HISTORIA DE LA CATEQUESIS EN ESPAÑA
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SUMARIO: I. La catequesis primitiva: 1. La catequesis; 2. El catecumenado; 3. Conclusión. II. La catequesis en la Edad media: 1. Repercusiones en la pastoral; 2. Inicios de una catequesis sistemática. III. El Renacimiento y la floración de catecismos: 1. Catecismos clásicos; 2. Los catecismos de Astete y Ripalda. IV. De la Ilustración al Vaticano I: 1. En los umbrales de la Ilustración; 2. La Ilustración y sus consecuencias en catequesis. V. Del Vaticano I al Vaticano II: 1. Reacción defensiva; 2. Los congresos catequísticos nacionales; 3. Renovación metodológica. VI. La catequesis conciliar y posconciliar: 1. Etapa kerigmática; 2. Catequesis antropológica; 3. Catequesis evangelizadora y liberadora para adultos; 4. En busca de identidad: catequesis comunitaria.


I. La catequesis primitiva

Querer bucear en el período de la expansión romana y cristiana de hace 19 siglos para detectar allí alguna corriente apostólica que llegara de Palestina a la occidental Hesperia es una empresa imposible. Hay demasiada nebulosidad para percibir un rayo de luz. La buena nueva que resonó en tierras de Judea y Galilea se propagó en pequeñas catequesis por medio de los primeros testigos de Cristo hasta llegar a Asia Menor, Africa y Roma, pero se pierde en un silencio sepulcral. No consta que aquella generación apostólica la hiciera resonar (haciendo honor a la etimología de catequizar: katechein) entre las gentes de Hispania. Desconocemos si san Pablo cumplió el deseo de venir a España (Rom 15,24). Al menos no dejó ninguna huella en la península, a pesar de que no pocos Padres confirman esa hipótesis. La venida de Santiago y la de los llamados Siete varones apostólicos es aún menos probable, dado el silencio de las fuentes.

El testimonio más antiguo (ca. 182-188) —todavía vago— sobre la existencia del cristianismo en Iberia es de san Ireneo (Adv. haer. I, 3), que hace alusión a las Iglesias establecidas en las Iberias. Es normal que en provincias tan romanizadas como la Tarraconense y la Bética —la conquista de la península se había llevado a cabo el año 19 a.C.— existieran grupos de cristianos ya en los primeros momentos de expansión del cristianismo. Así parece confirmarlo Tertuliano, quien a comienzos del siglo III incluye todas las fronteras de las Hispanias entre los pueblos que adoran el nombre de Cristo (Adv. Jud. 7, 4).

Más explícito es el testimonio de san Cipriano (Epist. 67), que, ya por los años 254-255, da noticias sobre las Iglesias de Hispania en una carta sinodal desde Cartago, firmada por él mismo y otros 36 obispos. En ella se citan tres comunidades organizadas: las de Zaragoza, León-Astorga y Mérida, con sus obispos a la cabeza, y se deja constancia de otras sedes. A este testimonio hay que añadir el de las Actas de los mártires, desde la de san Fructuoso y sus diáconos, en Tarragona (ca. 159), hasta los mártires de Zaragoza, los santos Emeterio y Celedonio en Calahorra, Justo y Pastor en Alcalá de Henares y otros (Prudencio, Peristephanon, + 400).

Finalmente, el concilio de Elvira es un documento excepcional. Sus actas son las más antiguas de un concilio disciplinar en la Iglesia universal y no hay duda de su autenticidad. Su fecha se sitúa en torno al año 300. En él interviene Osio (255-355), obispo de Córdoba, consejero del emperador Constantino y artífice del concilio de Nicea (273). Hispano es también el papa Dámaso, que el año 314 convoca el concilio de Arlés, con asistencia de seis obispos españoles. Todo esto denota que en la península existía un cristianismo arraigado y floreciente a comienzos del siglo IV y hace suponer su existencia ya en siglos anteriores.

Ante estos hechos, surgen preguntas como la del historiador García Villoslada (Hist. de la Igl. Esp., XXXVIII): ¿qué transformación íntima se operó cuando los politeístas romanos o los arrianos visigodos y los de otras creencias aceptaron la fe cristiana y se dejaron bautizar?; ¿cómo elevó la Iglesia el alma popular con el mensaje que predicó?; ¿cuál fue la catequesis que empleó? Si los orígenes del cristianismo en España se pierden en la noche de los tiempos, no extraña que quede en la oscuridad un cauce de este nacimiento y penetración de la fe como la catequesis.

1. LA CATEQUESIS. Entendemos aquí por catequesis no la acción bien definida que se realizó en la época de los catecismos, sino esa actividad misionera que llevaron a cabo los primeros testigos de Jesús para difundir su buena nueva. El cristianismo entró en la península por los canales de la romanización y no tuvo que ser predicado necesariamente por un apóstol o varón apostólico célebre. Este sistema de evangelización es menos frecuente en la historia conocida de la Iglesia. Entre el trasiego de soldados, colonos y esclavos que llegaban o volvían a la península, habría algunos cristianos anónimos que irradiaban su fe. Entre una amalgama confusa de ideas, creencias y prácticas, a veces aberrantes, algunos aceptaban la buena nueva de Jesús juntamente con el bautismo, y así iban surgiendo comunidades cristianas.

Aunque la península ibérica era el finis terrae, las comunidades eclesiales no vivían aisladas. Los continuos contactos con las Iglesias de Roma y Cartago, ya en siglo III, hacen suponer relaciones anteriores y se puede conjeturar que esa primera evangelización en Hispania se parecería mucho a la que realizaron los primeros testigos en Roma y otras regiones, tal como aparece en los Hechos de los apóstoles.

En efecto, supuesto que varias colonias de judíos se habían afincado en la península ibérica como lo habían hecho en Italia (ALDEA Q., II, 1255), no sería extraño que se hubiera dado en Hispania la doble evangelización que se advierte en el libro de los Hechos: un anuncio de Jesucristo muerto y resucitado en cumplimiento de las Escrituras, y una segunda forma más catequética al estilo de la Didajé, más reposada y reflexiva, en confrontación con las creencias paganas. La primera forma estaría destinada a los judíos, la segunda se enfrentaría al politeísmo romano y a las reminiscencias paganas. Al ser muchos los que mostraban interés por la doctrina cristiana y solicitaban entrar en esa comunidad de fe, fue preciso crear una escuela de vida cristiana: el catecumenado.

2. EL CATECUMENADO. Se daba este nombre al período de preparación al bautismo. Los que se preparaban a él se llamaban catecúmenos. Existen pocos datos sobre esta actividad de la Iglesia española en la época romana y visigótica. Los primeros testimonios hispánicos aparecen al comienzo del siglo IV y son: el citado concilio de Elvira, san Paciano de Barcelona, Gregorio de Granada, san Martín de Braga y algunos concilios provinciales. Ellos atestiguan la existencia en España del catecumenado y ofrecen su estructura externa y su vida interna, coincidentes fundamentalmente con lo que conocemos por Hipólito de Roma (ca. 215).

a) El concilio de Elvira habla de las condiciones de los candidatos al catecumenado —«que sean de buenas costumbres» (c. 42)— y de sus dos años de duración, pudiéndose prolongar hasta tres o cinco años (cc. 4, 11, 45, 68, 73). Cumplido el período catecumenal, el candidato podía ser admitido al bautismo (c. 45). Sólo en caso de peligro de muerte o de enfermedad se podía administrar el bautismo a los paganos de vida honesta, si lo pedían (cc. 37, 39). Gregorio de Elvira distingue tres grados en el catecumenado: el de los catecúmenos, llamados en Roma audientes, el de los competentes, que se preparaban en la cuaresma para celebrar el bautismo la noche de pascua, y el de los fieles, que habían recibido ya el Espíritu Santo (Corpus Christ. 49, 95).

b) En cuanto al contenido que se impartía, los datos que poseemos lo reducen a una enseñanza elemental de la religión cristiana sobre lo que hay que creer y la moral de los diez mandamientos. San Paciano desarrolla lo que es el sacramento del bautismo (PL 13, 1089). Tras este período relativamente fecundo de los siglos IV y V, el siglo VI apenas aporta datos nuevos. En cambio, en el siglo VII encontramos dos grandes autores, san Isidoro de Sevilla y san Ildefonso de Toledo, que dan una visión completa del catecumenado en España, a la vez que son testigos del giro que toman el catecumenado y la fe del pueblo español.

c) Siguiendo la tradición, los dos distinguen con claridad tres grados: catecúmenos u oyentes, elegidos o competentes y bautizados o neófitos (Isidoro, De eccl. off. II, 21, 1 e Ildefonso, De cogn. bapt. 50). Estos textos parecen indicar que lo normal era el bautismo de los adultos. Sólo se bautizaba a los niños como excepción en caso grave (cf la carta del papa Siricio a Himeneo de Tarragona [385] y el c. 5 del Conc. de Gerona [517] [PL 84, 631 y 314]). Sin embargo, en la segunda mitad del siglo VI comienza ya a presentarse la costumbre de bautizar a los niños, según se desprende de abundantes testimonios (canon 7 del Conc. II de Braga), aunque siga celebrándose el bautismo de adultos, como sugiere la expresión de san Ildefonso: «reciten si son mayores de edad por sí mismos o si son niños por boca de los que los llevan» (De cogn. bapt. 34).

3. CONCLUSIÓN. De los testimonios tardíos aducidos se puede colegir que la catequesis española no difiere sustancialmente de la practicada en otras Iglesias de occidente: desde el comienzo estuvo ligada a la liturgia, y concretamente a los sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. No se trataba de enseñar una doctrina, sino de crear una actitud de escucha de la Palabra: «Escucha, Israel...» (Dt 6,4). Por eso los catecúmenos se denominan oyentes, para que «reconociendo al único Dios, abandonen los falsos ídolos» (Ildefonso, De cogn. bapt. 50; Isidoro, Etym. 1, 6). De ahí las exigencias y la libertad de los escrutinios, el período de prueba, la práctica de la oración y del ayuno y la entrega del símbolo de la fe y de la oración dominical, para grabarlas en sus corazones y devolverlas como signo de libre aceptación (traditio-redditio); así se preparaban a resucitar con Cristo por medio del bautismo (De cogn. bapt. 28, 33; Etym. 1, 6); todo ello se realizaba en un marco de ritos y celebración comunitaria.

Por tanto se dan dos notas distintivas: la pervivencia del catecumenado, con la participación simultánea de adultos y niños, que serviría de transición a la más tardía catequesis infantil, y también la existencia de una liturgia autóctona, la hispana.


II. La catequesis en la Edad media

El tercer concilio de Toledo (ca. 589), en el que el rey Recaredo abjura del arrianismo y se bautiza, marca un hito en la historia de la Iglesia española, realzado con las figuras de san Leandro y san Isidoro de Sevilla. En esta época los pueblos hispano-godos se constituyen como unidad nacional, y asistimos a un fenómeno nuevo: el estado de cristiandad, que se extiende a toda Europa y que va a marcar la historia de la Iglesia y de la catequesis. Esta época en España abarca razonablemente del siglo VII al XVI. Durante la cristiandad, todo nacido era bautizado; no se concebía ser ciudadano sin ser cristiano, aunque en España vivieron una coexistencia relativamente pacífica el cristianismo y las culturas judía y musulmana.

1. REPERCUSIONES EN LA PASTORAL. El bautismo generalizado de los niños hace que el catecumenado, instituido para los adultos, desaparezca poco a poco. La predicación y la catequesis pierden el impulso misionero y evangelizador de la época precedente. La catequesis se reduce a conservar la fe de los bautizados a través de fórmulas memorizadas y ritos que se celebran. Este es el cambio más radical que experimenta la catequesis en estos siglos. En efecto, la cultura de los clérigos es escasa; su formación teológica, desvinculada de la Biblia, de la liturgia y de la tradición patrística, da origen a una predicación moralizante, sin vigor evangélico. Pronto se producirá la ruptura entre la teología abstracta, reservada a una elite y confinada en las escuelas (de ahí el nombre de escolástica), y el clero bajo y la piedad popular, que se contentan con presentar y aprender el credo y el padrenuestro y cumplir algunas obligaciones rituales y morales.

Las conversiones en masa no originan un cambio radical, ni hacia Cristo salvador, ni en las convicciones y prácticas cristianas. Los súbditos siguen a sus jefes en la nueva religión oficial, sin renunciar del todo a sus creencias y costumbres paganas. Los concilios de esta época no cesan de fustigar los abusos de idolatría, adivinación y magia.

La liturgia, que había nutrido la fe del pueblo a través de cantos y acciones simbólicas, va perdiendo su fuerza educadora. Es entonces cuando nacen las lenguas vernáculas en la península, pero la liturgia sigue celebrándose en latín y la Palabra se hace ininteligible. Por eso aquella se va convirtiendo en un asunto de clérigos, los únicos que comprenden esa lengua. Los coros con su sillería en medio de las viejas catedrales delatan esa separación entre los clérigos y el pueblo, que quedaba sin ver al oficiante, sólo oyendo la misa, favoreciendo así una concepción mágico-ritualista de la gracia y los sacramentos.

Por todo esto, se multiplican las misas privadas, se pierde el sentido objetivo de la misa y se prima la piedad subjetiva. Se multiplican las devociones particulares que se superponen a otras ceremonias (supersticiones), censuradas por diversos sínodos. El papa Gregorio Magno reconocerá que no es posible cortarlas de golpe: «tolerándolas quedará la esperanza de interiorizar y cristianizar ese uso grosero e idolátrico» (Reg. XI, 56). A pesar de estos trazos sombríos, la Edad media mantuvo una cristiandad estable y viva. ¿Qué hizo aquella Iglesia para mantener la fe del pueblo? ¿De qué medios se sirvió para la instrucción religiosa? Tres instancias contribuyeron a sostener la fe.

a) La Iglesia, catedralicia o rural, venía a ser la casa del pueblo y el lugar de referencia explícito para la formación y la práctica religiosa. San Isidoro recomendó dar preferencia a la instrucción de los mayores (Sentencias III, 35-45). Los sacerdotes con cura de almas enseñaban los domingos al pueblo las verdades del credo y de la moral, sirviéndose de colecciones de sermones, el Homiliario, que circulaba en las diócesis españolas. Además, el pueblo aprendía el credo, el padrenuestro y otras oraciones que eran recitadas en común. La confesión era otra ocasión para alimentar la fe del pueblo. En este tiempo el concilio Lateranense IV (1215) prescribe la confesión «al menos una vez al año», así como la práctica de «comulgar por pascua florida», las cuales calaron en el pueblo cristiano. Para la confesión se usaban los confesionales, en forma de examen de conciencia siguiendo los mandamientos, que serán anticipos de los catecismos. Así la liturgia y las prácticas religiosas ayudaban a la educación de la fe del pueblo.

b) La familia. La transmisión de la fe se realizaba sobre todo en el hogar. Los familiares vivían unidos compartiendo fe, comida y techo. El bautismo, la comunión y la confesión, que recaían con frecuencia, o al menos una vez al año, en los miembros de la casa, daban pie para renovar su fe cristiana. La alta mortandad hacía que la muerte fuera,una experiencia familiar para ellos, lo mismo que el sentido de trascendencia, plasmada en opúsculos como el Ars moriendi, el cántico del Dies irae y las Danzas de la muerte. En general se vivía una conciencia de pertenencia responsable a la familia, estimulada por diversos sínodos: Arlés y Maguncia (813), Aquisgrán (836) y León (1267).

c) Pero lo decisivo para la conservación de la fe en esta época fue el ambiente religioso que impregnaba toda la vida social. Como se aprendía a hablar, se aprendía a ser cristiano. Las fiestas religiosas: navidad con sus villancicos y belenes, semana santa y pascua, con sus procesiones y representaciones de los llamados misterios, como el Auto de los Reyes Magos, cuyo origen se remonta en España a estas fechas, prendían en el alma e imaginación del pueblo. Las costumbres populares de hondo sentido religioso se escalonaban durante el año: la bendición de los campos, las peregrinaciones a santuarios, la oración ante cruceros de los caminos, las rogativas, las fiestas de los santos patronos de los hospitales, posadas, cofradías y gremios. Finalmente el arte sagrado de los templos románicos y góticos, con sus esculturas, vidrieras, retablos, imágenes, cuadros, rosarios y demás signos religiosos, eran la Biblia a través de la cual los analfabetos leían la fe de sus antepasados imprimiendo en todos un alma cristiana.

2. INICIOS DE UNA CATEQUESIS SISTEMÁTICA. Junto a esta catequesis, que se nutría de la predicación dominical y se recibía como por ósmosis del ambiente social, se inicia también otro tipo de educación cristiana: una catequesis sistemática del pueblo fiel. En este aspecto, algunos concilios españoles recogen la preocupación del IV concilio de Letrán (1215) por formar a los sacerdotes. Destacan por su orientación catequística el concilio de Valladolid (1322) y el de Tortosa (1425); este parece ser el primero que mandó se compusiera «un breve catecismo que comprenda cuanto debe saber el pueblo», es decir «lo que los fieles deben creer: los artículos de la fe; lo que deben pedir: oración dominical; lo que han de observar: el decálogo; lo que han de evitar...». Aquí se diseñan ya las partes que van a estructurar los catecismos de los siglos siguientes.

Se ha señalado la Edad moderna, y en concreto el protestantismo, como la cuna de los catecismos. Sin embargo —advierte L. Resines— existen en España algunos opúsculos que bien merecen el título de catecismos. Así El Catecismo cesaraugustano, de autor desconocido del siglo XIII; consta de cuatro partes: Símbolo, Mandamientos, Sacramentos y Dones del Espíritu Santo; está escrito en latín, en forma de preguntas y respuestas, y en estilo conciso. El Tratado de la doctrina cristiana, anónimo del siglo XIV, excesivamente moralizador. La Doctrina pueril de Ramón Llull, libro compuesto para la educación de su hijo, y que rebasa con amplitud el esquema de un catecismo. El Catecismo del concilio de Valladolid (1322) presenta los artículos de la fe, los sacramentos, mandamientos, virtudes y pecados; puede considerarse como el más importante catecismo medieval español. Sobre él se basa el Catecismo de Pedro de Cuéllar (1325), más amplio y destinado a los sacerdotes; etc.

A pesar de estos intentos por instruir al pueblo, la masa, que no sabía leer ni escribir, siguió alimentando su fe sociológica con ritos y prácticas piadosas. En este clima de desnutrición religiosa se alza Lutero, enarbolando el principio de «Sólo la fe salva», y dispuesto a revitalizar e ilustrar la fe del pueblo cristiano.


III. El Renacimiento y la floración de catecismos

Dos hechos marcan la vida de este período convulsivo y fecundo del siglo XVI: la reforma protestante y la invención de la imprenta. Los dos surgieron fuera del suelo español, pero, en aquella Europa sin fronteras, ejercieron un gran influjo en España. La Reforma, creando preocupación por la seguridad y precisión doctrinal, que repercutió en los catecismos. La imprenta, ayudando a la multiplicación y difusión de catecismos para ponerlos en manos de todos.

Los humanistas van a tratar de remediar la lamentable situación de la fe del pueblo, causada por la ignorancia religiosa. Así lo hicieron Felipe de Meneses en Luz del alma cristiana (1554) y otros muchos. Algunos vieron condenados sus catecismos por la Inquisición (Juan de Valdés, en 1529, y Constantino Ponce de la Fuente, en 1543-1548). Causó gran extrañeza en muchos la condena del Catechismo christiano (1558) de Bartolomé de Carranza, por tratarse del arzobispo de Toledo. El peso de Trento gravitaba sobre el ambiente. No obstante, siguieron publicándose numerosos catecismos. Por ejemplo, el Maestro Juan de Avila envió a Trento unas advertencias, recomendando que se hiciera un catecismo; y él mismo redactó uno: Doctrina christiana que se canta (1554). También publicaron catecismos Juan Pérez de Betolaza (1596), Diego de Ledesma (1571) y otros.

1. CATECISMOS CLÁSICOS. Reconociendo que en el siglo XV hay precursores que incluso se llamaron catecismos, es obligado recordar algunos catecismos de fuera de España, que por su popularidad, su influencia en Europa y su pervivencia en la historia de la catequesis, han tenido un reconocimiento oficial y merecido el título de clásicos. Me refiero a esos manuales que han configurado la catequesis en un género típico, llamado catecismo.

El catecismo doble de Martín Lutero (1529), uno pequeño y otro mayor para los predicadores. Escritos en un lenguaje directo y fogoso, tuvieron gran éxito. Frente al catecismo de Lutero aparecen los tres catecismos de Pedro Canisio (1555-1559) que, estructurados en la fe (credo), la esperanza (padrenuestro y avemaría), la caridad (mandamientos) y obras de misericordia, gozaron de gran difusión; el catecismo de Roberto Belarmino (1597) tiene la misma estructura que el de Canisio, pero es más práctico y fue también muy difundido, sobre todo en Italia; finalmente el Catecismo romano o de Trento (1566), que es una exposición sólida de la fe, enriquecido con citas bíblicas y patrísticas para la formación y ayuda de los párrocos en su ministerio pastoral.

2. Los CATECISMOS DE ASTETE Y RlPALDA. Estos son, sin duda, los más célebres de la historia de la catequesis española. Han perdurado a lo largo de casi cuatro siglos en sus centenares de ediciones, aunque natural mente con retoques y modificaciones. Se trata de unos catecismos breves, que sirvieron para transmitir al pueblo cristiano, niños, jóvenes y adultos, el patrimonio doctrinal de la Iglesia católica del que carecían. Ambos utilizan el método de preguntas y respuestas para aprender de memoria, y adquirir así un conocimiento preciso de la doctrina católica. Los dos están estructurados en cuatro partes, recogiendo la tradición española fijada por el concilio de Tortosa en el siglo anterior.

Estos catecismos tienen las virtudes y defectos propios de unas obritas que forzosamente tenían que ser breves, por tratarse de catecismos destinados al pueblo sencillo. Los autores, jesuitas ambos, y formados en la teología del tiempo, concentraron la doctrina y destilaron su esencia en fórmulas concisas, despojadas del adorno de ejemplos y de toda explicación que pudiera responder a las dudas de los destinatarios. La razón de esta sobriedad, tratándose del pueblo llano, está en la célebre respuesta que, de san Juan de Avila (Doctr., 1650), pasó a Astete: «Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante: doctores tiene la santa madre Iglesia que lo sabrán responder».

Así quedaron unas formulaciones claras, seguras, fáciles de retener, no tanto de entender, a no ser que un catequista docto ayudase a la explicación. Sin apenas referencias bíblicas, subrayan en lo sacramental aquello que se refiere a la validez de los ritos para obtener la gracia. Estos catecismos, sin originalidad especial, tal vez por la solidez doctrinal y la claridad que mostraban, llegaron a tener una autoridad cuasi-sacral y, retocados y ampliados más tarde, sus nombres se perpetuaron a través de las generaciones que alimentaban en ellos su fe y la transmitían con la misma convicción a sus descendientes.


IV. De la Ilustración al Vaticano I

1. EN LOS UMBRALES DE LA ILUSTRACIÓN. El concilio de Trento dio un gran impulso a la predicación y catequesis, pero su repercusión en España llegó bien entrado el siglo XVII y aun el XVIII. El Catecismo de Trento no se tradujo hasta el año 1777. En el siglo XVII apenas se da innovación catequética; siguen utilizándose los catecismos publicados a finales del siglo anterior. Los catecismos nuevos, impresos en el XVII, quedan poco a poco eclipsados por la pareja Astete y Ripalda que, con algunas adiciones, se imponen cada vez más en el clero y el pueblo llano.

Fue muy popular el catecismo familiarmente llamado El Eusebio. El P. Juan Eusebio Nieremberg sj, inspirándose en las notas del P. Jerónimo López sj, famoso misionero popular en casi toda España, publicó en 1640 el catecismo: Práctica del Catecismo romano y Doctrina christiana; lo redactó en forma expositiva para ser leído en las Iglesias. Muy recomendado por los obispos de Valencia, Sigüenza y otros, se tradujo a varias lenguas y se reeditó en siglos posteriores.

1. LA ILUSTRACIÓN Y SUS CONSECUENCIAS EN CATEQUESIS. En el siglo XVIII, ante las nuevas ideas de la Ilustración, se advierte una vez más la incultura religiosa. La predicación e instrucción religiosa llegan a ser el ministerio más urgente. La liturgia y los sacramentos quedan, pues, al servicio de la Palabra y de la enseñanza religiosa y moral. Se pensaba que el obrar bien dependía del saber. De ahí la frase que se repetirá como un axioma: saber y entender. El racionalismo se impondrá.

a) El racionalismo. Europa, dividida por las guerras de religión, busca y halla un elemento aglutinante: la razón. Esta será la norma de todo, y Kant el prototipo del espíritu racionalista que culmina en la Revolución francesa. Esta nueva ideología pasa pronto a España con los Borbones. Aunque su influjo quedó reducido a círculos de ilustrados, la semilla afectó a eclesiásticos. En las publicaciones catequéticas, unos se enfrentan a las nuevas ideas, otros se abren al diálogo utilizando la razón, y empiezan a publicarse las obras apologéticas que culminan en el Vaticano I; finalmente otros, como la Escuela de Tubinga, volverán a la Escritura y a los santos Padres; pero la neoescolástica impondrá su intelectualismo a la catequesis de este período.

b) La escolarización de la catequesis. En España, la obligatoriedad escolar comenzó en 1857 (Ley Moyano), pero la escolarización de la catequesis era ya antigua. A ello contribuyeron, ya en la alta Edad media, las escuelas catedralicias y abaciales y, después de Trento, las escuelas parroquiales, promovidas por diversos sínodos diocesanos o provinciales. A partir del siglo XVI, los institutos religiosos dedicados a la enseñanza (jesuitas, escolapios, Hnos. de la Salle, Compañía de María, etc.) dan prioridad en sus centros a la educación religiosa. Por fin, la misma autoridad civil, que va promoviendo escuelas, acata la doctrina de la Iglesia. El primer rey Borbón, Felipe V, establece como requisito para acceder al magisterio primario «dar razón de lo que contiene el catecismo del P. Gerónimo Ripalda». Y en la constitución liberal de 1812, art. 366, se prescribe que «se enseñará a los niños el catecismo de la religión católica».

Así, la catequesis pasa de la Iglesia y de la familia a la escuela, y se incorpora al programa escolar. La vinculación catequesis-escuela se consolida. Y asistimos a una nueva etapa en la historia de la catequesis: su escolarización.

c) Ventajas e inconvenientes. Insertándose en la escuela, la catequesis, por una parte, llegaría a más niños en un marco organizado sólido y estable y facilitaría la síntesis entre la fe y la cultura en beneficio de la formación integral del alumno. Pero, por otra parte, la instrucción religiosa llegaría a ser una materia escolar más, una información religiosa racional, sujeta, como las demás, a un examen. Este giro, en aquel momento histórico, supuso la dejación de los padres de su tarea educadora en manos de maestros sin la preparación necesaria.

d) Algunas realizaciones concretas. Los nuevos catecismos quedan marcados por este talante racionalista. Ponen su acento en la moral, al servicio del ciudadano honrado. Siguen reproduciéndose los de Astete y Ripalda, pero con comentarios que responden a preguntas intelectuales o prácticas de una fe ilustrada. Cabe citar, entre ellos, los de Gabriel Menéndez de Luarca (1787) y Juan Antonio de la Riva (1800), que respetan el texto original, distinguiéndolo de las adiciones que ellos introducen, respeto que no guardarán otros más tarde.

A contracorriente del racionalismo surgen algunos catecismos histórico-bíblicos como el de Claude Fleury (1683) que, en los siglos XVII-XVIII fue ampliamente difundido en España, así como el de José Pinton. A ambos aluden una Real Cédula del 1 de septiembre de 1743, y la Real Provisión de 1771 ordenando que «los maestros enseñen en las escuelas el Compendio de la religión de Pinton y el Catecismo histórico de Fleury».

En este siglo de la Ilustración se tradujeron el Parvus catechismus catholicorum, de Pedro Canisio, ilustrado en latín, griego y castellano, como instrumento de aprendizaje de estas lenguas, la Suma de la doctrina christiana de Roberto Bellarmino y el Catecismo romano o de Trento, que quedaría un tanto orillado, quizá por el prestigio que alcanzaron los dos tradicionalmente populares. Entre los catecismos, sólo uno alcanzó popularidad: el Catecismo práctico del P. Pedro Calatayud, publicado en 1737, fustigador de las costumbres de esa época.


V. Del Vaticano I al Vaticano II

Es el momento de la consolidación doctrinal y de la renovación metodológica. Las ideas de la Revolución francesa suponían un peligro para la integridad doctrinal. Napoleón Bonaparte publica su Catechisme á l'usage de toutes les églises de l'Empire Francais (1806). Traducido al español, Carlos IV se vale de él para consolidar su monarquía. Desde entonces aparecen muchos catecismos de este estilo para formar ciudadanos, por ejemplo el anónimo Catecismo constitucional y civil, donde se aplican las obligaciones del ciudadano español (1820).

1. REACCIÓN DEFENSIVA. Frente a esta ola secularizante, la Iglesia se cierra al diálogo y busca seguridad en la teología neoescolástica. La catequesis se contagia de esa mentalidad conservadora y polémica. Siguen ampliándose el Astete y el Ripalda, haciéndose más técnicos en lenguaje y contenidos. Prevalece la preocupación racional y el método deductivo en la explicación de las verdades. Santiago José García Mazo publica su catecismo voluminoso y denso para combatir la ignorancia religiosa. Abunda en citas bíblicas apoyando una teología escolástica, maciza y sin sensibilidad moderna. También se editan numerosas obras parecidas como la de Jaime Balmes (1810-1848): La religión demostrada al alcance de los niños, escrita en un tono apologético. Balmes muere el año en que Marx proclama el marxismo (1848).

Ante un clima europeo religiosamente enrarecido, Pío IX reacciona con la condena (Sillabus, 1864) y reafirma la autoridad papal definiendo la infalibilidad en el Vaticano I (1879). La Escolástica se impone. Este clima defensivo impregna los catecismos de la época. Del catecismo de Deharbe (1847) se hacen numerosas ediciones en español. Sobresale por su claridad, seguridad doctrinal y facilidad de retención. De este espíritu participa el catecismo del P. Angel M° de Arcos: «Norma del católico en la sociedad actual. Diálogos catequísticos para los católicos del siglo XIX sobre lo que ha de creer y obrar el cristiano» (1878).

En este período destacan dos santos catequistas: Antonio María Claret (1807-1870) y Enrique de Ossó (1840-1896). El primero, fundador de los Hijos del Corazón de María (Claretianos), quería para todos una educación religiosa segura. Por eso defiende el catecismo único para toda la Iglesia o, al menos, para España; publica su Catecismo de la doctrina cristiana. Intervino en el Vaticano I solicitando el catecismo universal, petición que no prosperó ante la interrupción del Concilio. El segundo trabajó intensamente en la catequesis en Tortosa y fundó la Compañía de Santa Teresa (Teresianas) para educar a las jóvenes en la fe. Escribió una Guía metódica y práctica del catequista (1872), en la que habla de la claridad y el estilo de actuar del catequista, su persuasión y el ambiente atractivo que debe crear.

2. Los CONGRESOS CATEQUÍSTICOS NACIONALES. Son signos de la inquietud por una catequesis adecuada para el tiempo.

a) Congreso de Valladolid (1913). Fue la primera reflexión nacional sobre la catequesis. Inspirado en la Acerbo nimis de Pío IX (1905), mantuvo una postura apologética. Hubo aportaciones de carácter didáctico. Sobresalió la ponencia de A. Manjón: El catecismo como asignatura céntrica en la escuela primaria. Y apareció la preocupación por un catecismo único, que quedó pendiente para el siguiente congreso.

b) Congreso de Granada (1926). Se celebró a instancias del motu proprio Orbem catholicum (1923) de Pío XI, que había creado en Roma una oficina central para «dirigir y promover la acción catequística en toda la Iglesia». Retomó los temas del congreso anterior. Confiando en que Roma preparaba un catecismo universal, esta cuestión no se abordó. Celebrado en clima sereno, se advirtió, sin embargo, el peligro de la Institución libre de enseñanza y se rindió homenaje a la figura y obra de A. Manjón, fallecido tres años antes en Granada.

c) Congreso de Zaragoza (1930). Estimulado por la encíclica de Pío XI Divini illius magistri (1929), abogó para que en todas las diócesis y parroquias se crease la Congregación de la doctrina cristiana para atender a los catequistas, y se estudió la catequesis para los niños, adultos y, sobre todo, jóvenes, siguiendo las pautas de dicha encíclica.

d) Congreso de Valencia (1950). Pasada la Guerra civil (1936-1939) y como preparación al Congreso internacional que iba a celebrarse en Roma en el Año Santo, se tuvo en Valencia el 4° Congreso nacional, en un clima de exaltación patriótica y religiosa de la posguerra. Versó sobre la enseñanza religiosa en la parroquia, la escuela y el ejército. La cuestión del catecismo único quedó de nuevo sin resolverse.

e) Resumiendo. Se tomó conciencia de la importancia y necesidad de la catequesis. El contenido siguió siendo el mismo de los catecismos tradicionales, pero se progresó en la línea metodológica. El marco preva lente de la catequesis era el escolar. reducido a la infancia.

3. RENOVACIÓN METODOLÓGICA. Entrado el siglo XIX, se constata que la catequesis escolar dejaba mucho que desear. Se memorizaba, pero no se interiorizaba. Por otra parte, las ciencias pedagógicas y psicológicas se desarrollaban poniendo como centro al niño. Ya lo habían hecho tímidamente los tres Congresos nacionales citados. Dos grandes figuras dan un paso decisivo en esta línea metodológica de la catequesis.

Don Andrés Manjón (1846-1923). Burgalés de nacimiento, desplegó su ministerio en Granada. El contacta con la gente gitana despertó en él su vocación de pedagogo. Fundó las Escuelas del Ave María. Sus intuiciones pedagógicas sirven para facilitar la entrada y hasta para afianzar en España la renovación catequética europea del Método psicológico de Munich. Despierta la atención del niño con numerosos recursos de cantos y juegos, siguiendo su lema «enseñar jugando». Renueva la metodología catequética, pero no renueva el mensaje cristiano.

Don Daniel Llorente (1883-1971). Nacido en Valladolid y formado en Roma, es sin duda el catequeta más cualificado de la primera mitad del siglo XX en España. En contacto con el movimiento catequético europeo, incorporó a la catequesis española las novedades que venían desde Munich y fundó la Revista catequística para la formación de catequistas. Su Tratado elemental de pedagogía catequística conoció diez ediciones y constituye una reflexión seria y sólida sobre la catequesis, acabando con un compendio enjundioso de la historia de la catequesis. Escribió además otras obras catequéticas, donde muchos han encontrado inspiración y material rico para sus catequesis. Al igual que Manjón, Llorente no creyó necesario modificar el contenido doctrinal del catecismo.

Junto a estas dos figuras, habría que nombrar a otros muchos, cuyo recuerdo perdura: Damián Bilbao (1878-1951) en Madrid; José Samsó (+ 1936) en Mataró; Manuel Urrutia (1850-1914) en Salamanca y Santiago; Manuel Medina Olmos, sucesor de Manjón en las Escuelas del Ave María; Manuel González García (1877-1940), arcipreste de Huelva, luego obispo de Málaga y de Palencia; Jesús González (1898-1978) en Bilbao; Juan Tusquets (1910-1980)? y otros autores que prestaron un gran servicio a la formación cristiana del adulto: R. Ruiz Amado, La educación religiosa (1912); T. Sánchez, Ensayo de pedagogía catequística (1910); R. Vilariño, Puntos de catecismo, 3 vols. (1923); J. Bariego, Teología popular o Explicación de la doctrina cristiana, 3 vols. (1925-1927), etc.

La cuestión del catecismo único, que había quedado pendiente en los concilios nacionales y en el Vaticano I, no se resolvió con los catecismos de Pío X (1905) y del card. Gasparri (1930). Así que en 1957 se crea en España el Secretariado nacional de catequesis (SNC) y se publican los dos primeros Catecismos nacionales; el tercero, más voluminoso, esperará a 1962. Estos catecismos nacieron ya desfasados respecto al movimiento kerigmático que entró en España con la versión del Catecismo bíblico alemán (1955) y gracias a algunos clérigos pioneros, formados en el extranjero.


VI. La catequesis conciliar y posconciliar

El Vaticano II no trató directamente de la catequesis, pero en él estuvo vivo desde el comienzo el espíritu de la catequesis. Pronto se corrigieron los esquemas preconciliares y se les dotó de ricas aportaciones sobre la revelación, la historia de salvación, la fe, la Iglesia, la misión evangelizadora, etc. El mismo Concilio se abrió además al hombre y al mundo, especialmente en la Gaudium et spes. Esta renovación, que venía atisbándose en las iglesias centroeuropeas, para la Iglesia española fue una verdadera revolución teológico-pastoral. La teología y la catequesis se replantearon su propia identidad. A partir de allí se abrió la catequesis a una serie de etapas o acentuaciones que han convivido en una armonía integradora.

1. ETAPA KERIGMÁTICA. Como el nombre indica, fue un volver al kerigma original que proclamaron los apóstoles, centrado en la persona de Jesucristo muerto y resucitado. Una renovación a fondo del contenido nuclear de la fe, y no tanto de los métodos. Concluido el Concilio, se celebran en Madrid (1966) las primeras Jornadas nacionales de estudios catequéticos, que abren a la Iglesia española a planteamientos nuevos sobre el contenido, la finalidad y la identidad de la catequesis. Las ponencias, impregnadas del espíritu kerigmático, se centran en la palabra de Dios, narrada en la Biblia, celebrada en la liturgia y vivida y expresada en la vida de la Iglesia. Promovió dichas jornadas Mons. José Manuel Estepa, autor de la colección Luz de los hombres (1960-1965), que anticipó la catequesis kerigmática en la Iglesia española.

Desde entonces se acelera el movimiento catequético. En 1968 aparecen los cinco Catecismos escolares —de los ocho proyectados—, ampliando de manera dosificada el Catecismo nacional. Por la riqueza bíblico-litúrgica y su cuidadosa presentación tipográfica, estos catecismos kerigmáticos tienen una gran acogida. Destinados a la catequesis tanto parroquial como escolar, van a adquirir un valor especial para la escuela, a causa de la Ley general de educación (1970). Lo que esta disponía sobre programación, guías y textos, la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis (CEEC) lo había elaborado ya en sus Catecismos escolares para la Enseñanza general básica. Tan sólo hubo de hacerse una adaptación, como se hará después también para las Enseñanzas medias y COU. A ello contribuyó mucho el Documento programático de la CEEC: La Iglesia y la educación en España hoy (1969). De hecho, dichos catecismos fueron unos manuales de transición, ad experimentum, hasta que el clima eclesial permitiera ofrecer unos Catecismos renovados.

Cierra esta etapa el Directorio general de pastoral catequética (DCG), publicado en Roma (1971), que recoge la dimensión kerigmática y se abre ya a la etapa antropológica. Todo eso repercutió en la catequesis española. A la etapa kerigmática hay que adscribir el Instituto de ciencias religiosas San Pío X en Tejares-Salamanca con su Revista Sinite y el Instituto superior de pastoral de Salamanca-Madrid, émulos de los que florecieron en Europa; también las Casas editoriales que se prodigaron en traducciones. Finalmente, la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes (1971) fue todo un acontecimiento, signo de que la Iglesia española comenzaba una nueva andadura, también en catequesis, inaugurando una etapa nueva.

2. CATEQUESIS ANTROPOLÓGICA. España ofrecía un terreno abonado para la catequesis antropológica, que prendió y creció dando sus mejores frutos. Muestra de ello fue la acogida que tuvo el Catecismo holandés (1968). Se pasó aprisa por la fase kerigmática sin profundizarla. En los años 70 la Iglesia alcanza en España cotas de independencia y mayor libertad evangélica, no sin tensiones. El episcopado publica La Iglesia y la comunidad política, desmarcándose del nacional-catolicismo. El pueblo se distancia del régimen y, a la vez, de la Iglesia que lo había amparado. La práctica religiosa baja entre los jóvenes, que se muestran reacios y buscan un cambio. El mundo kerigmático de la Biblia y la liturgia queda lejos de sus experiencias. Urge una catequesis que sorprenda a los jóvenes en su propia vida. Así emerge la catequesis antropológica centrada en los intereses de las personas, la experiencia y la búsqueda de valores. En esta línea se publica en 1972 el nuevo Programa y Catecismo para el curso 4° que había quedado sin cubrir. Se insertan en él hechos y cuestiones vitales de esa edad y se habla un lenguaje más existencial, sirviendo así para el ámbito parroquial y familiar.

Entretanto, a finales de 1972, la Asamblea plenaria del episcopado da luz verde para elaborar nuevos catecismos y pide que se prepare el Catecismo para los preadolescentes, que sustituirá al Catecismo nacional de tercer grado y servirá para la catequesis de los alumnos de la 2ª etapa de EGB. En estos años está en auge la catequesis antropológica con la cuestión de cómo armonizar la fidelidad a Dios y al hombre. Una síntesis equilibrada vino a lograrse en el catecismo de preadolescentes Con vosotros está, que salió a la luz con sus materiales complementarios en 1976, tras un trabajo teológico, psicológico y pedagógico largo y minucioso. Este es el fruto autóctono mejor logrado de la catequesis en España. La atención a las personas concretas obligó al Secretariado nacional de catequesis a constituirse en departamentos. Uno de ellos fue el Departamento de audiovisuales para mejorar la catequesis existencial, sobre todo en la edad juvenil, y otro el Departamento de adultos, por la importancia de la catequesis en esta etapa vital.

3. CATEQUESIS EVANGELIZADORA Y LIBERADORA PARA ADULTOS. La secularización obligó a la Iglesia a cambiar el talante de su catequesis y a resituarla en una acción más global y dinámica. Se pasa así de una catequesis para bautizados a una catequesis misionera de conversión; de una catequesis antropológica demasiado personalista a una catequesis social y liberadora; de una catequesis de niños, centrada en la escuela, a una catequesis de la comunidad cristiana dirigida a jóvenes y adultos.

Ya el Directorio general de pastoral catequética de 1971 había privilegiado la catequesis de adultos «como la forma principal a la que todas las demás de alguna manera se ordenan» (DCG 20). A su vez se publica en 1972 el Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), traducido en 1976. Estos documentos muestran inquietudes pastorales vividas en Europa y en concreto en España. El Movimiento por el mundo mejor desarrolla su catequesis para adultos en diversas diócesis; Casiano Floristán, en su docencia, impulsa un catecumenado de adultos que desemboca en comunidades de base; Kiko Argüello suscita las comunidades neocatecumenales; se propagan los grupos de renovación carismática, etc.

El sínodo sobre la Evangelización (1974) aborda los problemas que plantean los países de vieja cristiandad, que necesitan ser reevangelizados. El documento de Pablo VI Evangelii nuntiandi (1975) recoge las aportaciones del sínodo, destacando el dinamismo de toda evangelización. Se organizaron sesiones sobre la EN, se formaron equipos dinamizadores y se elaboraron materiales en línea evangelizadora y liberadora, que culminaron con el congreso Evangelización y hombre de hoy (Madrid 1985). Fue una toma de conciencia de la situación de España y de la urgencia de la evangelización misionera que impulsaba ya Juan XXIII.

4. EN BUSCA DE IDENTIDAD: CATEQUÉSIS COMUNITARIA. La catequesis más enriquecida se encuentra, sin embargo, sin saber dónde situarse. Se la echa de la escuela, que reivindica para sí un espacio secular, pero a su vez no acaba de asentarse en la comunidad cristiana. Necesita encontrar su identidad. A ello van a contribuir: la transición política (1975), la nueva Constitución (1978), que marca la frontera entre lo político y lo religioso, el Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español (1979), el Sínodo sobre la catequesis (1974) seguido de la Catechesi tradendae (1979), las Orientaciones pastorales sobre la enseñanza religiosa escolar (1979) de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, así como el documento La catequesis de la comunidad. Orientaciones para la catequesis en España hoy (1983). Todos estos factores ayudaron a resituar la catequesis.

En efecto, en el Sínodo sobre la catequesis se determinó la peculiaridad de la catequesis como dimensión cognoscitiva de la fe, pero abierta a la formación integral de la persona; se subrayó la comunidad cristiana como espacio específico de la catequesis. Catechesi tradendae recoge los ecos del sínodo, aunque algunos de esos ecos (como la proposición sinodal 25: «la comunidad cristiana: origen, lugar y meta de la catequesis») parecen perderse. Las orientaciones de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis marcan la distinción entre enseñanza religiosa y catequesis en cuanto a destinatarios, métodos y ámbitos diferentes; pero distinguir no es separar; son acentuaciones complementarias de la educación de la fe que abarca toda la vida.

La identidad de la catequesis se perfila en el Plan trienal (1978-1981) de la CEEC, que la define así: «Hacia una catequesis desde y para la comunidad cristiana»: una catequesis que afirma la identidad cristiana; fiel a Dios y al hombre, superando dicotomías y promoviendo convergencias; que se concibe en proceso continuo, que da prioridad a la catequesis de adultos, teniendo en cuenta las edades y situaciones, impregnada de sentido catecumenal. El plan concreta estos objetivos en forma operativa. Estas orientaciones se enriquecen y amplían en el documento La catequesis de la comunidad (1983), que recoge y aplica a la situación española las grandes líneas del sínodo, subrayando la prioridad de la catequesis, la comunidad como origen, medio y meta de la catequesis y la catequesis integral y de inspiración catecumenal.

En la década de los 80, la CEEC publica los nuevos catecismos de la comunidad cristiana: Padre nuestro, Jesús es el Señor, Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, y el documento El catequista y su formación (1985), describiendo los rasgos que configuran al catequista. Los siguientes trienios evalúan y avanzan en las líneas trazadas. En 1986 se celebra el Congreso de catequistas, que moviliza a unos 75.000 catequistas. Finalmente surge la novedad editorial del Catecismo de la Iglesia católica, que fue muy propagado en España, seguido de foros en torno a él. Es un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y norma segura para la enseñanza de la fe. Es una exposición teológica del mensaje cristiano, de no fácil lectura para el pueblo.

Los últimos años han dado a luz orientaciones muy certeras para la promoción de la catequesis, que no estaban recogidas en el DCG de 1971, y que posteriormente se han recogido en el nuevo Directorio general para la catequesis, de 1997.

En España hay que reseñar el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, aprobado el 27 de noviembre de 1998 por la LXX Asamblea de la Conferencia episcopal y publicado en 1999. En él se aplica a la realidad española el contenido del RICA y, recogiendo los anteriores avances, se trata de orientar la acción catequizadora de la Iglesia, la formación cristiana de nuestros niños y jóvenes y la celebración de los sacramentos de la iniciación. Por todo ello es de un interés indudable y se espera que tenga gran repercusión en la vida pastoral de nuestras diócesis.

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Luis Erdozain Gaztelu