familiar, pues es a través de ella que se despliegan las
restantes: fundamentalmente, la filiación y la fraternidad[19].
Los cónyuges son entre sí los primeros parientes, desde el mismo momento que
intercambian el consentimiento y, en modo especial, cuando lo consuman mediante
la primera cópula conyugal en la que se re-conocen recíprocamente como cónyuges.
b)La consideración de la naturaleza familiar del consentimiento y del vínculo
conyugales permite superar una muy difundida visión biologista, en cuya virtud
la esencia de la familia estaría constituida esencialmente por los lazos de la
“sangre”.
“Desde hace más de cincuenta años - señalaba en 1986 un conocido autor
contemporáneo - antropólogos y sociólogos de la familia se dividen en dos sectas
rivales, que comprenden, respectivamente, los que en homenaje al autor de
Gulliver yo llamaría los ‘verticalistas’ y los ‘horizontalistas’[20].
Mientras que para los primeros la filiación constituye el dato esencial, para
los segundos la esencia de la familia se encuentra en la dimensión horizontal,
es decir, en el hecho de que las familias biológicas se constituyen a través de
alianzas conyugales y éstas están regidas a su vez por normas sociales y
jurídicas (y no por necesidades biológicas). “Sangre y libertad”[21]
serían dos componentes o ingredientes de todo sistema familiar: de una parte,
los lazos biológicos de la sangre; de otra, los lazos jurídicos creados por la
libertad.
Para superar el dualismo y para evitar los excesos en los que pueden incurrir
tanto los “verticalistas” como los “horizontalistas”, es necesario partir de una
consideración unitaria del hombre, en cuya virtud no hay oposición entre
“sangre” y “libertad”, como tampoco la hay entre “naturaleza” y “cultura”. Los
vínculos familiares son - ¡todos ellos! - relaciones creadas por la voluntad
humana y no fruto del caso, del instinto o de los procesos biológicos. Ahora
bien, la causalidad propia de la voluntad se produce sólo en la medida en la que
la voluntad sigue el orden de la naturaleza (es decir, de la recta ratio) y no
cuando se aparta o se opone a ella. En otras palabras, se trata de relaciones
que no pueden ser creadas por una “voluntad” dominada por intenciones
utilitaristas o individualistas, sino por actos humanos que tienen la misma
dimensión o estructura esponsal propia del matrimonio, es decir, actos en los
que las personas se entregan a sí mismas al tiempo que aceptan la co-identidad
de la otra persona. Juan Pablo II habla del principio de la solidaridad o
compactibilidad, que se expresa a través de la palabra “honrar” y que deriva del
cuarto mandamiento del Decálogo[22].
Sin una actitud profunda de “honor” a la persona, no es posible “generar”
ninguna de las identidades y relaciones familiares.
El punto clave para superar el dualismo del que estamos hablando se encuentra
precisamente en la consideración familiar del vínculo conyugal: en él los
cónyuges no están unidos exclusivamente por un lazo de naturaleza contractual y
jurídica, sino que están relacionados en los diversos niveles del “ser personal”
- físicos, afectivos y espirituales - ni más ni menos que en las restantes
relaciones familiares. Decimos que éste es el punto clave, porque a través de él
se puede fácilmente superar igualmente la visión biologista que sitúa en “la
sangre” la esencia de la familia y de toda relación familiar. Si el matrimonio,
que se origina esencialmente por un acto de consentimiento, es la primera
relación familiar, entonces también las demás relaciones familiares pueden estar
“libres” de la biología, es decir, pueden existir aunque entre los sujetos no
haya vinculación de naturaleza biológica. Piénsese, por ejemplo, en la condición
familiar de los hijos adoptados, que ha sido siempre admitida por la tradición
canónica. Más aún, precisamente en esta tradición se admite la posibilidad de
una familia en la que ninguno de los miembros estaría unido a los demás por
lazos biológicos: así ocurriría, por ejemplo, en el supuesto de que una pareja
casada, que por razones legítimas no hubiera consumado la unión a través la
cópula conyugal, hubiera adoptado dos o más hijos (procedentes de parentelas
biológicas distintas). Estarían presentes las tres relaciones básicas -
conyugalidad, filiación y fraternidad -, pero ninguna de ellas constaría de la
dimensión biológica. Lógicamente, esta familia no podría ser presentada como
modelo, puesto que la dimensión biológica - aunque no sea esencial - está
presente en los procesos normales de formación de la familia. Por eso, el
paradigma de familia se encuentra condensado en esta afirmación del catecismo de
la Iglesia: “Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una
familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad
pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en
función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco”[23].
La generación de la realidad familiar escapa absolutamente del poder y de las
capacidades de los centros de investigación científica, de los laboratorios, de
los quirófanos y de las decisiones o estrategias comerciales y financieras. Tal
poder está en las manos de toda verdadera pareja humana, por pequeña y mísera
que sea su posición en la escala social: “en el interior de la alianza conyugal,
al alcance de cualquier desposeído del poder y la gloria ‘humanas’, anida una
extraordinaria, específica y exclusiva potestad soberana, el poder de generar
derecho. Aún más, el poder de generar el primero de los vínculos jurídicos. Un
auténtico poder institucional: esto es, un poder capaz de poner en la existencia
vínculos jurídicos reales que articulan la realización social de las personas
humanas”[24].
c) La consideración familiar del vínculo conyugal contribuirá eficazmente a una
inculturación del principio de la indisolubilidad del matrimonio[25].
La consideración familiar del vínculo conyugal ayudaría a reforzar la idea -
presente al menos implícitamente en toda la tradición canónica - de que el
hombre y la mujer casados se pertenecen recíprocamente, constituyen los primeros
parientes y su identidad personal está constituida, también, por la identidad de
cónyuge, que es una co-identidad biográfica. Esta idea es todavía pacífica en
las restantes relaciones familiares, porque se considera que - una vez creada -
la relación familiar subsiste con independencia de la voluntad de los sujetos de
la relación. La noción de “ex-familiar” - ex-padre, ex-hijo, ex-hermana -
todavía no ha encontrado arraigo en occidente, mientras que ha tomado carta de
naturaleza la noción de “ex-marido” o de “ex-mujer”, porque se piensa que estas
relaciones no alcanzan los niveles más íntimos de la persona, como hemos
explicado más arriba.
Por otra parte, esta labor de inculturación del carácter familiar del vínculo no
sólo debería producirse a niveles de divulgación y de catequesis, sino también
en ámbitos desde los que, muchas veces, parten iniciativas pastorales de gran
influjo en la opinión pública. Por ejemplo, recientemente han sido propuestas
con mayor o menor alcance, medidas pastorales (de todos conocidas) dirigidas a
aligerar el peso de la situación en que se encuentran los fieles divorciados
casados de nuevo, pero consistentes en admitir a dichos fieles a la eucaristía o
de afirmar la existencia de un poder pontificio de disolución del matrimonio
rato y consumado. Entre estas últimas iniciativas destaca la preconizada por
Petrà[26],
quien sostiene que “el matrimonio no puede morir”, es decir, que, una vez
casados, los esposos unen sus vidas mediante una relación que no puede ser
disuelta por la muerte de los esposos. Que la muerte disuelva el vínculo
conyugal, sería - según este autor - una tesis admitida acríticamente por la
tradición canónica y sin apoyo suficiente en la revelación cristiana. Para Petrà,
hay muchos elementos en la tradición y en el magisterio para poder defender la
“inmortalidad” del vínculo conyugal: la antigua tradición que prohibía las
segundas nupcias de los viudos, la espiritualidad y la teología de la viudedad,
etc. Sin embargo, sería también un hecho indiscutible que la Iglesia ha
atribuido a la muerte física de uno de los esposos el efecto de la disolución
del vínculo. Para Petrà, dicha disolución sería producida por la potestad de la
Iglesia y no por la muerte física. Esta última sería sólo un “hecho” u ocasión
que la Iglesia estimaría suficiente para ejercitar su potestad y disolver el
vínculo conyugal, consintiendo que el cónyuge superviviente pueda casarse de
nuevo.
Mediante esta tesis original, el autor italiano propone a la Iglesia la
posibilidad de ejercitar ese mismo poder en otras situaciones, diversas a la
muerte física, pero parecidas a ella: como sería el caso en que la relación
conyugal ha “muerto” definitivamente desde el punto de vista afectivo y
espiritual. La Iglesia católica debería contemplar la posibilidad de aprender de
la tradición oriental de la “oikonomia”. Se trataría de un poder que Cristo
habría conferido a la Iglesia, pero de cuya posesión ésta no sería todavía
consciente, pues ella misma se habría limitado el propio campo de acción en
virtud del principio según el cual “el matrimonio rato y consumado no puede ser
disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte”
(canon 1141 CIC).
La tesis de Petrà es muy interesante para nosotros, pues el autor muestra una
carencia de siglos - realmente existente - en la reflexión antropológica y
teológica sobre el vínculo matrimonial. La dimensión escatológica, en efecto, no
puede ser olvidada: Cristo ha redimido el amor conyugal de los esposos,
haciéndolo suyo y dándoles la posibilidad de que ellos participen de la Nueva
Alianza en un modo propio y a ellos exclusivo. Tal profundización - en esto
tiene razón el autor italiano - debe conducir a la conclusión de que el
matrimonio no puede morir. Ahora bien, es precisamente aquí donde se hace
necesario establecer la diferencia que existe entre el concepto de “relación
conyugal” y el concepto de “vínculo conyugal”. El matrimonio es ambas cosas: es
relación familiar, y en ese sentido las identidades de “marido” y “mujer” (como
las correlativas de “padre” y de “madre”) no desaparecen con la muerte de la
persona, sino que se mantienen transformadas en el más allá. Pero el matrimonio
es también un vínculo de justicia y, en este sentido, tiene una valencia caduca
y terrenal, vigente en la medida en que estén en vida ambos cónyuges y sólo en
esta vida[27]
(Cf. Mc. 12, 21).
El matrimonio no es solamente un vínculo de justicia llamado a cumplir una
función social en esta vida terrena, sino que es una relación familiar, íntima y
vocacional, destinada a permanecer en la eternidad. No se pueden confundir ambos
planos. Por esta razón, la Iglesia hace bien en considerar como un principio
absoluto que no puede celebrar las segundas nupcias de sus fieles mientras estén
en vida los cónyuges de una unión anterior. Es precisamente la radicalidad del
don esponsal la que crea, de un lado, un vínculo de justicia que sólo la muerte
puede romper; de otro e inseparablemente, una relación familiar que está llamada
a perdurar por toda la eternidad. Por lo tanto, no es contradictorio afirmar la
inmortalidad de la relación conyugal al mismo tiempo que la Iglesia restringe al
máximo el ejercicio de la potestad recibida de Cristo por entender que está en
juego su misma identidad de Esposa, significada por la unión conyugal de los
esposos cristianos. Por otra parte, al afirmar el derecho de los viudos a
contraer segundas nupcias, la Iglesia no hace más que constatar o declarar la
inexistencia de un impedimento. La disolución del vínculo es producida por la
muerte de uno de los esposos, no por algún teórico acto eclesial de naturaleza
constitutiva.
d) Por último, la consideración de la naturaleza familiar del vínculo conyugal
puede consentir una mayor eficacia en la pastoral relativa a la paternidad
responsable.
La familia es una comunidad educativa que tiene su origen en el mismo momento
fundacional del matrimonio, es decir, en la boda. El bien de la familia[28]
es dinámico y existencial, en el sentido de que tiene que ser establecido
siempre en un contexto personal real y concreto y no es posible establecerlo o
determinarlo a priori y en abstracto. No es lo mismo la pareja de esposos en los
primeros días de su vida conyugal, que cuando han tenido el primer hijo o cuando
son ya abuelos y sus nietos se cuentan por docenas. Teniendo en cuenta la
anterior afirmación, se podrá entender por cuál motivo sostenemos que la
consideración de la naturaleza familiar del vínculo conyugal debe servir para
una mayor eficacia de la pastoral relativa a la paternidad responsable.
En primer lugar, puede haber momentos en los que el “bien de la prole” adquiere
la prioridad en la vida de la familia: así sucede cuando los hijos no pueden
valerse por sí mismos y están absolutamente necesitados de la ayuda de los
padres. El bonum coniugum, en este caso, aparece subordinado al bien de la
prole, puesto que sólo a través de su dedicación a la paternidad y maternidad
podrán los padres ser buenos esposos. Con otras palabras, el bonum coniugum es
determinado por el bonum familiae.
En todo caso, la consideración del carácter familiar del vínculo conyugal
impedirá incurrir en una tentación de la que no son inmunes muchos autores y que
consiste en una visión puramente subjetiva e individualista del vínculo
conyugal. Está muy difundida, en efecto, la expresión “relación interpersonal”
aplicada al matrimonio. Aunque dicho uso es perfectamente lícito, tiene el
inconveniente de consentir una lectura individualista de los textos
magisteriales y canónicos de los últimos decenios. La relación matrimonial no es
una mera “relación interpersonal” - como puede serlo la que une a dos amigos -
sino que constituye una concreta y específica relación familiar, es decir, forma
parte de un entramado extenso que se llama “sistema de parentesco” y que
configura cada sociedad humana desde dentro. Más en concreto, la referencia al
hijo pertenece a la estructura misma del vínculo conyugal. De ahí que el bonum
prolis[29]
esté en el vínculo como parte esencial del “bonum coniugum” y que todo acto
conyugal tenga que estar abierto a la vida, al menos en su sentido objetivo, es
decir, en cuanto no puede ser “profanado” por un acto de naturaleza
contraceptiva. En el acto conyugal los esposos se “re-conocen” no sólo como
cónyuges sino también como padres potenciales, porque en él está significada la
donación de sus personas y en él se comunican el bonum familiae. Cada acto
conyugal es una renovación del pacto conyugal en el que el consentimiento de los
esposos fundó la familia.
En segundo lugar, el concepto de bonum familiae podrá evitar en el futuro la
reaparición de visiones reductivas del vínculo conyugal a la condición de mero
instrumento para la reproducción. El bonum coniugum es un bien personal, por lo
que no puede ser instrumentalizado para fines utilitarios. Puesto que estos
reduccionismos en favor de la dimensión procreativa han existido y han estado
también en el origen de la reacción pendular de los últimos decenios, es
oportuno mostrar que el bonum familiae permite también una revalorización del
bien de los cónyuges, sin que por ello se olvide o se relegue a un segundo lugar
el bien de los hijos.
En conclusión, si definimos la naturaleza como “lo que cada cosa
viene a ser al final de su desarrollo”[30]
se deberá concluir que la racionalidad jurídica del matrimonio deriva de la
contemplación del mismo al final de su desarrollo. El vínculo conyugal no es una
realidad abstracta y siempre idéntica a sí misma: es una relación familiar,
llamada a desplegar unas potencialidades concretas, esto es, a ser el corazón de
la familia y de la sociedad, santuario de la vida e iglesia doméstica.
[1] Cf. Juan Pablo II, Discurso con ocasión del Año Internacional de la Familia, pronunciado en la Plaza de san Pedro el 8 octubre 1994, en «L’Osservatore Romano», 11-12 octubre de 1994, p. 5.
[2] Estamos hablando en términos generales y sin olvidar que en los últimos decenios se han publicado diversas monografías y un buen número de artículos de revista en los que se examina la posibilidad de la existencia de un Derecho canónico de familia. Pero en términos generales, y salvo contadas excepciones, tales estudios son realizados con un método exegético mediante el que la familia no es estudiada en sí misma sino en cuanto aparece en las normas positivas del Ordenamiento canónico.
[3] Cf. Mat. 19, 4-6.
[4] En este epígrafe nos referiremos sobre todo a la comprensión jurídica del matrimonio en la cultura contemporánea, tal como se refleja en la mayoría de los ordenamientos estatales. No son objeto de estas reflexiones la noción del matrimonio en el ordenamiento y en la doctrina canónicas.
[5] En este caso, se ponían al mismo nivel la indisolubilidad del vínculo y la voluntad divina dirigida a “convertir” el matrimonio en un contrato sinalagmático. Al respecto, véase Ferro, J.H., El objeto del consentimiento matrimonial y la “norma personalista”, Thesis ad doctoratum in Iure Canonico totaliter edita, Roma 1998, pp. 21-88.
[6] No obstante, es todavía una opinión difundida entre los primeros que tal sustitución es sólo nominal, puesto que continúan usando las categorías y los conceptos prestados de la teoría general de los contratos. Véase, en este sentido, Castaño, J.F., Il matrimonio, è contratto? en “Periodica”, 82 (1993), pp. 431-476.
[7] Así, para los canonistas partidarios de la naturaleza contractual del matrimonio, el “iuscorporalismo” característico del Código de 1917 habría sido sustituido por el llamado “iuspersonalismo”, el cual haría hincapié en la dimensión y hondura espiritual y humana propia de los deberes y derechos conyugales, intentando superar la doctrina que centraba todo en la categoría del “ius in corpus”.
[8] Cf. Hervada, J., Esencia del matrimonio y consentimiento matrimonial, en “Persona y Derecho”, 9 (1982), pp. 161-166. Hemos desarrollado este punto, en su relación con el concepto de indisolubilidad, en Carreras, J., Il “bonum coniugum” oggetto del consenso matrimoniale, en “Ius Ecclesiae”, 6 (1994), pp. 117-158, en especial pp. 126-135.
[9] La aparente contradicción entre indisolubilidad del vínculo y libertad individual puede superarse si se precisan mejor las nociones que están en juego: la indisolubilidad no es un factor extrínseco o impuesto a los cónyuges desde fuera, sino una propiedad intrínseca del vínculo, que los esposos libremente han creado mediante su consentimiento. De igual modo, la libertad tampoco es una capacidad omnímoda de autoproyección de la persona, sino más bien una facultad limitada y condicionada. Decir que la indisolubilidad del vínculo es contraria a la libertad sería tanto como sostener que también lo es la paternidad o la maternidad, pues también estas identidades comportan exigencias de justicia que acompañan toda la existencia de los sujetos.
[10] Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 48.
[11] Recientemente un sociólogo alemán ha teorizado lo que constituye la sociedad compleja en la que las relaciones son “puras”, es decir, no tienen contenidos específicos sino que tienen que ser negociadas día tras día por los sujetos de las mismas. Vid. Giddens, A., La trasformazione dell’intimità. Sessualità, amore ed erotismo nelle società moderne, Il Mulino, Bologna 1995. Una crítica certera de esta obra se puede encontrar en Belardinelli, S., Il gioco delle parti. Identità e funzioni della famiglia in una società complessa, AVE, Roma 1996, pp. 52-63.
[12] Es sugestivo el título de un artículo de Donati, P.P., La nuova cittadinanza della famiglia, in AA.VV., “Terzo rapporto sulla famiglia in Italia”, Edizione Paoline, Milano 1993.
[13] La expresión “espejismo de la ceremonia legal” ha sido empleada por Viladrich, P.J., Agonía del matrimonio legal, Madrid 1984, p. 119. Al respecto, véanse las ponencias del mismo Viladrich y de Héctor Franceschi discutidas en este mismo congreso, en las que se denuncia una comprensión legalista del sistema matrimonial canónico, incompatible con la tradición y con el derecho soberano de los esposos.
[14] Una óptima contraposición de la lógica utilitarista con la personalista en el ámbito del derecho de familia es realizada por Juan Pablo II, Carta a las familias, nn. 9-15.
[15] Carreras, J., La noción jurídica de relación familiar, en AA.VV., “El primado de la persona en la moral contemporánea. XVII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra (Pamplona, 17-19 abril de 1996). Pamplona 1997, p. 436.
[16] La expresión bíblica “una caro” se encuentra en Gn 2, 24; Mt 19, 5; Ef. 5, 31.
[17] Esta expresión ha sido especialmente empleada por Javier Hervada, para significar con ella la misma realidad, es decir, que los esposos constituyen el principio de la generación humana: “El matrimonio puede pues, a este respecto, describirse como la comunidad que forman varón y mujer, cuya estructura básica estriba en una unidad (predicamental) en las naturalezas: dos naturalezas individualizadas y complementarias en lo accidental se integran entre sí comunicándose ambas en lo que tienen de distintas, mediante una relación jurídica que las vincula y en cuya virtud cada cónyuge es copartícipe del otro en la virilidad y en la feminidad” (Hervada, J., Cuestiones sobre el matrimonio, en ID. “Vetera et Nova”, vol. I, Pamplona 1991, p. 584).
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, n. 19.
[19] Lógicamente, desde una perspectiva personal la primera relación consiste en la filiación-(paternidad-maternidad), pues en ella se adquiere la primera identidad personal y familiar. Desde el punto de vista familiar, no obstante, la primera relación es la relación matrimonial, porque de ella derivan las restantes. Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, n. 7.
[20] Lévi-Strauss, C., Prefazione, en AA.VV., “Storia universale della famiglia”, Mondadori, Milano, 1987, p. 9. En este breve prefacio este experto antropólogo no logra superar este dualismo, aunque muestre un equilibrio certero, al considerar que las dos tendencias señalan aspectos reales del problema.
[21] Éste es el título de un reciente libro -Moreno, A., Sangre y libertad, Madrid 1994 - en el que se exponen los últimos avances de la investigación antropológica relativa a los sistemas de parentesco.
[22] Juan Pablo II, Carta a las familias, n. 15.
[23] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2202.
[24] Viladrich, P.J., La familia soberana, en “Ius Canonicum”, 34 (1994), p. 437.
[25] Este aspecto ha sido desarrollado por Alzate, P., Matrimonio, familia y cultura, Santafé de Bogotá 1997, pp. 209-212.
[26] Petrà, P., Il matrimonio, può morire? Studi sulla pastorale dei divorziati risposati? EDB, Bologna 1995.
[27] Mc. 12, 21: “Cuando resucitarán de los muertos, en efecto, no tomarán mujer ni marido, sino que serán como ángeles en los cielos”.
[28] El estudio de los bienes del matrimonio ha recibido un nuevo empuje con ocasión del magisterio conciliar y pontificio. Juan Pablo II, en su Carta a las familias n. 11, habla del “bien de la familia”. Nuestra reflexión no quiere salirse de ese mismo nivel y, de ningún modo, pretendemos introducir una nueva categoría jurídica o “capítulo de nulidad” que pudiese ser invocado en los tribunales eclesiásticos. Tanto el concepto de “bonum coniugum” como el de “bonum familiae” deben ser entendidos en su contexto antropológico, sin instrumentalizarlos para abrir nuevos caminos o vías para obtener la declaración de nulidad del matrimonio.
[29] Conviene precisar que la expresión “bonum prolis” no tiene el mismo espesor ni la misma valencia cuando está referida a la prole realmente existente - se trata entonces del bien personal de otros seres humanos que incide necesaria y poderosamente en la determinación del bonum familiae - que cuando consiste en la debida apertura a la vida humana. En este último sentido, el bonum prolis aparece más bien como una dimensión esencial del bonum coniugum, pero no es diverso de él.
[30] Aristoteles, Política, I, 2, 1252, b32-34. La acertada expresión aristotélica debe ser bien entendida. No significa que todas los matrimonios hayan de ser juzgadas por los resultados posteriores o sucesivos - lo que supondría un existencialismo ontológico y un consecuencialismo ético -, sino que al contemplar una esencia cualquiera como principio de operaciones - es decir, una naturaleza - hay que tener en cuenta que ésta está llamada a cumplir una propia perfección, que, en el caso de la naturaleza humana, se adquiere mediante el ejercicio de las virtudes. La inclinación natural del hombre y de la mujer adquiere su última racionalidad en la familia extensa, como comunidad de varias generaciones. Lo cual no significa - sería un error - que el matrimonio exista en función de la especie o de los demás vínculos de parentesco.