IGLESIA LOCAL (DIÓCESIS)
NDC
 

SUMARIO: I. Un tema abierto en la teología y en la pastoral. II. Precisiones terminológicas. III. Naturaleza. IV. Elementos constitutivos. V. Rostro propio.


1. Un tema abierto en la teología y en la pastoral

El Directorio general para la catequesis presenta a la Iglesia particular como lugar donde se realiza el ministerio catequético y como sujeto primordial del mismo (cf DGC 217-219; IC 14-16). Este planteamiento es fruto de un largo proceso de reflexión teológica y pastoral, y, a su vez, aporta nuevas perspectivas a un debate que aún sigue abierto. En efecto, pocos temas eclesiológicos han despertado tanto interés y han estimulado la reflexión teológica de forma tan intensa, durante los últimos cuarenta años, como la teología de la Iglesia particular o local.

El tema saltó con fuerza a la palestra teológica gracias a los movimientos renovadores que prepararon el Vaticano II: el redescubrimiento del carácter mistérico y sacramental de la Iglesia, auspiciado por la vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas y por el movimiento litúrgico; la toma de conciencia de la responsabilidad de los laicos en la vida y misión de la Iglesia; el desarrollo de la teología del episcopado, y la misma reflexión motivada por la convocatoria de un nuevo concilio sobre la significación e importancia de este evento. Todos estos factores, a los que se uniría enseguida la influencia de la teología oriental, plantearon la necesidad de superar la visión societaria y unilateralmente universalista que había presentado la eclesiología occidental desde la Edad media, para ofrecer una visión a la vez más mística y encarnada, como acontecimiento de salvación que se realiza aquí y ahora.

No es extraño, pues, que el Vaticano II intentara responder a esta necesidad con un planteamiento eclesiológico basado en los aspectos mistéricos de la Iglesia, y que fuera capaz de armonizar la universalidad de la única Iglesia con la pluralidad de Iglesias episcopales. En concreto, el tema de la Iglesia particular o local aparece de forma importante en cuatro documentos conciliares.

El primer texto explícito sobre la Iglesia local, que resultaría decisivo para los desarrollos posteriores, es el n. 41 de Sacrosanctum concilium, donde se afirma que la principal manifestación de la Iglesia es la asamblea litúrgica presidida por el obispo, y se describe, además, la composición interna de este acontecimiento privilegiado de la Iglesia.

Este núcleo importante de la Constitución sobre la sagrada liturgia está en la base de las grandes afirmaciones que aparecen en la constitución dogmática Lumen gentium. En el n. 13, se explica la catolicidad de la Iglesia como un intercambio vivo y progresivo entre las distintas partes de la Iglesia, en tensión hacia la plenitud de la unidad, y se hace referencia a las peculiaridades que caracterizan a cada Iglesia por la asunción de la cultura de su propio entorno. Pero las afirmaciones más importantes se encuentran en el n. 23, dedicado a explicar las relaciones internas en el Colegio episcopal. En él se afirma que las Iglesias particulares están formadas a imagen de la Iglesia universal, y que esta existe en y a partir de aquellas. De ambas afirmaciones se podrá concluir el principio básico de la teología de la Iglesia particular: cada Iglesia particular es la Iglesia única de Cristo, que se hace presente en un lugar determinado, provista de todos los medios de salvación dados por Cristo a su Iglesia.

Otro texto importante es el n. 11 del decreto Christus Dominus, que ofrece una definición de la Iglesia particular, que será posteriormente reproducida en el canon 369 del actual Código de derecho canónico.Y el desarrollo más importante del tema aparece en uno de los documentos últimos y más maduros del Concilio, el decreto Ad gentes, que dedica todo el capítulo III (nn. 19-22) a explicar la génesis, naturaleza, misión y ministerios de las Iglesias particulares.

La teología posconciliar ha considerado que la enseñanza del Vaticano II sobre la Iglesia particular es demasiado sucinta, marginal con respecto al conjunto y dispersa, sin una estructuración clara. Pero ha reconocido que ofrece suficientes principios teológicos para desarrollar una visión más completa y organizada, y se ha lanzado a la tarea. Las publicaciones sobre el tema se han multiplicado con ritmo creciente. Y el fruto de esta intensa actividad teológica aparece con toda claridad en dos campos. Primero, en la estructuración de los mismos manuales y tratados generales sobre la Iglesia, en los que la teología de la Iglesia particular ocupa ya un lugar central. Y segundo, en los mismos documentos oficiales de la Iglesia, tanto del papa como de los distintos organismos de la Santa Sede, en los que el tema va cobrando una importancia también creciente.

Sin embargo, faltan por aclarar mejor algunos aspectos. Temas como el de la colegialidad de las Iglesias, la función teológica del primado de la Iglesia de Roma, la integración del ministerio en el seno de la comunidad, la estructuración de la Iglesia particular como comunidad efectiva, la relación de cada Iglesia con su cultura local, etc., están necesitando aún una mayor profundización.

Y si del campo de la reflexión teológica pasamos al de la vida de la Iglesia, la tarea pendiente es aún más amplia. A pesar de todos los esfuerzos realizados, resulta aún pobre la conciencia de los fieles sobre su pertenencia a una Iglesia particular. Seguramente la catequesis y la formación cristiana en general no han reflejado la importancia que el magisterio y la teología están dando a este tema. Y esta laguna puede tener un efecto grave: la configuración de un cristianismo de grupos libres y subjetivos, que se parece más a una confederación o amalgama de sectas que a una Iglesia bien estructurada. Hace ya muchos años que Congar señalaba como objetivo prioritario el «retejer el tejido de la Iglesia». El desafío sigue aún pendiente, si no agravado.


II. Precisiones terminológicas

Vamos a analizar la realidad de una Iglesia, integrada por una porción del pueblo de Dios, que se ubica en un lugar determinado, y confiada a la responsabilidad pastoral de un obispo. El derecho actual de la Iglesia y la mayoría de los documentos oficiales de la misma, designan esta realidad con el nombre de Iglesia particular. Sin embargo, en este artículo se prefieren otros dos nombres: Iglesia local y diócesis. Existe, pues, una multiplicidad de nombres para referirse a una misma realidad. Y, lo que es más importante, una falta de consenso sobre cuál es la designación más apropiada.

El problema comienza ya en los mismos textos del Vaticano II, en los que se aprecia una clara fluctuación terminológica. Así, Iglesia particular designa unas veces a la diócesis (cf LG 23; SC 13; AG 19-20) y otras a una agrupación de Iglesias que tienen un mismo rito (cf OE; AG 27). Iglesia local se utiliza con el significado de rito o patriarcado (LG 23), como sinónimo de diócesis (AG 27; PO 6), y referido a comunidades más reducidas como las parroquias (LG 26). En cambio, diócesis designa siempre, y de forma exclusiva, a la Iglesia presidida por un obispo. Es verdad, sin embargo, que el Vaticano II, a pesar de esta fluctuación, manifiesta algunas preferencias. Se puede decir que la expresión Iglesia local tiene un significado amplio, que sirve para designar todas las realizaciones concretas de la Iglesia: Iglesias patriarcales o regionales, diócesis, parroquias e Iglesias domésticas. En cambio, Iglesia particular designa preferentemente a la Iglesia presidida por el obispo, es decir, a la diócesis. Y esta preferencia es la que tenderá a imponerse.

En efecto, el derecho canónico vigente ha optado claramente por la expresión Iglesia particular, imponiendo su uso en todos los documentos emanados de la Santa Sede. Pero la literatura teológica no ha dado por cerrado el debate, quizás por causa de las ambigüedades que puede sugerir esta expresión. Ante este panorama, no queda más remedio que indicar las ventajas e inconvenientes de las tres denominaciones.

Iglesia particular tiene la ventaja aparente de distinguirse de la Iglesia universal. Pero en esta misma contraposición reside también su ambigüedad. Porque la Iglesia episcopal no es ni una parte de la Iglesia universal ni una especie de subdivisión administrativa de la misma en orden a un funcionamiento más eficaz, sino una presencia de todo el misterio de la Iglesia en un lugar determinado. Y esta localización, que es un elemento determinante para caracterizar a la Iglesia episcopal, no queda explícita en la expresión Iglesia particular.

Iglesia local, en cambio, destaca en primer término el rostro propio que caracteriza a cada Iglesia en virtud de la asimilación de los elementos geográficos, históricos, sociales y culturales del entorno concreto donde está implantada. La dificultad, en este caso, es que la ósmosis entre fe y cultura no se da solamente a nivel de Iglesia episcopal, sino también en las otras realizaciones más amplias o más pequeñas de la Iglesia, que, en este sentido, pueden llamarse igualmente Iglesias locales. Por otra parte, algunos autores opinan que caracterizar a una Iglesia como local, supone dar demasiada importancia teológica al lugar. De todos modos, se aprecia una preferencia por esta denominación en muchos de los estudios teológicos actuales.

El vocablo diócesis tiene la ventaja de ser preciso, puesto que se refiere únicamente a la Iglesia episcopal. Sin embargo, goza de poco éxito entre los teólogos por el hecho de ser una mera denominación jurídica que nos viene de las divisiones administrativas del Imperio romano. Pero no se puede olvidar que el Vaticano II ha ofrecido una definición teológica de la diócesis, que modifica sustancialmente el significado de este término. De ahí que, en el uso de las comunidades cristianas, se vaya imponiendo cada día más la denominación de Iglesia diocesana.


III. Naturaleza

¿Qué es una Iglesia particular, local o diocesana? Después del Vaticano II hay que responder con toda rotundidad: es la sola y única Iglesia de Cristo, que se manifiesta, opera y se convierte en experiencia directa, de modo pleno y eminente, en un grupo de creyentes que viven en un lugar y tiempo determinados.

Afirmamos, ante todo, que es Iglesia. No se trata, por tanto, de una mera institución jurídica, ni de una instancia administrativa o de servicios, sino de una comunidad convocada por Dios como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, para que sea signo e instrumento de salvación. Ciertamente es una comunidad de personas: pero lo que la constituye no es la decisión humana de estas, sino la iniciativa divina que, a través del anuncio del evangelio y la gracia del Espíritu Santo, hace posible la adhesión de la fe en estos hombres, y los introduce en la comunión de la vida trinitaria. De modo que la comunión visible, que solemos llamar comunidad, es signo e instrumento de la comunión con Dios, tanto para los de dentro como para los de fuera. Porque la Iglesia es enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo.

La Iglesia diocesana no es una Iglesia, entre otras, ni una parte de la Iglesia, sino la Iglesia, que es una realidad única e indivisible en todo el mundo. La Iglesia no se puede concebir como una unidad primera que después se divide en partes, ni como una pluralidad que posteriormente se une por confederación. Es un único acontecimiento salvífico, derivado del único acontecimiento salvífico de Cristo; y por eso es siempre la misma en todas partes. Como dice san Pablo: «Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la esperanza...; un solo Señor, una fe, un bautismo, un Dios que es Padre de todos...» (Ef 4,4-6).

Pero, como el acontecimiento salvífico que es la Iglesia es para todos y cada uno de los hombres, necesita mostrar su eficacia concreta en todo tiempo y lugar. Por eso la única Iglesia de Cristo se manifiesta y opera de múltiples maneras y en distintos lugares: como Iglesia doméstica en la familia, o como Iglesia parroquial, como comunidad de oración o de misión, como comunidad de consagrados o de laicos... En todas estas manifestaciones, es la única Iglesia, que se hace presente, actúa y se convierte en objeto de experiencia palpable. Y, entre todas estas manifestaciones, hay una, plena y eminente, principal y necesaria: la Iglesia diocesana. Ella reúne a todos los bautizados que habitan en un territorio determinado: está presidida por un miembro del Colegio episcopal; tiene todos los elementos constitutivos y estructurales que caracterizan a la Iglesia; cuenta con todos los medios de salvación con los que la dotó su Fundador; asume la plenitud de la misión evangelizadora en sus diferentes tareas; encarna el evangelio en las condiciones sociales, históricas y culturales del territorio en el que está implantada.

Estas Iglesias particulares o diocesanas forman parte de la estructura esencial de la Iglesia de Cristo, hasta el punto de que sólo «en ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única» (LG 23). En lenguaje teológico clásico, hay que decir que son de derecho divino.

Como cada Iglesia particular, aun gozando de todos los elementos que constituyen la Iglesia, reúne sólo a una porción determinada del pueblo de Dios, existe una pluralidad de Iglesias. De modo que la Iglesia universal aparece como un «cuerpo de Iglesias» (LG 23), que integra el único cuerpo místico de Cristo, en el que cada Iglesia es como una célula viva, imagen fiel y operante del misterio de la Iglesia universal.


IV. Elementos constitutivos

El decreto Christus Dominus del Vaticano II ofrece la siguiente definición teológica de la Iglesia particular: «La diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a un pastor, que la reúne en el Espíritu Santo por medio del evangelio y la eucaristía, constituye una Iglesia particular. En ella está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» (CD 11).

El principal acierto de esta definición es que no sólo muestra los principios que hacen que la diócesis sea verdadera Iglesia, sino que descubre también su dinamismo. Por eso se enumeran una serie de elementos, de distinta consistencia y valor, pero íntimamente relacionados, que, por una parte, son los que constituyen el ser de la diócesis, y, por otra, son la fuente continua de su vitalidad. Además, dichos elementos son, al mismo tiempo, dones que la Iglesia recibe de Cristo y actos de la misma Iglesia, a través de los cuales realiza su mediación salvífica.

a) El pueblo de Dios. La diócesis es ante todo pueblo de Dios, comunidad de creyentes constituida por la Palabra y los sacramentos, en la que la fe es comunicada, recibida, compartida y transmitida. De este modo, el Vaticano II aplica directamente a la diócesis todas las características e implicaciones de la categoría teológica del pueblo de Dios, que aparecen descritos en el capítulo segundo de la Lumen gentium: la iniciativa divina, la dignidad común, la igualdad fundamental, la diversidad de carismas y funciones, la misión universal. La expresión porción del pueblo de Dios no se ha de entender en sentido distributivo o restrictivo, sino como concreción encarnatoria. Esta comunidad concreta, ubicada en un lugar y limitada en su composición, es imagen, manifestación y presencia operante del único pueblo de Dios que se extiende en todo el mundo. Se describe así una comunidad que, a la vez, es católica y local.

b) El Espíritu Santo. Es el elemento principal y decisivo, ya que, como sujeto de la iniciativa divina, es el que comunica la vida misma de Cristo a través de la Palabra y los sacramentos, y el que convierte a un grupo humano en Iglesia de Cristo. 1) El es el creador de la unidad y de la pluralidad; o, mejor dicho, de la unidad que armoniza la pluralidad, y de la pluralidad que integra y enriquece la unidad. 2) Crea la peculiaridad de cada Iglesia, dirigiendo e iluminando el proceso de encarnación del evangelio en cada cultura determinada, e integra esta manifestación en la unidad y catolicidad de la única Iglesia. 3) Distribuye ministerios y carismas distintos, y los hace converger y servir al bien común de todo el pueblo de Dios. 4) Convierte el don gratuito de Dios en principio y exigencia de responsabilidad libremente asumida. 5) Hace que la Iglesia sea fruto de la acción salvífica de Dios y, al mismo tiempo, medio para extenderla. 6) Asegura los medios institucionales de la comunidad cristiana y sopla con libertad como quiere y donde quiere. 7) Mantiene la identidad del pueblo de Dios y lo impulsa al encuentro y al diálogo con todos los hombres. Es a la vez fuerza centrípeta y centrífuga, principio de comunión y de misión.

c) El evangelio. Después de la causa invisible de la Iglesia particular, viene la primera causa instrumental, el evangelio, que es la fuerza congregante. La Iglesia diocesana surge como comunidad creyente de la predicación del mensaje evangélico; por eso es creatura Verbi, criatura de la palabra de Dios. Y no solamente en su origen, sino a lo largo de toda su existencia. Porque la palabra de Dios es, en primer lugar, kerigma, es decir, proclamación que invita a la conversión y congrega a los hombres en la comunidad creyente. Pero es también didajé o didascalia, enseñanza que se dirige a los ya iluminados para que alcancen la plena madurez en Cristo, reforzando así la comunidad y haciéndola progresar. Y el sujeto que ofrece la Palabra es doble, uno visible y otro invisible: el obispo y el Espíritu Santo. Aparece así la índole divino-humana de la Iglesia, definida ya por los apóstoles con la fórmula «el Espíritu Santo y nosotros» (He 15,28).

d) La eucaristía. Lo que la palabra de Dios anuncia y proclama, se realiza en los sacramentos, y sobre todo, en la eucaristía, que «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo que, por su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres» (PO 5). El misterio de la Iglesia de Cristo encuentra su máxima realización en la celebración de la eucaristía, pues en ella Cristo une a los cristianos consigo mismo y entre sí, edificando su cuerpo místico, como explica san Pablo: «El pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (ICor 10,16-17). Por eso, la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia. Y precisamente porque la eucaristía se ha de celebrar necesariamente en un tiempo y un lugar determinados, la Iglesia nace y existe desde y en las Iglesias particulares. Por esa razón afirma el Vaticano II que «la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el obispo preside rodeado por su presbiterio y ministros» (SC 41).

e) El obispo y su presbiterio. Las últimas palabras del texto que acabamos de citar, texto clave para la recuperación de una eclesiología eucarística y concreta, indican la íntima relación del obispo y, con él, de todo el ministerio ordenado, con la eucaristía. El Vaticano II hace consistir la esencia del ministerio en la capacidad de actuar in persona Christi capitis, es decir, como manifestación visible y eficaz de la capitalidad de Cristo sobre la Iglesia. Como Cristo es quien convoca, dirige, preside, construye y vivifica a su Iglesia, y esto lo hace principalmente en la eucaristía, no puede haber Iglesia ni eucaristía que no esté presidida por esa representación visible de Cristo que es el obispo, en grado pleno, y el presbiterio, en grado dependiente y subordinado. En cada Iglesia particular el obispo es, no el simple gobernante administrativo, sino el garante de la apostolicidad de la fé transmitida, vivida y celebrada, el pastor que trasluce visiblemente la solicitud del único Pastor, el principio visible de unidad en su propia Iglesia, y el vínculo que la une a la comunión de las Iglesias, bajo la presidencia del sucesor de Pedro. Y en esta misión, el obispo está asistido por un colegio de presbíteros, signo concreto de la colegialidad del ministerio eclesial, y por los demás ministros. De manera que la Iglesia particular goza de la plenitud del ministerio en todas sus manifestaciones.


V. Rostro propio

La Iglesia particular es la realización del misterio de la Iglesia en un lugar concreto. Pero esta localización no aparece expresamente en la definición teológica de CD 11. La razón parece residir en el hecho de que los padres conciliares quisieron ofrecer una definición exclusivamente teológica y no administrativa o territorial. De ahí que nombre solamente aquellos elementos que consideran como constitutivos del ser teológico de la diócesis. Pero, entonces, se plantea una cuestión importante: ¿es el lugar o territorio un simple factor externo y circunstancia, que no tiene ninguna incidencia en la naturaleza y realización de la diócesis, o, por el contrario, es algo que afecta a su propio ser? La teología del inmediato posconcilio se dividió a la hora de responder a este interrogante; y esta división quedó patente en la preferencia por una de las dos denominaciones: Iglesia particular o Iglesia local. Actualmente, la mayor profundización sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo, ha contribuido a superar en gran parte la polémica, mediante el acercamiento de las posiciones.

Ciertamente, el lugar no es un elemento constitutivo de la Iglesia particular en el mismo sentido que los que aparecen en CD 11; porque estos son los que configuran a la Iglesia como iniciativa y obra de Dios. Pero la Iglesia es acontecimiento salvífico para los hombres y estos viven siempre en un lugar determinado. Un lugar que no es mero sitio geográfico, sino contexto social, histórico y cultural, que determina intrínsecamente la manera de ser hombre o mujer y toda la vida humana. Por eso la Iglesia, para evangelizar y salvar al hombre concreto, no tiene más remedio que encarnarse en la cultura, el lenguaje, las tradiciones, los modos de pensar y vivir, las tensiones y expectativas que caracterizan a cada grupo humano. Lo contrario supondría actuar sobre esencias o ideas, no sobre personas reales. En último término, minusvalorar teológicamente el lugar supondría minusvalorar el misterio de la encarnación, que es el origen y la razón de ser de la Iglesia. Además, la necesidad de encarnarse es la causa última de que la Iglesia tenga que manifestarse y actuar necesariamente a través de Iglesias particulares, formadas por determinadas porciones del pueblo de Dios, con sus características humanas específicas.

La radicación en un lugar y en sus peculiaridades hace que cada Iglesia sea distinta de las demás, le da un rostro propio. Porque todos los elementos que la constituyen como Iglesia, quedan afectados por los factores humanos que la distinguen. De modo que «la Iglesia o pueblo de Dios, al hacer presente este reino, no quita ningún bien temporal a ningún pueblo. Al contrario, ella favorece y asume las cualidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos en la medida en que son buenas, y, al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece» (LG 13).

El texto que acabamos de citar nos hace caer en la cuenta también de que la Iglesia particular no se identifica totalmente con su lugar. En primer término, porque no todos los hombres que habitan en él son Iglesia. Pero, sobre todo, porque no todas las peculiaridades de un determinado grupo humano son asumibles indiscriminadamente desde el criterio supremo que es el evangelio. De ahí que la inculturación del evangelio tenga que ir necesariamente acompañada por la evangelización de la cultura, que purifica insuficiencias y desvíos que se pueden dar en las distintas sociedades. Alguien ha definido esta doble dinámica como encarnación crucificada, por difícil y martirial, pero también por redentora.

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Miguel Payá Andrés