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CAPITULO IX Nono
y décimo mandamientos del Decálogo
No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su slerva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece.(Ex 20,17)
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE LOS MANDAMIENTOS
El Señor ha querido dejarnos en
estos dos últimos mandamientos de su ley el secreto de la observancia de todos
los demás preceptos: saber regular y custodiar los deseos o codicias, últimos
móviles de todos nuestros actos.
En realidad, quien sepa moderar sus desordenadas concupiscencias internas, se
contentará fácilmente con lo que Dios le ha dado, sin desear lo ajeno; se
alegrará de los dones concedidos a su prójimo; dará gracias y alabará al Dios
inmortal, tributándole el debido culto en los días festivos; gustará las
delicias de vivir en paz con él; honrará a los superiores; hará el bien y no
ofenderá a los demás ni con palabras ni con acciones. Porque, según la
Escritura, la raíz de todos los males es la avaricia, y machos, por dejarse
llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos
dolores (1Tm 6,10) (1), Y, aunque es la misma de su materia, y pueden, por
consiguiente, explicarse conjuntamente estos dos mandamientos, son, sin embargo,
distintos sus aspectos. San Agustín en los Comentarios al Éxodo distingue una
doble concupiscencia procedente del corazón: la una, hacia las cosas externas,
mira al provecho y utilidad; la otra, hacia las personas, apetece los placeres
de la sensualidad. Hay quien atenta contra el dinero o las propiedades del
prójimo por su propio lucro; y hay quien atenta contra la mujer ajena por
lascivia (2).
Dios nos impuso explícitamente esto.s dos mandamientos por una doble razón:
1) Ante todo, para precisar mejor el alcance del sexto y séptimo preceptos.
Claramente nos diré la misma razón natural que, prohibido un hecho o una
determinada acción (), queda implícitamente prohibido su deseo. Si fuera lícito
el desear, lo sería también el poseer. No obstante esta evidencia natural, la
ceguera de juicio y la inclinación al pecado de los judíos llegaron a hacerles
creer no ser pecaminosas las acciones puramente internas: los deseos. El mismo
Jesús se verá obligado a echarles en cara: Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón (Mt
5,27-28): prueba evidente de que aun después de promulgada y
conocida la ley, muchos de sus mismo intérpretes oficiales consideraban
pecaminoso únicamente los hechos externos,
2) En segundo lugar, para prohibir explícita y distintamente lo que sólo
implícitamente se contenía en el sexto y séptimo mandamientos. El séptimo, por
ejemplo, prohibe desear injustamente las cosas del prójimo; mas el nono prohibe
desear las cosas ajenas con daño de los demás, aun en el caso en que legalmente
pudiéramos hacerlo.
II. NUEVA PRUEBA DE LA BONDAD INFINITA DE DIOS PARA CON NOSOTROS
Los dos últimos mandamientos son
una nueva prueba de la infinita bondad de Dios para con nosotros. Con los
anteriores preceptos del Decálogo pretendió el Señor defender de posibles
ofensas extrañas nuestra vida y nuestros bienes; con estos dos intenta evitar
que cada uno se haga daño a sí mismo con el desenfreno de sus apetitos y la
avidez de malos deseos.
Tienden estos divinos preceptos a refrenar los estímulos de las pasiones, los
impulsos desordenados y, por consiguiente, dañosos, de manera que, vencedores y
dueños de nuestros ciegos instintos internos, podamos más libremente dedicarnos
a los supremos deberes del espíritu.
Quiso el Señor, además, advertirnos con estos mandamientos que su ley no se
observa perfectamente con el mero cumplimiento material y exterior de los actos
prescritos, sino con la íntima y generosa adhesión del alma. En esto
precisamente radica una de las más profundas diferencias entre las leyes divinas
y humanas; éstas se satisfacen con una pura observancia exterior; aquéllas, en
cambio, exigen una verdadera, sincera e íntima adhesión del alma, porque Dios ve
y penetra con su presencia toda la realidad del hombre: su cuerpo y los móviles
más secretos de su espíritu (3).
Son, pues, estos preceptos divinos como un espejo, donde vemos reflejados los
posibles vicios y deformaciones de nuestra naturaleza humana. Lo dice
expresamente San Pablo: Yo no conocería la codicia si la ley no dijera: "No
codiciarás" ().
Nuestra concupiscencia-fomes peccati-, nacida del pecado, constituye un
constante incentivo al mal y es una prueba permanente de que hemos nacido en
pecado. Por esto sentimos la necesidad de refugiarnos suplicantes en Aquel que
es el redentor de todo pecado.
III. DOBLE ASPECTO DE LOS PRECEPTOS
Coinciden también estos mandamientos con los anteriores en ofrecer un doble aspecto distinto: positivo y negativo.
En su aspecto negativo, no
prohiben de manera absoluta toda concupiscencia. Porque hay concupiscencias que
no son culpables; tal, por ejemplo, la "del espíritu contra la carne", de que
nos habla San Pablo (4), o la que instaba a David a pedir a Dios su
justificación (5).
A) Noción de concupiscencia
"Concupiscencia" es aquella conmoción o movimiento del alma que nos hace desear
las cosas agradables que no poseemos (6). Ahora bien, no siempre es mala esta
apetencia
y búsqueda de las cosas de que carecemos; no es malo, por ejemplo, apetecer la
comida y bebida o buscar la defensa del frío y del calor; semejantes estímulos
son espontáneos, puestos por el mismo Creador en nuestra naturaleza.
Lo que constituye el pecado de la concupiscencia es la depravación de nuestros
estímulos, el deseo de lo que es contrario al espíritu y a la recta razón.
Si el apetito viene regulado por la razón y se mantiene en sus límites, no sólo
no es malo, sino que puede convertirse en fuente de grandes ventajas: nos
impulsará, por ejemplo, a buscar a Dios en la oración y a suplicarle las cosas
que necesitamos, porque la plegaria es la expresión de nuestros deseos, y sólo
bajo su estímulo se explica la floración de tantas oraciones en la Iglesia de
Dios.
El mismo deseo escuchado por el Señor nos hará más gratos sus dones; dones tanto
más estimados cuanto más ardientemente hayan sido pedidos y esperados. Y de la
alegría de su posesión brotará también espontáneo nuestro reconocimiento
agradecido al Dios dador de todos los bienes.
Es evidente, pues, que no toda concupiscencia es pecado. Y cuando San Pablo
afirma que la concupiscencia es pecado (7), deben interpretarse sus palabras en
el mismo sentido que tienen en Moisés, cuyo testimonio alega el Apóstol; es
decir, referidas únicamente a la concupiscencia carnal (8); El mismo Apóstol lo
especifica a los Gálatas: Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis
satisfacción a la concupiscencia de la carne (Ga
5,16).
Si los estímulos de nuestros deseos naturales se mantienen sabiamente regulados,
no constituyen culpa alguna; mucho menos cuando se trata de las tendencias
espirituales del alma, que apetece lo bueno, lo santo, lo que repuana a la
carne. A estas espirituales concupiscencias nos exhorta el mismo Dios en la
Saqrada Escritura: Ansiad, pues, mis palabras; deseadlas e instruios (Sg
6,11); Venid a mí cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos (Si
24,26).
B) Concupiscencias pecaminosas
Prohiben, por consiguiente, estos mandamientos, no la facultad de apetecer-que,
indiferente, puede ponerse al servicio del bien o del mal-, sino únicamente los
deseos depravados, que San Pablo llama "concupiscencia de la carne" y "fomite
del pecado" (9). Sólo éstos, supuesto siempre el consentimiento de la voluntad,
engendran la culpa. Deseos e impulsos que no respetan freno alguno de la razón
ni se atienen a los límites señalados por Dios en sus leyes. Está condenada esta
concupiscencia desde un doble punto de vista:
1) Porque apetece cosas esencialmente malas (adulterios, homicidios, etc.), de
las que dice San Pablo: Esto fue en figura nuestra para ave no codiciemos lo
malo, como lo hicieron ellos (los hebreos) (1Co
10,6);
2) o porque desea cosas de suyo buenas, pero prohibidas por alguna otra razón.
Así Dios prohibió antiguamente poseer, y, por conguiente, desear el oro y la
plata, para evitar que los hebreos construyeran con ellos ídolos (10).
E igualmente hay muchas cosas de suyo buenas cuya posesión (y, por consiguiente,
también su deseo) nos está prohibida por Dios o por la Iglesia, por tratarse de
cosas pertenecientes a otros. El mandamiento precisa la casa, el siervo, la
esclava, el campo, la mujer, el buey, el asno, etc. Estos deseos de cosas
ajenas, si la voluntad consiente en ellos, son pecaminosos, y de ellos nacen
espontáneamente los robos y pueden derivarse otros gravísimos delitos.
Recordemos a este propósito las palabras del apóstol Santiago: Cada uno es
tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen. Luego, la
concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el pecado, una vez
consumado, engendra la muerte (Jc
1,14-15).
C) Prohibiciones concretas
La fórmula "No desearás" pretende frenar de una manera general y absoluta
nuestros apetitos desordenados de cosas aienas. La experiencia confirma que en
el alma de todos los hombres late una secreta sed de las cosas del prójimo; sed
que, según testimonio de la Escritura, difícilmente se ve saciada: El que ama el
dinero no se ve harto de él (); ¡Au de los que añaden casas a casas, de los que
juntan campos y campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios
en medio de la tierra! (Is
5
Is 8).
Supuesta esta general advertencia, desciende el mandamiento a múltiples y
concretas prohibiciones, por las que podremos apreciar mejor la gravedad
específica de determinadas apetencias culpables:
1) En primer luqar, la casa. Significa esta palabra no sólo el lugar donde se
habita, sino también los bienes que la acompañan, especialmente las haciendas
que se transmiten de padres a hijos. En el Éxodo, por ejemplo, se dice aue el
Señor edificó casa a las parteras (1), significando con ello que Dios aumentó y
acrecentó sus posesiones.
El sentido de la lev es la prohibición de los deseos con que apetecemos
ávidamente las riquezas de los demás, envidiando su posición, poder y nobleza.
Se nos ordena, en cambio, el saber contentarnos cada uno con nuestro estado,
humilde o elevado, rico o pobre. Se nos prohibe igualmente la envidia de la
gloria o fama de los demás, que también es un bien de la casa de cada uno.
2) Cuando añade el Señor: Ni su buey ni su asno, nos advierte que no sólo no
hemos de apetecer las cosas ajenas de mayor valor (riqueza, nobleza o gloria de
una casa), mas ni siguiera las más pecmeñas y despreciables.
3) Continúa el mandamiento: Ni su siervo, ni su síerva, significando que la
prohibición de los malos deseos se extiende también al hecho de no sobornar o
comorar con dinero o promesas la servidumbre ajena, induciéndola a romper los
contratos de servicio y abandonar a sus amos. Por el contrario, si abandonan a
sus patronos antes de cumplir los pactos establecidos, débeseles exhortar a
volver de nuevo al servicio concertado.
4) Al referirse explícitamente al prójimo, parece significar el mandamiento la
culpa de quienes alimentan culpables apetencias de las posesiones del vecino:
las casas y campos que limitan con sus propiedades. La vecindad viene a ser como
un vínculo de amistad, y sería grave pecado convertir la amistad en odio bajo el
impulso de la avaricia o la envidia.
Es claro, sin embargo, que no cometería falta alguna quien estuviese dispuesto a
comprar por su justo precio las casas o fincas colindantes con las suyas, sin
recurrir a medios injustos, engaños o culpables violencias.
5) Prohibe el mandamiento, por último, codiciar la mujer del prójimo, tanto si
se trata del deseo de poseerla adúlteramente como si se trata del deseo de
contraer ma trimonio con ella.
Estando permitido en la ley mosaica el libelo de repudio (12), podría suceder
fácilmente que la esposa repudiada fuese aceptada por otro como mujer. El Señor
prohibió esto rigurosamente para que ni los maridos fuesen demasiado fáciles en
repudiarlas, ni las mujeres se volviesen tan desagradables e impertinentes con
sus maridos que les obligasen a repudiarlas.
En la ley evangélica el pecado sería mucho más grave, porque una mujer
divorciada o separada de su marido no puede contraer matrimonio sino después de
muerto su legítimo esposo (13).
Poder codiciar la mujer ajena equivaldría a un diabólico crescendo de deseos
pecaminosos de adulterio y aun de la misma muerte del legítimo marido.
Extiéndese también la prohibición a las mujeres ligadas a sus prometidos con el
sagrado vínculo de los esponsales o con simple promesa formal de matrimonio.
Gravísimo pecado sería, evidentemente, codiciar la mujer consagrada a Dios con
votos religiosos.
Es claro, por lo demás, que, si alguno deseare contraer matrimonio con una mujer
casada a quien él cree soltera, en modo alguno faltaría contra el mandamiento,
pues si él supiese que estaba casada con otro, no desearía casarse con ella. Tal
fue el caso de Faraón y de Abimelec, que desearon casarse con Sara, a quien
juzgaron hermana y no esposa de Abraham (14).
A) Lucha
contra la concupiscencia
1) Para arrancar de raíz esta baja pasión de la codicia procuremos en primer
lugar no apegar nuestro corazón a las riquezas si Dios nos las concede (Ps
61,11). Antes bien, estemos dispuestos a emplearlas en servicio
de Dios y del prójimo con verdadero y piadoso espíritu de caridad (15).
Y si el Señor nos hizo nacer pobres, convenzámonos que el mejor modo de soportar
la pobreza es la serenidad de ánimo y aun la aleqría. Si de verdad todos nos
sintiéramos libres de desordenados apetitos de las cosas terrenas, apagaríamos
en su raíz la codicia de los bienes ajenos.
La Sagrada Escritura y toda la literatura cristiana están llenas de alabanzas a
la pobreza y al desprecio de las riquezas (16).
2) Exige este precepto, además, que centremos los cristianos nuestros mejores y
más ardientes deseos en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Jesucristo nos
enseñó en la oración del Padrenuestro que hemos de desear se cumpla siempre, no
lo que nosotros queremos, sino lo que Dios quiera. Y la voluntad de Dios es
clara: que tendamos a la santidad, conservando nuestras almas puras y limpias de
toda mancha; que nos ejercitemos constantemente en los deberes espirituales, por
contrarios y aun repugnantes que resulten a nuestros bajos instintos; que
ordenemos nuestros apetitos, sometiéndolos a los dictámenes de la razón y de la
ley divina; que domemos nuestras concupiscencias y refrenemos las violentas
acometidas de los sentidos, fragua de todas nuestras codicias y liviandades.
Por último, nos ayudará muchísimo para apagar el ardor de nuestros desordenados
apetitos la consideración y valoración de los daños que de ellos provienen:
a) Ante todo, se afirma con ellos en nosotros el poderoso influjo del pecado.
San Pablo escribe: No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal
obedeciendo a las concupiscencias (Rm
6,12).
Dominadas las pasiones, el pecado pierde su fuerza sobre nosotros; mas, si nos
dejamos esclavizar por ellas, el reino de Dios desanarece de nuestro corazón,
instaurándose, en cambio, la dominación del mal (17).
b) En las concupiscencias desordenadas se alimentan, además, todos los pecados,
según la expresión del apóstol Santiago (18). Igualmente escribía San Juan:
Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia
de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo
(1 Jn 2,16).
c) De ellos procede, por último, aquel oscurecimiento del recto juicio que nos
lleva a considerar como honesto y lícito cuanto apetecen nuestras pasiones.
De ahí el gravísimo daño y durísimo riesgo de que quede sofocada y despreciada
la misma palabra divina que amorosamente sembró el Señor en nuestras almas:
Otros hay para quienes la siembra cae entre espinas; ésos son los que oyen la
palabra; pero sobrevienen los cuidados del siglo, la fascinación de las riquezas
y las demás codicias, y la ahogan, quedando sin dar fruto (Mc
4,18-19).
B) Aplicaciones prácticas
Y para concluir señalemos algunas categorías de personas que de manera especia]
deben reflexionar seriamente sobre las obligaciones de estos dos mandamientos,
por encontrarse en mayor peligro de llegar a ser víctimas de los desordenados
deseos. Tales son: los aficionados a juegos deshonestos; los comerciantes y
proveedores de mercancías que desean carestías y desórdenes para aprovecharse
con acaparamientos y especulaciones; los soldados que desean la guerra para
robar y saquear; los médicos que quieren que haya enfermos para especular con
ellos; los abogados y magistrados deseosos de causas y litigios; los
industríales que, en su afán de lucro y para aprovecharse económicamente,
procuran oscilaciones y desórdenes en la distribución de los productos
necesarios para la vida..., etc.
Y en la misma línea, los que, ambiciosos de glorias y alabanzas, tratan de
procurárselas a toda costa, con medios sutiles e indignos, y a veces hasta con
la calumnia de quienes las merecen más que ellos. ¡Como si la fama y la gloria
fuesen recompensa de la nulidad y de la pereza y no del valor y del trabajo!
_____________________
NOTAS:
(1) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y
seducen. ¿Y de dónde entre vosotros tantas guerras y contiendas? ¿No es de las
pasiones, que luchan en vuestros miembros?
(Jc
1,14
Jc
4,1).
(2) SAN AGUSTÍN, Quaest. in Pent., 1.2 q.71: ML 34,620ss.
(3) No ve Dios como el hombre; el hombre ve la figura, pero Y ave
mira el corazón (1 Re. 16,7). ...Dios, justo escudriñador del corazón y de los
ríñones (Ps
7,10). Cf. Jr 11,20; 17,10.
(4) Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el
espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de
manera que no hagáis lo que queréis (Ga
5,17).
(5) Consúmese mi alma por el deseo constante de tus decretos (Ps
118,20).
(6) Cf. SANTO TOMÁS, 1-2, q.30, a. 4.
(7) Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mi,
pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer
el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero,
sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo
hace, sino el pecado que habita en mí (Rm
7,17-20).
(8) Cf. Ex 20,17.
(9) Os digo, pues: andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia
de la carne.
Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación... Los
que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y
concupiscencias (Ga
5,16
Ga 19,24). Os
ruego, carísimos, que, como peregrinos advenedizos, os abstengáis de los
apetitos carnales que combaten contra el alma (1P
2,11). Cf. 1Jn 2,11.
(10) Consumirás por el fuego las imágenes esculpidas de sus dioses; no codicies
la plata y el oro que haya sobre ellas, apropiándotelo... (Dt
7,25).
(11) Cf. Dt 1,21.
(12) Si un hombre toma una mujer y es su marido, y ésta luego no le agrada,
porque ha notado en ella algo de torpe, le escribirá el libelo de repudio, y,
poniéndoselo en la mano, la mandará a su casa... ().
(13) También se ha dicho: El que repudiase a su mujer, déle libelo de repudio.
Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la
expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio (Mt
5,31-32). Cf. Mt 19,9; Mc 10,7-12; Lc 16,18; Rm 7,3; 1Co 7,3-11.
(14) Gn 12,11; 20,2ss.
(15) Díjole Jesús: Si quietes ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los
pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigúeme (Mt
19,21).
(16) Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los
cielos (Mt
5,3). Él, levantando sus ojos sobre los discípulos, decía:
Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Lc
6,20). Cf. Ac 4,34-35; 5,1.
(17) ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo
los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera
Dios! (1Co
6,15).
(18) Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y
seducen. Luego la concupiscencia, cuando ha concebido, pare el pecado, y el
pecado, una vez consumado, engendra la muerte (Jc
1,14-15).