HISTORIA DE LA CATEQUESIS EN AMÉRICA LATINA
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SUMARIO: I. La época colonial (siglos XVI-XVIII): 1. Fuentes del siglo XVI; 2. La conquista; 3. La Iglesia se va organizando; 4. Circunstancias favorables y obstáculos; 5. Agentes de la evangelización y la catequesis; 6. El contenido de la catequesis; 7. Los métodos; 8. Catequesis e inculturación. II. La independencia. III. El caso de Brasil.


I. La época colonial (siglos XVI-XVIII)

1. FUENTES DEL SIGLO XVI. Para el siglo XVI, son numerosas y muy valiosas. Citemos para Nueva España, entre otras, el Códice franciscano (1570), las Juntas eclesiásticas, especialmente las de 1539 y 1546, los concilios provinciales mexicanos, especialmente el I (1555) y el III (1585), los Coloquios y doctrina cristiana, publicados por fray Bernardino de Sahagún (1524-1564), la Historia eclesiástica indiana (1596) y las Cartas, de fray Jerónimo de Mendieta, la Historia de los indios de Nueva España, de fray Toribio de Benavente (Motolinía) (1541?), el Itinerarium catholicum, de fray Juan Focher (1574), la Rhetorica christiana, de fray Diego Valdés (1579), los numerosos catecismos, cartillas doctrinas, confesionarios, sermonarios, etc. Para Sudamérica conviene destacar la Instrucción sobre la doctrina dada por el arzobispo de Los Reyes D. Fr. Jerónimo de Loaiza (1545-1549), los tres primeros concilios provinciales de Lima, especialmente el III (1582-1583), con sus instrumentos pastorales, y el De procuranda indorum salute, del jesuita José de Acosta (1576).

2. LA CONQUISTA. La primera experiencia evangelizadora fue la del ermitaño Ramón Pané que acompañó a Colón en su segunda expedición de 1493. Escribió en 1496 una Relación por la que vemos que se dirigió a los caciques de La Española en su lengua taína, les enseñó las principales oraciones y algunos artículos de la fe más fácilmente accesibles: un solo Dios, creador, etc. Encontró, entre otras dificultades, una notable: los indígenas percibían la fe cristiana como algo propio de los españoles opresores. Con todo, logró Pané unas conversiones luego de una preparación de dos años. Hubo inclusive algunos mártires, como Juan Mateo, el primer indígena bautizado. Pero el mal ejemplo de los colonos hizo abortar esta primera misión. Triste anticipo de lo que se iba a repetir posteriormente en muchas ocasiones: la codicia de algunos neutralizando la obra apostólica de otros.

Otros intentos efímeros corresponden a las primeras conquistas. Valga como ejemplo la expedición de Gil González Dávila, desde 1522 hasta junio de 1523, desde el Darién hasta Nicaragua. Terminada su misión, anunció triunfalmente al rey: «Torné cristianos 32.242 ánimas». Agregó, por supuesto, un cálculo de las cantidades de oro recogidas en la misma ocasión, pues para él Dios y Mamón formaban buena compañía. Pocos años después, en septiembre de 1528, fray Francisco de Bobadilla, mercedario, hizo en presencia de un escribano una evaluación de lo que había dejado la correría apostólica del citado conquistador y de otros dos que pretendían haber evangelizado a los indios de Nicaragua. Sometió a un cuestionario riguroso a varios de aquellos bautizados. Como era de esperar, el resultado resultó deplorable. Todos los bautizados habían vuelto a sus idolatrías. Nada recordaban de la doctrina enseñada. La mayoría de ellos ni siquiera recordaban su nombre cristiano.

Muy pronto en Nueva España hubo también bautismos en masa, pero de mejor quilate. Después del trauma inicial de la primera conquista, los indígenas, justamente molestos por los atropellos de los conquistadores, pero impresionados por el poder del Dios de los cristianos y atraídos por el testimonio de caridad de los santos frailes, empezaron a afluir numerosísimos a las puertas de los monasterios. Los misioneros, convencidos en su mentalidad medieval de que todos los paganos iban a parar ineludiblemente al infierno, no querían cerrarles las puertas del paraíso. Pero tampoco era posible someterles a un catecumenado largo. Por otra parte, existía en aquel tiempo en las Indias Orientales la costumbre de bautizar multitudinariamente. Presionados por los acontecimientos, los frailes hicieron lo que les pareció lo mejor. Motolinía calcula en cerca de cinco millones el número de indios bautizados entre los años 1524 y 1536. Primero se explicaba en forma sumaria a los candidatos los dogmas fundamentales, luego se bautizaba –reduciendo las ceremonias a lo esencial– a cantidades impresionantes de indígenas, y el proceso se completaba con una catequesis que podía desplegarse durante varios años. En realidad, el bautismo no era un mero punto de llegada, sino, como siempre debería ser, el principio de un proceso que dura toda la vida.

3. LA IGLESIA SE VA ORGANIZANDO. La época de los tanteos e improvisaciones se superó pronto. Ya en 1524, año de la llegada de los doce apóstoles franciscanos, se reunió en México una Junta apostólica que, entre otros problemas, se planteó el problema del grado de instrucción religiosa necesario para que los nativos pudiesen recibir el bautismo. Otras juntas se celebrarían de 1532 a 1546, a medida que iban apareciendo problemas pastorales importantes. Luego vendrían los sínodos y concilios. En el campo de la catequesis conviene recordar dos problemas que causaron notables tensiones: uno sobre la capacidad de los indígenas para recibir el bautismo, y otro sobre la oportunidad de celebrar bautismos multitudinarios reduciendo el ceremonial a lo estrictamente esencial. En cuanto a la capacidad racional de los indígenas, el problema obedecía, en el fondo, a intereses sórdidos. Unos colonos pensaban que si los indígenas no eran seres racionales, uno podía tranquilamente apoderarse de sus bienes y reducirlos a la esclavitud. El obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, acudió al papa Paulo III, quien resolvió el falso problema por la bula Sublimis Deus (junio de 1537): Cristo mandó a los apóstoles a enseñar a todas las naciones, sin ninguna excepción; los indígenas son hombres racionales y nadie los puede despojar de sus bienes, de su libertad y del beneficio de la fe. En cuanto al segundo problema, el mismo Papa por la bula Altitudo divini consilii (enero del mismo año), mandó que, en adelante, salvo en caso de emergencia, no se omitiera la menor ceremonia. Con los concilios de Lima y México, la pastoral catequética fue tomando el estilo que conservaría durante toda la época hispana.

4. CIRCUNSTANCIAS FAVORABLES Y OBSTÁCULOS. La evangelización fue una empresa titánica. Diversas circunstancias la favorecían y la obstaculizaban. El factor más favorable fue la reforma de la Iglesia peninsular, que empezó y dio frutos mucho antes de la reforma luterana. La selección de los misioneros fue a menudo muy acertada, sobre todo al principio. Dichos misioneros se distinguían por su ardor apostólico, su afán de salvar almas. Convencidos muchos de ellos de que sin el bautismo nadie se podía salvar, no ahorraban esfuerzo para anunciar a Cristo al mayor número posible de indígenas. Los mismos Reyes Católicos habían asumido como suyo el proyecto evangelizador y habían hecho de España un Estado misional. En esto la actitud de la reina Isabel fue particularmente decisiva. Sus sucesores también tomarán muy en serio su misión de evangelizar el Nuevo Mundo. Agreguemos que muchos nativos se mostraban muy abiertos a la predicación de los frailes. Muchos misioneros hicieron el elogio de su humildad, austeridad, sencillez y paciencia, considerando que era la gente más apta para fundar en el Nuevo Mundo la Iglesia de Jesucristo con el mismo fervor que tenía en la era apostólica.

Pero si la primera evangelización sacó provecho de varias circunstancias favorables, los obstáculos no eran de menor peso. Como todos los misioneros, los de América tuvieron que tropezar con varios escollos: lenguas y culturas extrañas, clima malsano, topografía fragosa, distancias inmensas por recorrer. En un primer momento, se deploró lo que Pedro Borges llama la automarginación de la Santa Sede. El Papa, muy ocupado en defender su patrimonio territorial por las armas, cedió demasiados de sus derechos a los reyes y no logró recuperarlos cuando quiso tomar en sus propias manos la dirección de la evangelización americana que le correspondía. El Patronato, que tuvo la ventaja de poner recursos enormes, humanos y económicos, al servicio de la evangelización, de movilizar una nación entera en misión apostólica, tenía también sus graves inconvenientes. La Iglesia quedaba, a los ojos de los indios, identificada con los abusos de muchos funcionarios reales. Por otra parte, los mismos obispos se veían a menudo reducidos a meros funcionarios del rey, con gran perjuicio de su misión de profetas. Más graves, quizás, que las fricciones entre poder civil e Iglesia eran las constantes rivalidades entre frailes de distintas órdenes, entre frailes y clérigos, entre frailes y obispos, entre obispos y capítulos. Se emplearon en ello muchas energías que hubieran sido mejor utilizadas al servicio del reino de Dios. Así como la santidad de muchos frailes y clérigos favoreció en gran manera la conversión de los indios, la mediocridad y rapacidad de otros, más aventureros que verdaderos misioneros, tuvo un efecto negativo. El antitestimonio de los cristianos en general llenaba de asombro a los nativos. El mayor obstáculo fue sin duda la codicia de numerosos españoles y, por desgracia, no sólo de los laicos. De esto dan testimonio elocuente, entre otros, el cardenal Cisneros, el oidor y visitador Tomás López Medel y el mismo Carlos V.

Al lado de aquel que era el mayor obstáculo, había otros, también importantes. Refiere Humboldt que muchos españoles creían que «la voz del evangelio se escucha únicamente allí donde los indios han escuchado también el sonido de las armas». En muchas ocasiones los misioneros se preguntaron si convenía que fueran acompañados por soldados, pues los ruidos de armas no dejaban de ser un contexto poco compatible con la buena nueva. Pero algunos oficiales del rey, más inspirados por las guerras santas del Antiguo Testamento que por las enseñanzas de Jesús, no parecían ver el problema. Gonzalo Fernández de Oviedo, veedor en el Darién, no ceja en escribir: «¿Quién duda que la pólvora contra los infieles es incienso para el Señor?». Y el bachiller Martín Fernández de Enciso, fundador de Santa María la Antigua, para excusar los atropellos a los que sometía a los nativos, acude al ejemplo de Josué, que redujo a los cananeos de Jericó a esclavitud, agregando: «E todo esto se hizo por voluntad de Dios porque eran idólatras».

Así como la defensa de los indios por los frailes fue de gran ayuda para la conversión sincera de muchos, por el contrario, los malos tratos infligidos por corregidores, protectores de indios, y hasta por doctrineros, tenían un efecto nefasto: mita, trabajo forzado y mal pagado, tributos, transporte por tamemes de cargas demasiado pesadas, etc. Motolinía, en su Historia de los indios de Nueva España, afirma que innumerables indígenas morían en el trabajo de las minas y que en media legua a la redonda de Oaxaca, los españoles no podían caminar más que sobre cadáveres, y que tantas aves venían a comerlos que oscurecían el cielo. Muy parecido es el testimonio del oficial real Zorita, a quien habían contado que en la provincia de Popayán había tal cantidad de huesos de indios muertos a lo largo de los caminos, que servían de señalización para guiarse los viajeros. Resulta muy elocuente el hecho de que, al comienzo del catecismo ilustrado de fray Pedro de Gante, cuando el tlacuilo traduce en dibujos: «Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos...», utiliza para enemigos la figura de un conquistador español con casco, coraza y lanza, tal como se pinta en los códices Durán y Florentino.

De parte de los nativos, un obstáculo que recalcan muchos misioneros es su dispersión y su vida nómada. De ahí vino el esfuerzo, muchas veces pedido en las reales cédulas, de «reducirlos a pueblos». Obstáculos fueron también, por supuesto, sus idolatrías, infanticidios, canibalismo, borracheras y demás vicios.

5. AGENTES DE LA EVANGELIZACIÓN Y LA CATEQUESIS. El Papa había donado –«donamos, concedemos y apropiamos»— el continente de ultramar a España y Portugal, con el compromiso de evangelizarlo. En el marco del Patronato, los reyes de España tomaron muy en serio esta responsabilidad. Mandaron al Nuevo Mundo barcadas de misioneros, frailes mendicantes, reformados sobre todo, a menudo ejemplares, heroicos; y presentaron obispos generalmente escogidos con buen criterio. En los tres siglos del período hispano, desembarcaron en el Nuevo Mundo alrededor de 16.000 religiosos —franciscanos, dominicos, agustinos, capuchinos, jesuitas— que cargaron con el mayor peso de la evangelización americana. Su aporte es incalculable, sobre todo en la primera evangelización, por su entrega, su arrojo apostólico, pero también por su conocimiento de las lenguas indígenas. El obispo de Tlaxcala podía escribir al emperador: «nos los obispos, sin los frailes intérpretes, somos como falcones en muda».

Toda la nación española, en grados diversos, se sentía comprometida en la responsabilidad del Estado misionero: muchos laicos, oficiales reales (por ejemplo, los oidores Vasco de Quiroga y Tomás López Medel, los virreyes Toledo, Mendoza y Velasco, el gobernador de Panamá Enrique Enríquez), soldados como Bernal Díaz del Castillo, encomenderos y demás, tenían conciencia de su vocación a compartir su fe con el nativo y el negro. El testimonio de Bernal Díaz del Castillo es, en este sentido, muy significativo: «quiso nuestro Señor Jesucristo —escribe— con su santa ayuda que nosotros, los verdaderos conquistadores, que escapamos de las guerras y batallas y peligros de muerte... les pusimos [a los indios] en buena policía y les enseñamos la santa doctrina. Verdad es que, después de dos años pasados, ya que todas las más tierras teníamos de paz, y con la policía y manera de vivir que he dicho, vinieron a la Nueva España unos buenos religiosos franciscanos que dieron muy buen ejemplo y doctrina... más..., después de Dios, a nosotros los verdaderos conquistadores, que lo descubrimos y conquistamos, se nos debe el premio y galardón de todo ello primero que otras personas, aunque sean religiosos...» (Historia verdadera, c. CCVIII). Los encomenderos, en general, no han dejado en la historia un recuerdo particularmente edificante como evangelizadores o catequistas. Pero conviene subrayar que la encomienda continental que se pagaba con tributo, se prestaba a menos abusos que la antillana, pagada en servicios personales. Esto explica, en parte, que los obispos y religiosos de la parte continental hayan sido menos renuentes que Bartolomé de Las Casas en valorar los servicios apostólicos de ciertos encomenderos, pues de uno a otro podía haber mucha diferencia. Gran influjo en la formación cristiana tuvieron los maestros de escuela. El concilio Mexicano III los invita a aprovechar la enseñanza de los primeros rudimentos de las letras para enseñar la doctrina y las buenas costumbres a los niños. Por eso las cartillas de aquel tiempo juntan casi siempre alfabeto, ejercicios de silabeo, tablas de multiplicar y doctrina cristiana. Los obispos contaban también con los médicos para bautizar a los moribundos o para invitar a los enfermos a confesarse, como consta en los cánones de los tres primeros concilios de México. Pero no sólo los médicos, sino todo el personal de los numerosos hospitales participaba en la edificación de aquel mundo mejor. Como nota Ricard, «los hospitales que los frailes fundaron, a la vez que asilos para atender a la salud de los enfermos, casas de retiro y centros de edificación para los sanos, aparecen como una de las creaciones más originales de las órdenes religiosas y como uno de los medios más ingeniosos para hacer que las ideas cristianas penetraran en la vida común y corriente de todos los días». Fueron especialmente ejemplares los pueblos-hospitales fundados por el oidor Vasco de Quiroga. Dichos hospitales prestaban servicios sociales completos. El segundo obispo de Michoacán, fray Juan de Medina Rincón, podía decir que «apenas hay pueblo que tenga veinte o treinta casas que no tenga su hospital y se precie de ello. Algunos tienen ovejuelas y algunas tierras de donde cogen maíz o algodón, y algunos tienen censo, aunque son raros. La manera de sustentarlos es que todos los hombres y mujeres, por su tanda, van a servir, tantos y tantas indias, conforme a la necesidad del hospital, y hacen sus limosnas y trabajos para el hospital, y tienen sus mayordomos y diputados que lo recogen y guardan y gastan» (Cuevas, Historia I, 465). Los niños y jóvenes ocupaban en la empresa de cristianización un lugar particularmente importante. Los franciscanos fundaron muy pronto escuelas para hijos de caciques, destinados a ser los futuros apóstoles de sus padres y hermanos. Ya había una de estas escuelas, en Santa María del Darién, en 1514, con un período de formación de 24 lunas. La Junta de 1537 prevé en Nueva España un internado de siete años. En una carta fechada en 1529, fray Pedro de Gante habla de semejante fundación, entre las muchas que él hizo para formar catequistas indígenas: «He escogido a unos cincuenta de los más avisados y cada semana les enseño aparte lo que toca hacer o predicar la domínica siguiente, atento día y noche a este negocio para componerles y concordarles sus sermones. Los domingos salen a predicar por la ciudad y toda su comarca a cuatro, a ocho o diez, a veinte o treinta leguas, anunciando la fe católica y preparando con su doctrina a la gente». Tres décadas más tarde, en una carta al rey Felipe II (23 de junio de 1558), fray Pedro habla de mil muchachos internos en proceso de formación para catequistas. Detalle significativo: Motolinía refiere que en la década de 1530 funcionó en México un colegio para niñas catequistas, que ejercían su apostolado acompañadas por matronas (Historia III, 15).

Capítulo aparte merecen los indios fiscales o mandones, que han tenido hasta hoy funciones muy importantes en los pueblos o barrios de los nativos. Eran colaboradores de los misioneros encargados de supervisar la vida de la comunidad cristiana. Pedro de Gante atribuye esta iniciativa al mismo Hernán Cortés. En una Descripción del arzobispado de México, de 1570 —tiempos del obispo Alonso de Montúfar—, hay descripciones detalladas de la organización del trabajo pastoral en las parroquias, subrayando la valiosa aportación de estos fiscales. Por la misma época, el Códice franciscano distingue dos clases de fiscales, con las responsabilidades que correspondían a cada una. Esta institución evolucionó y se adaptó a las distintas circunstancias. La forma que tomó en las doctrinas franciscanas a fines del siglo XVI, es muy significativa en cuanto a la participación de los laicos indígenas en el servicio pastoral de sus hermanos.

El Códice distingue dos clases de fiscales: los mandones y los tepixques de las iglesias. Los mandones tenían las responsabilidades siguientes: cuidar de que todos asistiesen a misa los domingos y fiestas; cuidar de que todos los niños fueran bautizados; avisar al misionero si algún adulto estaba sin bautizar; estar pendientes de la confesión anual de todos y de la confesión oportuna de los enfermos; evitar que precedieran a los matrimonios cristianos ritos paganos; notificar al misionero si algunos esposos no cohabitaban y si había en el pueblo amancebados, borrachos, hechiceros y supersticiosos; cuidar de que todos, niños y adultos, conociesen bien la doctrina. En cuanto a los tepixques de las iglesias, eran un par de indios ladinos de confianza que se iban turnando semanalmente en los siguientes oficios: mantener el templo y los objetos de culto perfectamente aseados; guardar las limosnas, registrarlas en un libro y, con el asesoramiento de los principales del pueblo, utilizarlas para las necesidades de la iglesia; llevar registros de bautismos, matrimonios y defunciones, así como el padrón anual de confesiones; reunir diariamente a los niños en la iglesia y enseñarles la doctrina cristiana; dar a conocer oportunamente los días de ayuno y las fiestas de guardar; bautizar a los niños en peligro de muerte, en ausencia del sacerdote; consolar y acompañar a los moribundos; sepultar a los difuntos organizando los rezos y cantos cuando el pueblo estaba lejos del monasterio; asesorar y ayudar a los mandones. Llama la atención que el I concilio de México reserva a los fiscales indígenas la principal responsabilidad de la enseñanza catequística. No sorprende, pues, que se propusiera conferirles siquiera las órdenes menores. En cuanto a las madres de familia, su papel discreto no se prestaba a que figuraran en las fuentes históricas, pero se sospecha que tuvieron un papel decisivo en la transmisión de la fe a través de las generaciones.

6. EL CONTENIDO DE LA CATEQUESIS. Muchos frailes y obispos ostentaban un nivel universitario muy elevado y estaban capacitados para elaborar instrumentos de catequesis de buen quilate. En el siglo XVI se multiplicaron los catecismos en distintas lenguas. En una obra reciente (1995), Luis Resines presenta no menos de setenta cartillas, doctrinas y catecismos de autores distintos. Las cartillas más elementales –las más utilizadas– eran una herencia de la Edad media peninsular, con un contenido muy clásico: credo, padrenuestro, mandamientos, sacramentos, pecados y virtudes, obras de misericordia, etc.

Hubo numerosos intentos de elaborar catecismos más adecuados a la realidad del Nuevo Mundo, como el de fray Pedro de Córdoba y sus hermanos para los indígenas de Santo Domingo, adaptado luego para los de Nueva España. Fruto del III concilio de Lima fueron tres catecismos trilingües (castellano, quechua, aymara): un Catecismo breve para rudos y ocupados; un Catecismo mayor para los que son más capaces, en cinco partes: Introducción a la doctrina cristiana, el símbolo, los sacramentos, los mandamientos, la oración del padrenuestro; y un Tercero cathecismo y exposición de la doctrina christiana por sermones, o sea, treinta y un sermones para uso de los doctrineros. Este último es de gran mérito y constituía un instrumento valioso, especialmente para los que no dominaban los idiomas indígenas. Este tipo de catecismo en sermones tenía sus antecedentes en san Juan de Avila y fray Luis de Granada, entre otros. Seguirán otros, como Francisco de Avila y Hernando de Avendaño.

Pero no siempre los mejores catecismos eran los más utilizados, y muchas veces la catequesis se quedaba en un nivel muy elemental, más cercana a la Edad media que al Renacimiento. Cuando hubiera sido mejor utilizar buenos catecismos elaborados en América, el mercado estaba inundado de Cartillas de Valladolid, brevísimas y baratas, que contribuyeron, a veces, a mantener la catequesis en un nivel muy elemental.

Afortunadamente, la formación religiosa estaba completada por todo un ambiente que sostenía la fe de los rudos: liturgia, a veces espléndida, religiosidad popular, fiestas patronales, culto, sermones, rezos, cofradías con sus obras caritativas, órdenes terceras, obras de espiritualidad (Kempis), confesonarios para ayudar a preparar el sacramento de la penitencia, artes de bien morir, etc... La formación religiosa para el pueblo conserva, como en la Península, muchos rasgos característicos de la piedad medieval: insistencia en los sufrimientos de Cristo más que en la buena nueva; gusto por las manifestaciones externas: procesiones, mandas, peregrinaciones, etc..., culto por los santos más milagreros, sacramento de la penitencia, a veces más como castigo que como encuentro de amor con el Dios de la misericordia. Bastante característica de la época es la descripción que hace el cronista agustino fray Bernardo de Torres de la predicación de fray Elías de la Eternidad: «Unos mismos eran de ordinario los puntos de sus sermones: la gravedad del pecado mortal, la eternidad de las penas del infierno, la necesidad de la contrición y penitencia, con que cerraba siempre sus pláticas, moviendo a compunción y lágrimas al pueblo, con un santo crucifijo en la mano y con vivos afectos y palabras. Para significar más vivamente el horror de las penas eternas, colgaba del púlpito, cuando predicaba, la imagen espantosa de un condenado ardiendo en medio de abrasadoras llamas. Tenía voz clara, sonora y penetrante, como un clarín templado, y al ponderar la eternidad de aquellos tormentos insufribles, repetía: para siempre jamás».

La catequesis estuvo muy marcada por la escolástica (santo Tomás, san Buenaventura, etc). El catecismo se presentaba generalmente, con meritorias excepciones, más como un compendio esquelético de teología que como una pedagogía de la fe. Sin embargo, se nota en varios evangelizadores la preocupación por algo más vivencial, por guiar a los neocristianos por los senderos de la santidad. En este proceso se manifiesta la espiritualidad de las distintas reformas de los frailes, con el acento en la meditación sobre la pasión de Jesucristo, gran insistencia en los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía (misa diaria, aunque con comunión esporádica, celebración solemnísima del Corpus), en la preparación a una buena muerte (influencia de Gerson), en las cofradías.

Al tiempo que se decía que Dios es amor, se le presentaba a menudo como martillo de los paganos, muy vengativo y preocupado por defender su honor, haciendo pagar, incluso, de manera casi sádica, nuestros yerros a su hijo Jesucristo (cf los sermones de Cuaresma de fray Alonso de Veracruz). A menudo, la figura de Dios que se ofrecía parecía más cercana al Dios celoso de Ex 20,5 que «castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación» que del buen Pastor. Pero por otra parte, causa admiración el vigor con que Zumárraga, tras las huellas de Erasmo, pone a Jesucristo en el centro de su catequesis y de su entusiasmo por dar a conocer los evangelios directamente a todos, hasta a los más humildes. Esta fue una reacción sana y oportuna, cuando en aquella época, la meditación sobre la pasión, heredada de la Edad media, tendía a cargar más el acento en la contemplación de los dolores del Crucificado para excitar el arrepentimiento, que en el seguimiento de Jesús, el asumir sus misterios, sus enseñanzas, sus actuaciones, sus opciones, su actitud profética, sus enfrentamientos con los distintos estamentos de la sociedad en la que le tocó vivir.

En cuanto a la eclesiología, como aparece, por ejemplo, en el requerimiento, queda muy corta: más se parece a un compendio de derecho eclesiástico que a una reflexión de fe sobre la koinonía de los discípulos de Cristo. La eclesiología del Catecismo romano resulta más rica que la del III concilio limense. El Tercero cathecismo de Lima llega a afirmar que «todos los que no son cristianos se condenan». Por otra parte, en la línea de la escuela salmantina, se encuentra en varios catecismos, por ejemplo el de fray Pedro de Córdoba o el de fray Luis Zapata de Cárdenas, apuntes valiosos sobre la dignidad del hombre, muy oportunos en el contexto de la conquista y la colonización.

La Sagrada Escritura estuvo bastante presente en la catequesis colonial, aunque no siempre en los catecismos. Cuando uno estudia, por ejemplo, las décimas a lo divino que improvisaban antaño nuestros juglares, uno se admira de sus constantes referencias bíblicas. Lo mismo se puede decir de algunos sermonarios, por ejemplo el de Francisco de Avila, donde las citas de la Escritura fluyen espontáneamente; eso sí, más a menudo con sentido acomodaticio que literal. Desgraciadamente la palabra de Dios estuvo, en parte, frenada entre nosotros a causa de la crisis luterana. Poco a poco, sobre todo después de Trento, se retiraron en el siglo XVI las traducciones en romance o en lenguas indígenas por miedo a malas traducciones y a lecturas distorsionadas. Las traducciones a lenguas indígenas, copiadas y recopiadas a mano, se prestaban a muchos errores. Pero los primeros frailes eran hombres de la Biblia, y esto se manifestaba en las distintas formas de transmitir el mensaje evangélico. Los franciscanos reformados, por ejemplo, se comprometían a leer toda la Biblia cada tres años. Zumárraga, el primer obispo de México, animaba su círculo bíblico doméstico cotidiano en su modesto rancho de Tenochtitlán. En la línea de la mejor tradición de su orden, y de acuerdo con Erasmo, deseaba que los evangelios y las epístolas estuviesen en manos de todos, de los ignorantes, las mujercillas y los indios más humildes. No entendía que la Biblia estuviera separada de la catequesis. Frente al peligro luterano, Trento redujo provisionalmente la lectura de la Biblia al texto latino de la Vulgata, dejándola al alcance exclusivo de los letrados. Lo malo es que lo provisional duró, por desgracia, hasta el siglo pasado.

7. Los MÉTODOS. El más efectivo era, indudablemente, el testimonio de vida de algunos misioneros santos, pobres, cercanos, inculturados en la vida indígena. En el primer contacto con los indios, estos hombres de Dios dejaban muy en claro que no esperaban ninguna paga, que no habían sido enviados «a cosa ninguna temporal, sino por solo amor vuestro, solamente por haceros misericordia».

Pero no todos eran tan mansos y humildes de corazón. A menudo la letra con sangre entraba. Un sínodo de Lima recordaba a los doctrineros que estaban llamados a ser pastores, no verdugos. Se prohibió el uso de los cepos. Los latigazos no debían ser administrados por el sacerdote, sino por un laico. Se daba mucha importancia a la memorización, especialmente de las cuatro oraciones. La doctrina era intensiva para los niños (dos horas o más diarias), frecuente para los demás (domingos y fiestas, o más).

Algunos catequistas fueron muy creativos, usando el canto, el teatro, las pinturas, los pictogramas y las procesiones para dar más solemnidad. Después de un momento en que se pensó que la convivencia de los indios con los españoles sería formadora, pronto se pasó a la reducción, o sea, la constitución de poblaciones de indios separadas, para evitar el escándalo de los cristianos codiciosos y amancebados, cuya vida no era coherente con su fe. No todos los nativos se adaptaban a la vida en población, pero se sabe de algunos que, después de visitar una reducción y de ver la vida feliz de otros nativos, pedían un fraile para que los adoctrinara. En las reducciones y en muchas doctrinas, la catequesis estaba organizada con mucha seriedad, con un conjunto de medios impresionante. La preparación era breve (un mes, escasamente tres, excepcionalmente tres años en la primera evangelización de fray Ramón Pané).

En algunas partes, y en ciertas épocas, debido a una interpretación demasiado estrecha del adagio Extra ecclesiam nulla omnino salus, predominó el bautismo instantáneo, pues creían que el que no recibía las aguas del bautismo irremediablemente iba a parar al infierno. Mucha importancia tuvo la liturgia solemne. Los indios eran muy sensibles al esplendor del culto (cf carta de Juan de Zumárraga al emperador Carlos V).

8. CATEQUESIS E INCULTURACIÓN. La palabra inculturación es de cuño reciente, pero su contenido no es ninguna novedad. Muchos religiosos del siglo XVI eran más sensibles a la necesidad de la inculturación de la fe de lo que a menudo se cree. Baste con evocar las figuras de san Francisco Javier en Goa, Ricci en China y Nobili en la India. Las directrices de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en 1659 son elocuentes: «No hagáis ningún intento de convencer a estos pueblos para que cambien sus costumbres, su modo de vivir, sus usanzas, cuando no son claramente contrarias a la religión y a la moral. No hay nada más absurdo que pretender llevar a China lo de Francia, España, Italia, o cualquier otra parte de Europa. No llevéis nada de esto, sino la fe, una fe que no rechaza ni ofende el modo de vivir y las costumbres de ningún pueblo, cuando no se trata de cosas malas. Todo lo contrario: la fe quiere que estas cosas sean conservadas y protegidas».

Algo parecido encontramos ya en el siglo XVI, por ejemplo en José de Acosta y Bartolomé de Las Casas. Pero la Congregación de la Propaganda estaba vetada en los reinos de España; y en todo caso, resultaba más fácil seguir normas de este estilo cuando uno se topaba con culturas refinadas, como las de China o Japón, que cuando se encontraba con culturas hipotecadas con sacrificios humanos, antropofagia, infanticidio, pecado nefando, etc.

Los franciscanos de Nueva España intentaron crear una Iglesia indiana, que se expresara en lenguas indígenas. Como buenos recoletos, deploraban la decadencia de gran parte de la Iglesia europea y muchos creían que la gran esperanza de la Iglesia se encontraba en el Nuevo Mundo, donde los indígenas con su vida frugal, su ascetismo natural, su modestia, su ausencia de codicia, su inclinación a compartir, su solidaridad, ofrecían una materia prima excepcional para fundar una Iglesia con el fervor de la Iglesia apostólica. Parece que algunos veían esta Iglesia nueva como la de los últimos tiempos. Hacia esto parece apuntar la famosa frase de Las Casas: «Dios ha querido reservar para nuestros tiempos que se predique en lo último del mundo, y que se implante la Iglesia en el Nuevo Mundo, y tal vez allí pasarla».

Los franciscanos manifestaron un carisma especial de adaptación a los indígenas de Nueva España. Christian Duverger llega a decir que los frailes franciscanos se indianizaron para evangelizar a los indios y que los indios se convirtieron al cristianismo para poder conservar su cultura. Cuando, después del desastre de la primera Audiencia, el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal fue a tomar posesión de la segunda Audiencia, en vez de irse directamente a Tenochtitlán, dio vueltas por los pueblos de indios para enterarse directamente de la realidad. Le habían llegado muchas quejas de los nativos, pero grande fue su sorpresa cuando vio que estos manifestaban un gran cariño por los franciscanos. Preguntó a un cacique por qué querían tanto a los frailes y este contestó: «Señor, porque los padres de san Francisco andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, estánse en el suelo como nosotros, conversan con humildad entre nosotros, ámannos como a hijos; razón es que los amemos y busquemos como padres»

Este deseo de ir al encuentro del nativo se tradujo inmediatamente en el esfuerzo por hablar su lengua. Cosa nada fácil, pues no existían, por supuesto, ni gramáticas, ni diccionarios de aquellas lenguas extrañas. Un hecho providencial aceleró el proceso: un niño español, Alonso de Molina, llegado a Nueva España a temprana edad, aprendió rápidamente el idioma de los aztecas con sus compañeritos de juego. Pronto estaría listo para dictar clases a los frailes. Y poco a poco, estos fueron redactando y publicando catecismos, gramáticas, vocabularios, trozos de la Biblia en varias lenguas nativas. Las lenguas eran la puerta abierta para penetrar en las culturas. Por su sangre indígena, el jesuita mestizo peruano Blas Valera (1551-1597) descubrirá más fácilmente los valores bautizables de las culturas andinas, lo que permitirá a otros misioneros acercarse a ellas con menos recelo y buscar el modo de traducir el evangelio aprovechando mitos y ritos capaces de vehicular la fe cristiana. Con' todo, no se podía esperar una inculturación muy profunda, pues sólo los mismos indios, como los mismos africanos, están capacitados para inculturar el evangelio en sus propias culturas. Pues lo importante no es que los misioneros se vuelvan «la voz de los sin voz», sino que estos lleguen a expresarse en el lenguaje de sus propias culturas.

La necesidad de erradicar la idolatría, tan profundamente arraigada en las culturas indígenas, planteó un problema especialmente delicado. Las culturas indígenas de Nueva España y del Perú, muy desarrolladas en muchos aspectos, ostentaban un panteón abundante, una mitología muy rica, unos ritos muy elaborados, una sabiduría muchas veces admirable (por ejemplo, Nezahualcoyotl, rey de Texcoco). Cuando los frailes venían a proponerles cambiar su religión ancestral por el anuncio de Cristo, se sentían a menudo despojados de lo más profundo de su ser, de su cultura. Por cierto, varios frailes hicieron un estudio muy científico de las religiones indígenas (Olmos, Motolinía, Durán, Sahagún y su equipo de etnólogos de Tlatelolco...), pero su propósito era más el de conocer mejor las supersticiones paganas, que consideraban como diabólicas, para erradicarlas, que discernir en este acervo cultural los mitos y ritos bautizables para reexpresar el evangelio en categorías americanas, y de esta forma inculturar la fe.

Los catecismos pictográficos y las numerosas traducciones de doctrinas, cartillas, libros bíblicos, sermones, etc., a las lenguas indígenas, dan testimonio de una viva preocupación de los frailes por acercarse al indígena y hablar su lengua. Pero en esto la inculturación no logró ser siempre tan profunda como en el Nican mopohua. Es admirable descubrir en el siglo XVI tantas traducciones de catecismos al náhuatl, al maya, al tarasco, etc.; pero uno se queda luego un poco decepcionado cuando constata que se trata, en muchos casos, de meras traducciones o adaptaciones rápidas de obras europeas (cartillas medievales, Juan de Avila, Ripalda...). Y se entiende: por una parte, los misioneros eran gente de su tiempo, venían en su mayoría de un país que acababa de terminar una larga cruzada contra el infiel; por otra parte, los vicios de ciertas tribus y los horrendos y multitudinarios sacrificios humanos de los aztecas les hacían más difícil discernir los valores de los cultos de los indígenas del Nuevo Mundo. ¿Cómo podía un hombre, marcado todavía por la Edad media, ver detrás de estos sacrificios, otra cosa que no fuera la mano de Satanás?


II. La independencia

La independencia marcó una clara desaceleración en la catequesis. Numerosos sacerdotes y religiosos españoles, perplejos frente al movimiento de independencia, fueron expulsados o prefirieron regresar a la madre patria dejando abandonadas numerosas parroquias y doctrinas. Por otra parte, no pocos sacerdotes criollos estaban demasiado ocupados en luchar por la independencia como para poder cumplir cabalmente con su ministerio de catequistas. Otros, enfrentados por el fenómeno de las Luces, no habían optado claramente entre Bentham y Jesucristo. Por otra parte, la actitud desconfiada de la Santa Sede ante los nuevos estados americanos hizo que la elección de nuevos obispos se retrasara notablemente y que muchas diócesis quedaran vacantes durante largos años, a veces décadas. Por todas estas causas, la primera mitad del siglo XIX fue poco creativa en el terreno catequístico.

Las pocas obras catequísticas que aparecieron en aquel período tormentoso eran a veces meras variaciones de Astete o Ripalda; otras reflejaban las ideologías del momento: o invitaban a someterse a la monarquía o apoyaban el ideario republicano. En diferentes países, las campañas de los liberales contra la Iglesia, sus colegios y sus comunidades religiosas, reforzaron la tendencia multisecular de intolerancia ante la masonería y ante las demás religiones y una desconfianza en las libertades democráticas. Predominaba una concepción individualista de la fe, se manifestaba «cierta predilección por los modelos autoritarios de gobierno eclesial y político, combativo frente a las nuevas corrientes liberales y socialistas» (E. García Ahumada), que durante mucho tiempo dejará poco espacio a la doctrina social de la Iglesia.

Un cambio notable y positivo se notó en la segunda mitad del siglo XIX. Un fuerte soplo misionero barría Europa. Varias congregaciones religiosas llegaron a América latina con sus métodos propios, sus textos de catequesis, su cultura religiosa. Esta providencial inmigración de nuevos apóstoles, si bien marcó un paso atrás en la inculturación del evangelio, que de todos modos siempre había sido muy limitada, aportó, sin embargo, un nuevo ardor en la evangelización y la catequesis. Las nuevas congregaciones llegaban con el entusiasmo de sus fundadores o reformadores. Crearon seminarios y colegios, multiplicaron las misiones urbanas y rurales, aportaron una sangre nueva a todos los niveles de una Iglesia que estaba dando señales de agotamiento. Entre los nuevos catecismos para América que empezaban a circular, se destacan los de Fleury, Aymé, Deharbe, Gaume, Dupanloup... En general, no desplazaron, sino que vienen a acompañar a Astete y Ripalda, que siguieron vigentes hasta bien entrado el siglo XX, y cuyas variaciones no han desaparecido del todo hasta hoy.

Una de las grandes novedades de esa época fue la llegada masiva de comunidades apostólicas femeninas, que renovaron completamente el rostro de la actividad pastoral. Durante la colonia, las monjas quedaban encerradas en sus claustros. Allá podían entregarse a la educación cristiana de las niñas, especialmente de las niñas pobres. Hubo también beatas, laicas consagradas, que aportaron mucho a la educación femenina. Pero la llegada de las comunidades europeas femeninas de monjas en la calle, como las Hijas de la Caridad, es un fenómeno nuevo, cuya importancia difícilmente se puede exagerar. En muchas diócesis, estas mujeres valientes, generosas y lúcidas llegarán a asumir la mayor carga pastoral en hospitales, orfanatos, colegios, asilos, trabajo parroquial, evangelización, catequesis, etc.


III. El caso de Brasil

A pesar de haber quedado bajo la misma corona de Castilla que el resto de Hispanoamérica de 1580 a 1640, Brasil tuvo una historia paralela notablemente distinta. Baste recordar que, en lo eclesiástico, Brasil tuvo que esperar hasta 1551 para tener su primera diócesis, la de Salvador de Bahía. Y mientras en el resto de América latina se iban multiplicando las diócesis, Brasil se quedó durante más de un siglo con una sola. Las inmediatamente posteriores de Pernambuco, Río de Janeiro y Sáo Luis do Maranháo aparecieron apenas en 1676 y 1677, cuando Hispanoamérica ya contaba con 27 diócesis. Lo cual significa que este inmenso país no tuvo las juntas eclesiásticas, sínodos y concilios que desde bien temprano orientaron con acierto la catequesis del resto de América latina.

Las Constituciones primeras del arzobispado de Bahía, que van estructurando la Iglesia de Brasil, aparecieron apenas en 1707. Tampoco hubo allí teólogos de la talla de Francisco de Vitoria, Bartolomé de las Casas, Alonso de Veracruz o José de Acosta, para despertar las conciencias en una sociedad esclavista y orientar mejor el trabajo pastoral. Las grandes capitanías y los inmensos latifundios dispersaban la acción misionera e imposibilitaban una pastoral episcopal de conjunto. Sí hubo grandes misioneros como los jesuitas José de Anchieta, Manoel de Nóbrega, Antonio Vieira y Pedro Díaz, llamado el Pedro Claver de Brasil. Otras comunidades aportaron mucho a la obra misionera: los franciscanos, los benedictinos, los carmelitas, los oratorianos y los capuchinos, con el justamente célebre Martín de Nantes, gran defensor de los indígenas. Los sacerdotes seculares, muchos de ellos bastante mediocres, eran más bien meros capellanes domésticos dependientes de los ricos latifundistas. Esta situación favoreció, como compensación, el desarrollo, a veces caótico, de iniciativas de laicos con la correspondiente religiosidad popular, de ribetes sincretistas, característica de Brasil.

La unidad del episcopado con la Iglesia universal se fue logrando cuando, gracias a la proclamación de la República (1889) y la separación de la Iglesia y del Estado, el episcopado, liberado de las ataduras del padroado, se fue acercando a la sede de Roma. Desde el siglo pasado, Brasil recibió apoyos masivos y muy valiosos de las Iglesias europeas, especialmente de numerosas comunidades religiosas que se implantaron en el país. Hoy, la catequesis de Brasil, sólidamente estructurada y orientada por la Conferencia nacional de obispos de Brasil (CNBB), tiene merecida fama por su creatividad, sus comunidades de base, su vigoroso movimiento bíblico, su opción preferencial por los pobres. Una etapa importante se franqueó en 1963 con el Plano de emergéncia impulsado por Juan XXIII. Pero el documento que más profundamente marcó la catequesis de Brasil fue Catequese Renovada, de la CNBB, aprobado por los obispos en 1983.

BIBL.: BORGES R, Métodos misionales en la cristianización de América, siglo XVI, Madrid 1960; ID (dir.), Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas (siglos XV-XIX) 1-II, BAC, Madrid 1992; DURÁN J. G., Monumenta catechetica hispanoamericana (siglos XVI-XVIII), 2 tomos, Buenos Aires 1984-1990; El catecismo del III Concilio provincial de Lima y sus complementos pastorales (1584-1585), Buenos Aires 1982; GARCÍA AHUMADA E., Comienzos de la catequesis en América y particularmente en Chile, Santiago de Chile 1991; GÓMEZ CANEDO L., Evangelización y política indigenista. Ideas y actitudes franciscanas en el siglo XVI, Medellín II (1976) 494-520; MARZAL M., La catequesis en las misiones jesuíticas de la América colonial española, Medellín 72, 739-770; MEDINA M. A., Métodos y medios de evangelización de los dominicos en América, en Los dominicos y el Nuevo Mundo, Madrid 1987, 157-207; MEYER J., Historia de los cristianos en América latina, siglos XIX y XX, México 1989; RESINES L., Catecismos americanos del siglo XVI, 2 tomos, Castilla y León. CONSEJ. CULTURA Y TURISMO 1992; Las raíces cristianas de América, Bogotá 1993; RICARD R., La conquista espiritual de México, México 1947 y 1986; ROMERO M. G., Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada, Bogotá 1960; YBOT LEÓN A., La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias I-II, Barcelona 1954.

Joseph-Alfred Morin Couture