CONCIENCIA MORAL. Orientaciones pedagógicas
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SUMARIO: I. Interpretación histórica de la conciencia: 1. Perspectiva bíblica; 2. Profundización teológica; 3. Cultura y filosofía moderna. II. Exposición sistemática: 1. Génesis y desarrollo de la conciencia moral; 2. Significado y naturaleza; 3. La conciencia, norma de moralidad. III. Formación de la conciencia moral: 1. Educabilidad de la conciencia y responsabilidad de la persona; 2. Apertura a la verdad; 3. Discernimiento ético; 4. Conciencia y sentido de pecado; 5. Acompañamiento pastoral.


Conciencia traduce el término griego syneidesis y el latino conscientia (cum-scientia), que evocan la idea de conocer con'. Significa, ya en su etimología, la disposición de la persona para conocerse a sí misma en confrontación con Dios y con el prójimo. Es decir, la primera percepción de la conciencia es que nos hace conscientes de nuestro propio ser más íntimo y profundo.

Sin embargo, el concepto de conciencia no es simple ni sencillo, ni tampoco homogéneo o uniforme. Al contrario, ha estado sometido históricamente a múltiples cambios, asumiendo una gama muy amplia de significados. Así, por ejemplo, apelando a la conciencia se quiere designar: conocimiento, juicio de valor, interioridad, responsabilidad personal, sentido del deber, escala de valores, sentimiento de culpabilidad, discernimiento moral, etc. Ante tal complejidad es imprescindible un análisis histórico que nos permita clarificar su naturaleza y significado. Desde esta visión histórica intentamos presentar una elaboración sistemática y proponer algunas orientaciones para su formación.


I. Interpretación histórica de la conciencia

La noción de la conciencia moral ha evolucionado a lo largo de la historia. Ha sido decisivo el desarrollo del concepto en la tradición cristiana. Pero es importante también la aportación que, especialmente desde la época moderna, ofrece la reflexión humana. En la imposibilidad de proponer un análisis amplio y completo, señalamos solamente algunas etapas de esta evolución, fijándonos en los momentos y autores más representativos.

1. PERSPECTIVA BÍBLICA. Ni en el Antiguo Testamento ni en los evangelios se encuentra el término conciencia; en cambio, san Pablo, tomándolo del helenismo, lo utiliza con frecuencia. Pero, si está ausente el término, no lo está la reflexión en torno a lo que la conciencia significa.

El Antiguo Testamento emplea, sobre todo, la categoría del corazón para expresar lo que más tarde la reflexión filosófica llamaría conciencia moral. El término es muy frecuente en los escritos veterotestamentarios, utilizándose más que en su sentido propio de órgano vital, en un sentido figurado, como asiento de la vida física y psíquica, volitiva e intelectual, y también de la vida moral y religiosa. Es, pues, la sede de sentimientos diversos y, en este sentido, representa la interioridad de la persona. Más que a las distintas funciones, designa al hombre en su totalidad; es el centro de su vida interior.

Llamado a la alianza, el hombre bíblico encuentra la raíz de su responsabilidad en la palabra de Dios, que penetra en el corazón y le hace capaz para discernir el bien del mal. De este encuentro con la palabra brota la exigencia moral. El corazón es precisamente esa interioridad constitutiva del hombre, donde llega la palabra y se hace juicio. Es, pues, el ámbito de la valoración y de la decisión moral, de la falta y del endurecimiento, pero también de la conversión y del amor de Dios. Los evangelios prolongan esta enseñanza y culminan el proceso de interiorización. Habría que pensar en todos aquellos pasajes en los que el corazón aparece como la sede de la pureza, de la justicia, del bien o del mal del hombre. Con insistencia, Jesús se refiere al corazón: «¿No sabéis que todo lo que entra por la boca va al vientre y termina en el retrete? Pero lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, blasfemias. Eso es lo que mancha al hombre» (Mt 15,17-20). Para él, el valor moral no está tanto en el acto o en el gesto externo, cuanto en el corazón que lo inspira y del que brota. Es el corazón la raíz que determina el valor moral; los actos son los frutos que lo manifiestan (Mt 12, 3335).

San Pablo recoge la enseñanza evangélica y la traduce al contexto de las categorías culturales populares del mundo helenista, de las que toma el término conciencia para introducirlo en el vocabulario cristiano. Aunque no lo define ni explica en ninguno de los pasajes en que aparece, su utilización resulta familiar a sus oyentes y lectores.

Los textos más significativos son los que abordan el problema suscitado por la comida inmolada a los ídolos (1 Cor 8 y Rom 14). Se trata de un problema práctico, presente en las primeras comunidades y causa de división entre los creyentes. Pablo comienza haciendo ver la insuficiencia del conocimiento y afirmando que es indispensable el amor, para defender enseguida el valor de la conciencia, la necesidad de seguir su dictamen y el deber de respetar la conciencia ajena, aun cuando esté equivocada. A ella corresponde el juicio último sobre la acción concreta, independientemente de que uno sea débil o fuerte.

Es importante resaltar, en el pensamiento paulino, la relación entre conciencia y caridad (1Cor 8). Aun siendo necesarios el conocimiento y la libertad, es preciso que estas dimensiones humanas estén impregnadas y actúen según la caridad. Pero además, san Pablo destaca también la relación entre la conciencia y la fe (Rom 14). En virtud de la fe, la conciencia es voz del nuevo ser en Cristo, de la nueva existencia del bautizado.

Esta misma perspectiva se encuentra también en otros textos de las cartas paulinas. Para Pablo, la conciencia es patrimonio de todos los hombres; y en cada uno es el testigo que acusa o defiende (Rom 2,14-15). Es posible, pues, apelar a la propia conciencia para proponer la verdad (2Cor 4,2). Y es necesario vigilar para conservarla limpia e incontaminada (Tit 1,15; ITim 3,9). Porque la conciencia expresa la interioridad del hombre y proyecta el conjunto de su conducta (1Tim 1,5; 1,19).

En resumen, se puede decir que los datos bíblicos sitúan la conciencia en un doble plano: como sede de la interioridad cristiana por la que el hombre se compromete en una nueva existencia en Cristo, y como función concreta de discernimiento y de juicio moral sobre lo que se debe hacer o evitar. Desde esta doble perspectiva se comprende también su relación fundamental a la fe y a la caridad, y su carácter de instancia juzgadora que acompaña a las acciones humanas.

2. PROFUNDIZACIÓN TEOLÓGICA. La visión de la conciencia que emerge de la revelación está presente y determina durante mucho tiempo la vida de las comunidades cristianas. En general, se puede decir que la tradición cristiana mantiene los dos niveles de comprensión de la conciencia, aunque progresivamente va adquiriendo mayor importancia el segundo, que termina por prevalecer en la teología postridentina.

En la patrística no se encuentra todavía una elaboración teológica de la conciencia. Siguiendo la revelación bíblica, los Padres recurren a distintos términos (corazón, conocimiento, ley de Dios, etc.) para referirse a la conciencia moral. Pero destacan la centralidad de la conciencia como interioridad de la persona, de donde irradia toda la actividad moral del cristiano (Orígenes, san Ambrosio, san Juan Crisóstomo, san Cirilo de Alejandría, san Agustín), y, sobre todo, resaltan su concepción religiosa. Para los Padres, la conciencia manifiesta al hombre la voluntad de Dios. A través de ella, responde a Dios. Por eso adquiere una importancia tan grande en la vida moral.

La Edad media realiza una aportación de gran interés, especialmente en la clarificación de los conceptos y en la sistematización de los problemas. La teología monástica mantiene la reflexión sobre la conciencia en ámbito de la fe y de la preocupación pastoral; la escolástica la reviste de un carácter más especulativo e intelectual.

El problema planteado por san Pablo en torno a la conciencia errónea alcanza una resonancia muy amplia en la controversia sostenida entre Abelardo y san Bernardo. Mientras este defiende la pecaminosidad de la conciencia falsa, aunque actúe de buena fe, para Abelardo, lo que cuenta es la intención, de manera que la ignorancia excusaría por completo de pecado. Esta tensión dialéctica se mantiene en la escolástica. La concepción antropológica de santo Tomás queda abierta a la dimensión personal, pero en la reflexión posterior prevalece muy pronto la dimensión objetiva, exigiendo que el juicio de la conciencia se ajuste a la ley.

Para santo Tomás, la conciencia no consiste en aplicar de una manera mecánica los principios abstractos a las situaciones concretas, sino en hacerlo de una forma personal, buscando la verdad y la realización de la voluntad de Dios. Pero, sobre todo, santo Tomás distingue con claridad entre sindéresis, entendida como conciencia originaria, fundamental, habitual, que capacita a la persona para abrirse a los principios universales y a los valores morales, y la conscientia, entendida como acto que los aplica a las situaciones concretas (conciencia actual). Y, además, en la doctrina tomasiana, la conciencia, precisamente en cuanto juicio y norma subjetiva de la acción moral, es, esencialmente, un saber racional práctico. Esta racionalidad de la conciencia le permite resolver el problema de la relación entre conciencia y ley, integrando las dos instancias éticas a la luz de la razón.

En la Edad moderna se consolida la importancia de la conciencia, que en la reflexión teológica llega a constituir un tratado fundamental. Pero se desarrolla en una perspectiva prevalentemente individualista y se concede la primacía al aspecto funcional, es decir, al juicio práctico sobre los actos concretos, reduciendo su verdadera naturaleza. En el marco de las controversias mantenidas por los sistemas morales en los siglos XVII y XVIII, el concepto de conciencia se limita de tal manera que su única función parece ser mostrar la obligatoriedad de la ley. Esta reducción del sentido de la conciencia invade casi toda la teología moral en el amplio período de la casuística, que se extiende desde el concilio de Trento hasta la primera mitad del siglo XX. Se olvida su carácter fundamental y el valor de la libertad, para caer en el objetivismo y en el legalismo. Paradójicamente, la antigua enseñanza cristiana sobre el valor y libertad de la conciencia es asumida por el pensamiento profano, muchas veces en un contexto anticlerical. Ha sido necesario, en pleno siglo XX, volver a las fuentes bíblicas y escuchar los signos de los tiempos, para proclamar que la libertad de conciencia no es algo contrario a la fe cristiana.

El Vaticano II (GS y DH) reivindica la consistencia de la conciencia, no sólo como juicio práctico sino como centro de la interioridad de la persona; reconoce la profundidad y complejidad de su dinamismo y su función indispensable en la vida de la persona y de la sociedad. Siguiendo sus orientaciones, Juan Pablo II desarrolla una amplia enseñanza sobre la conciencia. Recuerda que «de los pastores de la Iglesia se espera una catequesis sobre la conciencia y su formación» (RP 26); pone de relieve su dignidad y señala su carácter normativo (DeV 43-45); enseña la relación esencial entre conciencia y verdad, y la necesidad de discernir algunas teorías modernas que la exaltan desmesuradamente, llegando a una interpretación creativa de la conciencia, desgajada de la verdad y de la ley (VS 54-64).

Finalmente, el Catecismo de la Iglesia católica se refiere con frecuencia a la conciencia. El tratamiento sistemático que presenta viene estructurado en cuatro momentos: el juicio que la conciencia está llamada a realizar (1777-1782), la formación de la conciencia (1783-1785), la necesidad de decidir moralmente en conciencia (1786-1789) y algunos problemas relacionados con la conciencia errónea (1790-1794). A través de ellos, ofrece una síntesis entre la conciencia como núcleo más secreto y sagrario del hombre y la conciencia como juicio de la razón (1796). Subraya, además, la preocupación por una reducción subjetiva de la conciencia y la importancia de la formación como compromiso ético fundamental.

3. CULTURA Y FILOSOFÍA MODERNA. Mientras en los siglos XVI y XVII la teología moral se anquilosaba cerrándose en controversias estériles, el pensamiento moderno se lanza al descubrimiento del sujeto, abriendo nuevos horizontes a la filosofía y a la reflexión sobre la conciencia moral.

Descartes centra sus meditaciones filosóficas en el sujeto que piensa, concibiendo la conciencia como una realidad esencialmente cognoscitiva. Se realiza así la separación entre conciencia psicológica y moral. Si durante mucho tiempo la palabra conciencia se había referido exclusivamente a la conciencia moral, desde ahora la conciencia psicológica se emancipa y comienza el proceso de crisis de la conciencia moral. Empieza, en efecto, a abrirse paso el subjetivismo, que puede llegar a la negación de la moral o a la afirmación radical de una moral autónoma, como sucede en Kant. Kant hace de la autonomía el pivote ético central. De ahí la reivindicación de la conciencia, considerada como el tribunal interno del hombre.

La concepción de Descartes culmina en la filosofía hegeliana. Con Hegel, la conciencia llega a ser el todo, el absoluto. Es decir, se llega a la negación del Absoluto y a la afirmación consiguiente de la inmanencia total. Así, Hegel niega toda relación de la conciencia con cualquier cosa que esté fuera de ella; la única relación posible está en ella misma, en la autoconciencia. Este endiosamiento de la conciencia es muy pronto rechazado: en nombre de la individualidad (Kierkegaard), de la historia (Marx), o de la libertad (Nietzsche, Sartre).

Pero el primer rechazo de Hegel lleva de nuevo a Kant. Su influjo es determinante en el pensamiento de Husserl, que, aun sin tratar directamente de la conciencia moral, pone las bases para una ontología de la conciencia. Frente a la sutil fragmentación escolástica, Husserl constata que no existe conciencia que no sea trascender, que no sea conciencia de. Es decir, la conciencia consiste en salir fuera de sí mismo, en trascenderse. Y este trascenderse garantiza precisamente su unidad.

A lo largo de los siglos XIX y XX se han sucedido las críticas contra la conciencia moral. Las principales provienen de la llamada filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y del estructuralismo (Foucault, Lévi-Strauss). Desde planteamientos diferentes desconfían de la conciencia y tienden a reducirla a una infraestructura.

Para Marx, la conciencia es el instrumento de la autoridad para mantener el orden establecido, obstaculizando, en definitiva, la dialéctica de la historia en su desarrollo. La concibe simplemente como represión, y la ve fundada en las estructuras políticas, sociales y religiosas, a las que contribuye a mantener estáticas. Es, pues, una sobreestructura de la que el hombre tiene que liberarse.

Nietzsche, como decíamos más arriba, se opone a la conciencia en nombre de la libertad. La libertad suprime la conciencia, que no es más que el envilecimiento del hombre, un producto del resentimiento, del instinto de crueldad que se vuelve contra sí mismo y produce la culpa.

El axioma fundamental de la psicología de Freud es la negación del mal moral. Según Freud, no existe; se reduce al mal físico. Por lo tanto el sentido de la culpa es fruto de la ignorancia. En este contexto, entiende la conciencia como el superyo; es autoridad opresiva que no permite la realización de las fuerzas instintivas. Por ello, el empeño moral se realiza no en la formación de la conciencia, sino en la supresión del superyo.

Y a la crítica de la filosofía de la sospecha se une el estructuralismo con su proclamación de la inexistencia del sujeto. Para la antropología estructural, no existe el hombre, no existe el sujeto. Son una mera construcción especulativa. Lo que llamamos hombre es un simple nudo en la trama objetiva, un elemento de la estructura. Y destruido el sujeto, sucede la negación de la conciencia. Si no hay persona, nadie responde, nadie es responsable de nada.

Pero, a pesar de la crítica profunda a la que ha sido sometida, la conciencia recobra hoy su importancia primordial. Desde el análisis existencial, Heidegger sostenía ya una interpretación de la conciencia como llamada de la preocupación, por la que el hombre es llamado desde la postración de la existencia a su más alta posibilidad de ser. Después, Jaspers ve en la conciencia una voz que soy yo mismo, que hace posible y exige como respuesta la decisión existencial. También desde la psicología (Jung, Erikson, Fromm) se afirma su valor. Pero ha sido especialmente en la filosofía personalista (Scheler, Steinbüchel, Buber, Guardini, Mounier, Lévinas) donde mejor se percibe el cambio de perspectiva. Se retoma la reflexión sobre la relación entre conciencia y realidad. Y, sobre todo, se retorna el problema capital de la conjugación de los grandes pilares de la ética kantiana: la autonomía del individuo y la universalidad de la ley moral (Apel, Habermas).


II. Exposición sistemática

Desde la luz del pensamiento bíblico y del posterior desarrollo de la tradición cristiana, pero teniendo también presentes la aportación y los interrogantes planteados por la reflexión humana, intentarnos ahora llegar a una elaboración sistemática, al menos sobre algunas de las cuestiones que los datos de la evolución histórica plantean. Esta visión histórica manifiesta, ante todo, la necesidad de renovar la concepción de la conciencia, rehabilitando tanto lo que hemos llamado conciencia fundamental como su carácter normativo y su función de juicio moral. Pero, además, es necesario detenerse en una cuestión previa, que adquiere una importancia particular para la catequesis. Nos referimos a la génesis y al desarrollo de la conciencia moral. Es importante la confrontación de la persona con la conciencia, así como el discernimiento moral; pero, antes de pensar en la conciencia adulta capaz de expresar la identidad de la persona y discernir el bien y el mal, es necesario plantearse su origen y las etapas de su desarrollo, aspecto decisivo para poder discurrir sobre su formación.

1. GÉNESIS Y DESARROLLO DE LA CONCIENCIA MORAL. Son muchas las teorías que intentan explicar la génesis de la conciencia moral. En general, frente al innatismo del pasado, que sostenía que el individuo nace con una especie de facultad moral, defienden, más bien, que el niño nace sin conciencia moral. No es que nazca sin una capacidad moral potencial, sino que de la misma manera que al llegar al mundo no tiene ni una mente ni un cuerpo maduros, tampoco viene con un conjunto de conceptos morales. Será necesario el desarrollo; el ser humano tiene que crecer física, intelectual y moralmente. Pero, en estas diversas teorías referentes a la génesis, vamos a considerar simplemente las dos que nos parecen más relevantes y actuales: el psicoanálisis freudiano y la psicología cognitiva de Piaget y Kohlberg.

La explicación de Freud parte de la ruptura entre lo psíquico y lo consciente. El marco de referencia de la teoría freudiana está configurado por los siguientes elementos: la existencia del inconsciente activo, la diferenciación entre el ello, el yo y el super-yo, la actuación de la vida psíquica a través de instintos (de vida, de muerte) y de principios (del placer, de la realidad), y la importancia de la infancia en la configuración psíquica. Situado en este marco referencial, Freud identifica la conciencia moral con el superyo. Por consiguiente, la ontogénesis de la conciencia coincide con la formación del superyo, que, según Freud, es heredero del complejo de Edipo, y se verifica a través de la identificación, idealización y sublimación.

En una perspectiva muy diferente se sitúa el análisis psicológico de Piaget y Kohlberg, que se centran en las estructuras cognitivas que posibilitan el desarrollo moral. Piaget estudia el juicio moral del niño, analizando el respeto por las reglas desde su propio punto de vista. Parte del análisis de las reglas del juego, para pasar después a las reglas específicamente morales prescritas por los adultos, buscando la idea que el niño se hace de estos deberes concretos.

Piaget estudia el juicio moral, enmarcándolo en el desarrollo de la inteligencia e insistiendo en que esta se desenvuelve de acuerdo con procesos cognitivos que siguen un orden cronológico. Pero las diferencias de razonamiento en las distintas etapas de la vida no se atribuyen simplemente a los conocimientos adquiridos; influye también, al mismo tiempo, la interacción del sujeto con el ambiente. En relación con el fundamento de la obligación moral, Piaget distingue dos grandes estadios: uno de heteronomía (desde los 6 a los 12 años), en el que las reglas son sagradas porque están puestas por los adultos, y otro de autonomía, en el que se respetan las reglas porque son exigidas por las relaciones del grupo. Llegar a la autonomía moral supone, según Piaget, la interacción con el grupo social; al principio es de sumisión; luego, de respeto y de cooperación mutua.

Esta teoría piagetiana ofrece elementos válidos para explicar la psicología de la moralidad y para orientar la formación moral de la conciencia. Dichos elementos se han visto enriquecidos con los trabajos de L. Kohlberg, que amplía el análisis a todo el arco del desarrollo moral, describiendo con precisión las etapas morales por las que atraviesa la persona. Según Kohlberg, el desarrollo moral se realiza en una secuencia de seis estadios, divididos en tres niveles.

La teoría de Kohlberg ha ejercido y sigue ejerciendo un influjo muy grande en la pedagogía. Representa también un interlocutor obligado para la teología moral y para la catequesis. Hay que reconocer lealmente sus valiosas aportaciones, como la reacción contra el relativismo moral o la revalorización de la dimensión cognoscitiva y racional de la experiencia moral. Pero, al mismo tiempo, conviene anotar críticamente la reducción formalista de los principios morales (la moral queda reducida a un lenguaje tanto más universal cuanto más privado de contenidos), la ausencia de una justificación metaética de la experiencia moral, el descuido de la atmósfera afectiva en su metodología educativa. Además, hay que tener en cuenta, especialmente en el quehacer pedagógico y catequístico, sabiendo que no es posible fijar con exactitud las distintas etapas de los tres niveles, que la edad cronológica de las personas no siempre coincide con la edad de la maduración de la conciencia. Y, del mismo modo, no siempre el camino recorrido es ascendente. Las personas avanzan a través de crisis y de conflictos; hay progresos y hay retrocesos morales.

2. SIGNIFICADO Y NATURALEZA. La reflexión psicológica sobre el desarrollo de la conciencia propone la conciencia adulta como conciencia autónoma; es decir, el comportamiento moral procede del interior del sujeto. La conciencia como sede de la interioridad era uno de los elementos más valiosos que encontrábamos en la raíz de la revelación bíblica, y que ha alentado también en el pensamiento cristiano. Es este, quizás, el primer aspecto que conviene subrayar para comprender la naturaleza de la conciencia moral.

La reflexión teológica actual destaca, en efecto, la referencia fundamental a la totalidad de la persona. La conciencia viene a ser como la misma interioridad que se proyecta hacia Dios y hacia los demás seres. La persona juzga el bien y el mal no sólo con la inteligencia, sino también con la voluntad, con el sentimiento, con el inconsciente. Y en su juicio entra, además, su entorno social, entran los otros, y entra, sobre todo, Dios. Ciertamente, la persona juzga por la razón; pero la inteligencia se encuentra en un sujeto que tiene, además, voluntad, afectividad y otros muchos condicionamientos psicológicos. La conciencia es el juicio que realiza el entendimiento práctico sobre la moralidad de los actos que la persona se propone hacer o ha hecho. Es un juicio inseparable de obrar libremente. La voluntad no obra sin conocer el objeto de su querer. No hay decisión de la voluntad sin luz intelectual y, por consiguiente, sin estimación de la moralidad del acto.

La conciencia no es, pues, algo que proviene de fuera del hombre. No es voz, ni eco de la sociedad. No es tampoco una deducción científica, ni la simple aplicación de una norma. No es una estructura o una facultad que se le añada. Es la misma persona en su dimensión hacia la plenitud de su ser. Es «el núcleo más secreto y sagrado del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella» (GS 16).

La conciencia juzga el funcionamiento de la persona como ser humano; es conocimiento de uno mismo, del propio éxito o fracaso en el arte de vivir. Pero es algo más que simple conocimiento. Implica una calidad afectiva, en cuanto reacción de toda la personalidad, no únicamente de la mente. Por todo ello, la conciencia representa la expresión de nuestro verdadero yo. Y contiene asimismo la esencia de nuestra experiencia moral. Conserva el conocimiento de nuestro fin en la vida y de los principios por medio de los cuales queremos lograrlo.

3. LA CONCIENCIA, NORMA DE MORALIDAD. La conciencia no sólo testimonia; también juzga y valora, orienta y compromete a la acción. Precisamente por su raíz en la persona, no se limita a dar un juicio sobre el quehacer del hombre. Implica, además, un juicio sobre su ser y se convierte también en medida y norma de acción. Es, en efecto, la norma interiorizada de moralidad.

Afirmar el carácter normativo de la conciencia significa afirmar que ella es la norma por donde pasan todas las valoraciones morales de los actos humanos. Ninguna acción humana puede considerarse buena o mala si no es en relación a la conciencia. Y no es que la conciencia cree la bondad o maldad; no crea la moralidad, sino que la manifiesta. Manifiesta lo bueno y lo malo, en virtud de su función de mediación entre Dios y el obrar libre del hombre.

El objeto del juicio de la conciencia es, sobre todo, el sentido y la orientación de la vida. No se trata de un juicio teórico, sino práctico, vital. Procede de la sintonía de la vida con los valores morales. Por eso resulta tanto más auténtico cuanto más veraz y profundamente bueno es el hombre; cuanto mayor es su inclinación a la verdad y al bien. Y puesto que durante la vida el hombre no es total y definitivamente bueno, la deformación del juicio de la conciencia no constituye una abstracción o una excepción. De hecho, sucede con frecuencia que se parte de presupuestos falsos, se aplican mal los principios, estamos mal informados, somos precipitados o negligentes en la valoración, víctimas de prejuicios, de presiones sociales, etc. Todos estos condicionamientos constituyen una fuente de errores morales considerables. Por ello, el juicio de la conciencia, para ser auténtica norma de moralidad, debe ser verdadero. El hombre debe eliminar, o al menos reducir, las posibilidades de error.

Además, la fidelidad a la propia vocación y el deber de realizarla con autenticidad imponen al hombre la obligación de seguir el juicio de su conciencia; debe seguir este dictamen cuando la conciencia es recta. El hombre debe cumplir cuanto la conciencia le presenta en orden a conseguir el fin. Como hemos dicho, la conciencia no funda la obligación moral: la manifiesta y la determina. La bondad moral nace de la conformidad del acto a la verdad. El hombre no es la fuente de la verdad. Por tanto, la conciencia no puede sustituir a la ley divina, ni convertirse de un modo autónomo en fuente de la determinación del bien y del mal. Pero, por otra parte, tampoco la ley divina se impone directamente a la persona; llega a ser imperante sólo a través de la mediación de la conciencia. Ningún valor tiene esta fuerza imperante si no es propuesto por la conciencia. El hombre, pues, es responsable en fuerza de su conciencia.

Así pues, se puede afirmar el deber indiscutible de conformarse y conformar el propio comportamiento al dictamen de la conciencia. Cuando la conciencia presenta un acto como obligatorio, el hombre debe cumplirlo. Sin embargo, no pueden situarse en el mismo nivel la conciencia verdadera y la conciencia errónea. No puede identificarse tampoco la conformidad con la conciencia y la bondad del acto. Es cierto que ningún acto puede ser bueno si no está de acuerdo con la conciencia. Pero esto no basta para hacer bueno el acto. La conciencia no es la fuente exclusiva de moralidad; necesita confrontarse con la norma moral objetiva.

Toda la tradición cristiana manifiesta la correlación entre la ley y la conciencia. No es sólo la fuente de la moralidad, sino que la exigencia de discernimiento, la apertura a la verdad, así como su misma naturaleza mediadora del bien, la impulsan a la relación con la ley. En realidad, ley y conciencia, íntimamente asociadas, configuran la dignidad de la persona. La conciencia pone al hombre ante la ley, siendo, al mismo tiempo, testigo de su fidelidad o infidelidad.

Esta enseñanza ha sido recientemente clarificada por Juan Pablo II ante algunas posturas teológicas. El Papa explica la relación ley-conciencia como juicio práctico que ordena lo que el hombre debe hacer o evitar: «Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento... Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora» (VS 59).

La conciencia tiene, pues, un carácter normativo. La dignidad y la autoridad derivan de la verdad que está llamada a escuchar y a expresar. Y esta verdad está expresada por la ley divina, norma universal y objetiva de moralidad. Por tanto, «la conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» (DeV 43).


III. Formación de la conciencia moral

La conciencia es la medida de la perfección moral. Su complejidad y el papel que le compete en la vida moral de las personas hacen ver la importancia de su formación. La función de orientar y guiar en la fe se complementa con la educación de la conciencia.

Esta tarea formativa supone, por una parte, el reconocimiento de la importancia de la conciencia moral. Frente a los riesgos y dificultades que suponen el orden científico y técnico y el orden político, la conciencia reivindica la soberanía del hombre, el riesgo de la libertad, la asunción de la propia historia, la percepción de la autonomía y responsabilidad como quehacer ético. Por otra parte, supone también la convicción de que la conciencia es educable, de que está llamada y «tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance gradualmente en búsqueda de la verdad y en la progresiva interacción e interiorización de valores y normas morales» (VhL 39).

1. EDUCABILIDAD DE LA CONCIENCIA Y RESPONSABILIDAD DE LA PERSONA. La conciencia se construye. Tiene necesidad de una maduración continua a lo largo de toda la vida. Como la persona, es una realidad dinámica que crece y se perfecciona; es educable. Y la orientación de esta maduración y desarrollo progresivo es precisamente hacia la autonomía moral. En esto coinciden, como hemos apuntado anteriormente, las distintas teorías que estudian el desarrollo del sentido moral. A través de distintas etapas o estadios, la conciencia debe hacer el camino que va de la heteronomía a la autonomía moral.

La conciencia heterónoma se caracteriza porque sitúa el centro de referencia del obrar moral (principio, normas, costumbres) en los otros. El individuo actúa según las reglas sociales que se le imponen desde fuera. No decide de su vida; en realidad, otros deciden por él. Vive una moral preferentemente colectiva. Infringir las normas sociales provoca sentimientos de inseguridad, miedo e inquietud. La formación de la conciencia implica superación de la heteronomía para llegar a hacer de la conciencia voz del propio ser en crecimiento, una reacción de nosotros ante nosotros; la voz de nuestro verdadero yo. Se trata de ser capaces de percibir la voz de la propia conciencia en lo profundo de su ser, de preguntarse: ¿qué es para mí el bien en la situación en que vivo? ¿Qué decisión debo tomar en estos momentos para ser fiel?

Este tipo de conciencia es fruto del ser profundo de cada individuo, original y único, y de los valores elegidos como propios. Para llegar a ella es necesaria la aceptación de sí mismo, el reconocimiento y aceptación de Dios y el reconocimiento de los otros. Sólo la referencia y fidelidad a esta conciencia profunda asegura el crecimiento y consistencia de la persona.

La primera consecuencia que surge de este carácter dinámico de la conciencia y de la necesidad de su desarrollo atañe a la responsabilidad de la misma persona en orden a su formación. Es el individuo quien tiene que responsabilizarse del crecimiento y formación de la propia conciencia. Se trata de un compromiso que debe acompañar al hombre a lo largo de toda su vida. Porque en la situación de cambio acelerado y profundo que atraviesa la sociedad actual, nadie puede conformarse con las respuestas éticas de la adolescencia.

Pero esta responsabilidad ha de ser compartida también por la familia, la escuela y la comunidad cristiana. El derecho-deber educativo de los padres es calificado por Juan Pablo II como esencial, original, primario, insustituible e inalienable (FC 36). Los padres deben formar a los hijos en los valores esenciales de la vida humana y, especialmente, deben cuidar la formación de la conciencia moral. Junto a ellos, también la escuela tiene su competencia y función específica. Pero, de manera particular, debe sentirse comprometida la comunidad cristiana.

En concreto, desde esta perspectiva, el grupo de catequesis, como grupo eclesial, signo de la Iglesia, debe llegar a ser lugar de acogida donde se reflexiona y revisa la experiencia vivida, donde catequistas y miembros del grupo testimonian la fe y la caridad. Desde él, cada uno sigue y hace su camino en compañía de los otros, compartiendo el proyecto moral del evangelio y comprometiéndose en una sociedad más humana y más justa. En este sentido, el grupo es también lugar ético y ámbito privilegiado para formar la conciencia cristiana.

2. APERTURA A LA VERDAD. La formación de la conciencia tiende a guiar a la persona hacia el bien y la verdad. Porque el individuo tiene el deber de seguir la conciencia recta, y la conciencia, a su vez, tiene la obligación de seguir la verdad. Por ello, la búsqueda y reconocimiento de la verdad objetiva constituye en el proceso educativo un aspecto de vital importancia. Para formar la conciencia es indispensable que la persona busque la verdad y quiera obrar en verdad. Se trata de la identificación con la verdad, de la apropiación personal de los valores y exigencias morales, de la interiorización del mensaje cristiano. Formar la conciencia es ayudar al creyente a conocer a Cristo y a amarlo, a identificarse con él, a aceptarlo como centro de toda la vida, a adoptar sus valores y criterios.

Para la conciencia, la relación a la verdad es una condición esencial. Si no se da, queda vacía y pierde su autenticidad. Entre verdad y conciencia existe una reciprocidad que no es posible romper. No se puede hablar de formación de la conciencia sin una tensión sincera de búsqueda de la verdad. Porque la conciencia no es un absoluto; por su misma naturaleza implica la relación a la verdad objetiva. En esta relación con la verdad encuentra su justificación. En efecto, la verdad asegura la dignidad de la conciencia, incluso en aquellas situaciones en que no consigue llegar a la verdad objetiva.

Quienes se preocupan seriamente de formar la propia conciencia o de ayudar a otros en este proceso, saben que muchas veces es posible encontrarse en situaciones difíciles, en las que no aparecen claramente los verdaderos valores morales, o las decisiones que deben tomarse. A veces, la tensión puede resultar grave y dramática, porque las situaciones en que hoy vivimos son muy complejas. Especialmente en estos momentos la conciencia cristiana cuenta con la ayuda inestimable de la palabra de Dios y de la enseñanza del magisterio de la Iglesia.

Para el creyente, el medio privilegiado en la búsqueda de la verdad es la palabra de Dios. Ha de acompañar todo el camino personal y comunitario de formación de la conciencia. El cristiano tiene que dejarse juzgar por la Palabra: en las intenciones más profundas, en los criterios de valoración, en las decisiones y opciones, en la disponibilidad para acoger y responder a las llamadas de Dios. Y, junto a la Palabra, alcanza un valor particular la enseñanza del magisterio en el campo ético. Estando a la escucha y al servicio de la palabra de Dios, el magisterio tiene la función pastoral de enseñar y orientar la conciencia de los creyentes. Su competencia está, precisamente, en el orden de la verdad objetiva. Su misión es proponerla y orientar hacia ella la conciencia de los creyentes y de todos los hombres. Busca, por una parte, la fidelidad al evangelio; por otra, concretar sus exigencias en la vida de la comunidad.

3. DISCERNIMIENTO ÉTICO. La conciencia adulta implica la capacidad de juicio y de discernimiento. Y el quehacer formativo ha de suponer necesariamente ayudar a ser capaces de discernir el bien y el mal, el pecado y la acción de Dios. En realidad, el discernimiento es el quicio de la formación de la conciencia porque significa la capacidad de ejercer la propia libertad y responsabilidad moral.

En la vida cristiana, el tema del discernimiento tiene una tradición y una resonancia muy rica. Hunde sus raíces en la misma revelación bíblica, que relaciona expresamente discernimiento y búsqueda de la voluntad de Dios. Para san Pablo, el discernimiento constituye lo que tiene que ser, en concreto, la conducta del hombre de fe: «Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es el culto que debéis ofrecer. Y no os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).

Según san Pablo, el culto auténtico que los creyentes deben ofrecer a Dios implica inconformismo e intransigencia, y, además, una transformación interior que debe afectar a toda la persona del creyente, capacitándola para discernir cuál es la voluntad de Dios. Es decir, la existencia cristiana se traduce y expresa en el discernimiento. Lo que de verdad especifica y define al hombre cristiano es la capacidad de discernir personalmente lo que Dios quiere. Por eso, los cristianos han de vivir como hijos de la luz, en contraposición a los hijos de las tinieblas, y esto lleva consigo la práctica del discernimiento, para ver lo que agrada al Señor (cf Ef 5,8-10).

El discernimiento es principio clave de una moral personalista. Y la formación de la conciencia tiene que asumir también el principio pedagógico de la personalización, que supone cercanía y empatía, camino de diálogo y encuentro personal. Formar la conciencia en esta clave implica ayudar a ver y analizar la realidad, a descubrir las causas y motivaciones, a buscar soluciones a la luz de la palabra de Dios. Se forma conciencia, provocando una continua confrontación de la propia escala de valores con los valores evangélicos. Pero conviene advertir, además, que la tarea educativa en el discernimiento tiene que ayudar a superar los riesgos del subjetivismo e individualismo, la posible tendencia al intimismo, así como las desviaciones ideológicas del juicio ético.

4. CONCIENCIA Y SENTIDO DE PECADO. La actitud de discernimiento lleva también a la percepción del pecado en la propia vida y al reconocimiento de los propios pecados. De manera que la formación de la conciencia tiene mucho que ver con el sentido del pecado. Como señala Juan Pablo II, «este sentido tiene su raíz en la conciencia moral y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado» (RP 18). El oscurecimiento del sentido del pecado es un signo de la deformación de la conciencia. A su eclipse sigue inevitablemente la pérdida del sentido de pecado.

La primera dificultad que encuentra tanto la teología como la praxis catequística en su reflexión sobre el pecado es hacerlo inteligible a los hombres y lograr que lleguen a captar su sentido. Entre los cristianos se percibe un profundo malestar ante el concepto de pecado. Hablar de él les parece a algunos una provocación. Y, sin embargo, el mal no puede ignorarse y las diferentes ideologías hablan de algo que está muy emparentado con lo que llamamos pecado. Las ciencias psicológicas elaboran conceptos para explicarlo: inadaptación, regresión, inmadurez; la cultura moderna habla del mal que sufre el hombre y del mal que hace. Pero la teología, la pastoral, la catequesis saben que su mensaje no es escuchado. Parece, pues, que el hombre moderno, sensible al mal, no lo es tanto al problema del pecado. Sin embargo, el pecado es una realidad central en la Sagrada Escritura y en la tradición eclesial. Reviste una importancia capital en la historia de la salvación: «Cristo murió por nuestros pecados» (lCor 15,3). Por ello ocupa también un papel relevante en la reflexión teológica, y ha de ocuparlo en la catequesis. Redescubrir su significado constituye actualmente una tarea importante en la Iglesia.

En estos últimos años ha existido una amplia reflexión en torno al pecado y se ha producido una evolución significativa. Durante mucho tiempo ha estado presente una concepción del pecado excesivamente jurídica, cosificada e individualista. Hoy se tiende a una concepción más relaciona) y comunitaria. Juan Pablo II se ha referido al misterio del pecado (RP 13-18), resaltando su dimensión humana y religiosa, personal, comunitaria y social, y augurando que florezca de nuevo un sentido saludable del pecado: «Ayudará a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la alianza; una escucha atenta y una acogida fiel al magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la penitencia» (RP 18).

5. ACOMPAÑAMIENTO PASTORAL. Formar la conciencia requiere, finalmente, contacto personal, disponibilidad para el diálogo y la dirección espiritual, y requiere también la experiencia vital del sacramento de la reconciliación. Todo esto puede ser e incluir el acompañamiento pastoral.

En la catequesis, el acompañamiento empieza con la convivencia y presencia amiga. Sigue en la reflexión, revisión y compromiso del trabajo en grupo. Y se concentra, especialmente, en el encuentro personal que, sin duda, puede favorecer mucho la renovación interior y la formación de la conciencia. En el desarrollo moral de la conciencia, el verdadero camino pasa por acompañar, buscar y ver juntos, ayudar a discernir, confrontar y valorar.

Hubo un tiempo en el que, en la vida cristiana, se dio una importancia muy grande a la dirección espiritual, identificándola incluso con la dirección de conciencia. Esta concepción de dirección espiritual, entendida prevalentemente como dependencia, obediencia y tutela ha estado en crisis. La superación de la crisis pasa por recobrar su sentido auténtico, que se sitúa en la perspectiva de orientación y ayuda a las personas en vistas al reconocimiento de la voluntad de Dios y de la apropiación personal de la vida en el Espíritu. Hoy se prefiere hablar de acompañamiento porque es encuentro y relación personal. Implica una tarea común que tiende a la progresiva realización y madurez de las personas.

A través del acompañamiento así entendido, es posible guiar en la búsqueda de la verdad; es posible ayudar a valorar y confrontarse con la ley; y sobre todo, es posible orientar al discernimiento ético y a construir una conciencia moral adulta, capaz de ser testigo fiel de la persona.

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Eugenio Alburquerque Frutos