La pasión de Mel Gibson

Casiano Floristán,
profesor emérito de Teología Práctica


LA Semana santa ha coincidido este año con la proyección de La Pasión de Cristo, filme dirigido por el conocido actor Mel Gibson, que retrata al por menor las últimas doce horas de la vida de Jesús con diálogos en arameo (lengua de Jesús) y en latín (lengua de los romanos de aquel tiempo). El hecho de usar dos lenguas muertas -con subtítulos, claro está- indica una elección intencionada del director, de atenerse lo más fiel posible a lo que pasó.Hay críticos que descalifican esta película porque se recrea excesivamente en la crueldad sanguinaria con la que fue tratado Cristo y porque pone de relieve en demasía el antisemitismo. Otros recriminan las creencias religiosas de Gibson, un australiano católico perteneciente a una comunidad fundamentalista que no simpatiza con la reforma conciliar de la Iglesia. La película tiene muchos valores artísticos, pero no entro en ellos, sino que me fijo en el teología de la pasión que subyace en la película.

Las cuatro narraciones de la pasión no están escritas para impresionar angustiosamente, sino para despertar libremente la fe y afianzar la esperanza en la resurrección. Gibson ha filmado el sufrimiento de Cristo «al pie de la letra», como si las cuatro narraciones de la pasión fuesen rigurosas exposiciones históricas, sin tener en cuenta que describen la muerte de Jesús en forma de confesión de fe y de buena nueva, no de un modo trágico sino esperanzador. No refieren sólo algo que pasó sino un hecho que tiene validez siempre. Además, dan cuenta de una victoria, no de un fracaso. No están escritos para impresionar angustiosamente, sino para despertar libremente la fe y afianzar la esperanza en la resurrección.

Otro aspecto discutible del filme es mezclar rasgos de las cuatro pasiones como si se pudiera hacer un guión único, cosa que hace Gibson. Por ejemplo, está la escena de los dos ladrones crucificados, propia de san Lucas, y el diálogo de Jesús con su madre y el discípulo amado, exclusiva del relato de san Juan. La Iglesia rechazó desde los primeros siglos todo intento de armonizar los cuatro evangelios en un solo, ya que se tergiversaban los textos.

Todo intento de filmar la pasión de Cristo supone una visión teológica, más o menos encubierta. De hecho, se han dado a lo largo del tiempo diversas interpretaciones de la muerte de Jesús. Hasta el s. XIII el sentimiento religioso del pueblo se centraba en la cruz, signo de entrega, dulzura y amor. Más tarde prevaleció la exaltación del sufrimiento de Cristo como si hubiese deseado morir en la cruz. Este dolorismo patético e incluso a veces macabro de los siglos XIV y XV fomentó una gran devoción a la cruz, que culminó en el s. XIX con la exaltación del cristiano sacrificado y obediente a toda autoridad. Con la proclamación de la pasión se celebraba la glorificación del sufrimiento, en lugar de exaltar la lucha por la justicia del reino de Dios, causa que condujo a Jesús a ser crucificado y a resucitar.

Según la interpretación dolorista que aparece en el filme de Gibson, Jesús fue modelo de obediencia y resignación, destinado a un sufrimiento terrible por Dios para reparar los pecados del mundo. La nueva exégesis de la pasión, en cambio, nos hace ver la figura de Jesucristo de otro modo, más humano y más implicado en la historia, desde el proyecto utópico del reinado de Dios y de su identificación con Dios. El episodio de la resurrección, que en el filme que comentamos es fugaz, es esencial para entender la pasión de Jesús. Merece más relieve.

Las críticas a la resignación dolorista de la cruz, debidas a Feuerbach, Nietzsche y Marx, son de sobra conocidas. En realidad, el pueblo encuentra en el sufrimiento de Cristo el amor de Dios. Este hallazgo escandalizó a griegos cultos y escandaliza a sabios modernos, habituados a entender el poder como control desde fuera, no como fuerza liberadora sumergida entre los pobres. El pueblo no manipula al Dios cristiano, aunque aveces lo deforma. La usurpación de Dios es una constante histórica de los poderosos en lo religioso, político y económico.

La tradición cristiana, siguiendo a san Pablo, ha entendido la muerte de Jesús como sacrificio expiatorio de nuestros pecados. También ha interpretado que el mundo es reconciliado por la muerte de Cristo. Estas afirmaciones, sin fe, no son inteligibles o aceptables. Los discípulos de Jesús aprendieron pronto que la cruz no es algo pasado sino presente. Discípulo de Jesús es el que carga con la cruz, se gloría sólo en la cruz del Señor y da testimonio de la cruz de Cristo. Claro está, la cruz no tiene sentido sin la resurrección. La cruz es árbol florido.

La teología de la liberación relaciona la cruz de Jesús con «el pueblo crucificado», relación ausente en Gibson. Junto a las cruces individuales están las cruces de personas y pueblos explotados, oprimidos. Hay una relación estrecha entre las cruces de la historia y la cruz de Cristo. Para el pueblo cristiano, la cruz es un misterio que revela la victoria de Jesucristo frente a todo adversario y adversidad. Cree que el sacrificio del calvario es un castigo indebido e infame que recibió el Hijo de Dios, un crucificado inocente llamado a resucitar porque Dios está con él.

El pueblo se ha identificado y se identifica con el crucificado más que con el resucitado, quizá porque su historia es historia de sufrimientos. La teología pascual de la resurrección no le hace mella. Intuye en lo profundo una teología de la cruz. Sin mayor dificultad ha aceptado la interpretación teológica de la resignación o de la oblación de Cristo como víctima inocente que paga el rescate por todos los mortales y por todos los pecados.

El pueblo venera a Cristo como nazareno sufriente y crucificado, con el que vive su agonía en cuanto pueblo lleno de dolores. Por esta razón es el Viernes santo, no el Domingo de resurrección, la fiesta cristiana popular por antonomasia de la Semana santa. Nuestro pueblo cristiano está lejos de vivir la cara gozosa de la pasión de Jesús, que es la Pascua de resurrección.