MORAL SOCIAL
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SUMARIO: I. La moral social: 1. Moral social fundamental; 2. Los derechos humanos; 3. Moral económica; 4. La ecología, un problema moral nuevo; 5. Moral política; 6. Moral de la cultura; 7. Moral del conflicto. II. Posibilidades catequéticas: 1. Catequesis sistemática sobre moral social; 2. Catequesis ocasionales de moral social; 3. La moral social, eje transversal de toda catequesis.

Dar a conocer la moral social, forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia (CA 5ef; 54b); por lo tanto, estará necesariamente presente en la catequesis.

La moral social cristiana brota de la llamada que todo cristiano recibe a construir, ya en el presente, el reino de Dios: Reino escatológico —cielos nuevos y tierra nueva—, pero que se va realizando ya en nuestro mundo; Reino que es gracia de Dios, pero que es también tarea humana; Reino que no se confunde con la Iglesia, pero que subsiste en ella y del cual ella es servidora; Reino que se realiza en el mundo, pero sin identificarse con ninguna de sus realizaciones.

La moral social debe aparecer en un marco de gracia –el Reino que viene, que Dios va realizando– en el que la Iglesia, y los cristianos dentro de ella, se ven comprometidos. No organizamos la convivencia en sociedad de una determinada manera para que llegue el reino de Dios, sino porque ha llegado ya: «Convertíos porque ha llegado el reino de Dios» (Mt 4,17). De ahí la necesaria referencia teológica (a Dios y su Reino) y teologal (los valores y comportamientos, signos de la gracia de Dios).

Debido a la reserva escatológica, la moral social cristiana se distinguirá claramente de cualquier proyecto político concreto. Pero no por eso debe aparecer como algo irreal o irrealizable. Como diremos más adelante, es necesario combinar la esperanza con el realismo.


I. La moral social

1. MORAL SOCIAL FUNDAMENTAL. En la Iglesia siempre ha existido eso que hoy llamamos «moral social», cuyo objetivo es mostrar cómo debe ser la vida en sociedad según la fe cristiana. La enseñanza social de los santos padres (es decir, los grandes teólogos de los ocho primeros siglos) fue, por lo general, de carácter ocasional, a través de homilías, pero se caracterizó por un notable talante profético. Con la escolástica comenzaron ya los tratados sistemáticos, que alcanzaron en el siglo XVI gran altura y notable influencia. A partir de la publicación de la encíclica Rerum novarum (1891), de León XIII, se ha hecho costumbre que los mismos papas y las distintas conferencias episcopales iluminen con su magisterio los problemas sociales.

Dos son las fuentes de la moral social: la Sagrada Escritura y la razón humana. Como es lógico, en la Biblia no se encuentran juicios sobre la mayoría de las cuestiones sociales que hoy nos preocupan, porque no existían entonces. Sin embargo, encontramos en ella una serie de principios —el destino universal de los bienes, la preferencia por los débiles, la autoridad como servicio, etc.– con los que es posible enjuiciar las realidades actuales. El recurso a la razón es igualmente necesario, sobre todo si pretendemos que nuestro discurso ético pueda tener alguna validez para quienes no comparten la fe cristiana (cf FR 98).

En la moral social existen ciertos principios de carácter permanente. El más importante de todos es la dignidad de la persona humana, del que se derivan otros dos: el principio de solidaridad (todos somos responsables de los demás) y el principio de subsidiariedad (las instancias superiores deben respetar las iniciativas de las instancias inferiores que favorezcan el bien común, e incluso facilitarles los medios necesarios para llevarlas a cabo). Ambos principios se complementan. Debido al principio de solidaridad la moral social cristiana se opone a todas las formas de individualismo, y debido al principio de subsidiariedad se opone a todas las formas de colectivismo.

En la moral social existen también muchos juicios que, al referirse a realidades cambiantes, tienen una validez igualmente limitada (más adelante encontraremos un ejemplo al hablar de la doctrina de la guerra justa).

La moral social debe moverse entre la utopía y el realismo. En todos los temas —desde la distribución de los bienes hasta el recurso a la violencia y desde los sistemas económicos hasta la legislación– los cristianos deben intentar hacer presentes ya en el mundo los valores de la nueva creación inaugurada por Cristo, pero no pueden ignorar que la creación anterior conserva todavía mucha fuerza. Pablo sabía de esto cuando escribió a los corintios: «Os di a beber leche, no alimento sólido, porque no lo podíais soportar; ni podéis todavía, pues aún sois carnales» (lCor 3,2-3).

2. Los DERECHOS HUMANOS. «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esa dignidad brotan los derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos... El derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la vida pública, a la libertad religiosa, son hoy especialmente reclamados» (DGC 18).

Llamamos derechos humanos a los que poseen todos los seres humanos por el hecho de serlo, independientemente de cuál sea su raza, sexo, religión o clase social. Se trata de derechos naturales, es decir, fundados en la misma naturaleza humana, y por lo tanto anteriores y superiores al derecho positivo. Esto equivale a decir que las leyes no crean esos derechos; únicamente los descubren, los proclaman y los defienden.

El primero y fundamental de los derechos humanos es el derecho a la vida. Si este no se respetara de nada servirían los demás. El derecho a la vida podría enunciarse así: «Mientras vivo tengo derecho a vivir». Por lo tanto, el primer derecho del hombre es el derecho a nacer cuando ha sido concebido, y el último, el derecho a morir cuando Dios quiera. Incompatibles con el derecho a la vida no son únicamente el aborto y la eutanasia activa, sino también la pena de muerte y la injusta distribución de los bienes entre el Norte y el Sur del Planeta.

Los restantes derechos humanos (PT 11-27) suelen clasificarse por «generaciones». Los derechos de la primera generación podrían englobarse bajo el nombre genérico de «libertades» (libertad de conciencia, de expresión, de prensa, de asociación...) y se reivindicaron al menos desde el siglo XVIII. Los derechos de la segunda generación podrían caracterizarse como «liberaciones» (derecho a un trabajo digno, a un nivel de vida adecuado, a la educación, a la asistencia sanitaria...) y empezaron a reivindicarse a finales del siglo XIX. Los derechos de la tercera generación no afectan a los individuos aislados sino a las colectividades y son, por ejemplo, el derecho a vivir en paz, el derecho a un medio sano, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, etc.

«La obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. En cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana» (DGC 19).

3. MORAL ECONÓMICA. a) La actividad económica. Desde el siglo XVIII la economía ha venido reivindicando una total autonomía con respecto a la ética por considerar que las leyes del mercado libre son tan naturales como las leyes naturales y, por lo tanto, no tiene sentido aplicarles las categorías éticas de justicia o injusticia. Sin embargo, la actividad económica se desarrolla en un contexto de escasez, lo que obliga constantemente a realizar opciones. Y desde el momento en que hay que tomar decisiones tiene algo que decir la ética. Tres son las principales cuestiones que debe plantearse la actividad económica:

En primer lugar, qué producir. La permanente tensión entre unos deseos teóricamente ilimitados y unos medios limitados exige responder así: deben producirse solamente los bienes y servicios que satisfagan auténticas necesidades humanas. E incluso entre estas es necesario establecer ciertas prioridades. Hay necesidades de tal rango que constituyen verdaderos derechos fundamentales de la persona. Juan XXIII afirmaba: «Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos que este tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado» (PT 11).

En segundo lugar, cómo producir. El simple incremento de la productividad no justifica el empleo de métodos alienantes para los trabajadores. El trabajo no es solamente un medio para ganarse la vida, sino también una forma de realización humana y de servicio a los demás (cf LE 7). Precisamente por eso debe ofrecerse la posibilidad de trabajar a todos los ciudadanos capacitados para ello (LE 18).

La tercera gran cuestión es para quién producir; es decir, cómo debe distribuirse la producción nacional entre los individuos y las familias. El principio del destino universal de los bienes (GS 69) no exige una igualdad absoluta, pero sí una igualdad fundamental, tanto entre las personas individuales como entre los pueblos (SRS 33g). Por eso las leyes fiscales –que, además de la función recaudatoria para financiar los gastos comunes, tienen una función redistributiva– obligan en conciencia (CCE 2240; 2409). Incluso más allá de las obligaciones fiscales, el creyente debe practicar de forma espontánea la comunicación cristiana de bienes con los necesitados (SRS 31g).

b) Los sistemas económicos. Durante todo el siglo XX dos sistemas económicos han estado disputándose el mundo: el capitalismo –basado en la propiedad privada de los medios de producción y el mercado más o menos libre– y el socialismo –basado en la propiedad colectiva de los medios de producción y la planificación central de la economía–.

A partir de 1989, con el desmoronamiento de los regímenes colectivistas de la Europa del Este, se puede decir que ha quedado el capitalismo como único modelo de referencia. En este existen, sin embargo, dos corrientes: la economía social de mercado (partidaria de una intervención de los poderes públicos en la economía) y el neoliberalismo de la Escuela de Chicago (partidario de un mercado libre de cualquier interferencia). Es de justicia reconocer las ventajas del mercado libre: su capacidad para asignar con eficacia los recursos e incentivar la creación de riqueza. Pero no pueden ignorarse sus limitaciones: tiende a satisfacer solamente las demandas de quienes disponen de medios de pago (y estas tanto si son humanizadoras como si no lo son), no cuida los bienes de carácter colectivo, deja desprotegidos a los débiles en su competencia con los fuertes, etc. Por eso, desde el punto de vista ético, es imprescindible una intervención de los poderes públicos que, respetando el principio de subsidiariedad, permita aprovechar las ventajas del mercado libre y controlar sus peligros (CA 42ab).

Sería malo, sin embargo, que la elección ética quedara encerrada para siempre entre las dos variantes del capitalismo. De cara al futuro Juan Pablo II ha invitado a buscar un «sistema justo» que elimine «en su raíz» la antinomia entre el trabajo y el capital (LE 13a).

c) Países ricos y países pobres. El gran escándalo del siglo XX es que ese 23 por ciento de la población mundial que vivimos en los países industrializados estamos disfrutando del 88 por ciento de la riqueza total, mientras casi tres mil millones de habitantes de nuestro planeta padecen desnutrición y cada año mueren de hambre entre 14 y 18 millones de personas.

La «cuestión social» —que León XIII identificó con las relaciones entre patronos y obreros (RN 1)— es hoy, antes que nada, la relación entre los países ricos y los países pobres (SRS 42c), que obliga a leer en clave planetaria los principios éticos que la Iglesia ha ido elaborando a lo largo del tiempo.

Pongamos solamente tres ejemplos. Pablo VI dirá que «lo superfluo de los países ricos debe servir a los países pobres. La regla que antiguamente valía en favor de los más cercanos debe aplicarse hoy a la totalidad de las necesidades del mundo» (PP 49). Otro ejemplo: de la misma forma que dentro de cada país el bien común debe prevalecer sobre el bien particular, también en la economía internacional el bien común universal debe prevalecer sobre el bien común nacional (MM 80). Ultimo ejemplo: se puede aplicar al problema de la deuda externa de los países del tercer mundo el principio, enunciado por Tomás de Aquino y muchos otros, según el cual los deudores insolventes no están obligados a restituir lo que deben mientras eso les suponga caer en una gran miseria (CA 35e).

Es necesario, como vemos, desprivatizar la moral. Y esto empezando por los conceptos más nucleares, como el pecado. Juan Pablo II ha señalado que una serie de decisiones pecaminosas pueden acabar cristalizando en unas «estructuras de pecado» (SRS 36-40) que después perjudican a los más pobres, de forma casi automática, independientemente de la voluntad de los individuos. Por eso, no basta la conversión personal; es necesario también transformar las estructuras de pecado en estructuras de solidaridad.

4. LA ECOLOGÍA, UN PROBLEMA MORAL NUEVO. Sólo en las últimas décadas hemos tomado conciencia de que estamos destruyendo los diferentes ecosistemas de la tierra, como consecuencia de los recursos escasos que les robamos y los elementos contaminantes que vertemos sobre ellos, lo cual perjudica –más todavía que a nosotros– a quienes vendrán después. Debido al principio de la solidaridad entre las generaciones, se nos pueden exigir responsabilidades respecto de aquello que hemos heredado y tenemos obligación de transmitir (cf Octogesima adveniens 21; RH 8 y 15; SRS 34).

Diversas medidas de carácter técnico pueden servir para prevenir los daños y regenerar la naturaleza (instalaciones anticontaminantes, reciclado de metales y desperdicios, búsqueda de energías no contaminantes, etc.); pero todo ello será insuficiente si no luchamos por un cambio en profundidad del sistema de valores imperante, que nos permita pasar de una economía del cada vez más a una economía del suficiente.

Algunos han defendido el crecimiento cero, pero sería inaceptable pretender perpetuar a todos los países —ricos y pobres— en el grado de desarrollo que han alcanzado. Desde el punto de vista ético es necesario exigir al mundo opulento que acepte reducir la enorme proporción en que contribuye al efecto degradante total, haciendo posible así que los países pobres incrementen su desarrollo sin agravar todavía más el problema ecológico. Esta es, sin duda, la única solución que respeta a la vez la integridad de la creación y la justicia.

Diversas afirmaciones de la fe cristiana —como la sacramentalidad de la naturaleza o las repercusiones cósmicas de la redención— pueden contribuir eficazmente a reforzar el interés de los creyentes por las cuestiones ecológicas.

5. MORAL POLÍTICA. a) La vida política. El hombre es un ser social por naturaleza y, debido a eso, se integra de forma espontánea en los más diversos grupos, desde la escuela y la pandilla de amigos hasta los sindicatos y colegios profesionales. Sin embargo, los intereses de todos esos grupos no son coincidentes, y a menudo son incluso contrapuestos, por lo que es necesaria una autoridad superior que intente armonizar los intereses de unos y otros. Esa es precisamente la razón de ser de los poderes públicos (GS 74).

Según esto, la perversión más radical del poder político, la que atenta más directamente contra su misma razón de ser, es ponerlo al servicio de los intereses de un solo grupo, o incluso de los intereses particulares de los gobernantes. Sin embargo, la experiencia pone de manifiesto que la tentación de actuar así es muy fuerte. Como dijo Lord Acton, «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Por eso las comunidades políticas deben dotarse a sí mismas de estructuras que dificulten los abusos de las autoridades, como es, por ejemplo, la división de poderes, para que cada uno de los tres poderes pueda controlar y ser controlado por los demás.

Sin embargo, la política ejercida con espíritu de servicio es un cauce privilegiado para servir a los demás, por lo que es necesario suscitar vocaciones políticas: «Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política –dijeron los padres conciliares–, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos» (GS 75f).

b) Las formas de gobierno democráticas. Como es lógico, en la Biblia no encontramos ninguna valoración explícita de la democracia. Sin embargo, dado que ningún hombre vale más que otro (cf Mt 23,8-10), deducimos que nadie puede tener autoridad sobre los demás si estos no se la conceden libremente. En este sentido podemos afirmar que las formas de gobierno democráticas son las más acordes con la concepción cristiana del hombre, y así lo afirmó ya santo Tomás de Aquino en el siglo XIII.

Polemizando con la concepción laicista de la democracia, la moral cristiana matiza que el origen último del poder no es el pueblo, sino Dios; de él lo recibe el pueblo, quien puede luego delegar las tareas de gobierno en las personas que quiera. Debido a esto, «la autoridad no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello se sigue, evidentemente, que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin» (PT 47a).

Esto plantea un delicado problema. Es verdad que casi nadie defiende hoy el positivismo jurídico, que hace derivar las leyes de la simple voluntad de los gobernantes, sin necesidad de ningún fundamento ético. Pero tampoco se admite que exista un orden moral objetivo capaz de fundamentar las leyes. En un Estado pluralista y no confesional la moral cristiana no pasa de ser una ética particular. En cuanto al derecho natural, unos niegan que se deriven exigencias éticas concretas de la naturaleza humana y otros no se ponen de acuerdo en cuáles son. En consecuencia, sólo parece posible basar la legislación en la ética civil, entendiendo por tal aquellos valores éticos que pueden considerarse patrimonio de todos. Pero, como es lógico, la conducta de los creyentes no deberá regirse por la ética civil, sino por la totalidad de la moral cristiana. A la vez deberán esforzarse por enriquecer esa ética civil por la vía del diálogo y de la persuasión.

6. MORAL DE LA CULTURA. a) Educación. El progreso de la conciencia ética de la humanidad ha llevado a proclamar el derecho de todos a la educación, que debe ser –al menos en los niveles básicos– gratuita (GS 60).

La educación está guiada siempre por una determinada concepción del hombre. De hecho, todos los intentos realizados hasta ahora de implantar una educación neutral han fracasado. Absolutamente todo lo que se hace o se deja de hacer tiene un sentido o unas consecuencias.

Descartada, pues, la posibilidad de establecer escuelas neutrales, lo único exigible desde el punto de vista ético es que el sistema educativo refleje y favorezca el pluralismo de cosmovisiones existentes en el interior de la sociedad. Esto puede intentarse por dos caminos diferentes: pluralismo dentro de cada centro educativo o pluralismo de centros educativos. 1) El pluralismo dentro de cada centro educativo tiene la ventaja de reproducir dentro de la escuela la situación real de la sociedad, educando más fácilmente para la convivencia entre las distintas opiniones existentes. Pero tiene el peligro de alimentar el relativismo en los niños y jóvenes. 2) En las escuelas inspiradas por una cosmovisión determinada las ventajas y los peligros se invierten: la ventaja es formar más fácilmente individuos capaces de elaborar un proyecto vital y moverse por valores interiorizados; el peligro sería un cierto aislamiento cultural que prive del necesario entrenamiento para una convivencia plural.

El Estado debe posibilitar la existencia de ambos modelos escolares, permitiendo a los padres escoger libremente el tipo de educación que recibirán sus hijos. Obviamente, para que la libertad de elección sea real, es necesario que los poderes públicos financien de igual forma los centros educativos estatales y no estatales, siempre que satisfagan unos baremos de calidad y carezcan de ánimo de lucro.

b) Medios de comunicación social. Desde los mensajeros que los griegos y romanos tenían para transmitir noticias de un lugar a otro de sus respectivos imperios, hasta la televisión interactiva, las autopistas de la información y la transmisión de imágenes por satélite, es evidente que los medios de comunicación social han experimentado un gran desarrollo. Desde el punto de vista ético, las preguntas inevitables son: ¿Al servicio de qué fines se pondrá el inmenso poder que tienen hoy los mass media? ¿Quiénes forman la opinión pública? ¿Qué intereses hay detrás?

El Decreto sobre los medios de comunicación social, promulgado por el Vaticano II, antes de hablar de la «libertad de información» (IM 12a) habla del «derecho a la información» que tiene la sociedad (IM 5b). Con ello aparece muy claro que, para los padres conciliares, la libertad de expresión no puede entenderse como el disfrute de un derecho individual, sino que está al servicio de la colectividad, y esta tiene derecho a que sea ejercido con honestidad. En esta misma línea se mueve la instrucción pastoral Aetatis novae, concretamente cuando habla de la «tarea de las comunicaciones» y los «retos actuales» (AN cap 2-3).

Ya en 1690 Benjamín Harris publicó en Boston el primer código deontológico para profesionales de la comunicación, y desde entonces han proliferado casi por todas partes.

También los usuarios de los medios deberían recibir una educación para servirse de ellos. A la hora de seleccionar lecturas, programas de radio, películas o programas de televisión, conviene ser tan cuidadosos como cuando seleccionamos los alimentos que vamos a tomar. Si existieran en el mundo millones de personas con claro discernimiento y juicio sano, su presencia influiría espontáneamente por doquier en los medios de comunicación social. El cristiano debe guiarse por las palabras del apóstol: «Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal» (1Tes 5,21-22).

También en la educación en la fe son de gran ayuda estos medios, bien utilizados. Por ello «la utilización correcta de estos medios exige en los catequistas un serio esfuerzo de conocimiento, de competencia y de actualización cualificada. Pero sobre todo, dada la gran influencia que esos medios ejercen en la cultura, no se debe olvidar que no basta usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna... con nuevos lenguajes, nuevas técnicas y nuevos comportamientos psicológicos» (DGC 161; cf RMi 37; DGC 20-21).

7. MORAL DEL CONFLICTO. a) Conflictividad social. En todas las sociedades existen antagonismos debido a las más diversas causas: ideologías distintas, intereses económicos contrapuestos, diferentes posturas ante el hecho religioso, nacionalismos, etc. En principio no debemos lamentarlo, porque los antagonismos pueden ser una fuente de creatividad. Una sociedad en la que no existiera ningún conflicto recordaría demasiado la paz de los cementerios.

Pero es necesario aprender a resolver los conflictos de forma pacífica para que sean enriquecedores. Los hombres deben estar movidos por el amor, y no por el odio, incluso cuando se enfrentan a sus enemigos. Algo que pidió Juan Pablo II a los sindicatos es generalizable a todo tipo de conflicto: interpretar su acción como una lucha a favor de la justicia, más que como una lucha contra otros (LE 20c).

b) Guerra y paz. Maquiavelo, Hegel, Nietzsche, Hitler y otros muchos consideraron que la guerra es beneficiosa para la humanidad. Sin embargo, son tan grandes los daños que provoca, y fue tan inequívoca la no-violencia de Jesús, que para la moral cristiana será siempre un mal a evitar. Como mucho cabría justificarla como mal menor si fuera imprescindible para poner fin a un mal todavía mayor. Este fue el fundamento de la doctrina de la guerra justa que, enunciada ya por san Agustín y algunos otros, encontró su formulación clásica en santo Tomás de Aquino.

Sin embargo, las actuales armas de destrucción masiva, e incluso el moderno armamento convencional, han transformado tan sustancialmente el fenómeno de la guerra con respecto a lo que era en el siglo XIII, que parece imposible seguir justificándola como mal menor. Como dijo Juan XXIII, «en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (PT 127).

El Vaticano II reafirmó que en la actualidad sólo las guerras defensivas pueden ser todavía justas: «Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos» (GS 79d).

En resumen, que como dice Juan Pablo II, «¡ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las internacionales!» (CA 23c).


II. Posibilidades catequéticas

Una catequesis sobre moral social o sobre doctrina social de la Iglesia podría enfocarse de tres formas: sistemática, ocasional y transversal.

1. CATEQUESIS SISTEMÁTICA SOBRE MORAL SOCIAL. La catequesis puede enfocarse elaborando un esquema lógico que responda a los principales ejes axiológicos que vertebran la convivencia social: la economía, la cultura y la política. La economía respondería al deseo de satisfacer las necesidades del hombre y la colectividad; la cultura, al deseo de conocer; y la política, a la necesidad de coordinar los intereses particulares. A esos tres grandes bloques sería necesario añadir otro sobre la conflictividad social —la lucha de clases y la guerra—, fruto de nuestra condición histórica.

Como introducción a los cuatro bloques que acabamos de señalar sería conveniente comenzar con un tema dedicado a los derechos fundamentales del hombre que ofrezca el marco global en el que después se irán insertando las siguientes catequesis.

Esta sistematización sería para cristianos ya iniciados en un caminar desde la fe, sensibilizados sobre las situaciones de injusticia que existen en nuestro mundo, deseosos de comprometer sus vidas en la transformación de la sociedad, de ser miembros activos en la construcción del Reino. Son catequesis para la maduración de la comunidad cristiana.

Estas catequesis tienen un proceso análogo a cualquier otra catequesis; es decir, la dinámica del acto catequético es la misma. En los temas sociales es fácil conectar con situaciones concretas para poder ver y analizar la experiencia de vida. Es fácil también buscar la iluminación y la confrontación desde la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio de la Iglesia. Más problemática es, en cambio, la concreción y asunción de compromisos para aminorar la situación de injusticia descubierta, o para que la caridad se haga más explícita y el bien común más real. No obstante, si el acto catequético es fecundo, la fe de la comunidad se habrá fortalecido y poco a poco se irá haciendo posible lo que parecía imposible. Las celebraciones irán reflejando la nueva vida de la comunidad.

Todo el proceso que intentamos vivir parte de situaciones concretas y reales de la vida de cada individuo, su trabajo, su familia, su quehacer profesional, su implicación política y social. Se confrontan, después, con la historia de la salvación, la palabra de Jesús y de los profetas, la tradición y el magisterio social de la Iglesia, la acción del Espíritu en tantas comunidades cristianas y en el mismo grupo que está viviendo estas catequesis. Este proceso cristalizará en el compromiso de cada uno y del grupo, que puede tener distintos matices: unas veces será sensibilización en una materia social; otras, solidaridades concretas; otras, denuncia; otras, presencia encarnada; otras, toma de posición en el propio trabajo, en la comunidad de vecinos, en el barrio... en definitiva, allí donde puedan dar respuesta para ir construyendo un mundo más justo y solidario.

Es importante que el grupo vaya tomando conciencia del proceso que está viviendo. Se trata de ir dando respuesta a las necesidades de los individuos y colectivos con una acción catequética sistematizada, desde la fundamentación teológica aquí presentada.

2. CATEQUESIS OCASIONALES DE MORAL SOCIAL. Las catequesis pueden realizarse también dando respuesta a las inquietudes pastorales y antropológicas que surgen en un momento determinado en cualquier comunidad cristiana. Se trata de catequesis no sistemáticas, porque responden a las necesidades que va experimentando nuestra gente en sus ámbitos de vida y trabajo.

«El evangelio reclama una catequesis abierta, generosa y decidida a acercarse a las personas allá donde viven, en particular, saliendo a su encuentro en aquellos lugares principales donde tienen lugar los cambios culturales elementales y fundamentales como la familia, la escuela, el ámbito del trabajo y el tiempo libre... Hay otros sectores que han de ser iluminados por la luz del evangelio, como las áreas culturales llamadas "areópagos modernos" tales como el área de la comunicación; el área del compromiso por la paz, el desarrollo, la liberación de los pueblos y la salvaguardia de la creación; el área de la defensa de los derechos humanos, sobre todo los de las minorías, de la mujer y del niño; el área de la investigación científica y de las relaciones internacionales» (DGC 211).

Por eso, siguiendo la dinámica del acto catequético, en la práctica pastoral debemos partir del momento histórico actual, los problemas de los individuos concretos, de sus inquietudes, de sus aspiraciones..., en una palabra, del hombre en situación. Los miembros de cualquier grupo o comunidad tienen la condición de esposos, madres y padres de familia, trabajadores, vecinos, sindicalistas... Es preciso iluminar y buscar respuestas a los interrogantes que se van planteando desde las diversas situaciones vitales.

A modo de ejemplos, presentamos inquietudes surgidas desde la praxis pastoral. Son preguntas que se hacen desde:

– El trabajo: ¿qué sentido tiene el trabajo hoy?, ¿para quién trabajo en realidad?, ¿para qué sirve?, ¿cómo continuar manteniendo el puesto de trabajo?, ¿a qué costo?, ¿qué tiempo puedo y deberé dedicar?, ¿cómo mantener unas relaciones dignas con los jefes, los iguales y los subordinados?...

– La realidad mostrada por los informes sociológicos sobre la pobreza, los pobres que acuden a los servicios sociales, los mendigos que nos abordan en la calle, nos interpelan: ¿qué hacer en esta situación de pobreza?, ¿qué es lo realmente necesario?, ¿cómo estoy colaborando a la explotación que está realizando el primer mundo?, ¿cómo intervenir para que los bienes lleguen a más personas?, ¿qué sentido tiene y qué resuelve la solidaridad con el tercer mundo?, ¿con quién, cómo y cuánto?...

– La ecología: ¿cómo estamos colaborando al deterioro del medio?, ¿por qué consumir productos que perjudican a la salud?, necesidad de tomar postura ante el despilfarro en el consumo de agua, combustible, cristal, papel, entre otros productos...

– Educación: ¿en qué valores estamos educando?, ¿son válidos para la sociedad que está emergiendo?, ¿qué hacer ante la influencia de medios como la televisión, radio, prensa, cómics?, ¿hasta dónde están influyendo en la educación los grupos de pertenencia de niños y jóvenes? Se afirma en muchos ámbitos la necesidad de estar presentes en instituciones de enseñanza para proponer líneas y valores en la educación, aunque existe el límite de la preparación adecuada y el tiempo de dedicación. Existen también una serie de dudas a la hora de orientar respecto a los niveles deseables de estudio teniendo en cuenta la realización personal, las posibilidades de trabajo, la remuneración y –en los menos– el servicio a la sociedad. Otra preocupación creciente está en relación con el fracaso escolar y las causas y soluciones del mismo.

– Los medios de comunicación: ¿quién me está informando?, ¿de qué?, ¿con qué interés?, ¿qué influencia está teniendo en mi visión del mundo, en la religión, el consumo, la política...?

– La política. Se ve la necesidad de participar como exigencia humana y cristiana, pero surgen múltiples dudas: unas de tipo partidista (¿con quiénes?); otras de prioridades (¿en qué campo?, ¿dónde?). A menudo el miedo a caer en ambigüedades, mentiras, corrupción, etc. es tan grande que acaba inhibiendo el compromiso real.

La vida familiar. Se viven grandes interrogantes nacidos de la convivencia, diferencia de generaciones, trabajo y desempleo de los miembros de la familia, enfermedad y atención a ancianos, que envuelven toda la vida de la persona.

Todas estas preguntas, y otras que tienen las personas que buscan vivir la nueva vida en Cristo, son iluminadas por la moral social, que además ampliará los horizontes de dichas personas, abriéndolos a la universalidad del hombre y del mundo.

Conocer los planteamientos actuales de la moral social, con la incorporación de las ciencias humanas y la reflexión interdisciplinar es necesario para responder a los interrogantes y desafíos que se plantean en los grupos.

La iluminación teológica debe ser lo más clara posible. El rastreo en el designio salvador de Dios manifestado a través de la Sagrada Escritura –especialmente en la vida y enseñanzas de Jesús– y de la reflexión de las generaciones cristianas que nos han precedido nos aportará una luz insustituible.

Como es lógico, muchos de los interrogantes que tiene el hombre actual no pueden ser iluminados directamente por la Sagrada Escritura o los Padres de la Iglesia. Su contexto era muy distinto del nuestro. Sin embargo, en ellos encontramos actitudes y valores que facilitan las claves necesarias para interpretar la realidad, afinar la sensibilidad cristiana y dar respuesta a las necesidades humanas.

El juicio cristiano de la realidad no puede prescindir tampoco de la reflexión racional; es decir, de las aportaciones procedentes del «derecho natural», ética filosófica, antropología y demás ciencias humanas, que enriquecen nuestra perspectiva sin perder por eso las motivaciones propias de la dimensión religiosa (cf FR 68).

Después de iluminar cristianamente la problemática social, es necesario que el grupo y las personas concretas tomen postura frente a ella y den frutos de conversión que se concreten en unos compromisos.

La complejidad de los problemas sociales, así como las diversas situaciones en que suelen hallarse los miembros de cada grupo y los grupos mismos, hace imposible ofrecer sugerencias relativas a compromisos concretos que sean válidas para todos.

Conviene tener en cuenta, sin embargo, unas claves mínimas. Es necesario evitar los extremos: por una parte maximalismos teóricos y prácticos, que conducen a la irrelevancia social y acaban quemando a las personas; por otra los minimalismos del «todo vale», que conducen al inmovilismo o fariseísmo maquillado. Los compromisos de los miembros del grupo y del grupo mismo deberán ir progresando poco a poco teniendo en cuenta su situación y el cambio de mentalidad que se vaya operando. Subrayamos la importancia de la dimensión procesual (proceso) de las personas, el grupo/Iglesia y la misma historia; dimensión a tener en cuenta en la pedagogía que ayude a crecer a las personas, al grupo, a las comunidades, llevándonos a la construcción de la nueva tierra, del Reino.

3. LA MORAL SOCIAL, EJE TRANSVERSAL DE TODA CATEQUESIS. El tercer enfoque de la catequesis sobre moral social tiene lugar cuando esta se considera como eje transversal de toda catequesis, dando sentido, orientación, o bien interpelando en cualquier tema catequético. En efecto, en todas las edades —infancia, preadolescencia, adolescencia, juventud, edad adulta—, así como en cualquiera de los núcleos o temas catequéticos, debe manifestarse la dimensión social de la fe cristiana.

La justicia social como eje transversal es un espíritu, un clima y un dinamismo humanizador que debe caracterizar siempre a la acción catequética. Entendida así, la justicia social es como una luz intermitente que parpadea en señal de atención o de alarma y nos avisa de los grandes peligros que hoy atentan contra la realización de una vida humana digna y feliz, tanto en el plano personal como colectivo.

De esta forma, la transversalidad de la justicia social y los valores derivados de ella incidirán en la formación de una personalidad profundamente humana y creyente, comprometida con la vida en todos sus aspectos: relacionales, familiares, laborales, económicos, políticos, ecológicos, educacionales, etc.

Una catequesis en la cual la moral social es un eje transversal no exige necesariamente introducir contenidos nuevos en el plan general catequético. Se trata de una orientación social que impregna todos los contenidos ya existentes dándoles un sentido nuevo, un horizonte religioso y humano, en el cual adquiere una dimensión nueva el ser del creyente. Es lógico, sin embargo, que si la moral social es un eje transversal de la catequesis se incluyan también algunos contenidos específicos referentes a la realidad y a los problemas sociales, a las realidades significativas que los catecúmenos viven en sus distintos ámbitos existenciales.

El primer fruto de la introducción de este eje transversal será la adquisición por parte de los catecúmenos de valores y actitudes nuevos; desarrollará su sensibilidad hacia quienes son los más marginados y necesitados de reconocimiento porque están excluidos de la sociedad y no cuentan para casi nadie, y les mostrará que la justicia y solidaridad es tarea de todos y brota de la participación común.

A la vez, esta orientación catequética contribuirá a desarrollar en los catecúmenos y en las comunidades las capacidades necesarias para transformar la propia realidad, aportando respuestas evangélicas, positivas y esperanzadoras, a los cotidianos y grandes problemas de la humanidad. Se trata, en definitiva, de un «aprendizaje vital» que mantendrá viva la llama chispeante del compromiso cristiano.

De forma más concreta, diremos que la opción por una acción catequética en la cual la moral social esté presente como eje transversal debería tener las siguientes notas características:

— Sensibilizar sobre las situaciones de injusticia y marginación, enseñando a ver las raíces históricas, culturales, religiosas y estructurales de las mismas.

— Tomar conciencia de las situaciones y realidades que, en nuestros mismos lugares de vida y trabajo, reproducen las injusticias, las desigualdades y humillaciones entre los hombres.

— Generar un cambio progresivo de mentalidad a partir de una conciencia crítica de nuestros problemas sociales.

— Educar en valores derivados de la justicia, tales como la solidaridad, la tolerancia, la cooperación, la implicación, el respeto, la crítica constructiva, la honradez; así como el desarrollo de otros valores colaterales: la responsabilidad, el amor y la autoestima.

— Creer en una utopía que, para los creyentes, se llama reino de Dios y nos lleva a tener una especial preferencia con quienes menos poseen.

– Descubrir opciones y modelos nuevos de la sociedad y de la convivencia social, basados en los valores del Reino.

– Comprometerse en la realización progresiva de la utopía cristiana con proyectos realistas, por medio de una praxis transformadora del entorno social.

– Informar y motivar la adhesión a iniciativas, asociaciones, movimientos y proyectos que educan y trabajan por una sociedad más justa, a través de la práctica de la solidaridad.

– Educar en la fe incorporando como pasos metodológicos la toma de conciencia crítica de la realidad desde el evangelio y los testimonios cristianos en la acción y el compromiso social.

– Celebrar con signos de fe, afecto, cercanía y acogida la esperanza y la confianza en el hombre que, marcado por las injusticias, aspira a y lucha por un porvenir más justo.

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Luis González-Carvajal,
Pablo García Pérez del Río,
Isabel Mariscal Castellanos