FUENTE Y «FUENTES» DE LA CATEQUESIS
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SUMARIO: I. La palabra de Dios. II. La Sagrada Escritura. III. La tradición: 1. Los santos Padres; 2. Los símbolos de la fe; 3. La liturgia; 4. La historia y la vida de la Iglesia. IV. La cultura o el mundo de los valores. V. Fuentes de la fe y fuentes de la catequesis: 1. El magisterio o la regla de fe; 2. Los dogmas; 3. La teología.


La catequesis es una de las acciones del ministerio eclesial de la palabra de Dios, un servicio a la palabra de Dios en la Iglesia. En consecuencia, el origen de la catequesis está en la palabra de Dios y su finalidad consiste en hacer presente a todo hombre y a todo el hombre esta palabra de Dios, que busca echar raíces en él e introducirlo en la nueva vida según Dios. Esta es la razón por la que Catechesi tradendae 27 afirma que «la catequesis extraerá siempre su contenido de la fuente viva de la palabra de Dios» (cf también CT 22, 52; DGC 94). La consecuencia es obvia: la catequesis debe comunicar en su integridad la revelación de Dios, porque sólo así alcanza su fin (CT 30) y sólo así deja a salvo «una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia: fidelidad a Dios y fidelidad al hombre en una misma actitud de amor» (CT 55).

Hablar de las fuentes de la catequesis es, por tanto, hablar de aquellos lugares y maneras en los que la palabra de Dios se revela y en los que la catequesis debe abrevar constantemente su identidad más genuina.


I. La palabra de Dios

Es la fuente por antonomasia de la catequesis, «la fuente de toda verdad salvadora y de la ordenación de las costumbres» (DV 7; CT 27). Pero, ¿qué es la palabra de Dios?

La revelación cristiana se comprende en términos de proclamación de una palabra de Dios que habla y «cuya voz prolongada por la Sagrada Escritura resuena en unos testigos privilegiados»1. El Dios que habla se comunica libremente al hombre y, al comunicarse, convierte a este en su interlocutor. «La comunicación que se inaugura entre Dios y el hombre instaura al mismo tiempo una nueva comunicación entre los hombres... La palabra de Dios crea una comunidad en la que los profetas solamente pueden ser interlocutores privilegiados en la medida en que se encuentran vinculados a la comunidad a la que la palabra de Dios va dirigida»2. De este modo, la revelación bíblica se concreta en una alianza entre Dios y un pueblo. Y el Dios que habla y hace alianza con un pueblo particular es el Dios de la historia, abierto siempre hacia el futuro.

En este sentido, la palabra de Dios es inseparablemente Escritura e historia; en modo alguno es un mensaje doctrinal o una ideología. Dios se revela de forma indirecta en los acontecimientos de la historia, que ya son palabra de Dios, aunque tales acontecimientos únicamente desvelan su sentido pleno, como manifestación del plan de Dios, si son actualizados en la conciencia profética del pueblo de Dios. En la revelación bíblica, el acontecimiento de salvación es anterior a la palabra. Dios actúa antes de hablar. Para el cristianismo la Revelación se concentra en la persona de Jesucristo. El libro de la Biblia no tiene en sí su propia justificación, sino que remite siempre y necesariamente, como referencia última, al acontecimiento Jesucristo, que es el cumplimiento definitivo de la automanifestación de Dios. En la revelación cristiana, los dos polos identificables históricamente, la Biblia y el pueblo, remiten a un tercer polo, ausente y sin embargo presente: el Resucitado. Por ello es preciso hablar de una interacción constante entre estos tres términos que se reclaman mutuamente: Cristo, la Sagrada Escritura y la Iglesia.

La Sagrada Escritura es un testimonio que remite a acontecimientos históricos, una interpretación creyente irremediablemente histórica. El sentido de la palabra de Dios es indescifrable al margen del testimonio del pueblo de Israel sobre los acontecimientos de la historia de la salvación que él ha vivido en la fe, como las etapas de la revelación de Dios. Del mismo modo, los cristianos somos invitados a releer el Nuevo Testamento como el acto de interpretación por la primera comunidad cristiana del acontecimiento Jesucristo a la luz de la pascua. «No es temerario afirmar que la respuesta de fe del pueblo de Dios pertenece al contenido mismo de lo que es palabra de Dios para nosotros. La Revelación, en efecto, no alcanza su plenitud, su sentido y su actualidad más que en la fe que la acoge»3. De ahí que la Sagrada Escritura sería letra muerta sin la interpretación viva que hacé de ella la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo.

A la luz de lo dicho, la catequesis, como acto de transmisión de la fe, exige una interpretación creativa del mensaje cristiano. Si la palabra de Dios alcanza su sentido y su actualidad solamente en la fe que la acoge, se hace imprescindible una interpretación, desde una nueva experiencia histórica de la Iglesia, de los documentos de la palabra de Dios que vehiculan la experiencia cristiana fundante. Siempre es preciso volver los ojos a la experiencia cristiana fundamental (el testimonio originario dado al acontecimiento de Cristo es único y por ello normativo para la Iglesia); pero se hace igualmente necesario interpretar esta experiencia a partir de la experiencia humana de hoy. La relación entre la existencia humana y la fe es estrecha: la fe auténtica aclara y orienta la existencia humana; pero a su vez la existencia humana, situada históricamente siempre, da su coloración propia a la fe. La catequesis no puede disociar la palabra de Dios de la Sagrada Escritura y la palabra de Dios que constituye tal o cual acontecimiento de la vida de una persona, de la historia en general y de la vida de la Iglesia. El lazo orgánico entre la tradición, la Escritura y el magisterio de la Iglesia jamás debe romperse (cf DV 10).

Al hilo de lo expuesto, es fácil percibir cuáles son las fuentes de la catequesis, los lugares y las maneras en que se revela la Palabra. Son ciertamente la Sagrada Escritura, los testimonios escritos de la tradición y el magisterio viviente de la Iglesia. Pero también es la vida de la Iglesia, vivida en las comunidades cristianas que, en sus espacios de vida cristiana, convierten la Revelación en historia. Y la historia humana (el mundo de los valores), que es la premisa indispensable de la actualización de la palabra de Dios (cf DGC 45; CT 26-34).


II. La Sagrada Escritura

La Sagrada Escritura es la fuente principal de la catequesis. Esta encuentra en la Sagrada Escritura su libro; la catequesis «ha de estar totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y actividades bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los textos mismos» (CT 27).

La Sagrada Escritura aporta a la catequesis su contenido: el designio de salvación de Dios que se hace realidad en el tiempo. La alianza del hombre con Dios se hace nueva en cada generación. Se actualiza en el presente, pero evoca un pasado del que es continuación y desarrollo, y anuncia un futuro de cumplimiento definitivo. De ahí que la catequesis deba narrar, ante todo, los acontecimientos protagonizados por Dios para la salvación del hombre en el pasado. Pero al mismo tiempo debe interpretar estos acontecimientos de Dios en Cristo desde el momento actual, a fin de descubrir su significado actual y las implicaciones que se derivan de ellos para la vida de las personas y de las comunidades cristianas de hoy. «Finalmente, la catequesis debe proyectar cuanto Dios va a hacer en el futuro último, según sus promesas, cuando la nueva humanidad en Cristo y el universo entero alcancen su perfección definitiva»4.

La Sagrada Escritura introduce así a la catequesis en el curso de la historia de la salvación y le hace tomar conciencia de su inserción en la marcha hacia adelante del pueblo de Dios.

La Sagrada Escritura viene a ser, además, un modelo admirable para toda catequesis. Un ejemplo entre otros5: dejémonos guiar por el autor del salmo 22: «Mi descendencia servirá al Señor y hablará de él a la generación futura, contará su justicia al pueblo venidero: "Todo fue obra del Señor"» (vv. 31-32). El autor del salmo, al decidirse a hablar de los Magnalia Dei, se alinea en toda una cadena de testimonios: él mismo ha recibido lo que va a decir. Al comienzo él escribía: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron en ti y tú los libraste; a ti clamaron y quedaron libres» (vv. 5-6). El autor sabe esto de oídas, por transmisión. Sin embargo, el proyecto de transmitir el mensaje a la posteridad interviene solamente al final del salmo (vv. 31-32). En el entretanto, el autor ha hecho por su propia cuenta la experiencia de la miseria y de la salvación (vv. 7-30). Esta experiencia viene a añadir algunas páginas al mensaje recibido, que van a hacer posible la verificación de este. Los descendientes van a encontrarse en su misma situación: oirán de sus labios las «maravillas que Dios ha hecho»; pero mientras no tengan nada personal que añadirle, se encontrarán ante un relato muerto, difícilmente transmisible.

Este es el estatuto del hombre bíblico: un hombre situado en un tiempo, pero en un tiempo que se halla preñado de un pasado y es portador de un futuro. A quienes se le acercan no puede darles nada totalmente definitivo. Sólo puede ofrecerles una promesa. La fe bíblica se abre siempre sobre el futuro: «Todos estos murieron en la fe sin haber obtenido la realización de las promesas, pero habiéndolas visto y saludado desde lejos» (Heb 11,13). No obstante, cada generación hace una cierta experiencia de su cumplimiento, sin la cual el relato no sería verdaderamente transmisible.

He aquí la página nueva que cada uno y cada generación debe añadir al relato. Cada generación retoca y rescribe el texto antiguo. La alianza que funda la promesa de la que el libro es el depósito, se hace nueva en cada una de sus actualidades históricas. La alianza ha sido concluida otrora por los padres; pero esa alianza no sirve a los hijos mientras estos no la concluyan por su propia cuenta. Entonces la alianza cobra un contenido inédito: lo antiguo se hace nuevo, porque la historia vivida permite percibir rasgos nuevos e implicaciones insospechadas.

Esta percepción vale para los individuos y para el pueblo entero. Es verdad que la lógica global de la alianza ha encontrado su última palabra en Cristo; pero las generaciones sucesivas de cristianos —y dentro de cada generación todos los individuos creyentes— tienen su manera específica de religarse a Dios por Cristo. La alianza nueva es, pues, viva e innovadora.

En definitiva, la catequesis no puede no ser bíblica, porque «la Biblia constituye los archivos de la palabra de Dios que nos cuentan por escrito, y con la garantía divina de la inspiración escriturística, los grandes hechos de Dios en la historia y la catequesis reveladora que los acompaña según los progresos de la'Revelación»6.


III. La tradición

La Sagrada Escritura es, pues, inseparable de la tradición. «La sagrada tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a su Iglesia» (DV 10; cf DV 9; CT 27; DGC 95-96). Esta tradición «progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo, puesto que crece la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas» (DV 8). La razón de este dinamismo de la tradición está en el hecho de que Dios ha entrado en la historia. El cristianismo es un acontecimiento, o mejor una serie continuada de acontecimientos, que presenta novedades reales y verdaderas no contenidas en fases anteriores de la historia. La tradición es siempre creatividad.

Esta tradición viva es una fuente importante de la catequesis; «la enseñanza, la liturgia y la vida de la Iglesia surgen de esta fuente y conducen a ella, bajo la dirección de los pastores y concretamente del magisterio doctrinal que el Señor les ha confiado» (CT 27; cf DV 8).

1. Los SANTOS PADRES. Dei Verbum 8 afirma que «las enseñanzas de los santos Padres testifican la presencia viva de esta tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante». Desde hace unos años, la comunidad eclesial está en trance de redescubrir a los Padres de la Iglesia, un redescubrimiento que no carece de importancia7. La integración del cristianismo en las culturas de los primeros siglos, en el curso de los cuales ha elaborado sus fórmulas mayores, aporta en efecto una luz inestimable sobre el diálogo necesario del evangelio con nuestra época. El situarnos en esta larga y rica historia, en esta tradición, puede permitirnos comprender mejor el mensaje cristiano en este final de siglo.

Uno de los logros de nuestro siglo ha sido ciertamente el resituar a los Padres de la Iglesia en la antigüedad tardía8. Los santos Padres necesitaban ser reinsertados en su tiempo. Esta expresión: antigüedad tardía, durante las últimas décadas, ha permitido a muchos estudiosos acreditar una idea renovada de los Padres de la Iglesia. Estos son personas, y precisar cada vez mejor sus rasgos humanos de creyentes supone una enorme ventaja.

Como personas, los santos Padres no pueden ser comprendidos haciendo abstracción de la época en la que han vivido y actuado, es decir, de la antigüedad. Ellos manifiestan de manera viva y compleja cómo el cristianismo se ha hecho sitio en un mundo ya básicamente estructurado. La expresión antigüedad tardía designa de hecho la antigüedad cristianizada, pero insiste en el entorno humano del fenómeno. Sin una humanidad que los acogiera —en este caso la del hombre antiguo— no hubiera existido el cristianismo. De esta manera los santos Padres son los testigos y los agentes de la primera encarnación de la fe en la cultura.

Esta circunstancia convierte a los santos Padres en nuestros maestros. Todos ellos nos enseñan activamente que el cristianismo no es algo totalmente acabado en este mundo, sino algo que va haciéndose progresivamente. Es especialmente provechoso seguir el crecimiento del cristianismo a través de las controversias en que se ha visto inmerso con el mundo pagano y con el mundo judío de sus orígenes, ya que, al margen de la confrontación mantenida con estos dos pueblos, no se ha obtenido progreso alguno en la expresión de la fe cristiana. Tanto el paganismo como el judaísmo eran tentaciones que se infiltraban en el cristianismo. No hay herejía —mal endémico de los primeros siglos cristianos— que no deje percibir su origen del lado de la sabiduría de los filósofos o de la santidad de los rabinos (cf lCor 1,17-24). Ambas a dos, mezcladas de evangelio, segregaron sus ideologías para sacudir a la Iglesia y a sus fieles.

En esta situación, era menester reconfortar a los fieles. Los santos Padres luchan no tanto contra los judíos y los paganos como contra los cristianos atraídos por ellos. Poco a poco las generaciones de santos Padres alumbran unos resultados de los que nosotros todavía nos aprovechamos; entre otros, el símbolo de la fe. Los autores cristianos de los primeros siglos de nuestra era se han hecho merecedores, por estos resultados, del título que les ha sido atribuido: Padres de la Iglesia. Ellos en efecto han engendrado la expresión de la Iglesia.

Hoy nos encontramos afectados por la invasión de una nueva cultura. El conocimiento de los santos Padres según la perspectiva de la antigüedad tardía muestra cómo la imagen de una Iglesia totalmente hecha desde el comienzo carece de fundamento. La situación actual invita a la Iglesia a inventar; esta Iglesia somos nosotros. Con los Padres de la Iglesia, tomamos en su fuente la medida de lo que puede y debe ser la encarnación del evangelio en la cultura del hombre. El cristianismo, por suerte, no es otra cosa hasta el final de la historia. Por ello, en la Iglesia —en la catequesis—la relación a los santos Padres no puede faltar. Así lo ha subrayado con claridad el Vaticano II (cf DV 8-9).

2. Los SÍMBOLOS DE LA FE. LOS Símbolos o documentos de la fe ocupan también un lugar privilegiado en la catequesis, en razón de la referencia segura que ofrecen para su contenido. Así la catequesis suele ser considerada como la transmisión de los documentos de la fe (CT 28, 135; MPD 8, 9; CC 202; EN 65).

El contenido fundamental de la fe, a cuyo servicio está la catequesis, es el evangelio de Jesús, acogido e interpretado por la comunidad creyente a lo largo de la historia. Educar en la fe, por tanto, es acercarse a ese evangelio. Pero en la actualidad la única vía de acceso al evangelio de que disponemos son las expresiones de fe que la Iglesia ha venido elaborando, como comunidad cristiana, a través del tiempo. La tradición nos confía un depósito y la catequesis no puede ser otra cosa que la tradición viva del depósito de la fe a los nuevos miembros que van agregándose a la Iglesia.

El símbolo de la fe es la expresión verbal de la profesión de fe; esta es la manera de reconocer públicamente la acción salvífica de Dios en Cristo mediante el compromiso de la fe (cf Rom 10,9ss). La profesión de fe, pues, no es sino la expresión de la conversión del creyente. De este modo, el símbolo 'de la fe une la persona convertida a la comunidad de los demás creyentes en Cristo y viene a ser el signo de reconocimiento entre los cristianos.

Estas reflexiones desvelan el papel relevante de los símbolos de la fe en la catequesis. La catequesis, en efecto, es uno de los lugares principales de la profesión de fe como elemento constitutivo del ser cristiano, y la vida cristiana que trata de promover la catequesis no es más que la realización práctica de la profesión de fe. Esta es la razón por la que los símbolos de la fe se convirtieron en la Iglesia antigua, sobre todo, en instrumentos indispensables de la catequesis9. E igualmente la razón por la que la catequesis ha sido, en general, «el ambiente en el que los símbolos de la fe formularon y desarrollaron sus contenidos como expresiones vivas de la profesión de fe de los cristianos»10.

Sin embargo, «la catequesis no se reduce a una mera enseñanza de fórmulas. Se trata de una tradición viva de esos documentos, que han de ser recibidos y vitalizados desde la comprensión que tiene el hombre de sí mismo. Proyectan su luz sobre la experiencia humana, a la que dan sentido e interpelan» (CC 144; cf CT 22). Hay que meterse, por tanto, en la experiencia (en la historia) de los hombres, para descubrir la novedad de significación de la experiencia de fe en nuestro contexto cultural e histórico. El sínodo de 1977 definía la catequesis como «memoria... de las expresiones de fe acuñadas por la reflexión viva de los cristianos durante siglos», es decir, como «transmisión de los documentos de la fe»; pero la catequesis se define también como «palabra... que tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe», que hoy «hace posible que la comunidad creyente proclame que Jesús, el Hijo de Dios, el Cristo, vive y es salvador» (cf MPD 7-8). La catequesis debe ser fiél a la tradición de la Iglesia. Con todo, esta fidelidad no puede ser simplemente una preocupación de ortodoxia literal, fiel a la letra del depósito o de las fórmulas de la fe.

3. LA LITURGIA. La palabra de Dios se expresa en la tradición, también a través de la Palabra celebrada por la Iglesia. Es la tradición litúrgica. El Vaticano II realza la estrecha relación entre catequesis y liturgia: la liturgia es «la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (SC 14); es también «una gran instrucción para el pueblo fiel» (SC 33); «los sacramentos... en cuanto signos tienen también un fin pedagógico» (SC 59); esta es sin duda la razón por la que el Concilio insta a «inculcar por todos los medios la catequesis más directamente litúrgica» (SC 35).

De esta manera, el Vaticano II viene a consolidar la conciencia renovada de la íntima relación entre catequesis y liturgia. Conciencia que no ha podido menos de efectuar el retorno a la catequesis patrística (siglos IV y V) con sus modelos emblemáticos de catequesis litúrgica. Es la gran lección de la catequesis de los santos Padres: su catequesis es una catequesis que en la liturgia alcanza su expresión plena, y en la liturgia encuentra su fuente incesante, como expresión de la experiencia de una fe vivida en la comunidad.

Los recientes documentos oficiales sobre la catequesis presentan la huella de esta vuelta a la catequesis patrística. MPD 8 afirma que «constituye un modelo de toda catequesis el catecumenado bautismal, que es formación específica mediante la cual el adulto convertido es guiado hasta la confesión de fe bautismal durante la vigilia pascual». CT 23, en sintonía con la dimensión litúrgica de la catequesis planteada en el sínodo de 1977, afirma: «La catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental... Y la catequesis se intelectualiza, si no cobra vida en la práctica sacramental». Por otra parte, CT 47 y 48 desarrolla toda la riqueza de la catequesis «mediante la triple dimensión de palabra, de memoria y de testimonio —de doctrina, de celebración y de compromiso de vida— que el mensaje del sínodo al pueblo de Dios ha puesto en evidencia»; riqueza esta que se actúa sobre todo a través de «la catequesis que se hace dentro del cuadro litúrgico, y concretamente en la asamblea litúrgica». De hecho, todos los documentos y estudios recientes sobre la catequesis señalan clara y explícitamente la relación de esta con la liturgia11.

Las razones de esta relación son varias. La catequesis es una preparación insustituible para la vida litúrgica. La fe y la conversión son premisas indispensables de una celebración litúrgica auténtica, de una participación auténtica en la liturgia (cf SC 9); de ahí que «una forma eminente de catequesis es la que prepara a los sacramentos y toda catequesis conduce necesariamente a los sacramentos de la fe» (CT 23). Además, la riqueza de elementos que la liturgia puede aportar a la catequesis es inmensa. La liturgia puede convertirse en una fuente inagotable de recursos pedagógicos de gran eficacia, como la dimensión simbólica, que da en plenitud forma a los sentimientos y a las disposiciones más íntimas, a la vez que compromete al hombre en todas sus facultades, siendo por ello esencial a la experiencia humana. En este sentido, «la práctica auténtica de los sacramentos tiene forzosamente un aspecto catequético» (CT 23).

Finalmente, no ha de olvidarse que la catequesis debe conducir a la profesión de fe, y que uno de los principales lugares de la profesión de fe ha sido siempre la liturgia, principalmente la celebración del bautismo y de la eucaristía. De este modo, la celebración litúrgica viene a ser una catequesis en acto, ya que es una profesión de fe en acto y una comunicación de gracia: en la celebración sacramental se actualiza la obra de la salvación realizada por Cristo (cf SC 6). Como afirma D. Sartore, «el valor insustituible de la liturgia para la catequesis... depende de la condición sacramental de la Iglesia, del hecho de configurarse esta de una manera más existencial donde la comunidad celebra la liturgia. Es en la liturgia donde la realidad eclesial aparece más visiblemente como cumbre y fuente de la vida de la Iglesia»12.

4. LA HISTORIA Y LA VIDA DE LA IGLESIA. Ambas a dos son fuentes de la catequesis como expresión histórica de la vivencia cristiana. La palabra de Dios se expresa en la tradición a través de la Palabra vivida e interiorizada por la Iglesia –particularmente por los santos– en cada actualidad histórica. Una catequesis auténtica «no puede transmitirse fuera de la subjetividad colectiva del pueblo que guarda la Palabra, que la conoce porque en ella y de ella vive: la Iglesia»13.

La razón es obvia. El catequizando es invitado a acceder al evangelio. Pero para acceder al evangelio, la mera experiencia antropológica no es suficiente; se necesita la experiencia del cristianismo vivido tal como queda recogida en la tradición y en las comunidades cristianas actuales. Esta experiencia cristiana, vivida y expresada en el testimonio creyente, es la única que hace posible descubrir lo que el evangelio significa en la existencia humana. A lo largo de la historia de la Iglesia, un elemento constitutivo de la transmisión del evangelio ha sido precisamente la experiencia de fe vivida en el entorno familiar o ambiental. La fe se propaga fundamentalmente por el contagio del testimonio.

La historia de la Iglesia enseña que toda profundización doctrinal del evangelio se lleva a cabo siempre en contacto con la vida; los problemas existenciales son los que empujan a elaborar respuestas nuevas de fe. De este modo, la Iglesia ha ido explicitando, en el correr del tiempo, aspectos del evangelio de los que anteriormente no se había percatado. Y. Congar constata que «sabremos realmente lo que quiere decir que el evangelio sea predicado a toda criatura, cuando sea predicado a toda criatura»14. Desde esta perspectiva, la historia de la Iglesia manifiesta a la catequesis la manera en que la comunidad eclesial ha ido tomando conciencia de su fe y la ha vivido transformando su existencia en fidelidad al evangelio. En esta aventura, los santos se convierten en los grandes testigos: ellos han sabido interpretar con su vida de santidad distintos aspectos del evangelio. Y la catequesis hará bien en proponer a la consideración de los catequizandos el testimonio de los santos, presentando a estos con toda la fuerza de su ejemplaridad, a fin de iluminar y orientar su vida cristiana.

Pero la historia de la Iglesia no es únicamente pasado; es también realidad presente con un dinamismo abierto siempre hacia el futuro. Ya se ha recordado anteriormente que no hay revelación sin la acogida, sin la respuesta por parte del hombre. Ahora bien, teniendo en cuenta que el hombre se halla siempre históricamente situado, inmerso en una historia siempre en evolución, es forzoso concluir que la actualización de la Revelación es una tarea que no puede concluir nunca. La palabra de Dios debe ser contemporánea de aquellos a quienes va dirigida. La proclamación de la fe será una proclamación actual solamente si encuentra al hombre de hoy según sus estados de conciencia. La correlación entre la existencia humana y la fe es inevitable.

La tarea de la catequesis es ofrecer la actualidad de la palabra de Dios a los catequizandos. La catequesis, pues, sólo puede comprenderse como un nuevo acto de interpretación del evangelio, del acontecimiento de Jesucristo, a partir de una confrontación crítica entre la experiencia cristiana fundamental (Sagrada Escritura, tradición, símbolos de fe... ) y la experiencia humana de hoy. Y así, llegar a la necesaria actualización del evangelio. Pero la pregunta surge de manera inmediata: ¿quién es el sujeto responsable de esta nueva interpretación?

a) El «sensus fidei» del pueblo de Dios. La Sagrada Escritura, la tradición y las fórmulas de fe cobran vida cuando una conciencia las acoge y hace suyas. Todas ellas no son más que palabras que quedan en el aire, mientras no haya alguien que las capte para encarnarlas, para darles carne y sangre. El sujeto del acto de fe, de la fe que se convierte en acto personal de creer y no se queda en fórmulas que se repiten o en credo que se recita, es en realidad la persona concreta. Por esta razón, la fe adopta formas diversas, fuertes matices, según la diversidad de los creyentes. Incluso dentro de una cultura y de niveles intelectuales idénticos, las palabras por las cuales va a expresarse la fe serán un tanto diferentes. Sin embargo, todas ellas, como los cuatro evangelios, hablan del mismo Cristo. Cada persona es, por consiguiente, sujeto de la fe. En dos sentidos: ante todo, en el sentido de adhesión a la persona de Cristo: nadie, ni familia, ni pueblo, ni Iglesia, puede dar su fe en lugar de la persona; y también en el sentido de la expresión de su fe: cada persona redirá sus convicciones de fe a su manera.

El creyente, no obstante, se adhiere a un mensaje que no ha sido inventado por él, sino que él ha oído (cf Rom 10,13-15). El creyente ha oído el mensaje de los miembros de una comunidad, que es la portadora del mensaje. Es verdad que el sujeto individual es realmente fuente del acto de la fe; con todo, lo que él cree le viene de otra parte: de ese pueblo que Cristo ha dejado tras de sí. Este pueblo continúa proclamando e interpretando, en función de las condiciones nuevas que vayan apareciendo, la Sagrada Escritura y los símbolos de la fe que le sirven de fundamento. Pueblo creyente y tradición son inseparables: por el pueblo es como se efectúa la tradición, la transmisión de la fe. Haciendo camino, la fe, retomada por cada generación, busca y encuentra palabras nuevas para decirse.

La consecuencia no se deja esperar: el pueblo tiene una función en la formulación de la fe. La jerarquía continúa siendo la última instancia de la fe de la Iglesia; pero la jerarquía no desempeñaría correctamente esta función si no permaneciera a la escucha de su pueblo, si no tuviera en cuenta el sensus fidei del pueblo de Dios (cf LG 12). El pueblo creyente es, en efecto, el depositario del Espíritu Santo. Del Espíritu le viene ese olfato espiritual que le permite entrar en la verdad total (Jn 16,12-13), mediante la creatividad en la comprensión, en la vivencia y en la expresión de la fe (cf GS 44).

En este marco, «la catequesis es un lugar privilegiado en el que esta dinámica de la tradición puede ejercerse. Considerar al grupo catecumenal sólo como asimilador, sin hacer de él un vehículo creativo para expresar la fe de la Iglesia, sería no haber entendido nada de lo que es la tradición cristiana» (CC 146). La catequesis lleva a cabo esta creatividad en la renovación de las expresiones de la fe a partir de la experiencia humana presente en ella, una experiencia que «ayuda a hacer inteligible el mensaje cristiano como mediación necesaria para explorar y asimilar las verdades que constituyen el contenido objetivo de la Revelación» (DGC 152; cf 116-117, 153). Por ello, el Directorio general para la catequesis concluye: «los catequizandos, sobre todo cuando son adultos, pueden contribuir con eficacia al desarrollo de la catequesis, indicando los diversos modos para comprender y expresar eficazmente el mensaje, tales como "aprender haciendo", hacer uso del estudio y del diálogo e intercambiar y confrontar los diversos puntos de vista» (DGC 157).

b) El magisterio. Al magisterio le corresponde el discernimiento autorizado de las expresiones de la fe propuestas por los fieles; también dentro de la catequesis. La comunidad eclesial ha reconocido siempre en la jerarquía el poder y la tarea de enseñar; o lo que es lo mismo, de decir la fe. Esto es lo que quiere expresarse cuando se habla del magisterio de la Iglesia. Pero sería bueno ser precavidos, porque de lo que acaba de decirse, a ver en el magisterio la fuente de la fe, no hay más que un paso. Así es como, históricamente, se ha llegado a distinguir la Iglesia docente (los obispos, y sobre todo el Papa) y la Iglesia discente (todos los demás fieles). En realidad, toda la Iglesia es docente y toda la Iglesia, incluido el Papa, es discente. Pablo manifiesta con claridad que él no transmite otra cosa distinta de lo que él mismo «ha recibido del Señor» (2Cor 11,23). La jerarquía, como cualquier creyente, es, pues, discente, sometida a la Palabra que reúne al pueblo de Dios, del cual es servidora. Atenta a los signos de los tiempos, la jerarquía debe tener un oído despierto, un oído de discípulo para escuchar lo que el Espíritu dice constantemente a las Iglesias (cf Is 50,4; Ap 2-3).

Hechas estas observaciones, es menester poner de relieve que la Iglesia ha proclamado siempre que los obispos, en comunión con el papa, tienen una misión especial de enseñanza y de vigilancia sobre aquello que los creyentes dicen a propósito de las cosas de la fe, así como a propósito de los comportamientos (cf DV 10; DGC 44). De esta forma, la jerarquía viene a cristalizar, en cierta manera, la misión confiada a toda la Iglesia de anunciar de modo actualizado el evangelio.

Sin embargo, esta misión especial de enseñanza de los obispos no significa nunca que el magisterio detente un monopolio. Son numerosos los fieles que, a lo largo de la historia, «han enseñado a la Iglesia». Ni los obispos ni el papa están fuera o por encima de la palabra de Dios (cf DV 10; DGC 44). Todos ellos son fieles de la Iglesia. Fieles llamados para servir a los otros fieles como punto de referencia, de armonización y de guía; principalmente para quienes están en activo en las diversas funciones, como es el caso del ministerio catequético.


IV. La cultura o el mundo de los valores

El contexto cultural es otra de las fuentes de la catequesis. El DGC 95 señala que la palabra de Dios «se manifiesta en los genuinos valores religiosos y morales que, como semillas de la Palabra, están esparcidos en la sociedad humana y en las diversas culturas». CT 53 recuerda lo mismo. El DGC 96 alude a esta fuente como subsidiaria; otros autores hablan de ella en un sentido material o la califican de secundaria. Juan Pablo II afirma que «las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia» (FR 70). Más allá del debate terminológico, lo que no puede negarse es que el contexto cultural constituye una fuente imprescindible de la catequesis.

Si la palabra de Dios alcanza su sentido y su actualidad en la fe que la acoge, una fe situada siempre históricamente, no queda más remedio que interpretar los documentos de la palabra de Dios, que vehiculan la experiencia cristiana fundante, desde la novedad de la experiencia humana actual. Esta dimensión antropológica de la palabra de Dios exige, en su transmisión, una atención particular a toda la realidad del hombre, a su vida, a sus búsquedas... a fin de interpretarlas a la luz de la palabra de Dios. La realidad humana forma parte del mensaje cristiano, habida cuenta de que al margen de ella es imposible que el hombre viva su fe en el mundo. La catequesis, pues, extraerá su contenido también de la fuente de la cultura contemporánea y de las ciencias humanas. La catequesis, en el acto de transmisión de la fe, no puede disociar la palabra de Dios de la que da testimonio la Sagrada Escritura, y la palabra de Dios que constituyen los acontecimientos de la vida personal y de la historia en general, acontecimientos que son portadores de los signos de Dios en el mundo. Dios, que se revela en la historia, actúa permanentemente en cada persona y en la historia en general (cf FR 70-71).

La catequesis no tiene que preocuparse solamente de revelar las maravillas de Dios; se preocupará igualmente de interpretar, a la luz de la palabra de Dios, las realidades del mundo y la vida de los hombres. Es lo que ha dado en llamarse la teología de los signos de los tiempos. La asunción de los signos de los tiempos por la Iglesia obliga a esta a prestar una atención permanente a las diversas situaciones de vida, así como a las diferentes culturas, a fin de que el evangelio sea anunciado y comprendido también en esas situaciones, y así llegue a todos el mensaje de la salvación. Desde este punto de vista, los signos de los tiempos pertenecen a la pedagogía de la palabra de Dios, ya que pueden identificarse con aquellos gérmenes de vida (logoi spermatikoi) de que hablaban los Padres de la Iglesia, y que están colocados en el mundo y en el corazón de cada persona, para hacerles percibir más fácilmente la acción de Dios en orden a realizar su designio de salvación.

Estas reflexiones permiten comprender cómo, desde hace unas décadas, la experiencia humana se ha convertido en algo esencial de la catequesis. El dato fundamental que subyace en este giro antropológico de la catequesis, es la necesidad que tiene el mensaje cristiano de ser proclamado en relación estrecha con la experiencia humana, como condición indispensable de su acogida y como requisito necesario de su eficiencia para transformar la vida según el evangelio. En perspectiva teológica, la experiencia humana (el mundo) es portadora de determinados valores autónomos, que constituyen la caja de resonancia apta para que el sentido del evangelio pueda ser sonorizado en cada actualidad de la vida de los hombres (cf DGC '116-117). Por ello la catequesis debe considerar la experiencia humana «como interlocutora imprescindible, como lugar hermenéutico»15.

La catequesis, pues, afirmará los valores humanos auténticos y los acogerá dentro del plan salvífico de Dios, consciente de que una catequesis que ignore o sofoque lo humano nunca podrá ser acogida; consciente igualmente de que la apropiación de los valores humanos auténticos resultará beneficiosa para la reinterpretación y para la progresiva explicitación del evangelio (cf GS 44). La catequesis hará todo esto sin abandonar su acción profética y crítica, dado que está llamada a leer los valores (los signos de los tiempos) y a emitir sobre ellos el juicio de Dios. En la perspectiva de la profecía cristiana, este juicio ha de colocarse siempre en el horizonte de la salvación, de la apertura a la realización plena del hombre en Dios. Esta apertura es la que podrá propiciar el acceso del catequizando a una experiencia de Dios en Cristo por el Espíritu.

La catequesis se convierte de este modo en «un instrumento de inculturación, es decir, que desarrolla y al mismo tiempo ilumina desde dentro las formas de vida de aquellos a quienes se dirige» (MPD 5; cf CT 53; EN 63). En efecto, «desde el punto de vista cultural, el valor se presenta como un dato fundamental, ya que una cultura se caracteriza y adquiere su dinamismo en torno a un sistema de valores... Los valores de una cultura representan el papel de normas prácticas para los deseos, los comportamientos, las actitudes y los juicios»16. Y ese es precisamente el significado de la inculturación del evangelio y la finalidad de la catequesis: llegar a las mentalidades, a los modos de pensar, a los estilos de vida... para hacer que penetre en ellos la fuerza salvadora del mensaje cristiano (cf CT 53; EN 63).


V. Fuentes de la fe y fuentes de la catequesis

Lo que constituye la unidad del pueblo de Dios es la unidad de su fe. Lo que reúne a los creyentes es la adhesión a Cristo; pero esta adhesión a Cristo pasa necesariamente al lenguaje. Es lo que se llama el lenguaje de la fe. Es evidente que, sin un mínimo acuerdo en este lenguaje, la unidad del pueblo creyente queda rota, y la fe, que descansa sobre esta unidad, queda abiertamente desmentida. Ahora bien, el pueblo cristiano, ¿dónde encontrará la expresión, el lenguaje que le garantice la certeza de lo que hay que creer? La respuesta suele ser: en el magisterio o regla de fe, en el dogma, y también en la teología. Estas referencias constituyen un servicio eclesial cuya preocupación es alcanzar precisamente el rigor y la solidez en la expresión-formulación de la fe. De ahí que estas referencias pueden ser consideradas como fuentes de la fe.

Estas fuentes de la fe ¿son asimismo fuentes de la catequesis? Las respuestas no son unánimes: mientras unos responden afirmativamente17, otros desechan una equivalencia total entre las fuentes de la fe y las fuentes de la catequesis18. La convicción cada vez más extendida se inclina, no obstante, a considerar que unas y otras son realidades distintas: la catequesis tiene sus propias fuentes, como se ha recordado anteriormente; aunque haya que reconocer que las fuentes de la fe no le son totalmente ajenas. La catequesis, en efecto, no puede ignorar ni el magisterio o regla de fe, ni el dogma, realidades a las que deberá acomodar las expresiones de la fe que transmite. La teología, por su parte, ayuda a la catequesis a penetrar intelectualmente su contenido. Pero veamos más en detalle las cosas.

1. EL MAGISTERIO O LA REGLA DE FE. Ya se ha recordado con anterioridad que en la Iglesia existe desde siempre una regla de fe, que DV 10 llama «magisterio viviente»; su función es la de «interpretar auténticamente la palabra de Dios»; para ello «con la asistencia del Espíritu Santo, escucha piadosamente esta palabra, la guarda tal como es y la expone con fidelidad». La catequesis deberá, pues, escuchar al magisterio siempre que este escuche a su vez piadosamente la palabra de Dios desde todas las instancias en las que esa palabra se actualiza: Sagrada Escritura, tradición, historia y vida del pueblo de Dios; y la historia de los hombres a través de los signos de los tiempos.

Pero la catequesis no puede reducir su empeño a las intervenciones del magisterio. Tales intervenciones suelen incidir sobre aspectos concretos del mensaje en función de su dificultad y/o su actualización, y en modo alguno acostumbran a presentar el mensaje íntegro y total. La catequesis tendrá en cuenta efectivamente las intervenciones del magisterio, que le ayudarán a interpretar la Palabra desde sus resonancias actuales; pero no agotará con ellas su contenido, ni alterará el proyecto catequético y su programación correspondiente, que siempre deberán atender a la totalidad o integridad del mensaje cristiano, que la catequesis tiene que transmitir (cf CT 30-31; DGC 111-112; CC 85-93).

2. Los DOGMAS. Son las intervenciones del magisterio que buscan una formulación precisa de algún aspecto del mensaje cristiano, y que llegan a desembocar en una proclamación de fe definida. Los dogmas no pretenden nunca la proclamación dogmática total y progresiva del misterio cristiano; más bien van apareciendo en el surco de la vida de la Iglesia, con el fin de salir al paso de los distintos avatares que el devenir de la historia va suscitando en forma de problemas, de controversias o de esclarecimientos logrados en la profundización del evangelio. Este origen hace que los dogmas sean tributarios de un contexto histórico y cultural determinado, cuya impronta se deja ver tanto en la problemática concreta que abordan como en las mediaciones conceptuales y de lenguaje que utilizan.

Es verdad que los dogmas encierran un valor incontestable, dado que son expresiones importantes e irreversibles de la fe que han ido surgiendo en la vida y en la historia de la Iglesia. Esta es la razón por la que la catequesis no puede desconocerlos: los dogmas son normativos para ella, ya que representan la conciencia auténtica y definitiva de la fe de la Iglesia en un momento de su vida y en torno a unos aspectos concretos del misterio cristiano. Pero la catequesis no puede resolverse en una exposición-explicación continuada de los dogmas con su terminología filosófica y teológica. A la catequesis le interesa no la literalidad del dogma, sino su sentido vivencial y existencial, sentido que abre para la catequesis toda una posibilidad de relectura y todo un horizonte de creatividad.

3. LA TEOLOGÍA. La teología es considerada como fuente de la fe en el sentido que ayuda a esta en el proceso de su maduración. «Su función es desarrollar la inteligencia de la fe. La teología se sitúa bajo el signo de la fides quaerens intellectum, es decir, de la fe que busca entender» (CC 73). La teología, además, ayuda a reformular las expresiones de la fe desde la novedad cultural de cada actualidad histórica. «Esta dimensión del trabajo teológico de fijar unas expresiones y elaborar esta síntesis de fe que, en continuidad con la tradición, sirvan para alimentar la fe de los cristianos, es vital para la catequesis» (CC 74; cf DGC 51).

La relación entre la teología y la catequesis es muy estrecha, hasta el punto que, en determinados momentos de la historia, ha dado origen a una cierta confusión, llegando a convertir a la teología en la fuente principal de la catequesis. Durante bastante tiempo, en efecto, la catequesis ha estado centrada en un catecismo que no era más que un compendio teológico de exquisita precisión doctrinal. La catequesis reproducía y reducía a escala inferior el saber teológico. Tal proceder condicionaba el mismo quehacer catequético, así como sus contenidos y la lógica inherente a las proposiciones de la fe: la lógica de una síntesis doctrinal no es lo mismo que la lógica de la economía propia de la historia de la salvación. En este marco, la catequesis quedaba totalmente supeditada a la teología; en la relación entre ambas, la primacía era para la teología, de la que dependía la catequesis.

Por ello, cuando la catequesis, en sus recientes intentos de renovación, ha pretendido encontrar su autonomía y su identidad, no han faltado las dificultades y las tensiones19. Para salir al paso de unas y otras es menester tener en cuenta unas cuantas puntualizaciones.

La catequesis no puede ignorar a la teología en su función de fundamentación y de sistematización de la fe (CC 74). Sobre todo en un entorno como el actual, «la catequesis debe llevar a la convicción de que la Revelación no sólo fundamenta la fe y determina el horizonte esencial último de los significados de la existencia humana..., sino que pide también un compromiso propiamente intelectual. Queremos decir que la catequesis debe mostrar también la importancia de la teología como ciencia de la fe, desde la fe y para la fe. Sobre todo en un mundo culturalmente pluralista, es necesario darse cuenta realmente de la esperanza cristiana; tratar de penetrar e interpretar la propia existencia según la palabra de Dios; actualizar esta en relación a las etapas de la propia vida y a las situaciones sociales comunitarias y confrontar la teología con los demás saberes científicos»20.

La teología ejerce, además, una función crítica de cara a la catequesis, en relación a la teología que es manifiesta o que subyace en el quehacer catequético, y en relación igualmente con los posibles riesgos que puede correr la misma catequesis, como son los riesgos relativos a la distorsión de su naturaleza en el momento y en el modo de asumir las ciencias humanas.

Pero aun admitiendo todo esto, hay que afirmar con rotundidad que la catequesis no puede ser absorbida o permanecer secuestrada por la teología. Las dos siguen un proceso divergente, y las dos tienen unas finalidades distintas. La teología es una reflexión del creyente sobre su fe, sobre la fe de la Iglesia; busca para comprender, para representarse intelectualmente el contenido de una fe a la cual se ha adherido ya previamente. En la teología se va, por consiguiente, de la fe (punto de partida supuesto) a la intelección (punto de llegada). En la catequesis, por el contrario, se va de una fe aún no suficientemente despierta a la fe auténtica. La fe no se sitúa en el punto de partida sino al final del camino.

La teología y la catequesis se diferencian asimismo por sus finalidades. Mientras que la teología busca el fundamento, la profundización y la sistematización de la fe, lo que la catequesis busca es el acompañamiento hacia la fe y el arraigo del evangelio en la vida de los catequizandos. Sin olvidar, pues, que la catequesis tiene también una dimensión doctrinal (CT 18, 21), hay que resaltar con fuerza que la catequesis es sobre todo iniciación a la vida cristiana. Una verdadera iniciación sólo puede llevarse a cabo a través de un diálogo de consentimiento en la fe y de compromiso personal de vida. Ello significa que la catequesis debe comunicar un mensaje en lugar de limitarse a explicar una doctrina. El mensaje es personal; una doctrina es anónima y fría. Dar catequesis no consiste en partir de un texto de manual, sino de la vida, de la palabra viva de Dios21.

NOTAS: 1. Cf C. GEFFRÉ, La révélation comme histoire. Enjeux théologiques pour la catéchése, Catéchése 100-101 (1985) 60 y 63. --2 Cf ib, 61. En este apartado seguimos la síntesis de este autor; cf también P. A. LIÉGÉ, De la parole a la catéchése, Lumiére et Vie 35 (1957) 34-56. - 3 C. GEFFRÉ, O.C., 66. — 4. G. GROPPo, Contenidos (criterios), en J. GEVAERT (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 223. — 5 Cf M. DOMERGUE, Le salut par la descendance, Cahiers pour Croire Aujourd'hui 166 (1995) 28-32. — 6. P. A. LIÉGÉ, La catequesis en la tradición de la Iglesia, en AA.VV., ¿Qué es la catequesis?, Marova, Madrid 1968, 99. — 7. Cf D. BERTRAND, Les Péres de L'Eglise, une nouvelle mode?, Cahiers pour Croire Aujourd'hui 151 (1994) 33-38. — 8. H. J. MARROU, Décadence romaine ou antiquité tardive?, Le Seuil, París 1977. — 9. Hoy se intenta realzar la práctica antigua de la Traditio y de la Redditio symboli en la práctica de la catequesis: cf MPD 8; CT 28; CC 135. — 10 G. GROPPO, Símbolos de fe, en J. GEVAERT (ed.), o.c., 753-754. — 11. Así, por ejemplo, CC 89-90. En otros documentos y estudios se define la liturgia como «catequesis permanente de la Iglesia», «fuente inagotable de catequesis» y «preciosa catequesis en acto»: cf E. ALBERICH, Fuentes de la catequesis, en J. GEVAERT (ed.), o.c., 394. — 12 D. SARTORE, Catequesis y liturgia, en D. SARTOREA. M. TRIACCA, Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 19963, 320. Cf también F. BROVELLI, Fe y liturgia, en ib, 840-854. — 13.P. A. LIÉGÉ, L'Eglise, milieu de la foi chrétienne, Lumiére et Vie 23 (1955) 45-68. - 14 Y. CoNGAR, Vida de la Iglesia y conciencia de la catolicidad, en Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Estela, Barcelona 1959, 94. — 15 E. ALBERICH, Naturaleza y tareas de la catequesis, CCS, Madrid 1973, 114-115. -16 H. CARRIER, Diccionario de la cultura, Verbo Divino, Estella 1994, 466-467. — 17 Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1968, 25. — 18 Cf, por ejemplo, J. TOTOSAUS, Iniciación a la catequesis, Estela, Barcelona 1969, 140-142, 171-181; E. ALBERICF, La catequesis en la Iglesia. Elementos de catequesis fundamental, CCS, Madrid 1991, 117-120; Fuentes de la catequesis, en J. GEVAERT (ed.), o.c., 392-395. — 19 Cf G. GROPPO, Teología y catequesis, en L. PACOMIO (ed.), Diccionario teológico interdisciplinar 1, Sígueme, Salamanca 1982, 95-107. — 20 D. VALENTINI, Revelación, en J. GEVAERT (ed.), o.c., 726. — 21 Cf P. A. LIÉGÉ, ¿Qué quiere decir «catequesis»? Ensayo de aclaración, en AA.VV., ¿Qué es la catequesis?, o.c., 13-21; V. AYEL, Naturaleza y fin de la catequesis según la tradición de la Iglesia, en ib, 23-42.

BIBL.: AA.VV., ¿Qué es la catequesis?, Marova, Madrid 1968; AA.VV., Liturgia y pedagogía de la fe, Marova, Madrid 1969; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia. Elementos de catequesis fundamental, CCS, Madrid 1991; AUDINET J., La référence doctrinale en catéchése, Catéchése 13 (1973) 139-144; GEFFRÉ C., La révélation comme histoire. Enjeux théologiques pour la catéchése, Catéchése 100-101 (1985) 59-76; GEVAERT J., La dimensión experiencial de la catequesis, CCS, Madrid 1985; (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente ALBERICH E., Fuentes de la catequesis, 392-395; GEVAERT J., Experiencia, 366-368, y GROPPo G., Contenidos (criterios), 221-225; SÍNODO DE OBISPOS 1977, La catequesis en nuestro tiempo. Mensaje al pueblo de Dios, PPC, Madrid 1978; Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1968.

José Mª Ochoa Martínez de Soria