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LOS MANDAMIENTOS


INTRODUCCION

I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL DECÁLOGO

San Agustín llama al Decálogo compendio y síntesis de todas las leyes. "Porque, aunque fueron muchas las cosas que Dios habló a los hombres, dos solamente fueron las tablas de piedra dadas a Moisés: las tablas del Testamento, que habían de guardarse en el arca (1) Todo lo demás que el Señor había preceptuado se resume y contiene en los diez mandamientos, grabados en estas dos piedras. Mandamientos que, a su vez, se resumen en los dos preceptos del amor a Dios y al prójimo, de los cuales, según testimonio del mismo Cristo, penden toda la ley y los profetas (Mt 32,40) (2).

El estudio del Decálogo deberá ser, por consiguiente, ocupación preferida y asidua de todo sacerdote(3), no sólo porque a ellos han de conformar sus propias vidas, sino también por la obligación que les incumbe, mis que a nadie, de instruir al pueblo fiel en la ley del Señor: Los labios del sacerdote -dice el profeta Malaquías-han de guardar la sabiduría y de su boca ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yave Sebaot (Ml 2,7). Ministros de Dios, y tan cercanos a Él, deben los sacerdotes transformarse en su propia imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en ellos el Espíritu del Señor (2Co 3,18). Habiéndoles constituido Cristo luz del mundo (Mt 5,14), deben ser guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños (Rm 2,19); y, si a guno fuere hallado en falta, ellos, como depositarios de lo espiritual, deben corregirles con espíritu de mansedumbre (Ga 6,1).

Siendo, además, jueces en las confesiones, y debiendo dictar sentencia según la cualidad y gravedad de los pecados, deben conocer perfectamente la ley, si no quieren incurrir en el grave delito de incapacidad y acarrear daños a las conciencias, cuyas acciones y responsabilidades han de juzgar. Según precepto del Apóstol, todo sacerdote ha de saber impartir la sana doctrina (2Tm 4,23); una doctrina inmune de error y con auténtica eficacia medicinal para las enfermedades del alma, que consiga hacer de los fieles un pueblo grato a Dios y celador de obras buenas ().

II. MOTIVOS QUE DEBEN INDUCIRNOS A SU PERFECTA OBSERVANCIA

a) Dios es su autor

Entre los muchos motivos que deben impulsar al hombre a la observancia de la ley divina, hay uno decisivo: que el mismo Dios es su autor.

San Pablo dice que la ley fue entregada a Moisés por los ángeles(4): mas es indudable que su autor fue Dios personalmente. Así lo atestiguan las mismas fórmulas usadas por el divino Legislador (más adelante las analizaremos) e infinidad de textos esparcidos a lo largo de las Sagradas Escrituras(5).

Tenemos, por lo demás, la prueba en nosotros mismos. Cada hombre lleva escrita en su corazón una ley, en virtud de la cual sabe distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo licito de lo ilícito. La íntima sustancia de esta ley natural, impresa por el Creador en el alma, coincide perfectamente con la ley escrita; señal evidente de que es Dios el único autor de una y otra.

Con las tablas del Sinaí no intentó Dios dar al hombre una nueva luz, sino más bien esclarecer y hacer más perspicaz la interior luz de la conciencia, que las depravadas costumbres de los hombres y su obstinada perversión habían obscurecido.

Nadie piense, por consiguiente, que, por haber sido abrogada la ley de Moisés, el Decálogo ha perdido su fuerza obligatoria: todos estamos obligados a obedecer a los mandamientos, no precisamente porque nos fueron manifestados por medio de Moisés, sino porque sus dictámenes están esculpidos en el alma misma del hombre y porque Cristo los explicó y ratificó después en su Evangelio.

El gran fundamento, pues, sobre el que se apoya la fuerza obligatoria de esta divina ley será siempre el hecho de haber emanado del mismo Dios, cuya sabiduría y justicia son eternos imperativos del hombre y a cuyo infinito poder nadie puede sustraerse.

Por esto siempre que Dios imponía, mediante los profetas, el respeto a la ley, declaraba su Ser divino con la misma fórmula puesta al principio del Decálogo: Yo soy Yave, tu Dios (Ex 20,2). Y en Malaquías: Si yo soy Señor, ¿dónde está mi temor? (Ml 1,6).

Esta primera reflexión arrancará del alma de los fieles, no sólo un saludable deseo de observar los mandamientos, sino también un profundo y humilde agradecimiento al Señor, por haberse dignado darnos en la expresión de su voluntad el camino seguro de la salvación. La Sagrada Escritura, aludiendo frecuentemente a este gran beneficio divino, nos invita a reconocer nuestra dignidad y la misericordia de Dios: Guardadlos y ponedlos por obra (), gracias a Dios, pues, en ellos está vuestra sabiduría, y vuestro entendimiento a los ojos de los putblos, que, al conocer todas esas leyes, se dirán: Sabia e inteligente es, en verdad, esta gran nación (Dt 4,6): No hizo Dios tal a gente alguna y a ninguna otra manifestó sus juicios (Ps 147,20).

b) Especiales características de su promulgación

Si añadimos a este primer motivo la consideración del modo y circunstancias con que quiso Dios dar a Moisés su ley, fácilmente crecerá en todos nosotros la veneración y el respeto hacia los mandamientos divinos.

Según testimonio de la Sagrada Escritura, tres días antes de la promulgación del Decálogo, debieron los hombres-por mandato divino-lavar sus vestidos y abstenerse de las uniones conyugales, como digna preparación para recibir la ley. Al tercer día se les mandó acudir a los pies del monte Sinaí, desde cuya cima les había de hablar Dios; pero sólo a Moisés le fue permitido subir a la cumbre del monte. Y allí descendió el Señor, envuelto en toda su majestad, entre truenos, relámpagos y nubes encendidas; y comenzó a hablar a Moisés y le entregó las dos tablas de la ley (6).

Con todo esto pretendió Dios evidentemente enseñarnos que su Ley debe ser recibida y practicada con corazón puro y humilde, advirtiéndonos al mismo tiempo que sus transgresores incurrirán en la terrible ira divina.

c) Facilidad con que puede cumplirse

Es, además, el Decálogo una ley que no presenta dificultades insuperables. San Agustín escribe: ¿Quién querrá decir que es imposible al hombre amar a su Dios, al Dios que es su Creador benéfico y amaníísimo Padre? ¿Quién querrá decir que es imposible amar la propia carne en la persona de nuestros hermanos? Pues bien, el que ama, cumplió la ley (7). Y el Apóstol San Juan nos dice que los mandamientos de Dios no son pesados (8). San Bernardo añade que no pudo Dios exigir al hombre cosa más justa, ni más digna, ni más preciosa(9). Y de nuevo San Agustín, maravillado de la infinita bondad de Dios, exclama: ¿Qué es el hombre, Señor, para que tú desees ser amado por él y amenaces con gravísimas penas, si alguno no lo hace? ¡Como sino fuera ya harta pena el no amarte! (10).

Ni puede tomarse como pretexto para dejar de amar a Dios la fragilidad de la naturaleza, pues es el mismo Dios, que pide ser amado, el que ha derramado su amor sobre nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm 5,5); y nuestro Padre celestial da este divino Espíritu a cuantos se lo piden (Lc 11,13).

Por esto suplicaba San Agustín: Manda lo que quieras, Señor, pero concédeme aquello que mandas (11).

No hay razón, pues, para acobardarse, aterrados ante la dificultad de los mandamientos divinos; teniendo siempre a nuestra disposición la ayuda de Dios y los méritos de Cristo, que con su muerte venció y arrojó fuera al príncipe de este mundo (Jn 12,31), nada será difícil para el que ama.

d) Necesidad de su observancia

Subrayemos, por último, la absoluta necesidad que todos tenemos de obedecer a la ley divina (12). Tanto más cuanto que no han faltado en nuestros días quienes, impíamente y con el máximo daño para sí mismos y para los demás, se han atrevido a sostener que, fácil o difícil, la ley no es necesaria para la salvación.

Es evidente que esta herética doctrina contrasta abiertamente con infinidad de testimonios bíblicos, y especialmente con la doctrina de San Pablo, de cuya autoridad han pretendido abusar para defender su error (13). El pensamiento del Apóstol es bien explícito: Nada es la circuncisión, nada el prepucio, sino la guarda de los preceptos de Dios (1Co 7,19). Y en otro lugar: Ni la circuncisión es nada, ni el prepucio, sino la nueva criatura (Ga 6,15): expresión esta última que abiertamente se refiere a quien conforma su vida con los divinos mandamientos, pues quien conoce y observa los preceptos de Dios es quien le ama de verdad, según testimonio del mismo Jesús en San Juan: El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama (Jn 14,21) (14).

Es cierto que el hombre puede ser justificado-transformado de pecador en santo-antes de aplicar a su conducta personal cada uno de los mandamientos de la ley; pero no lo es menos que el que tiene uso de razón no puede justificarse, si no está dispuesto a observar todos los preceptos de Dios.

e) Frutos preciosos que nos reporta

En el salmo 18 han sido maravillosamente cantados los ricos y dulces frutos de la ley divina.

El inspirado salmista ensalza en él la ley de Dios como el más vivo esplendor de los astros. Porque éstos, con su admirable canto de la gloria divina, llegaron a arrancar la admiración de los mismos paganos, elevándoles a magnificar la sabiduría, poder y grandeza del omnipotente Creador de todas las cosas (15). Mas la ley del Señor convierte a Dios el alma del hombre (16); y éste, descubriendo en los mandamientos los caminos de la voluntad divina, endereza por ellos sus pasos. Y como sólo el temor de Dios es principio de verdadera sabiduría (17), sólo la ley-hace sabios a los humildes y pequeños (18). En ella está la fuente de toda su alegría, el manantial del conocimiento de Dios y la garantía de las recompensas presentes y eternas para quienes la observan.

Mas no debe cumplirse la ley del Señor únicamente por las ventajas que nos reporta, sino, y sobre todo, par.i dar a Dios todo el amor y todo el honor que le son debidos, ya que se dignó descubrirnos en ella su divina voluntad.

No puede el hombre-criatura dotada de libertad- dejarse aventajar por los seres irracionales (19). Dios pudo perfectamente obligarnos, como a esclavos, a la observancia necesaria de su ley sin perspectiva alguna de premio; pero su infinita bondad quiso fundir en una única y admirable armonía su gloria y nuestra propia felicidad.

Por esto concluye el salmista con aquella espléndida afirmación: Los que guardan los mandamientos hallarán gran merced (Ps 18,12). Felicidad que se refiere no sólo a una prosperidad de vida terrena-Serás bendito en la ciudad y bendito en el campo (Dt 28,3)-, sino también a aquella gran recompensa que nos será dada en los cielos (), a aquella medida buena, apretada, colmada y rebosante (Lc 6,38) que mereceremos con nuestras buenas obras y con el auxilio de la divina misericordia.
 

III. INSTITUCIÓN DIVINA DEL DECÁLOGO

A) Expresión de la ley natural

Aunque el Decálogo fue dado por Dios a los judíos por medio de Moisés (20), preexistía ya, sin embargo, como ley natural impresa en el alma del hombre. Y Dios exigió siempre-aun antes de su promulgación oficial en el Sinaí-que fuese observado por todos los hombres Z1.

B) Su promulgación al pueblo hebreo

Será sumamente interesante analizar las palabras con que fue promulgada al pueblo hebreo (), así como conocer la historia del pueblo israelítico.

Entre todas las gentes eligió Dios a los descendientes de Abraham, constituyéndoles primicias de una raza elegida y asignándoles la posesión de la tierra de Canaán22. Con todo, tanto Abraham como su inmediata descendencia tuvieron que peregrinar por diversas regiones del Oriente durante cuatro siglos, antes de poder establecerse definitivamente en la tierra prometida (23). En todo este tiempo Dios no dejó de proteger a su pueblo. Pasaron de una a otra nación y de un reino a otro pueblo (Ps 104,13); mas el Señor no permitió que se les hiciese injuria y fueron dominados por Él sus enemigos.

Y cuando determinó que los descendientes de Abraham pasasen a Egipto, les hizo preceder de José, por cuya prudencia se libraron del hambre ellos y los egipcios (24). Y en esta tierra rodeó el Señor a su pueblo de mayores atenciones: les defendió de la hostilidad del Faraón, les multiplicó de manera prodigiosa (25) y, cuando la dureza de la esclavitud se les hizo insoportable, suscitó como caudillo a Moisés, que había de conducirles de nuevo a la libertad (26).

A esta prodigiosa liberación se refiere el mismo Dios en las primeras palabras del decálogo: Yo soy Yave, tu Dios, que te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre (Dt 5,6).

Dios eligió entre todas las gentes a los descendientes de Abraham para que fuese su pueblo escogido y para establecer en ellos el verdadero culto divino, no porque ios judíos aventajasen a los demás en santidad o grandeza, sino por pura y amorosa predilección, como el mismo Señor se lo recuerda expresamente (27). Sosteniendo y acrecentando una raza de suyo tan humilde y necesitada, quiso hacer más palpable en el mundo su generoso poder. Con ellos-tan escasos numéricamente y tan desconocidos- se unió estrechamente, no desdeñando el dejarse considerar como su Dios particular quien era Señor de cielos y tierra.

De esta manera intentó estimular la emulación de todos los demás pueblos de la tierra, quienes, al ver la protección y felicidad de los israelitas, se sentirían obligados a convertirse también ellos a aquel Dios tan poderoso y bueno, el único y verdadero Dios (28).

San Pablo insiste en la misma observación cuando confiesa que el hecho de la verdadera fe y felicidad llevada por él al mundo pagano con la predicación del Evangelio, debía suscitar en su raza el espíritu de emulación y convertirla a Dios (29).

Y el hecho de que Dios permitiera en su pueblo escogido tan largas peregrinaciones y tan dura esclavitud, encierra para nosotros una admirable lección: las predilecciones divinas son siempre para quienes, pereqrinos del cielo sobre la tierra, se ven constantemente incomprendi-dos y perseguidos por el mundo (30). Cuanto menos participemos de su espíritu terreno tanto más fácil y eficazmente alcanzaremos la intimidad de Dios. Y para que entendiésemos también que la felicidad del que se consagra al servicio divino es infinitamente más grande que los mezquinos goces del que sirve al mundo, la Sagrada Escritura dice: Habrán de servirle para que sepan distinguir entre lo que es servirme a mí y servir a los reyes de las gentes (2Ch 12,8).

Una lección más. Dios prorrogó más de cuatrocientos años el cumplimiento de sus promesas, para que el pueblo escogido aprendiera a alimentar su espíritu con ia fe y la esperanza. Porque quiere el Señor que sus fieles sintamos profundamente nuestra total dependencia de Él y pongamos en Él y en su infinita bondad toda nuestra esperanza.

Notemos, por último, el lugar y tiempo en que Dios se decidió a dar a su pueblo la ley. Lo hizo después de liberarlo de la esclavitud de Eqipto y en pleno desierto, para que el recuerdo del beneficio recibido con la libertad y la terrible aspereza del camino dispusiesen mejor su espíritu para recibirla. Es condición del hombre ser particularmente sensible a los beneficios y muy inclinado a refugiarse en la ayuda divina cuando se siente destituido de toda esperanza humana. Y en ello se encierra una nueva lección espiritual para nosotros: tanto más dispuestos y fuertes nos sentiremos para recibir la doctrina de Dios cuanto más alejados nos mantengamos de las alegrías mundanas y de las satisfacciones carnales. Dice el santo profeta: ¿A qirién va a enseñársele la sabiduría? ¿A quién va a dársele lecciones de doctrina? ¿A los recién desteta dos? ¿A los que apenas han sido arrancados de los pechos? (Is 28,9).
 

IV. EXORDIO

Particular atención merecen las palabras con que se iüi-cia la divina promulgación del Decá oao Ponnamos el máximo empeño en grabarlas profundamente en nuestros corazones:

A) Yo soy Yave, tu Dios (Ex 20,2).

Estas palabras nos recuerdan que el Legislador de ios hombres es nuestro mismo Creador, el que nos dio el sei y de quien esencialmente dependemos. Con toda verdad

y derecho podemos repetir las palabras del salmista: Él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo que Él apacienta, y el rebaño que Él guía (Ps 94,7). Su asidua y sentida repetición bastará para engendrar en nuestros corazones un profundo respeto a la ley y una pronta y generosa renuncia al pecado.

B) Que te he sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre (Ex 20,2).

Esta segunda expresión literalmente se refiere sólo a los judíos, rescatados de la esclavitud de Egipto; pero cspiri-tualmente tiene una realización mucho más verdadera en todos los redimidos, que fuimos liberados por Dios no de una esclavitud terrena, sino del uuqo del pecado n del po-der de las tinieblas, y trasladados al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).

Con espíritu profético ensalzó Jeremías la grandeza de esta liberación espiritual: Vendrá tiempo, palabra de Yavé, en que no se dirá ya: Vive Yave, aue sacó a los hi¡cs de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive Yave, aue sacó a los hiios de Israel de la tierra del Aquilón y de las otras en que los dispersó, cuando yo los haga volver a su tierra, a la que di a sus padres. Yo voy a mandar muchos pescadores, palabra de Yavé, que los pescarán (Jr 16,14-16).

El Padre nos reunió en uno, por medio de su Hijo, a todos los hijos de Dios que estábamos dispersos (), para que no ua corno esclavos del pecado, sino como siervos de la justicia (Rm 6,17), le sirvamos en santidad u justicia en su presencia todos nuestros días (Lc 1,74-75).

De aquí el saber oponer a toda tentación las palabras de San Pablo: Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? (Rm 6,2). No vivamos ya para nosotros, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó (2Co 5,15). Él es nuestro Señor, que nos adquirió con su sangre (Ac 28,20); ¿cómo podremos seguir pecando y crucificando de nuevo al Hijo de Dios? (He 6,6). Libres ya, y con aquella libertad con que Cristo nos libró, entreguemos nuestros miembros al servicio de la justicia para la santidad, como antes pusimos nuestros miembros al ser vicio de la impureza y de la iniquidad para la iniquidad (Rm 6,19).
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NOTAS:
(1) Cf. Ex 31,18; 32,15.
(2) El resumen de toda la ley en los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, que en último término no son más que uno. ha sido el tema central de la predicación de Jesús, continuada por San Pablo, San Juan y los más genuinos representantes de la tradición evangélica. Al doctor que le preguntaba por el mayor mandamiento de la ley, le contesta Jesús, más allá de su pregunta, diciéndole (Mt 27,34-40) que en realidad sólo hay un mandamiento, que resume en si teda la ley: el amor de Dios manifestado en el amor al prójimo. Para Jesús- es nota dominante del Evangelio-, la manifestación auténtica del amor a Dios es e! amor al prójimo; amor que debe extenderse incluso a los que nos persiguen y calumnian, para así ser verdaderamente hijos del Padre celestial, que hace lucir su sol y envía su lluvia sobre los justos y sobre los pecadores (Mt 5,45). Por eso quiso Jesús hacer de la caridad "su mandamiento" (Jn 15,12) y el distintivo de sus verdaderos discípulos (Jn 17,21), más exacto y seguro que cualquier otro distintivo externo. Y en el último juicio que Jesús hará de la conducta de los hombres, será la caridad la norma para discernir las vidas auténticamente al servicio de Cristo: Venid,, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre, y me disteis de comer... (Mt 25,34-35). Es de suma importancia el que se haga resaltar esta doctrina fundamental y primerísima en la concepción cristiana de la vida. Porque puede suceder que quede soterrada bajo el cúmulo de normas, fórmulas y prácticas de vida, que nacen más del pensamiento de los hombres que de las fuentes del Evangelio. También nosotros corremos el peligro de desvirtuar en la práctica con nuestras tradiciones los preceptos divinos, y concretamente éste del amor al prójimo por Dios, que Jesús quiso llamar el suyo por antonomasia. La caridad, o amor a Dios y al prójimo, único principio con dos manifestaciones distintas sólo en apariencia, es la disposición del alma que dignifica, ennoblece, santifica y hace verdaderamente cristianas a todas las demás manifestaciones de nuestro espíritu.
(3) Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos, ni camina por la senda de los pecadores, ni se sienta en compañía de malvados. Antes tiene en la ley de Y ave su complacencia y a ella día y noche atiende (Ps 1,1-2).
(4) La ley fue dada por causa de las transgresiones, promul gada por ángeles (Ga 3,19).
(5) Cf. Ex 24,11-13; Lv 4,22-27; Is 33,21-23; Ez, 20,6-8; Os. 13,3-5; Rm 2,13-15...
(6) Bajó de la montaña Moisés a donde estaba el pueblo y lo santificó... Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la montaña y un muy fuerte sonido de trompetas, y el pueblo temblaba en el campamento. Moisés hizo salir de él al pueblo para ir al encuentro de Dios y se quedaron al pie de la montaña. Todo el Sinaí humeaba... El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte. Moi sés hablaba, y Yavé le respondía mediante el trueno. Descendió Yavé sobre la montaña del Sinaí..., y habló Dios todo esto, diciendo: "Yo soy Yavé, tu Dios..." (Ex 19,7-25).
(7) SAN AGUSTÍN, De Mor. Eccl, XXV: ML 32,1309.
(8) Pues éjsta es la caridad de Dios, aue guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pesados (1 Jn 5,3). Pues mi yugo es blando, y mi carga liejera (Mt 11,30).
(9) SAN BERNARDO, Lib. de diligendo Deo: ML 182,973ss.
(10) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1.1 c.5: ML 32,663.
(11) SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1.10: ML 32,796.
(12) C. Trid., ses.VI, de lustificatione, c.10: D 792ss.
(13)()ues conforme a tu dureza y a la impenitencia de tu corazón, vas atesorando ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras; a los que, con perseverancia en el bien obrar buscan la gloria y el honor y la incorrupción, la gloria eterna; pero a los contumaces rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación (Rm 2,5-8).
(14) Cf. 2Tm 4,8; He 5,9; 1P 1,10; Jn 14,21-23.
(15) Cf. Ps 18,1-7; Rm 1,20.
(16) Tenía ante mis ojos todos sus mandatos y no rehuía sus leyes, sino que con él fui íntegro y me guardé de la iniquidad (Ps 17,23-24). La ley de Yavé es perfecta, restaura el alma (Ps 18,8).
(17) Y dijo al hombre: El temor de Dios, ésa es la sabiduría (Jb 28,28).
(18) Retrae también () a tu siervo de los movimientos de soberbia, no se adueñen de mí; entonces seré perfecto, libre de todo crimen (Ps 18,14).
(19) Bendecid a Yavé, vosotras, todas sus milicias, que le servís y obedecéis su voluntad (Ps 102,21).
(20) Cf. Ex 19,20; Dt 5,2.
(21) Y con esto muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan (Rm 2,15).
(22) Dt 4,37; Gn 12,5.
(23) Cf. Gn 15,13; Ex 12,36.
(24) Gn 37,28-36; 41,40-41; 41,56-57.
(25) Ex 1,9-10.
(26) Ve, pues (); yo te envío a Faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto (Ex 3,10).
(27) Si Yavé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos. Porque Yavé os amó... (Dt 7,7-8).
(28) Mirad: Yo os he enseñado leyes y mandamientos, como Yavé, mi Dios, me los ha enseñado a mí, para que los pongáis por obra en la tierra en que vais a entrar para poseerla. Guardadlos y ponedlos por obra, pues en ellos está vuestra sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pueblos, que al conocer todas esas leyes se dirán: sabia e inteligente es, en verdad, esta gran nación (Dt 4,5-6).
(29) Y a vosotros, los gentiles, os digo que mientras sea apóstol de las gentes haré honor a mi ministerio, por ver si despierto la emulación de los de mi linaje y salvo a alguno de ellos (Rm 11,13-14).
(30) Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios7 Quien pretende ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios (Jc 4,4).