LENGUAJE RELIGIOSO
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SUMARIO: I. La crisis del lenguaje religioso. II. La persona como ser que habla. III. La singularidad del lenguaje religioso. IV. Diferentes formas del lenguaje de la fe: 1. El lenguaje de la Biblia; 2. El lenguaje de la liturgia; 3. El lenguaje del testimonio; 4. El lenguaje de la doctrina de la Iglesia. V. El lenguaje del símbolo: 1. Signo y símbolo; 2. Elementos esenciales del símbolo; 3. Los símbolos como forma de comunicación de la fe; 4. La liturgia, un cosmos de símbolos sagrados; 5. La catequesis como educación para el símbolo. VI. Arte y catequesis. VII. Condiciones para un lenguaje religioso que interpele.


I. La crisis del lenguaje religioso

Con frecuencia, quien participa atentamente en una celebración litúrgica fijándose en los textos que allí se proponen -pienso, por ejemplo, en los textos de las oraciones del Misal romano-, se ve sorprendido por un lenguaje formal, que suena muy elevado. No se siente concernido. Tiene la impresión de que en esas palabras no se está expresando su vida; más aún, le rodea un mundo extraño. El lenguaje litúrgico no es realista y no capta el oído, y mucho menos aún el corazón, del hombre de hoy. El escritor alemán M. Walser lo ha expresado acertadamente: «En la Iglesia con Lissa. No era posible rezar. El lenguaje oficial de la Iglesia sonaba extraño. Vocabulario rebuscado. ¿Creen acaso las personas devotas que Dios las escucha sólo cuando rezan, que Dios no tiene ni idea de las palabras que ellos piensan y dicen normalmente? No es imaginable que el párroco haya vivido lo que cuenta en su predicación. Mi vida no es para el lenguaje de la oración. No me puedo dislocar así. He recibido a Dios en herencia a través de estas fórmulas, pero ahora a través de estas fórmulas le pierdo. Se hace de él un consejero privado, cuyo excéntrico uso del idioma se acepta, precisamente porque Dios es de ayer»1.

Incluso los que frecuentan la iglesia se quejan de este pesado y frío lenguaje, y no dejan de cavilar sobre cómo se podría hacer saltar la chispa y que la predicación se llenara de vida. En una carta de los lectores al semanario Christ in der Gegenwart se dice: «En nuestra familia discutimos con frecuencia sobre el lenguaje de las oraciones y los cantos. Nos dan pie para ello muchas de las predicaciones de nuestro párroco. Se le nota preocupado, porque tampoco nos despacha con oraciones de esas que difícilmente se pueden soportar»2. Idéntica impresión producen predicaciones y declaraciones del papa y de los obispos sobre cuestiones de fe y de moral; también ellos se sirven de un lenguaje retórico, irreal, en el que el hombre moderno no se reconoce. Lo mismo pasa con el lenguaje teológico: con frecuencia es percibido como galimatías de teólogos.

Al revés, cuando un teólogo sabe llegar al lector con un lenguaje plástico que toca el corazón, encuentra un eco agradecido y un amplio y fiel número de lectores.

Si el lenguaje es algo más que información y descripción de las cosas, si ha de tener un carácter abierto y revelador, esto, por lo general, no se da en el lenguaje actual de la predicación. Es sintomático que, desde el renouveau catholique, los escritores católicos han enmudecido, ya no alzan su voz o no son capaces de hacer accesible poéticamente al hombre de hoy el mundo de la fe. Julien Green es el último representante europeo de este género. Por otro lado, la crisis del lenguaje religioso remite a una crisis general del lenguaje en el momento actual; se perfila un deterioro general del lenguaje. Se refleja en la literatura contemporánea, pero también en los machacones discursos de los políticos. Se habla de un «analfabetismo de segundo orden» (J. B. Metz). De este destino participa también el lenguaje religioso de nuestros días, que se ha convertido en un lenguaje especializado, sin relación con la vida.

Vamos a ocuparnos de las repercusiones de esta crisis del lenguaje en la enseñanza religiosa y en la pastoral. Pero antes nos preguntaremos qué es el lenguaje y, en concreto, cuál es la especificidad del lenguaje religioso. Seguidamente trataremos de las diferentes formas del lenguaje de la fe. Por último reflexionaremos sobre el futuro del lenguaje religioso.


II. La persona como ser que habla

La pregunta acerca de qué es el lenguaje preocupa a los hombres desde que pueden pensar, desde los comienzos de la filosofía hasta nuestros días. De gran significado para el desarrollo del lenguaje es el filósofo griego Aristóteles (384-324 a.C.)3. El hombre es un ser que habla; y en eso se diferencia de los animales y de todas las demás cosas que el hombre pueda crear. El lenguaje caracteriza al hombre; no sólo es esencial para su relación con otros hombres sino para su relación con Dios. Por eso puede hablar M. Heidegger de una estrecha relación entre el ser humano y la esencia del lenguaje: «El hombre habla. Hablamos en estado de vigilia y cuando soñamos. Hablamos siempre, también cuando no pronunciamos ninguna palabra y sólo escuchamos o leemos, e incluso cuando ni escuchamos atentamente ni leemos, sino que nos ocupamos de un trabajo o nos dejamos absorber por una obligación. Hablamos continuamente de un modo u otro. Hablamos porque el hablar nos es natural. No tiene su origen en un acto especial de la voluntad. Se dice que el ser humano posee el lenguaje por naturaleza. Suele decirse que el hombre se diferencia de las plantas y los animales en que es capaz de hablar. Este principio no quiere decir únicamente que el ser humano, junto a otras capacidades, posee también la de hablar. Lo que se quiere afirmar, sobre todo, es que el lenguaje hace al hombre capaz de ser el ser viviente que es como ser humano. El hombre es hombre en cuanto capaz de hablar»4.

Aristóteles designa al ser humano como zoon-logon-echon, esto es, como el ser viviente que dispone de logos, de lenguaje (y razón). No sería posible nuestro pensamiento si no fuéramos capaces de preguntarnos; el ser humano está ligado al lenguaje. La otra descripción fundamental del hombre como zoon-politikon, que nos retrotrae igualmente a Aristóteles, se refiere a la comunicación entre las personas que hace posible el lenguaje. El ser humano, como ser capaz de hablar, está hecho para la relación y la comunidad. Por otra parte, para Aristóteles, en el fondo de las manifestaciones a través del lenguaje se hallan impresiones y representaciones espirituales, que incluso ya han sido formadas y no necesitan del lenguaje para tener sentido. Así, pues, la realidad está ya presente independientemente del hecho del lenguaje; al lenguaje le corresponde simplemente la tarea de dar nombre a la realidad5.

Recientemente ha cambiado la comprensión del lenguaje; en J. G. Herder, J. G. Hamann y W. von Humboldt se desplaza al centro del pensamiento filosófico. Para ellos el lenguaje es expresión de la totalidad de la persona con su referencia a la sociedad. No nos es accesible la realidad misma, sino sólo lo que percibimos, y eso es la realidad que se nos muestra a través del lenguaje. Así, nuestro lenguaje siempre selecciona de entre la totalidad de los fenómenos, ordena y crea relaciones; nuestro lenguaje es un complejo trenzado de relaciones. Con su ayuda se le hace accesible al hombre la realidad; él le da forma y la cambia. Para M. Heidegger el lenguaje es la casa del hombre, lo entiende como luz del ser. A través del lenguaje despierta el hombre a sí mismo, encuentra su identidad y, en ella, su puesto en el conjunto de la realidad. De ahí que el descubrimiento del mundo sea siempre un acontecimiento lingüístico. Entre aprender el lenguaje y llegar a ser persona existe una conexión creatural. A ello apunta ya el segundo relato bíblico de la creación, cuando en él se dice: «Y como el hombre llamó a cada ser viviente, así debía llamarse. El hombre dio nombre a todo el ganado, a los pájaros del cielo, a todos los animales del campo» (Gén 2,19-20a). A través de esta denominación y esta interpretación, el hombre ordena el mundo, lo hace suyo, se lo apropia. Sin esta relación lingüística con el mundo, se queda el hombre sin mundo (a-mundano). El lingüista suizo F. de Saussure (1857-1913) designa como lenguaje la capacidad de hablar que caracteriza al hombre, que es distinto de lengua, expresión con la que se refiere al lenguaje como sistema de signos —por ejemplo, la lengua alemana—, y es distinto de palabra: el lenguaje como proceso, como hablar realmente.

Así, el lenguaje es el medio de comunicación entre el hombre y el mundo, entre los hombres entre sí y entre el hombre y Dios. Igualmente, a través del lenguaje nos son comunicadas las experiencias y los pensamientos de la tradición, de modo que podamos apropiárnoslos. Por eso, en la elaboración e interpretación de sus propias experiencias, no necesita el hombre colocarse en un punto cero. Nuestro lenguaje siempre es comunicado históricamente, está marcado por nuestros antepasados, pero dispone de una efectividad histórica a la que no podemos sustraernos.


III. La singularidad del lenguaje religioso

El filósofo de la religión A. Flew (nacido en 1923) se ha ocupado del planteamiento teórico de Popper en su famoso Beispiel vom unsichtbaren Gtirtner, queriendo mostrar que las afirmaciones sobre Dios, y en conjunto el discurso religioso, no son en principio falsificables. Se cuenta la historia de dos investigadores que, en el bosque, llegan a un claro cubierto de hermosas flores. Uno opina que debe de haber un jardinero que ha plantado esas flores y las cuida. El otro lo pone en duda. Para resolver su diferencia de opiniones observan largamente el claro, sin poder establecer, sin embargo, el ir y venir de ningún jardinero. Como resultado, uno de los investigadores aventura la opinión de que el jardinero es invisible. Pero ni siquiera la protección del claro del bosque con alambradas y perros guardianes ofrece señal alguna de la llegada de un jardinero, incluso invisible. Así se llega al convencimiento de que el jardinero no es sensible a los sistemas de señalización material6. Si las proposiciones sobre Dios y otras afirmaciones religiosas no pueden ser refutadas mediante ningún acontecimiento intramundano empíricamente documentable, entonces son vacías y carecen de sentido, piensa el racionalismo crítico (H. Albert, M. Bense, entre otros).

Al criticar la sospecha de falta de sentido por parte de la filosofía analítica del lenguaje, se objeta que el discurso religioso no es un sistema de proposiciones afirmativas, sino que en él se trata de expresiones no proposicionales. Su significado no consiste en informar sobre hechos, sino en originar algo que sin él no se realizaría. Cuando, por ejemplo, el ministro del bautismo dice: «Yo te bautizo», lo que hace no es comunicar al candidato que va a ser bautizado, sino que cumple en él la acción del bautismo. Estas expresiones del lenguaje son verdaderos acontecimientos. Cuando las personas religiosas dicen: «Dios ha creado el mundo», los críticos positivistas consideran que esta frase carece de sentido, por referirse a un suceso que no ocurre en el tiempo. Los creyentes, por el contrario, en esta frase expresan «el sentimiento de seguridad en un mundo que ellos consideran creación de Dios; o toman la decisión moral de tratar al mundo con profundo respeto»7.

Entre las personas que con estas frases se refieren al fundamento común de su esperanza, se origina una comunidad religiosa. Es, pues, característico del discurso religioso un significado intersubjetivo. De modo parecido, el último Wittgenstein, en Philosophischen Untersuchungen de 1960, había subrayado que «el hablar del lenguaje es una parte de una actividad o de una forma de vida»8. L. Wittgenstein designa las actividades intersubjetivas como «juego lingüístico», pues las expresiones del lenguaje alcanzan su sentido dentro de este acontecimiento comunicativo. Esto vale también para el discurso religioso que, bajo este aspecto, es cualquier cosa menos vacío y sin sentido. No se puede juzgar, por tanto, la significatividad de las afirmaciones religiosas con un criterio exterior al juego del lenguaje religioso, sino sólo dentro de la forma de vida que dirige este juego lingüístico. Así, el discurso religioso está ligado a una forma de lenguaje propia y autónoma, y de ahí recibe su sentido. Esta manera de ver el discurso religioso como un juego especial del lenguaje implica, por otro lado, la desventaja de que aquel que no esté familiarizado con esa forma de vida, no podrá comprender nada o casi nada de las afirmaciones del lenguaje religioso; le parecerá un mundo extraño. Este problema hace difícil el anuncio misionero de la fe, cosa que ya pudo experimentar dolorosamente san Pablo en su famoso discurso en el areópago (He 17,22-31).

El discurso religioso se refiere al conjunto de la realidad de un modo distinto al de las afirmaciones científicas, que nunca pueden nombrar más que aspectos parciales. Se refiere a lo profundo de la persona humana y la afecta completamente. En él prorrumpe con fuerza algo del hombre, que hace que de pronto se le abran los ojos. Contiene una referencia al lenguaje ordinario, pero al mismo tiempo lo transforma. Lo extraordinario aparece en lo cotidianamente acostumbrado y lo sobrepasa, de modo que podemos hablar aquí de una extravagancia del lenguaje. Esto hace pensar claramente en la doble lectura de las parábolas de Jesús. Se habla de cosas de la vida cotidiana, pero insertas en un contexto sorprendentemente nuevo e inhabitual, a través del cual se les confiere un sentido diferente.


IV. Diferentes formas del lenguaje de la fe

1. EL LENGUAJE DE LA BIBLIA. A pesar de las dificultades que encuentra el lector moderno para comprender la Biblia, por tener esta su origen en un tiempo y en una cultura ya pasados, todavía hoy se valora grandemente la Sagrada Escritura. Es el libro de los libros, el libro traducido a la mayoría de los idiomas, una pieza de la literatura mundial que no deja de fascinar al hombre. Incluso en nuestros días, la Biblia ejerce una fascinación sobre poetas, escritores, artistas de la imagen, pintores y músicos, aun cuando estos se sustraigan a la pretensión religiosa de la palabra de Dios.

El lenguaje de la Biblia no es único, sino que más bien presenta una multiplicidad de formas y géneros literarios, cuya interpretación hay que tener en cuenta. Entre otros: parábolas, alegorías, himnos, visiones, género sapiencial, proverbios, oraciones, oráculos, textos proféticos, textos legales...

El lenguaje poético y el lenguaje religioso de la Biblia coinciden en que, a través de la ficción y de la fantasía, describen de un modo nuevo la realidad. Según P. Ricoeur, el lenguaje religioso, al nombrar a Dios, modifica el lenguaje poético. La singularidad de esta opinión reside, sin embargo, en que Dios se sustrae a cualquier forma de discurso. La consecuencia había de ser el silencio del hombre ante Dios; por eso, el rabí Jeremías ben Ele'asar (siglo III d.C.) comenta así el salmo 65,2: «Para ti, oh Dios, el silencio es alabanza». Pero a pesar de todas las insuficiencias del lenguaje humano, el hombre religioso no puede callar ante Dios, se siente constantemente apremiado a hablar de Dios y, sobre todo, a hablarle a Dios.

La predicación de Jesús se caracteriza por el modo indirecto de nombrar a Dios; ejemplos típicos de esto son las parábolas. En ellas se une la narración con la metáfora (palabras transmitidas). A la esencia de la metáfora pertenece la ley del doble sentido (extravagancia), es decir, que en lo cotidiano y habitual irrumpe lo extraordinario y sorprendente, y da a lo acostumbrado una nueva orientación y un nuevo enfoque existencial. Por ejemplo: «El que encuentre su vida la perderá, y el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 10,39). El símbolo reino de Dios es para Ricoeur el máximo punto de referencia del discurso religioso, con el que las experiencias humanas son nuevamente descritas y reciben el carácter de experiencias religiosas. Aquí el lenguaje religioso, a través de la paradoja y la hipérbole, y a través de la referencia al reino de Dios, supera al lenguaje poético9.

De estas perspectivas de la hermenéutica bíblica se deriva, como primera exigencia para la pedagogía religiosa, despertar una sensibilidad al lenguaje poético; esta es, en efecto, la base para comprender el especial carácter del lenguaje religioso10. K. Rahner hablaba de los «presupuestos humanos del cristianismo», uno de los cuales era, en su opinión, la poesía. «Quien quiera poder oír el mensaje del cristianismo, debe tener oído para la Palabra, en la que imperceptiblemente el misterio silente se hace fundamento de la existencia». Familiarizarse con la poesía es un elemento de la ejercitación que capacita para escuchar la palabra de Dios11.

2. EL LENGUAJE DE LA LITURGIA. El lenguaje de las celebraciones litúrgicas es, igual que el de la Biblia, un lenguaje multiforme. No existe el lenguaje litúrgico; en la liturgia nos encontramos más bien con diferentes sistemas de lenguaje que, juntos, constituyen la totalidad de la celebración como obra de arte lingüístico12. El lenguaje abarca no sólo las palabras, sino también los gestos y las acciones. En la celebración litúrgica se pueden distinguir las siguientes formas de lenguaje: a) lenguaje vera bal: formas de lenguaje libres y espontáneas, cantadas y recitadas, poéticas y argumentativas, narrativas y responsoriales. El diálogo tiene en la celebración litúrgica una importancia de primer orden; b) lenguaje de imágenes y escenificaciones dramáticas (por ejemplo, procesiones); c) lenguaje musical: música instrumental, canto, campanas, palmas...; d) lenguaje corporal: tacto, olfato, gusto, mímica, gestos, miradas; e) lenguaje del vestido: ornamentos litúrgicos con sus diferentes colores, vestiduras de los objetos que se encuentran en el espacio litúrgico.

Incluso cuando uno se limita a la consideración del acontecimiento de la Palabra en la celebración, esta se muestra como polifónica, sobre todo si se comparan entre sí las liturgias de las distintas Iglesias.

¿Cuáles son las características del lenguaje litúrgico? ¿Qué le diferencia, por ejemplo, del lenguaje de la teología sistemática?13. En la liturgia no se habla simplemente de Dios o sobre Dios, sino que se habla a Dios. La forma propia de hablar dirigiéndose a Dios es aquí el vocativo: Dios es invocado. Los que oran y celebran pueden dirigirse a Dios, invocarle y celebrarle porque previamente él se ha dirigido a ellos, los ha llamado, los ha convocado a la existencia: «Te he llamado por tu nombre; mío eres» (Is 43,1). La invocación a Dios que se hace comunitariamente en la liturgia adquiere, a través del hombre, carácter de respuesta al lenguaje liberador y santificador de Dios, que, por Jesucristo y en el Espíritu Santo, ha llegado hasta nosotros. En esta comprensión del lenguaje litúrgico se ha condensado la comprensión dialógica de la liturgia, que tan impresionantemente quedó expresada en la Constitución sobre la liturgia del Vaticano II: la liturgia como diálogo entre Dios y el hombre. La invocación a Dios puede tomar en la celebración litúrgica la forma de acción de gracias, de súplica, de queja y de alabanza. Aquí se pone de manifiesto el rasgo caracterizante del lenguaje religioso, al que ya nos hemos referido, que no pretende en primer término comunicar nada, informar de nada, sino que sobre todo es acontecimiento.

El lenguaje litúrgico es un lenguaje desarrollado, que ha llegado a nosotros desde la tradición, cuyos orígenes se remontan a la tradición bíblica. Así se acerca a la situación original de la fe vivida y celebrada, y preserva a la comunidad celebrante de la arbitrariedad subjetiva del presidente o del grupo que preparó la celebración. Esta ventaja, sin embargo, se compensa con el peligro de la lejanía y de un ritualismo pesante. Así, para lograr una liturgia viva y humana, se impone la tarea de buscar siempre de nuevo la vinculación con la tradición, permaneciendo al mismo tiempo abiertos a la renovación del lenguaje, pues de otro modo, quien vive en otra época y en otro contexto cultural no podría expresar su vida en este lenguaje. Con todo, el lenguaje litúrgico debe caracterizarse por una cierta distancia, pues de lo contrario no se correspondería con la celebración del Misterio del totalmente Otro.

3. EL LENGUAJE DEL TESTIMONIO. También el testimonio de la fe cristiana vivida es una acción lingüística. En ella se expresa claramente la fe en aquel que es, él mismo, «el testigo fiel» de Dios (Ap 1,5). Este dice de sí mismo: «Las obras que yo hago en nombre de mi Padre lo demuestran claramente» (Jn 10,25). A este ministerio del testimonio llama el Señor a los apóstoles, que, por haber visto y oído al Señor resucitado, son revestidos de autoridad para ello. Les envía con las palabras: «Que seáis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (He 1,8). Con su vida, que culminó en el martirio, sellaron el testimonio a favor de Jesucristo y su evangelio. Cuando cesó la persecución, se descubrió el testimonio de Cristo en el anuncio de la Palabra y en la vida cristiana creyente. En la Iglesia primitiva, el confesor era equiparado al que daba testimonio con su sangre, al mártir. El Vaticano II ha insistido nuevamente en el deber del testimonio cristiano en razón del bautismo y la confirmación14.

Otra palabra, hoy muy en boga, para expresar la idea de dar testimonio es evangelización, el anuncio de la buena noticia de Jesucristo. Es la tarea propia de la Iglesia, a la que se refería enérgicamente Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975): «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (EN 14). En el mismo documento señala varios caminos para la evangelización. En primer lugar está el testimonio de la vida o testimonio sin palabras. «Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los pobres del mundo, en una palabra, de santidad» (EN 41). A este se une el testimonio mediante las palabras, la predicación viva (EN 42), que de ningún modo puede omitirse, y la recepción de los sacramentos. Aquí alcanza su plenitud la evangelización.

4. EL LENGUAJE DE LA DOCTRINA DE LA IGLESIA. A primera vista parece que el lenguaje de la predicación magisterial y de su interpretación a través de la teología sistemática es inequívoco, tal como aparece en las encíclicas, definiciones infalibles, decisiones conciliares, alocuciones papales, cartas pastorales, comunicaciones sinodales y manuales para la enseñanza. De todos estos documentos nos viene un lenguaje vinculante, atento a la exactitud, que es el lenguaje de la instrucción y de la notificación, y que pretende asegurar la identidad de la propia fe. Aquí hay poco que rastrear del Espíritu pentecostal de los orígenes, aquí no se encuentra ya la reacción del oyente de entonces a la predicación de Pedro el día de Pentecostés: «Estas palabras les llegaron hasta el fondo del corazón» (He 2,37). En esta forma de predicación no ocurre ya ningún milagro; este género de declaración doctrinal conduce más bien a enmudecer el lenguaje, a un lenguaje esclerotizado, tan deplorado hoy por todas partes.

Sin embargo, esta impresión de la predicación magisterial de la Iglesia es demasiado global y no hace justicia a la realidad plural de la Iglesia. Existen también otros modelos de articulación del lenguaje, con un estilo distinto, que llega a los corazones y toca el interior del hombre. Esta clase de manifestaciones públicas animan a seguir preguntándose y a analizar personalmente, y acentúan el carácter más bien fragmentario de la fe; están abiertas hacia adelante. Esto vale tanto para las comunicaciones oficiales de la Iglesia como para las exposiciones de teología sistemática. Como ejemplo del primer género, recuérdese la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo (Gaudium et spes), que ya en el prólogo deja oír unos tonos que pueden despertar el interés del lector: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. No hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). Recuérdese aquí igualmente, del sínodo alemán celebrado en Würzburg en 1974, el documento Unsere Hoffnung, que, por su estilo animoso y sorprendente se destaca de otras muchas declaraciones sinodales. No todos los catecismos están redactados en un estilo seco y doctrinal; hay exposiciones de la fe escritas en el lenguaje del hombre de hoy, que encuentran el tono correcto. Esto les asegura una amplia resonancia y una gran difusión. Entre estos se cuenta el llamado catecismo holandés, Nuevo catecismo para adultos15 y el catecismo Vamos caminando16, preparado con los campesinos de los Andes peruanos, analfabetos en su mayor parte.

Es significativo que en estos libros no se encuentre ningún declive de arriba hacia abajo, no se da ninguna comunicación de dirección única, sino que se percibe la voluntad de diálogo; los autores están convencidos de que los ungidos por el Espíritu de Dios «no tienen necesidad de que nadie les enseñe» (lJn 2,27). El secreto del éxito de estos dos libros consiste en que evitan una terminología técnica elevada y procuran referirse a la vida de la gente. Es significativo que ninguno de estos dos, así llamados, catecismos hayan sido obra de una pequeña comisión de expertos, sino el fruto de un amplio proceso de formación de opinión.

También en la teología sistemática se produce actualmente un alejamiento del estilo seco de los manuales, apto para la memorización, que únicamente satisface a la razón. En su lugar se prefiere un estilo sugestivo, expresivo, abierto a nuevas cuestiones, y que exige reflexión. Para esta teología las cosas no quedan cerradas cuando habla Roma, más bien suscitan nuevas preguntas y ulteriores reflexiones17.


V. El lenguaje del símbolo

1. SIGNO Y SÍMBOLO. En el lenguaje común y también en algunas disciplinas científicas ambos conceptos se han convertido en sinónimos; hay quien designa el símbolo como signo sui generis. Los educadores religiosos, por el contrario, distinguen claramente entre signos y símbolos, aun cuando las fronteras sean a veces algo indeterminadas.

El signo, por ejemplo la señal de tráfico, está inequívocamente establecido y vinculado a determinadas condiciones. Estas son establecidas arbitrariamente y siempre pueden, por tanto, ser sustituidas por otras; carecen, en efecto, de un poder inherente. El signo está fijado cognitivamente y no habla a la totalidad de la persona. No apunta a una realidad más profunda. Se puede obligar su observancia con ayuda de sanciones. Pero sobre todo, el signo no participa de la realidad que él indica.

Al contrario del signo, el símbolo participa de una realidad espiritual que él mismo indica; por eso se habla, con los filósofos del simbolismo (E. Cassirer y S. Langer), de un símbolo representativo. La realidad espiritual invisible se hace inmediatamente evidente en el símbolo. R. Guardini describe así este proceso: «El símbolo surge cuando lo interno y espiritual encuentra su expresión externa y sensible. Sin embargo, no basta el hecho de que un contenido de orden espiritual vaya arbitrariamente ligado a algo material, por convenido constante (que es lo que hace la alegoría), como por ejemplo la idea de justicia, representada por la balanza. Para que el símbolo exista es preciso que la trasposición, que la proyección de lo interno al exterior, se verifique con carácter de necesidad esencial, y obedezca a una exigencia de la naturaleza»18. A diferencia del signo, el símbolo no puede inventarse arbitrariamente. Los símbolos nacen, y luego mueren, si dejan de ser apropiados para expresar convenientemente las experiencias vitales, si dejan de transparentar lo que propiamente se quiere decir.

2. ELEMENTOS ESENCIALES DEL SÍMBOLO. Los símbolos: 1) Hacen accesibles dimensiones de la realidad que a través de otras dimensiones predominantes quedan ocultas, es decir, abren nuevas dimensiones. 2) Fundan comunidad. Los símbolos, por lo general, llegan a ser símbolos si son reconocidos por una comunidad, es decir, si son socialmente aceptados. En ellos se condensan las experiencias comunes de un grupo. Ahora bien, desaparecido el reconocimiento social, se extinguen. 3) Los símbolos, si se exceptúan los naturales, están ligados a la cultura. Por eso, la mayor parte de los símbolos no son válidos para todos, sino que muy frecuentemente son comprensibles sólo para personas del círculo cultural correspondiente. 4) Tienen más de un significado. De ahí que fácilmente puedan ser mal comprendidos. Necesitan una interpretación, pero no una explicación en el sentido de una definición. La interpretación adecuada a un símbolo es narrativa. 5) No sólo se refieren al conjunto de la realidad, sino que actúan sobre toda la persona, cuerpo y alma; también en esto se diferencian de los signos, que tienen un carácter cognitivo. 6) Tienden un puente entre pasado, presente y futuro (por ejemplo, el símbolo de la eucaristía: hacemos memoria de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo en el presente y, al mismo tiempo, anticipamos en una plenitud todavía pendiente el celeste banquete de bodas). 7) Tienen una función de eliminar conflictos19. Con ayuda del símbolo, el conflicto puede ser nombrado e incluso asumido. «Ofrece, por otra parte, la posibilidad de articular el conflicto, así como, finalmente, de integrarlo»20. 8) Son arriesgados; fácilmente pueden dar lugar a malentendidos y abusos, por ejemplo, en la publicidad y en la política. En un símbolo puede introducirse un elemento diabólico, que actúa destructivamente. Los símbolos pueden repercutir en las personas y en la comunidad humana construyendo e integrando, pero también destruyendo. Así, el agua viva puede tener un efecto refrescante, pero, en alta mar, puede incluso poner en peligro la vida.

3. LOS SÍMBOLOS COMO FORMA DE COMUNICACIÓN DE LA FE. Todas las religiones se expresan en símbolos. El símbolo es el lenguaje de la religión, la forma más generalizada de expresar su esencia. Cuando el hombre descubre la dimensión más profunda de la realidad, no tiene a su disposición ningún otro lenguaje sino el lenguaje simbólico. El símbolo es también el lenguaje de la fe. El verdadero símbolo de la fe en el cristianismo es Jesucristo, imagen y parábola de Dios (2Cor 4,4; Col 1,15). Su naturaleza humana es la materia simbólica que indirectamente expresa la invisible naturaleza divina. Jesucristo, como símbolo original, hace presente al Dios invisible, Padre suyo y Padre nuestro, que a través de él entra en comunicación con nosotros. En su acción simbólica –por ejemplo, cuando se hace bautizar por Juan en el Jordán– se hace visible quién es él: el Hijo en el que Dios se complace. En las parábolas o metáforas ha anunciado a sus oyentes la buena noticia del reino de Dios que se acerca y que ha empezado con él. También las parábolas constituyen un acontecimiento comunicativo; pretenden implicar al oyente en el acontecimiento que se narra, abren nuevas dimensiones experienciales y posibilidades de acción (cf la conclusión abierta en la parábola del padre misericordioso, Lc 15,11-32).

En sus acciones simbólicas (milagros), Jesús apunta más allá de sí mismo, a Dios, Padre suyo y Padre nuestro. Por eso Juan llama a los milagros «señales y prodigios de Jesús», muestra en ellos el reino de Dios, el poder de Dios sobre el pecado, la enfermedad, la muerte y las fuerzas de la naturaleza. En lo más profundo brilla la presencia de Dios en la pasión y muerte de Jesucristo, el milagro de todos los milagros. Aquí se hace visible cómo es Dios: un Dios compasivo, solidario, que renuncia a su poder y a su categoría y toma el último lugar entre los hombres. Así hace presente el Crucificado al simpático y simpatético Dios, que quiere estar cerca de nosotros en el dolor extremo. La resurrección de Jesús es un símbolo de ese Dios que es un Dios de vivos y no de muertos, que según la expresión de la Escritura «ama cuanto existe» (Sab 11,26).

También es propia de los símbolos religiosos y los símbolos de la fe una ambigüedad: pueden degenerar en ídolos si el mismo material simbólico es considerado como divino y adorado, y pierde su carácter referencial. Cuando a un objeto o a una persona se le atribuyen unos poderes sobrenaturales que sólo corresponden a Dios, deja de remitir a Dios y el símbolo queda destruido.

4. LA LITURGIA, UN COSMOS DE SIMBOLOS SAGRADOS. No existe celebración litúrgica sin símbolos y acciones simbólicas. Ante nosotros se despliega una multiplicidad de signos litúrgicos: 1) La comunidad, en cuanto asamblea, es un signo que remite al Señor presente en medio de ella. 2) Cada una de las formas de acción litúrgica tiene un valor simbólico: hablar, leer, cantar, escuchar, guardar silencio, caminar, permanecer en pie, sentarse y arrodillarse, todos los gestos del cuerpo. 3) Todos los objetos litúrgicos: altar (símbolo de Cristo), ambón, sede del presbítero o del obispo, cruz, imágenes, luz, vestidura, agua, incienso, libros (leccionario, evangeliario). 4) Las acciones rituales realizadas con ayuda de materiales simbólicos, por ejemplo, con aceite en la confirmación, en la ordenación de sacerdotes y de obispos y en la unción de los enfermos; 5) Los colores litúrgicos y su significación simbólica.

Frente a una teología preconciliar que comprendía los sacramentos como medios de gracia o de salvación (como el concilio de Trento), la más reciente teología sacramental acentúa el carácter de signo de los sacramentos. Los sacramentos son considerados ahora como acciones simbólicas de comunicación. «En los signos sacramentales, que han sido tomados del entorno vital humano, Cristo sale a nuestro encuentro y nos da su salvación». Los sacramentos son comprendidos aquí como signos de la cercanía y del amor de Dios, que encuentra el hombre en la Iglesia21.

En la liturgia encontramos símbolos de diferente densidad. Distinguimos entre símbolos primarios y secundarios, aunque la frontera entre ambos no siempre se puede trazar con exactitud. 1) Símbolos primarios son, entre otros, la comida, el pan y el vino y la palabra del evangelio. Estos signos contienen la realidad manifestada en ellos. 2) Entre los símbolos secundarios se cuentan: acciones y objetos que, en su mayor parte, han entrado en la liturgia tardíamente y, en muchos casos, tienen diferentes interpretaciones; por ejemplo, el espacio de la asamblea litúrgica como símbolo del encuentro de Dios y el hombre. Durante siglos no se ha tenido necesidad de consagrar las iglesias, porque la comunidad misma ofrecía a la vista el símbolo primario. Entre los símbolos secundarios se cuentan igualmente los ornamentos, colores litúrgicos, agua bendita, incienso, objetos litúrgicos diversos, la música y las joyas artísticas. En el transcurso del tiempo languidecieron los símbolos primarios y fueron sustituidos por símbolos secundarios; este proceso comenzó con la Edad media. Es por eso completamente legítimo que el Vaticano II incluyera un cambio en los símbolos litúrgicos. Pedía: «Los ritos deben resplandecer con una doble sencillez, ser claros por su brevedad y evitar las repeticiones inútiles; han de adaptarse a la capacidad de los fieles y, en general, no deben precisar muchas explicaciones» (SC 34).

También se siente la necesidad de desarrollar nuevos símbolos litúrgicos, como ya ha acontecido con éxito en las misas con jóvenes y con familias y en los Katolikentagen (por ejemplo, una red de paz extendida sobre toda la Iglesia). Hacer la cruz sobre la frente del niño que va a ser bautizado es un nuevo símbolo que no necesita largas explicaciones. Igualmente un danzante, símbolo completamente natural en la cultura africana y asiática, poco a poco va siendo descubierto e introducido en las celebraciones como símbolo litúrgico. Las Iglesias occidentales no han descubierto aún suficientemente la corporalidad con todas sus dimensiones y no la han introducido en la liturgia.

5. LA CATEQUESIS COMO EDUCACIÓN PARA EL SÍMBOLO. La educación para el símbolo va unida a la vivencia de lo simbólico. En ella son educados los sentidos; se trata de ejercitar correctamente la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto, tal como ha sido ejemplarmente desarrollado en la pedagogía de M. Montessori. De ahí que la educación en lo simbólico se acerque a los aledaños de la educación estética, en la que igualmente se trata de ejercitar la percepción. Según S. Langer, el símbolo que nos es inmediatamente accesible tiene que ver con una pura experiencia sensitiva. Objetivo de una educación para lo simbólico es el estímulo y el afianzamiento de la capacidad perceptiva. Para esto sirven, sobre todo, símbolos naturales, como monte, agua, luz, casa, puerta, piedra, laberinto, etc. A la educación de los sentidos pertenece también la vivencia del propio cuerpo; hay un lenguaje simbólico propio del cuerpo. En general, en la educación para lo simbólico se suele tener en cuenta también que en el mundo de la técnica no sólo hay signos, sino también verdaderos símbolos, según ha indicado ya con razón E. Cassirer. Así, la Torre Eiffel no sólo es un gigantesco armazón metálico que, inmenso, se alza en el cielo de París, sino también un símbolo de ligereza, de vida, o quizá de muerte22.

Los símbolos, por su esencia, no son inequívocos, sino ambivalentes, como hemos visto, y por eso reclaman una interpretación. «El símbolo da que pensar», afirma P. Ricoeur con expresión que se ha hecho clásica; es decir, necesita ser interpretado. La forma que corresponde a una interpretación es el relato, que es la más a propósito para el carácter globalizante del símbolo. Hoy ya no podemos, como hace unos años, tratar los símbolos inconscientemente, pues la publicidad, la industria de la música y la política se sirven de ellos de modo alienante; por ejemplo, el crucifijo en un anuncio de una marca americana de cigarrillos; así se desvanecen los símbolos convirtiéndose en meros signos o clichés. En todo símbolo se esconde, como hemos visto, un antisímbolo. Por eso se necesita también un conocimiento simbólico crítico que pueda ser exigido a los alumnos de más edad23. Finalmente, hay que prevenir contra una inundación de símbolos, contra una acumulación irreflexiva de símbolos, como lo que se ha generalizado en ambientes eclesiásticos, en misas de jóvenes, por ejemplo. Ante esto diría un francés: «Lo mucho es enemigo de lo bueno». La abundancia de símbolos estorba la concentración y la mirada atenta.

No sólo la catequesis en la comunidad y la enseñanza religiosa en la escuela se sirven actualmente de los símbolos, sino que estos han venido a caracterizar también la imagen de las celebraciones litúrgicas con niños, jóvenes y familias. Los mismos predicadores se esfuerzan por descubrir un símbolo para llegar a despertar así en el oyente la atención de todos los sentidos.


VI. Arte y catequesis

Al contrario de lo que ocurría en la Edad media, cuando el arte estaba estrechamente unido a la Iglesia y permanecía a su servicio, en los tiempos modernos se han desarrollado ambos separadamente; el arte se ha desvinculado de la Iglesia y ha logrado una autonomía. Pablo VI lamentaba este distanciamiento entre arte e Iglesia en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «La ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo...» (EN 20). Por otra parte, la Iglesia necesita del arte, no puede renunciar a su aportación. A esto se refirió apremiantemente la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo: «A su manera, también la literatura y el arte tienen gran importancia para la vida de la Iglesia, ya que pretenden estudiar la índole propia del hombre, sus problemas y su experiencia en el esfuerzo por conocerse mejor y perfeccionarse a sí mismo y al mundo; se afanan por descubrir su situación en la historia y en el universo, por iluminar las miserias y los gozos, las necesidades y las capacidades de los hombres, y por diseñar un mejor destino para el hombre. Así, pueden elevar la vida humana, expresada en múltiples formas, según los tiempos y las regiones... La Iglesia debe reconocer también las nuevas formas artísticas que se amoldan a nuestros contemporáneos según la índole de las diferentes naciones o regiones»24. Y Juan Pablo II, en su encíclica sobre la fe y la razón (Fides et ratio), recordando la urgencia de la nueva evangelización, anima a profundizar «en las dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios» (FR 103). Ciertamente no puede reducirse el arte a la función de edificar espiritualmente, y menos aún se puede despreciar lo que no halaga nuestros sentidos, porque en un cuadro se plasmen y se pongan de manifiesto los aspectos oscuros de la vida. El arte moderno acentúa más bien el lado negro de la vida con el fin de provocar a las personas y sacudir sus conciencias, haciéndolas sensibles a la situación irredenta de las criaturas, de modo que no se consientan tranquilamente la injusticia, la violencia y la destrucción de la naturaleza. Pero precisamente estas formas modernas de expresión artística son rechazadas por la mayor parte de los creyentes, que todavía rinden homenaje a un canon artístico antiguo y prefieren las imágenes tradicionalmente acostumbradas. Por eso el arte moderno, en gran parte, se detiene ante las puertas de los templos. Por eso las comunidades se contentan con productos decorativos que no inquietan a nadie.

No tenemos por qué fijarnos sólo en el arte que intencionadamente pretende ser religioso; también el arte aparentemente profano, que no representa explícitamente un tema religioso, puede suscitar una admiración religiosa en quien contempla o escucha.

Los materiales más recientes al servicio de la clase de religión y la catequesis procuran dar cabida a textos literarios, imágenes y cantos nuevos. Con relativa frecuencia no escapan estos materiales didácticos al peligro de poner textos, imágenes y piezas musicales al servicio de la instrucción religiosa sin respetar el carácter propio de esas obras de arte. Así, muchas veces se utilizan imágenes sólo como ilustración del texto bíblico que se acaba de exponer o de la afirmación de fe que se ha tratado. Una pedagogización o catequización de las obras de arte no presta ningún servicio al diálogo entre arte e Iglesia, apremiantemente urgido por Juan Pablo II25. Los materiales didácticos más recientes no tienen ningún miedo al contacto con el arte moderno, más bien pretenden ensanchar los hábitos de ver y oír de los alumnos. A ello pertenece igualmente la introducción de la música rock y pop en la clase de religión, que pertenece al género musical preferido por los mayores. Ocasionalmente contiene una dimensión religiosa y a menudo es acogida por los jóvenes como una forma religiosa o pseudorreligiosa. Tomando en cuenta esta música moderna popular en la enseñanza religiosa puede tenderse un puente entre el mundo cotidiano de los jóvenes y la fe26.

El encuentro entre el arte y la fe resulta indudablemente positivo sólo si profesores o catequistas están ellos mismos abiertos al mundo del arte. En el transcurso de su formación deben haber adquirido nociones fundamentales de historia del arte, arquitectura, música y literatura, y haber sido introducidos en la estética teológica. Quien no percibe la belleza como destello de la verdad eterna, no está en situación de poder franquear a otros la entrada al mundo del arte.


VII. Condiciones para un lenguaje religioso que interpele

Para terminar, reflexionemos sobre qué cualidades debería tener un lenguaje religioso que haga aguzar el oído, interpele y transforme a las personas, como ocurría en los primeros tiempos de la fe. 1) Ha de ser un lenguaje completamente experiencial, ligado a la vida actual de los hombres. Esto supone que los responsables de la predicación y la enseñanza cultivan un estrecho contacto con los hombres de su tiempo, que comparten sus alegrías y sus penas, sus preocupaciones, temores y esperanzas. 2) Debe ser un lenguaje teológico especial en sintonía con el argot de la vida cotidiana. En este sentido, acecha a la predicación una amenaza no pequeña, de la que no son conscientes muchos de los responsables de la pastoral de los jóvenes, que prefieren lo espontáneo, lo ligero, lo informal. 3) Debe dejarse inspirar por las metáforas bíblicas, pues en la Biblia se encuentran modelos de lenguaje para un discurso responsable sobre Dios y Jesucristo, que toca los corazones. Un discurso plástico llega hasta las dimensiones más profundas del oyente, puede hacer que algo se mueva en él. 4) No será autosuficiente, sino más bien un lenguaje de búsqueda, a tientas, que anima a hacerse nuevas preguntas y no finge saberlo todo. Alienta búsquedas del propio lenguaje personal, que no pueden quedar reservadas únicamente a profesionales. 5) Debe estar inserto en una comunidad de comunicación que se entiende a sí misma como comunión. En ella todos pueden pedir la palabra, porque el Espíritu de Dios ha sido derramado sobre todos los miembros de su pueblo; así lo ponen de manifiesto los sacramentos del bautismo y la confirmación. Esto vale también para las diferentes generaciones: todas tienen voz. El lenguaje religioso no puede ser ya privilegio de un grupo determinado, aun cuando deba haber instituciones y ministros que asuman de modo especial la responsabilidad de preservar la tradición y la unidad de la comunión de fe. 6) Si hoy se pide una teología narrativa, esto tiene consecuencias también en su forma de expresión. En la narración habla el narrador en primera persona. Así la participación en el discurso performativo, activo, será infinitamente más alta que la participación en un discurso fijado, informativo. Cuando se habla en primera persona, el que habla se responsabiliza de la narración con su propia vida. El orador no puede hablar objetivamente, prescindiendo de la propia persona, a distancia, como si no estuviera personalmente afectado por la cosa. Su propia sangre debe correr en su discurso sobre Dios. Tratándose de Dios, el discurso sobre Dios debe desembocar en un hablar a Dios. Eso es lo adecuado, pues Dios no es un objeto, un ello, sino un Tú viviente, la Persona absoluta sin más (M. Buber). 7) La primacía de lo narrativo no significa, sin embargo, renunciar a un discurso razonable, conceptual. Sirve en primer lugar para la justificación de la fe; debemos dar razón de nuestra esperanza (lPe 3,15). La fe no es irracional; por eso necesita mostrar sus fundamentos y para eso sirve el lenguaje preciso, argumentativo, que sin embargo debe ser siempre consciente de sus límites. 8) Debemos adquirir la capacidad para la expresión religiosa frecuentando la poesía y la literatura. La poesía nos enseña a expresarnos a través de imágenes, frecuentemente más valiosas que los conceptos. Las imágenes son más abiertas, no tienen un sentido prefijado, permiten un mayor espacio para las interpretaciones. Nos falta una teología poética, como podemos encontrarla en Agustín, en Tomás de Aquino (recuérdense sus himnos sacramentales) y, en nuestro tiempo, en J. H. Newman27. El teólogo holandés H. Osterhius ha acertado con una síntesis de teología y poesía, sin tener que sacrificar la una a la otra. En él alcanza la teología una nueva cualidad de lenguaje poético, que logra llegar al oído del hombre contemporáneo. Este lenguaje hace aguzar el oído y da que pensar al oyente. No es elevado, sino realista; en él toma la palabra el hombre de nuestros días con sus preocupaciones, necesidades y nostalgias. Al mismo tiempo abre a la poesía el potencial de esperanza de la fe cristiana28. 9) Cierta capacidad para el lenguaje religioso debe adquirirse pronto. El objetivo de la enseñanza religiosa, que pretende la comprensión de un lenguaje, debería ser «la mediación de una gramática elemental del lenguaje religioso»29. Para ello la formación del lenguaje debería hacer accesible «el carácter metafórico de la exposición de la fe». Los esfuerzos de la catequesis de la comunidad deben dirigirse igualmente a conseguir la capacidad de expresión, con el fin de superar de este modo la esclerosis expresiva en las Iglesias, que hace imposible que las personas relacionen sus experiencias con el Dios de la revelación cristiana. Para ello se necesitan modelos de lenguaje religioso, que no suenen gastados, sino que sean vivos y fuertemente expresivos. 10) Finalmente, nuestro lenguaje religioso debe crecer desde el silencio y la meditación; de otro modo degenera en charlatanería. El escritor alemán Heinrich Bóll tenía la impresión de que «la teología habla mucho y dice poco...; es enormemente rica en palabras y divaga mucho». También Martín Heidegger, como hemos visto, insiste en escuchar con atención el lenguaje; el silencio concentrado permite acoger la palabra que se dice.

 

El teólogo evangélico y luchador en la resistencia D. Bonhoeffer, en su diario de la prisión Resistencia y sumisión, tuvo una visión profética del futuro, que puede llenarnos de esperanza y seguridad respecto a la actual crisis del lenguaje religioso: «Llegará el día en el que, de nuevo, los hombres serán llamados a anunciar de tal modo la palabra de Dios que el mundo se transforme profundamente y se renueve. Será un nuevo lenguaje, quizá completamente irreligioso, pero liberador y salvador, como el lenguaje de Jesús, de modo que los hombres se escandalicen de él y sean ciertamente vencidos por su poder»30.

NOTAS: 1. M. WALSER, Halbzeit, Frankfurt M. 1960, 47. — 2 Ach, unsere armen Würter, Christ in der Gegenwart 26 (1990) 211. — 3. Cf ARISTóTEI.ES, Über die Aussage und Poetica. Introducción, texto y notas de A. Rostagni, Turín 1945'. — 4. M. HEIDEGGER, Unterwegs zur Sprache, en Gesamtausgabe, Bd. 12, Frankfurt M. 1985, 9. — 5. Cf ARISTÓTELES, Peri hermeneias 1, en Aristoteles. Werke in deutscher Ubersetzung, Bd. 1, Teil 1, traducida y comentada por H. Weidemann, Berlín 1994. — 6. A. FLEw, Theology and Falsification, en A. FLEw-A. MACINTYRE (eds.), Essays in Philosophical Theology, Londres 1955, 96-108. — 7 R. SCHAEFFLER, Religionsphilosophie, Friburgo Br.-Munich 1983, 153. — 8. L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, Teil 1, 1960, 63. — 9 P. RICOEUR, Poetische Fiktion und religiose Rede, en Christlicher glaube und moderne Gesellschaft II, Friburgo Br.-Basilea-Viena 1998, 96-105; DERS, Gou numen, en B. CASPER (ed.), Gott nennen, Friburgo Br.-Munich 1981, 61-69. — 10 Cf P. BIEHL, Religiiise Sprache una' Alltagserfahrungen, en Theologia Practica 18 (1983) 3/4, 101-109, aquí 106-109. — 11. K. RAHNER, Das Wort der Dichtung und der Christ, en Schriften zur Theologie IV, Einsiedeln-Zurich-Colonia 1960, 441-454, aquí 444 y 449. — 12. En lo que sigue me refiero a la exposición de R. VOLP en su primer volumen de Liturgik. Die Kunst, Gott zu feient, Gotersloh 1993, 122-132, aquí 125-128. — 13. La exposición siguiente se fundamenta en el artículo de T. BERGER, Die Sprache der Liturgie, en H. C. SCHMIDT-LAUBER-K. H. BIERITZ (eds.), Handbuch der Liturgik, Leipzig-Gotinga 1995, 761-770, aquí 765-768. — 14. AG 1 ] — 15. Nijmwegen-Utrecht 1968. — 16 Edición alemana, Friburgo 1983. — 17 Un ejemplo de este género de pensamiento y de lenguaje es la doctrina sobre Dios de J. WERBICK, publicada con el título Bilder sind Wege (Munich 1992). — 18. R. GUARDINI, Vom Geist der Liturgie, Friburgo Br. 1957 (trad. esp.: El espíritu de la liturgia, Barcelona 1933, 131-132). — 19 Cf J. SCHARFENBERG-H. KAMPFER, Mil Sytnbolen lben. Soziale, psychologische und religióse Konflilktbearbeitug, Olten-Friburgo Br. 1980. — 20. Ib, 157. — 21. Beschluá: Schwerpunkte heutiger Sakramentenpastoral, en Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland. Ofizielle Gesamtausgabe 1, Friburgo Br.-Basilea-Viena 19762, 241. — 22 Cf R. BARTHES-A. MARTIN, Der Eifferturm, Munich 1970, 77-83. — 23. El evangélico P. BIEHL, experto en pedagogía religiosa, siguiendo a P. Ricoeur, ha presentado una didáctica crítica del símbolo, en dos volúmenes, bajo el título Symbale geben zu lernen, Neukirchen-Vluyn 1989 y 1993. — 24. GS 62. — 25 Discurso del Papa en Munich con ocasión de su visita a Alemania (19.11.1980) publicado en AAA 25, 185-187. — 26. Cf R. SAUER, Signifikaate Alltag.sphdnomene im Leben Jugendlicher. Das Musikerleben, en DERS., Mystik des Alltags. Jugendliche Lebenswelt und Glaube, Friburgo Br.-Basilea-Viena 1990, 73-120 y 132-142. Cf también I. KOGLER, Die Sehnsucht nach meter. Rockmusik, Jugend und Religion, Graz-Viena-Colonia 1994. — 27. Cf K. RAHNER, Die Kunst mi Horizonte von Theologie und Frümmigkeit, en Schriften zur Theologie Bd. XVI, Zurich-Einsiedeln-Colonia 1984, 364-372, aquí 366ss. — 28 H. OSrERHIUS, Du bist der Atem und die Club, Friburgo Br. 1994. — 29 H. HALBFAS, Religionsunterricht in der Grundschule. Lehrerhandbuch 1. Düsseldorf 19832, 232. — 30 D. BONHOEFFER, Widerstand und Ergebung, Munich 19519, 207.

Ralph Sauer