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CAPITULO IX
"Creo en la
Santa Iglesia católica, y en la comunión de los santos"
Una doble
observación nos ayudará a descubrir la extraordinaria importancia de este
artículo de la fe:
La primera nos la sugiere San Agustín. Según él, los profetas hablaron más clara
y explícitamente de la Iglesia que del mismo Cristo, porque previeron que muchos
habían de engañarse más fácilmente en este misterio que en el de la encarnación.
De hecho no faltaron en la historia del cristianismo sectarios impíos que con
refinada soberbia hicieron alarde - ¡también la mona se viste de hombre! - de
ser ellos, sólo ellos, los verdaderos católicos, y sus sectas, sólo las suyas,
la auténtica Iglesia católica.
La segunda es de índole práctica. Quien fije en su mente con claridad y
precisión la doctrina sobre la Iglesia, difícilmente caerá en el lamentable y
horrendo riesgo de la herejía. Herético en realidad no es quien simplemente
yerra en materia de fe, sino quien, despreciando la autoridad de la Iglesia,
sostiene con pertinacia sus impías opiniones. El que crea simplemente y
practique la doctrina de fe propuesta en este artículo, difícilmente se manchará
con la lacra de la herejía.
De aquí la capital importancia de este misterio y el sumo interés que debe
ponerse en su estudio, para saber prevenir las astucias de los adversarios y
poder perseverar en la verdad (143).
La conexión íntima de este artículo con el anterior es manifiesta: en aquél
aparece el Espíritu Santo como fuente y dador de toda santidad; en éste
confesamos que la Iglesia es santificada por el mismo Espíritu divino.
La palabra
iglesia procede del griego. Una vez promulgado el Evangelio, se trasladó al
latín para significar cosas sagradas. Conviene precisar bien su significado.
Iglesia significa convocación o llamamiento de muchos a un lugar. Por extensión
pasó después a significar "asamblea" o reunión de fieles, ya se congreguen para
el culto del verdadero Dios, ya para el de falsas divinidades. En los Hechos de
los Apóstoles, hablando del pueblo de Éfeso, donde se daba culto a la diosa
Diana, se dice que el secretario calmó a la muchedumbre con estas palabras: Si
algo más pretendéis, debe tratarse en una asamblea () legal (Ac
19,39).
Y no sólo se denominan con la palabra iglesia las reuniones de los paganos,
desconocedores del Dios verdadero, sino también las de los impíos y pecadores.
El profeta David dice: Aborrezco el consorcio () de los malignos y no me siento
con impíos (Ps
25,5).
La Sagrada
Escritura, sin embargo, casi siempre utiliza la palabra iglesia únicamente para
designar la "sociedad cristiana", es decir, "la asamblea de los fieles que
fueron llamados por la fe al conocimiento de Dios y a la luz de la verdad, para
que, libres de las sombras del error o la ignorancia, adoren al Dios vivo y
verdadero con espíritu de piedad y santa vida y le sirvan de todo corazón".
Iglesia es, para decirlo con una sola palabra de San Agustín, "eJ pueblo fiel
esparcido por todo el mundo" (144).
Son muchos los misterios encerrados en esta palabra. Ya en su común significado
de llamamiento resplandece la bondad de la gracia divina y entrevemos la
diferencia profunda existente entre la Iglesia y las demás sociedades públicas.
Éstas se fundamentan en razones humanas y en motivos terrenos; aquélla, en
cambio, se basa en la sabiduría y consejo de Dios: a todos cuantos la integramos
nos llamó la bondad divina internamente por el soplo del Espíritu, que actúa en
los corazones de los hombres, y externamente por el ministerio de la acción de
los pastores y predicadores del Evangelio.
El fin que se nos propone en este llamamiento - el conocimiento y posesión de
las realidades eternas - aparecerá claro si reflexionamos que el pueblo fiel,
sujeto a la ley antigua, era llamado sinagoga, esto es, congregación. San
Agustín explica este nombre diciendo que los hebreos formaban como una
agregación () que busca exclusivamente los bienes terrenos y caducos; los
cristianos, en cambio, somos llamados iglesia y no sinagoga porque, despreciando
las cosas temporales y terrenas, hemos sido llamados a la posesión de los bienes
eternos y celestiales (145).
La "sociedad
cristiana" ha sido designada con otros muchos nombres profundamente
significativos.
San Pablo llama a la Iglesia casa y edificio de Dios: Para que, si tardo -
escribe a Timoteo - , veas por aquí cómo te conviene conducirte en la casa de
Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (1Tm
3,15) (146). Es llamada "casa" la Iglesia por ser como una gran
familia, regida por una sola cabeza, y en la que hay perfecta comunidad de
bienes espirituales.
Llámasela otras veces grey de las ovejas de Cristo, cuya puerta y pastor es el
mismo Jesús (147).
En otros pasajes de la Escritura se la denomina Esposa de Cristo: Os celo con
celo de Dios - escribía el Apóstol a los Corintios -, pues os he desposado a un
solo marido para presentaros a Cristo como carne virgen (2Co
11,2). Y a los Efesios: Vosotros, los maridos, amad a vuestras
mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Gran misterio es
éste (), pero entendido de Cristo y de la Iglesia (Ep
5,25
Ep 32).
Por último, es llamada la Iglesia Cuerpo de Cristo: nombre y doctrina
ampliamente desarrollados por San Pablo en sus Epístolas a los Efesios y a los
Colosenses (148).
Todas estas significaciones deben ser para nosotros un estímulo eficaz, que nos
haga mostrarnos dignos de la infinita clemencia y bondad de Dios, por quien
fuimos elegidos para formar parte de su pueblo (149).
Previas estas
nociones, convendrá distinguir las diversas partes de que consta la Iglesia,
para poder entender mejor después su naturaleza, propiedades, dones y gracias;
todo lo cual nos obligará una vez más a alabar incesantemente el santo nombre de
Dios.
Divídese la Iglesia ante todo, en triunfante y militante.
La Iglesia triunfante comprende la corte nobilísima y feliz de los espíritus
bienaventurados que vencieron al mundo, demonio y carne, y, libres ya de las
miserias y luchas de esta vida, gozan de la eterna bienaventuranza.
La militante está integrada por todos los fieles que aun viven en el mundo.
Llámase así porque sus miembros deben aún sostener una dura y continua lucha
contra los terribles enemigos espirituales: mundo, demonio y carne.
Mas no se crea que son dos iglesias diferentes, sino dos parte* de una misma,
como antes notábamos. La primera terminó ya su camino y goza de la patria
celestial; la segunda sigue peregrinando día a día, hasta que, unida a su divino
Salvador, llegue también a gozar la eterna bienaventuranza.
En la Iglesia
militante hay dos clases de hombres: los buenos y los malos. Éstos participan
los mismos sacramentos y profesan la misma fe que los buenos; pero se distinguen
de ellos por su vida y costumbres.
Llamamos buenos en la Iglesia a quienes están unidos y compenetrados entre sí,
no sólo por idéntica profesión de fe e idéntica comunión de sacramentos, sino
también por la vida espiritual de la gracia y por el vínculo de la caridad.
De ellos está escrito: El Señor conoce a los que son suyos (2Tm
2,19). También nosotros podemos conjeturar por algunos indicios
quiénes pertenecen a esta clase de los buenos, aunque nunca podremos saberlo con
absoluta certeza.
Por esto no hemos de pensar que Cristo se refería exclusivamente a esta parte de
los buenos cuando nos remitió a la Iglesia y nos mandó obedecerla (150). Si ni
siquiera sabemos quiénes integran esta clase, ¿cómo descubriríamos al juez a
quien hemos de someternos o a la autoridad que hemos de obedecer?
Es claro, pues, que la Iglesia comprende en sí misma a los buenos y a los malos,
como expresamente lo afirman las Sagradas Escrituras y los Santos Padres (151).
Esto significaba San Pablo cuando escribía: Un solo cuerpo y un solo Espíritu (Ep
4,4).
La Iglesia militante es manifiesta y visible. En el Evangelio se la compara a
una ciudad asentada sobre un monte (Mt
5,14), donde todos pueden verla, porque todos tienen obligación
de obedecerla. Y comprende a todos los hombres, buenos y malos, como aparece
también claro en muchas parábolas evangélicas. Se la compara, por ejemplo, a una
red barredera que se echa en el mar y recoge peces de toda suerte (Mt
13,47); o a un campo sembrado de buena semilla; pero, mientras su
gente dormía, vino el enemigo y sembró cizaña entre el trigo (Mt
13,24-25); o a una era, de la que se recogerá el trigo en el
granero y se quemará la paja en fuego inextinguible (Mt
3,12); o a las diez vírgenes..., cinco de ellas necias y cinco
prudentes (Mt
25,1-2); etc. (152). Y ya en el Antiguo Testamento vemos figurada
la Iglesia en el arca de Noé, donde estaban encerrados animales puros e impuros
(153).
Es, por consiguiente, verdad de fe, constantemente repetida, que pertenecen a la
Iglesia los buenos y los malos. Esto no obstante, hemos de notar, según las
reglas de la misma fe, que es muy distinta, dentro de ella, la condición de los
unos y de los otros: los malos están en la Iglesia como en la era está la paja
mezclada con el grano o como los miembros purulentos unidos al cuerpo mismo.
Es claro,
según esto, que sólo son tres las categorías de hombres excluidos de la Iglesia:
los infieles, los herejes y cismáticos y los excomulgados.
Los infieles, porque nunca entraron en la Iglesia, ni jamás la conocieron, ni
participaron de los sacramentos en la comunión del pueblo cristiano (154).
Los herejes y cismáticos, porque, separados de la Iglesia, no tienen más
relación con ella que la de un desertor con el ejército del que huyó. Esto sin
negar que siguen sujetos a la potestad de la Iglesia, que puede juzgarles,
castigarles y anatematizarles (155).
Los excomulgados, finalmente, porque la Iglesia los excluyó con una sentencia de
la comunidadcristiana, y no pueden volver a formar parte de ella mientras no se
conviertan (156).
Todos los demás hombres, por impíos y pecadores que sean, es indudable que
pertenecen, como miembros, a la Iglesia.
Quede bien claro este concepto entre los fieles para que si, por ejemplo, un
prelado lleva una, vida viciosa, no duden que sigue perteneciendo a la Iglesia y
conserva inalterables todos sus poderes ().
Con la
palabra iglesia suelen significarse también las distintas partes de la Iglesia
universal. San Pablo nombra a la iglesia de Corinto, de Galacia, de Laodicea y
de Tesalónica (158).
El mismo San Pablo llama también iglesia a las familias privadas de los fieles.
Así, manda saludar a la iglesia doméstica de Prisca y Aquila (159). Y en otra
ocasión: Os saludan las iglesias de Asia. También os mandan muchos saludos en el
Señor Aquila y Prisca, con su iglesia doméstica (1Co
16,19). Y en la Carta a Filemón usa el mismo nombre (160).
Otras veces se utiliza la palabra iglesia para significar a sus prelados y
pastores: Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia; y si a la Iglesia desoye,
sea para ti como gentil y publicano (Mt
18,17); palabras que evidentemente se refieren a las jerarquías
eclesiásticas.
Finalmente, se llama iglesia al lugar donde se reúnen los fieles para oír la
predicación o celebrar las funciones litúrgicas (161).
Pero en este artículo de la fe la palabra iglesia significa, ante todo, la
reunión de todos los fieles, buenos y malos, superiores y subditos.
Particular atención merecen las notas o propiedades que caracterizan a la Iglesia verdadera. En su análisis descubriremos una vez más el inmenso beneficio que hemos recibido de Dios quienes nacimos y somos educados en el seno de esta gran madre.
La primera
propiedad de la Iglesia señalada en el Símbolo de los Padres es la unidad: Única
es mi paloma, mi perfecta; es la única hija de su madre, la predilecta de quien
la engendró (Ct
6,8) (162).
Las razones por las que él llamaba una a esta gran multitud de hombres extendida
a lo largo y a lo ancho del mundo, las señala San Pablo en su Carta a los
Efesios:
1) Porque uno solo es el Señor, una sola la fe y uno solo el bautismo (Ep
4,5).
2) Porque uno es su Rector invisible, Jesucristo, a quien el Padre Eterno sujetó
todas las cosas baio sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en la
Iglesia, que es su cuervo (Ep
1,22).
3) Porque uno es el jefe visible, el que ocupa la Cátedra de Roma, como legítimo
sucesor de Pedro, Príncipe de los Apóstoles (163).
Ha sido siempre unánime el sentir de los Padres sobre la necesidad de esta
Cabeza visible, para establecer y confirmar la unidad de la Iglesia. San
Jerónimo escribe así a Joviniano: "Uno solo es el elegido, para que, constituida
la cabeza, se quite toda ocasión de cisma". Y al papa San Dámaso: "Lejos toda
envidia y lejos toda ambición de la dignidad romana; hablo con el sucesor del
Pescador, con el discípulo de la Cruz.
"Yo no sigo, como a Cabeza, más que a Cristo; mas me uno en comunión con vuestra
Beatitud, esto es, con la Cátedra de Fedro, porque yo sé que sobre esa piedra
está constituida la Iglesia. Cualquiera que comiere el cordero fuera de esta
Casa, es un extraño, y el que no estuviera en el arca de Noé, perecerá en las
aguas del diluvio" (164). Mucho antes de San Jerónimo expresaba estos mismos
conceptos San Ireneo (165).
San Cipriano escribía: "Habla el Señor a Pedro: Yo, Pedro, te digo que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre uno solo edifica la
Iglesia. Y aunque después de su resurrección conceda a todos los apóstoles igual
potestad, diciéndoles: Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros;
recibid el Espíritu Santo (Jn
20,21-22), con todo, queriendo manifestar la unidad, dispuso con
su autoridad que el origen de esta unidad tuviera principio en uno solo" (166).
San Optato de Milevi: "No te puede excusar la ignorancia, porque tú bien sabes
que en Roma tiene sentada su cátedra episcopal, sobre la cual él se sentó como
cabeza de todos los apóstoles, para que todos tuvieran en él solo la unidad de
la Cátedra y no pretendieran cada uno de los apóstoles imponer la suya propia. Y
así sea cismático y prevaricador quien contra esta suprema y única Cátedra
pretendiera levantar otra" (167).
San Basilio: "Pedro ha sido colocado como fundamento. Él había dicho: Tu er&s el
Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y en retorno escuchó que él era piedra, aunque no
de la misma manera que Cristo. Cristo es piedra inmóvil por naturaleza. Pedro,
en cambio, lo es en virtud de aquella piedra divina. Jesús da a otros sus
poderes: es Sacerdote, y constituye a los sacerdotes; es Piedra, y hace a otro
piedra; concede a sus siervos lo que es propiamente suyo" (168).
Y, por último, San Ambrosio: "Porque él solo, entre los demás apóstoles, hace la
profesión de fe, él solo es antepuesto a todos" (169).
Si alguno objetara que la Iglesia no debe buscar otra Cabeza ni otro Esposo
fuera de Jesucristo (170), le responderíamos: así como Cristo es no sólo el
Autor, sino también el Ministro último de los sacramentos - Él es, en efecto,
quien bautiza y quien absuelve (171)-, y, sin embargo, constituyó a los hombres
como ministros externos de los mismos (172), de igual modo, aunque es Él quien
gobierna la Iglesia, con su íntima gracia, ha querido poner al frente de ella un
hombre, que fuera vicario suyo y ministro de sus poderes.
Una Iglesia visible necesitaba un jefe también visible. Por eso nuestro
Salvador, imponiendo a Pedro con solemne investidura el mandato de apacentar su
grey, le constituyó cabeza y pastor de la gran familia de los fieles; y quiso
que todos sus sucesores tuvieran enteramente la misma potestad de regir v
gobernar a toda la Iglesia (173).
4) Porque uno e idéntico es el Espíritu que infunde la gracia a los fieles (1Co
22,11), como única es el alma que vivifica todos los miembros del
cuerpo. Y otra vez á los de Éfeso, invitándoles a ipantener esta unidad: Sed
solícitos en conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz.
Soto hay un cuerpo u un Espíritu (Ep
4,3-4).
Como el cuerpo humano se compone de muchos miembros, vivificados todos por una
sola alma, que da vista a los oíos, oído a las orejas, y diversas virtudes a los
demás sentidos, también el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, está
compuesto de muchos fieles.
5) Porque una sola es la esperanza de nuestra vocación (Ep
4,4): la vida eterna y bienaventurada que todos los cristianos
esperamos.
6) Porque una es la fe que todos recibimos y profesamos: Os ruego, hermanos, por
si nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no haya entre vosotros cismas, antes
seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir (1Co
1,10).
7) Porque uno mismo es para todos el bautismo, el sacramento de la fe cristiana
(174).
La segunda
propiedad de la Iglesia es la santidad. San Pedro habla explícitamente de ella:
Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa (2P
2,9).
1) Llámase sania la Iglesia por estar consagrada y dedicada a Dios. Es costumbre
llamar santas a todas las cosas - también a las materiales - ordenadas y
destinadas al culto divino. Ya en el Antiguo Testamento eran llamados santos los
vasos, los ornamentos, los altares y los primogénitos ofrecidos al Altísimo
(175).
Ni debe maravillar a nadie que la Iglesia sea llamada santa (176), aunque en
ella vivan muchos pecadores. Los fieles en tanto son llamados santos en cuanto
han venido a ser el pueblo de Dios, y, mediante la fe y el bautismo, han sido
consagrados a Dios, aunque después de hecho pequen y no mantengan sus promesas.
Lo mismo que siempre es llamado artista el que ejercita un arte cualquiera,
aunque de hecho no siempre observe las reglas del arte (177).
San Pablo llamaba santos y santificados a los fieles de Corinto, entre quienes
no faltaban algunos a los que él mismo reprendió fuertemente, llamándoles
carnales y otros nombres más duros (178).
2) Se llama también santa la Iglesia porque está unida como cuerpo a su
santísima Cabeza, Cristo Jesús, fuente de toda santidad, de quien proceden los
dones del Espíritu Santo y los tesoros de la divina gracia (179).
San Agustín, interpretando aquellas palabras del Salmo: Guarda, Señor, mi alma,
porque soy santo (Ps
85,2), escribe: "Atrévase el Cuerpo místico de Cristo; atrévase
cada uno de los miembros que le constituyen; atrévanse a gritar desde los más
extremos confines de la tierra y a decir con su Cabeza y bajo su Cabeza: Yo soy
santo, porque he recibido la gracia de la santidad, la gracia del bautismo y la
remisión de los pecados". Y más adelante: "Si es verdad que todos los
cristianos, los fieles bautizados de Cristo, se han revestido de Cristo, como
dice San Pablo: Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de
Cristo (Ga
3,27); si es verdad que han venido a ser miembros de su cuerpo y
dicen que no son santos, hacen injuria a la misma Cabeza, cuyos miembros son
santos" (180).
3) Añádase, por último, que sólo la Iqlesia posee el legítimo culto del
sacrificio y el uso saludable de los sacramentos, a través de los cuales -
misteriosas arterias de la divina gracia - Dios produce la verdadera santidad,
de tal manera que realmente no puede haber santos fuera de la Iglesia (181).
Es claro, pues, que la Iglesia es santa por ser el cuerpo de Cristo, por quien
es santificada y con cuya sangre continuamente se purifica (182).
La tercera
propiedad de la Iglesia es su catolicidad o universalidad.
1) Esta propiedad le conviene de derecho, porque - en frase de San Agustín - "de
Oriente a Occidente se extiende con el resplandor de una única fe" (183).
La Iqlesia no está ceñida, como las naciones civiles o las sectas heréticas, a
los confines de un reino o al ámbito de una raza. Con maternal caridad abraza a
todos los hombres, bárbaros o escitas, siervos o libres, hombres o mujeres,
porque Cristo lo es todo en todos (Col
3,11
Ga 3,28).
En el Apocalipsis se ha escrito: Con tu sangre has comprado para Dios hombres de
toda tribu, lengua, pueblo y nación, y los hiciste para nuestro Dios reino u
sacerdotes, y reinan sobre la tierra (Ap
5,9-10). Y el profeta afirmaba de la Iglesia: Pídeme y haré de
las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra (Ps
2,8); contaré a Rahab y a Babilonia entre los que me conocen: la
Filistea. Tiro con los etíopes, éstos allí nacieron. Y de Sión dirán: Este y el
ofro alli han nacido y es el Altísimo mismo el que la fundó (Ps
86,4-5) (184).
2) Además, desde Adán hasta hoy y desde hoy hasta el fin del mundo, todos los
fieles que profesan la fe verdadera pertenecen a la misma Iglesia, edificada
sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas (Ep
2,20). Todos están constituidos y edificados sobre Cristo, piedra
angular, que con los dos muros () hizo un solo edificio "para anunciar la paz a
los de lejos y a los de cerca" (185).
3) Llámase, finalmente, católica la Iglesia porque todos cuantos quieran
conseguir la salvación eterna deben adherirse a ella, como en tiempos de Noé
debían entrar en el arca quienes no querían perecer en el diluvio (186).
Otra nota
segura para distinguir la verdadera Iglesia es la de su apostolicidad u origen
apostólico.
La verdad de su doctrina no es de hoy ni de ayer; arranca, por divina
institución, de los mismos apóstoles, quienes la transmitieron y difundieron por
todo el mundo.
Es evidente, pues, que las teorías de los herejes - tan contrarias a la doctrina
que la Iglesia recibió de los apóstoles y ha predicado hasta nuestros días - no
son más que auténticas aberraciones y desviaciones de la verdadera fe. Y para
que todos comprendieran cuál es la verdadera Iglesia, los Padres, por
inspiración divina, añadieron en el Credo el calificativo apostólica.
El Espíritu Santo, que preside la Iglesia, no la gobierna más que por los
ministros sucesores de los apóstoles. Este Espíritu divino fue enviado
primeramente a los Doce, y después, por infinita bondad de Dios, ha permanecido
siempre en la Iglesia (187). Y así como solamente esta Iglesia - por estar
gobernada por el Espíritu Santo - no puede errar en materia de fe y de
costumbres, todas las demás sectas que, guiadas por el espíritu del demonio, se
arrogan el nombre de iglesia, necesariamente caen en gravísimos errores tanto en
materia de fe como en materia de costumbres (188).
Los mismos
apóstoles vieron simbolizada la Iglesia en diversas figuras del Antiguo
Testamento, notablemente eficaces para nuestro adoctrinamiento v edificación
espiritual.
Sobresale entre ellas el arca de Noé (189), construida por exoreso mandato de
Dios para que nadie dudase de su simbolismo con la Iglesia. Así como sólo fue
posible librarse del diluvio entrando en el arca, del mismo modo sólo quienes
entran en la Iglesia por el bautismo pueden salvarse del peligro de la muerte
eterna; quienes queden fuera de ella, oerecerán sumergidos en el aaua de sus
pecados.
Otra figura es la gran ciudad de Jerusalén (190), con cuyo nombre se sianifica
frecuentemente en la Escritura la Iglesia. Sólo en ella era lícito ofrecer
sacrificios al Señor, como sólo en la Iqlesia - jamás fuera de ella - se
encuentra el verdadero culto y el único sacrificio agradable a Dios.
Veamos, por
último, en qué sentido la Iglesia es un docrma de nuestra fe.
Es cierto que cualquiera puede con su sola inteligencia y sentidos percibir la
existencia de la Iglesia en este mundo, es decir, la existencia de una comunidad
de hombres consaqrados a Tesucristo. Y para comprender esto no narece necesaria
la fe; los mismos judíos y turcos lo admitieron.
Sin embargo, sólo la mente puramente iluminada por la fe, no en virtud de
consideraciones humanas, puede comprender los santos misterios que encierra la
Iglesia de Dios, de los que en parte hemos hablado ya y en parte volveremos a
hablar cuando expliquemos el sacramento del orden.
Es ésta una verdad que supera la capacidad y fuerzas de nuestra humana
inteligencia; sólo con ojos de fe podremos percibir y comprender la fundación,
poderes, misión y dignidad de la Iglesia de Cristo (191).
No fueron los hombres, sino el mismo Dios inmortal, quien edificó la Iglesia
sobre una solidísima piedra (Mt
6,18). Muchos siglos antes había sido ya profetizado: Y es el
Altísimo mismo el que la fundó (Ps
86,5). Por eso fue llamada heredad de Dios y pueblo de Dios
(192).
Ni tampoco son humanos sus poderes, sino divinos; poderes que no pueden
conquistarse con fuerzas naturales. Sólo la fe nos permite comprender que la
Iglesia es la depositaría de las llaves del reino de los cielos (193); que a
ella se le concedió el poder perdonar los pecados (194); el poder excomulgar y
el poder consagrar el cuerpo de Cristo (195); finalmente, que los ciudadanos que
en ella habitan no tienen aquí ciudad permanente, antes buscan la futura (He
13,14).
Es, pues, de absoluta necesidad creer que la Iglesia es una, santa, católica y
apostólica. En los artículos anteriores del Credo afirmábamos nuestra fe en las
tres Personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En éste,
en cambio, variando la fórmula, afirmamos creer no en la santa Iglesia católica,
sino la santa Iglesia católica; y esto para distinguir, aun en el mismo modo de
hablar, al Dios creador de las realidades creadas, y para referir a su inmensa
bondad divina todos los beneficios concedidos a la Iglesia.
San Juan
Evangelista, escribiendo a los primeros cristianos sobre altísimos misterios de
la fe, justificaba así su predicación: Lo que hemos visto u oído, os lo
anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y
esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1Jn
1,3).
De esta comunión de los santos, fundamento de nuestra unión, trataremos en el
presente artículo del Credo. ¡Ojalá logremos penetrar y vivir tan sublime
misterio con el mismo celo v diligencia con que supieron predicarlo y vivirlo
Pablo v los demás apóstoles! (196)
Encierra esta doctrina - cargada de ubérrimos frutos - no sólo una nueva
interpretación de la verdad de la Iglesia, sino también una profunda visión del
valor que todos los demás misterios de nuestra fe tienen para la vida cristiana.
Es necesario tender a una mayor penetración y a una cada vez más íntima
percepción de todos ellos para poder participar en esta comunión de los santos y
poder perseverar dando gracias al Padre, que nos ha hecho capaces de participar
de la herencia de los santos en el reino de la luz (Col
1,12).
La comunión de los santos es una nueva explicación del concepto mismo de la
Iglesia, una, santa y católica. La unidad del Espíritu, que la anima y gobierna,
hace que todo cuanto posee la Iglesia sea poseído comúnmente por cuantos la
integran. Y así el fruto de todos los sacramentos pertenece a todos los fieles,
quienes por medio de ellos - como por otras tantas arterias misteriosas - están
unidos e incorporados a Cristo. Y esto de manera especial por el sacramento del
bautismo, puerta por la que los cristianos ingresan en la Iglesia.
Que la comunión de los santos signifique esta unión operada por los sacramentos
entre Cristo y los fieles, expresamente lo declararon los Padres en aquellas
palabras del Concilio: Confieso un solo bautismo. Al bautismo sigue primeramente
la Eucaristía, y después los demás sacramentos. Y si bien este nombre de
comunión conviene a todos ellos, puesto que todos nos unen a Dios y nos hacen
partícipes de su vida mediante la gracia, es, sin embargo, más propio de la
Eucaristía, que de manera especialísimá produce esta comunión.
Hay, además,
en la Iglesia otra especie de comunión: todo cuanto santamente practica cada uno
de los cristianos pertenece a los demás y a todos aprovecha en virtud de la
caridad, que no es interesada (1Co
13,5).
San Ambrosio, comentando aquella expresión del salmista: Soy amigo de cuantos me
temen (Ps
118,63), escribe: "Como decimos que un miembro participa de todo
el cuerpo, igualmente afirmamos que el que teme al Señor está unido a todos los
que le temen" (197). Y el mismo Cristo, enseñándonos a orar, nos hace decir: El
pan nuestro de cada día (Mt
6,11), y no el pan mío; y en todo lo demás hemos de atender
igualmente al bien de todos y no al exclusivo de cada uno.
Esta comunión de bienes se explica frecuentemente en la Sagrada Escritura con la
analogía de los miembros del cuerpo humano (198). En el hombre, de hecho, hay
muchos miembros, y entre todos no forman más que un solo cuerpo, en el que cada
uno cumple su función específica. Ni todos tienen la misma dignidad ni cumplen
funciones igualmente útiles y decorosas (199). Ninguno atiende a su propio
provecho, sino todos al bien común del organismo. Y todos están tan unidos y
compenetrados que, si uno sufre, todos los demás se resienten por una cierta
natural afinidad; y si, al contrario, un miembro goza, todos los demás
experimentan igual bienestar (200).
Esto mismo sucede en la Iglesia. En ella también hay diversidad de miembros,
cristianos de distintas nacionalidades y condiciones: judíos y gentiles, libres
v siervos, pobres y ricos. Mas, una vez bautizados, todos forman un solo cuerpo,
cuya Cabeza es Cristo (201). Y cada miembro tiene asignado su oficio en la
Iglesia: unos apóstoles, otros doctores; unos gobiernan y enseñan, otros se
someten y obedecen; pero todos están constituidos para el bien de los demás
(202).
Pero notemos
que solamente gozan de tantos bienes divinos y beneficios espirituales
concedidos a la Iqlesia quienes viven la vida cristiana en gracia y son justos y
agradables a Dios.
Los miembros muertos, es decir, los pecadores, privados de la gracia de Dios, no
dejan áz pertenecer como miembros al cuerpo de la Iglesia; mas no participan -
precisamente por estar muertos - del fruto espiritual aue gozan los iustos que
viven en gracia (203). Sin embargo, por pertenecer aún a la Iglesia, estos
miembros áridos son ayudados a recuperar la gracia y la vida divina por quienes
viven según el espíritu; frutos que en modo alguno perciben, en cambio, quienes
están totalmente separados de la Iglesia.
Bienes comunes en la Iglesia son no solamente aquellos que hacen a los hombres
justos y amados de Dios, sino también las gracias gratuitamente concedidas (),
como son la ciencia, la profecía, el don de lenguas y milagros, etc.(204) Y
estos dones pueden poseerlos también los malos, no para propio provecho, sino
por motivos de pública utilidad y para edificación general de la Iglesia. La
virtud de la curación, por ejemplo, no se concede para utilidad del que la
posee, sino para provecho del enfermo.
Piense el verdadero cristiano que nada posee que no sea común a los demás y sepa
estar pronto y solícito en remediar la miseria de los hermanos más pobres. El
que tuviere bienes de este mundo y, viendo a su hermano padecer necesidad, le
cierra sus entrañas, ¿cómo podrá decir que mora en él la caridad de Dios? (1Jn
3,17).
Quienes con realidad de hechos vivan esta sublime comunión de vida espiritual
sentirán invadírsele el corazón de una íntima alegría y podrán exclamar con el
profeta: Cuan amables son tus moradas, ¡oh Señor! Anhela mi alma y ardientemente
desea los atrios de Y ave... Bienaventurados los que moran en tu casa y
continuamente te alaban (Ps
83,2
Ps 3
Ps 5) (205).
____________________
NOTAS
(143) Cf. SAN AGUSTÍN,
Comentario al salmo 30: ML 36,226-255.
Vivir a Cristo, sentir con Cristo y actuar con Cristo es la quintaesencia del
cristianismo, y debe ser el deseo acuciante y la aspiración suprema de todo
cristiano.
Vivir, sentir y actuar con la Iglesia es tanto como decir vivir, sentir y actuar
con Cristo, con su Evangelio, con su sacerdocio, con sus sacramentos, porque
todo esto es la Iglesia.
Mas, para poder llegar a realizar ese ideal, necesitamos los cristianos, con
necesidad urgente, conocer bien a nuestra santa madre la Iglesia. Y no con un
conocimiento superficial, raquítico, imperfecto, sino profundo, concienzudo y
vital, en sus múltiples partes integrantes y en su no menos maravillosa unidad
orgánica. De la vitalidad y fuerza que logren alcanzar en nosotros estas ideas
dependerá el verdadero carácter de nuestra misión, el enfoque y sentido de
nuestra vida interna y externa, el que sepamos y queramos, o no, hacer Iglesia y
cristiandad.
(144) Cf. SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 140: ML 37, 1815-1833.
¿Qué es la Iglesia nuestra madre? A grandes rasgos y en términos generales, la
Iglesia es la obra de Cristo, su regalo precioso a la humanidad, la prolongación
viva de su obra redentora y salvadora, el vocero perenne de su Evangelio, el
relicario precioso de su sangre, el depósito intacto de sus misterios, la
aplicación viva de sus tesoros, la concreción espléndida de su doctrina.
Como me envió mi Pade - decía Cristo a los apóstoles- así os envío yo (Jn
20,21).
Id, pues, enseñad a rodas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado.
Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28,19-20). Era el
cumplimiento de la promesa, que tantas veces repitiera a lo largo de su vida
pública: Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo las
traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16). Y
más concretamente a Pedro: Y yo ie digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella (Mt 16,18).
Precisando más el concepto de Iglesia, conviene desdoblarlo en su doble elemento
constitutivo: el externo o visible y el interno o invisible. De este segundo
hablaremos en la nota 148.
Externamente considerada la Iglesia, es una sociedad religiosa, perfecta en su
orden, visible, humana y jerárquica. Analicemos brevemente estos conceptos:
Es una sociedad perfecta o agrupación de muchos para conseguir un fin común con
medios idénticos. El mismo Cristo, al fundarla, se cuidó muy bien de señalar
todos los elementos de su sociedad: a) pluralidad de miembros: Predicad a toda
criatura; b) fin común: El que creyere se salvará, c) medios idénticos: El que
creyere y fuere bautizado..., d) autoridad úni-:a: Quien a vosotros escuchare, a
mí me escucha.
2) Religiosa, por razón de su fin: establecer entre Dios y la humanidad las
relaciones mutuas de sumisión, adoración y amor verdadero; salvar las almas,
enseñándoles los caminos de verdad y vida; completar - como dice el gran Apóstol
- la redención de Cristo en todos los hombres, pues por todos vino y por todos
murió. Por esto han podido los Santos Padres llamar a la Iglesia con toda verdad
"Palabra viva", "Evangelio perenne", "Encarnación y redención prolongada a
través de los siglos".
3) Visible. Indudablemente la Iglesia de Cristo exige en sus miembros un
espíritu y trata de inocular en sus almas una mentalidad y una vida que les
transforme. Pero, para que esta acción transformante pueda llevarse a cabo, era
necesario que los hombres, que son o aspiran a ser sus beneficiarios, pudieran
agruparse en una organización visible, la cual se en cargue de hacer llegar
hasta ellos, por medios apropiados, ese caudal de riquezas divinas.
4) Humana. Y al decir esto estamos bien lejos de querer asignar a la Iglesia un
origen humano: sería incurrir en herejía y equivaldría a buscar su ruina, cuando
toda su fuerza y valor derivan precisamente de su origen divino y de los fines
eternos que Cristo le confirió al instituirla.
Queremos decir sencillamente que sus miembros componentes son hombres, y, como
tales, gravitan tremendamente sobre ella. Característica ignorada o mal
entendida por sus adversarios y a veces por muchos de sus hijos puritanos.
La Iglesia de Dios no está constituida por ángeles o espíritus puros, ni por
seres impecables, confirmados en gracia desde su cuna e inmunizados contra toda
tentación o caída.
"Por nosotros, hombres, y para nuestra salvación, el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros" (Credo de la misa). La Iglesia está formada por hombres,
que viven sobre la tierra, enfangados muchas veces en la materia, sujetos a la
lucha por la vida, emponzoñados todos con el pecado original y más o menos
atacados por sus consecuencias. Hombres con libertad, que pueden usar y de la
que pueden abusar. Hombres solicitados y ayudados por la gracia, pero al mismo
tiempo dueños de rechazarla o correspondería sólo a medias. Hombres todos, desde
la cúspide más alta de la jerarquía hasta el más humilde de sus miembros...
Así quiso Cristo a su Iglesia en su constitución externa y así la hizo. Y así
fue, es y será.
No se necesita vista de lince para entrever a esta sociedad, a través de sus
rasgos esenciales y las grandes líneas de su organización, como la más admirable
y grandiosa de las instituciones que hayan existido en la historia de la
humanidad, sobre todo si se tiene en cuenta - y no es justo olvidarlo - que es
is líneas y trazos iniciales que le diera su Fundador siguen siendo hoy, a lo
largo de veinte siglos, lo que fueron cuando la Iglesia salió de sus maros.
(145) SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 77: ML 36,983-984; Comentario al salmo
81: ML 36,1084.
(146) Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalece rán contra ella (Mt 16,18).
Porque nosotros sólo somos cooperadores de Dios, y voso tros sois arada de Dios,
EDIFICACIÓN de Dios (1Co 3,9).
Sobre todo me he hecho un honor de predicar el Evangelio donde Cristo no era
conocido. Para no EDIFICAR sobre fundamentos ajenos, sino según lo que está
escrito: Le verán aquellos a quienes no fue anunciado y los que no han oído
entenderán (Rm 15,20).
(147) Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo las
traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16).
(148) Es la Iglesia - decíamos más arriba - una sociedad religiosa, perfecta en
su orden, visible y jerárquica.
Su fundador divino, Cristo, quiso enriquecerla con poderes los más amplios y
universales que imaginarse pueden: potestad de enseñar, de gobernar y de
santificar a sus subditos; con prerrogativas milagrosas, inherentes a la misión
que le confiaba: indefectibilidad y perennidad en el tiempo, infalibilidad e
inmutabilidad en su esencia; con promesas consoladoras y eternas en orden a su
perpetuidad y seguridad: iVo temáis... Yo estaré con vosotros hasta la
consumación del mundo... Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt
28,20 Mt 16,18).
Todo ello - no obstante su inconcebible grandeza - no es sino un boceto ligero y
una de sus caras estructurales: el elemento humano o visible. Y la Iglesia de
Cristo - y ésta es la segunda cara - encierra en su esencia más íntima un
misterio: el misterio de su divinidad.
Divina, porque es la obra de Cristo, perfecto hombre y perfecto Dios, en unidad
sustancial con el Padre y con el Espíritu Santo.
Divina, porque divinos son los poderes, notas y carismas, que su fundador
engastó - cual piedras preciosas - en su regia corona.
Divina sobre todo, porque es el Cuerpo místico de Cristo. Esouchad al Apóstol:
Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los
miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros (Rm
12,5).
... Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo.
Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un sólo Espíritu, para
constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya
libres, hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro,
sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo, no por
esto deja de ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojos, ¿dónde estaría el
oído? Y si todo él fuera oídos, ¿dónde esíaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto
los miembros, en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido. Si todos fueran
un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, pero uno solo el
cuerpo. Y no puedt. el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti. Ni tampoco
la cabeza a los pies: No necesito de vosotros.
Aun hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más
necesarios; y a los que parecen más viles, los rodeamos de mayor honor, y a los
que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia, mientras que los
que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien, Dios dispuso el cuerpo
dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones
en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de ofros. De
esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un
miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo
de Cristo, y cada uno en parte.. (1Co 12,12-27).
Misterio sublime, vivido por la Iglesia desde sus orígenes, enseñado
solemnemente por los Romanos Pontífices (cf. LEÓN XIII, encl. Divinum illud
munus: ASS 29 (18971 650.574; Pío XII, encl. Mystici Corporis Christi: AAS
35,199s.221s.), saboreado con regusto por los verdaderos discípulos del Maestro.
Y, por desgracia, escandalosamente olvidado por no pocos cristianos, que, por
ignorarlo, no aciertan a vivirlo.
Misterio sublime. La Iglesia, "mi Iglesia", la de hoy, es el Cuerpo Místico de
Cristo, es el mismo Jesucristo, que de una manera misteriosa, pero realísima,
prolonga hasta nosotros su encarnación, incorporándose a la humanidad con los
frutos preciosos de su sangre.
Y yo, cristiano, por serlo de la Iglesia, soy miembro vivo del cuerpo de Cristo:
por mis venas circula la sangre y fuerza divinas.
Misterio sublime. Sólo la fe puede descubrirlo, elevándonos -en magnífico vuelo
de águila - a la altura de su sublimidad. Así como nunca hubiéramos podido ni
siquiera sospechar que en la Persona del Verbo se hallasen misteriosa, pero
realísimamen - te unidas dos naturalezas, la humana y la divina, del mismo modo,
jamás, si la fe no nos lo hubiera revelado, habríamos podido sospechar que en la
Iglesia, sociedad visible y humana, pudiera haberse encarnado de nuevo
místicamente Cristo.
Y así como la naturaleza humana y divina se unieron para formar no ya dos
personas distintas, sino una y divina, así la Iglesia y Cristo se unen para
formar no dos cuerpos o sociedades, sino uno, en unidad perfecta, que es el
Cuerpo místico de Cristo.
En la mañana de la Anunciación, la Persona del Verbo se unió-¡y ouán
estrechamente!-a la naturaleza humana formada milagrosamente en el seno de
María. En la tarde de su existencia mortal, al fundar su reino en la tierra, el
Cristo total, Dios y hombre, quiso unirse de nuevo, en unidad perfecta, a su
Iglesia, que, por lo mismo, sería, como Él, divina y humana.
Y así como - el paralelismo es completo - no dejaría de incurrir en herejía
quien no acertase a ver en el humanidad asumida por el Verbo más que apariencia
o simulación, o tratase de explicar el misterio de la unión de ambas naturalezas
por confusión, mezcla, absorción o desaparición de alguna de ellas, del mismo
modo es necesario salvar, en la unión de Cristo con su Iglesia, el doble
elemento, humano y divino, por más antagó nicos que parezcan.
Tal es el misterio de la Iglesia. En consecuencia, todo cristiano, subdito de
ésta, se encuentra ligado por un doble vínculo • que imprime un sello
inconfundible en su vida espiritual: vinculación por la gracia al Cuerpo místico
de Cristo y vinculación externa, por su obediencia y sumisión, a la sociedad
visible, fundada por el mismo Cristo. Vínculos invisibles y vínculos visibles,
pero unidos en unidad perfecta. Solamente fundiendo ambos en un único acto de fe
llegaremos a adquirir la noción verdadera y completa de Iglesia.
Desgraciadamente nos detenemos pocas veces a meditar a fondo el misterio sublime
que encierra nuestra Iglesia, organización visible, perfectísima, pero al mismo
tiempo Cuerpo vivo de Cristo.
Y, por lo mismo, desconocemos las conclusiones que se derivan de doctrina tan
admirable. Sólo algunas, a título de insinuación:
1) Si la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo..., entonces cuantos
pertenecemos a la Iglesia somos miembros de Jesucristo, recibimos constantemente
la circulación de la sangre divina, vivimos y crecemos en Él... ¡Qué dignidad
tan asombrosa! Pero... ¡qué responsabilidad tan tremenda! ¿No sabéis ¦-dice San
Pablo - que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¡Y he de abusar yo de los
miembros de Cristo, para hacerlos miembros de prostitución! No lo permita
Dios...
2) Cada uno de mis hermanos es igualmente miembro del
Cuerpo de Cristo. Quien honra a un miembro de Cristo, a Cristo
honra. Quien persigue a sus miembros, a Él persigue.
3) Cada obra sobrenatural mía es una aportación de vida "al Cuerpo de Cristo.
Cada pecado mortal, una herida profunda; cada imperfección o debilidad, un
restar vitalidad a toda la Iglesia.
Si somos sinceros y valientes, comprenderemos fácilmente la trascendencia de
conocer y vivir el misterio de nuestra Iglesia.
(149) Pero fosoíros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido para pregonar el poder que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable. Vosotros, que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios;
no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis conseguido misericordia (1P
2,9-10).
(150) Si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que por la palabra de dos o
tres testigos sea fallado todo el negocio.
Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia; y si a la Iglesia desoye, sea para ti
como gentil o publicano (Mt 18,16-17).
(151) En una casa grande no hay sólo vasos de oro y plata, sino también de
madera y de barro; y lo$ unos, para uso de honra; los otros, para usos viles
(2Tm 2,20).
(152) Negaron la visibilidad de la Iglesia:
a) Latero, afirmando que la Iglesia es la congregación de los justos: "Creo -
dice - que la Iglesia es una minúscula con gregación y comunión meramente de
hombres santos, bajo una cabeza que es Cristo, y convocada por el Espíritu
Santo". A Lutero se adhirió más tarde Quesnel.
b) Calvino, enseñando que la Iglesia está compuesta únicamente por los hombres
predestinados. "¿Qué es la Iglesia? -se pregunta-. El cuerpo y sociedad de los
fieles a los que Dios predestinó a la vida eterna".
c) Los racionalistas, que modernamente han llegado a de cir que la Iglesia
carece de forma externa y visible. Para ellos se trata de "algo meramente
espiritual e interior, constituido por la conciencia de la filiación con
Dios...".
La verdad de la visibilidad de la Iglesia, aunque explícitamente no ha sido
definida, implícitamente se deduce de la doctrina del C. Vaticano (D 1793 1794
1823). Testimonio de esta implícita definición fueron los esquemas preparados
para ser definidos? "Si alguno dijere que la Iglesia de las divinas promesas no
es una sociedad externa y visible, sino sólo interna e invisible, sea anatema" (Mansi,
51,551).
La doctrina del Vaticano responde, por lo demás, al pensamiento tradicional de
la Iglesia, más explícitamente recogido y afirmado en las encíclicas de León
XIII Safe cognitum (ASS 28,709), Mortalium ánimos, de Pío XI (AAS 20,1928), y la
Mystici Corporís Christi, de Pío XII (AAS 35 (1943) 199ss.).
(153) ().
(154) ¿Pues qué a mí juzgar a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quien os
toca juzgar? Dios juzgará a los de fuera; vosotros extirpad el mal de entre
vosotros mismos (1Co 5,12).
(155) Te recomiendo, hijo mío, Timoteo, que conforme a los augurios de ti hechos
anteriormente, puestos en ellos los ojos, sostengas el buen combate con fe y
buena conciencia. Algunos que la perdieron naufragaron en la fe, entre ellos
Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendan a no
blasfemar (1).
De suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y
los que la resisten, se atraen sobre sí la condenación (Rm 13,2).
(156) Sí ios desoyere, comunícalo a la Iglesia; u si a la Iglesia desoye, sea
para ti como gentil o publicano (Mt 18,17).
Es ya público que entre vosotros reina la fornicación, y tal fornicación, cual
ni entre los gentiles, pues se da el caso de tener uno la mujer de su padre. Y
vosotros tan hinchados, ¿no habéis hecho luto para que desapareciera de entre
vosotros quien tal hizo? Pues go, ausente en cuerpo, pero presente en espíritu,
he condenado cual si estuviera presente al que eso ha hecho. Congregados en
nombre de Nuestro Señor Jesús a vos otros y mi espíritu, con la autoridad de
Nuestro Señor Jesucristo, entrego a ese tal a Satanás, para muerte de la carne a
fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús (1Co 5,1-5).
(157) La Iglesia - dejamos dicho - consta de un doble elemento, humano y divino.
Elementos - notábamos - no yuxtapuestos o unidos accidentalmente, sino
fusionados e identificados en unidad perfecta. Inseparables, como inseparables
son las naturalezas divina y humana en la Persona divina de Cristo, Dios
verdadero y hombre verdadero.
Sólo así, con los ojos fijos en Cristo, lograremos entender la constitución
humana de su Iglesia.
Humana en primer lugar por estar integrada por hombres. Desde el Romano
Pontífice hasta el último niño recién bautizado, todos hombres de carne y hueso,
hombres con corazón de barro, hombres lisiados y enfermizos por el pecado
original. Elementos humanos, que no podrán ser suprimidos sin hacer desaparecer
a la misma Iglesia.
Humana, por verse supeditada a esos miembros que la constituyen. Todos, por
humanos, no pueden por menos de ser falibles, expuestos a ignorancias,
equivocaciones, errores, debilidades y aun caídas comprometedoras. Y ella será
lo que ellos sean. Valdrá (en lo que tiene de humano) lo que ellos valgan;
llegará a florecer o languidecerá en la misma medida en que ellos se desvivan
con entusiasmo por darla a conocer y hacerla amar o se desinteresen de su
progreso y expansión.
Serio deber, que pesa no sólo sobre la jerarquía, como más responsable de su
dirección y desarrollo, sino sobre cuantos se dicen y son miembros del Cuerpo
místico! Una sociedad puede tener cuadros de mando perfectos y fracasar por
falta de cooperación en los subditos.
Humana, finalmente, por estar sujeta a influencias humanas de lugar, ambiente,
tiempo, carácter, costumbres... Elementos que no pueden por menos de repercutir
en una sociedad "viva", que trata de acomodarse a todo tiempo, lugar y personas.
Esto supuesto, se comprenderá ya fácilmente:
a) Que en la historia de la Iglesia, junto a unos siglos de oro, se hallen otros
de hierro o cobre; junto a páginas de gloria y triunfo, páginas tristes, tan
traídas y llevadas por sus enemigos; junto a las figuras señeras de un León XIII,
Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII (por hablar sólo de los últimos tiempos)
cuente la Iglesia entre sus pontífices a un Alejandro VI, León X, papas Lunas...
b) Que, frente a una legislación perfectísima y espiritualista, encontremos por
parte de muchos fieles y sacerdotes tanta debilidad, mezquindad y rudeza de
espíritu.
c) Que, poseyendo la Iglesia tan sublime y conmovedora liturgia, llena de
sentido en sus ritos y oraciones, haya liturgos que, en su inconsciencia y
precipitación, conviertan las funciones sagradas en recitado cómico, de labios,
sin alma ni sentido...
d) Que muchos de sus hijos se dejen atraer más por el brillo exterior, bienes de
fortuna, colocaciones humanas, placeres..., que por su vida y espíritu interior.
e) En una palabra, que la Iglesia, al mismo tiempo que divina, eterna, inmutable
en lo que tiene de Dios, sea humana, terrena, defectible..., en lo que tiene del
hombre. Imagen real de Cristo (cuya continuación es), Dios y hombre verdadero.
¿Cuál debe ser la posición del cristiano frente a esa realidad? Tres reglas de
conducta pueden definirla y regularla:
1) Como la Iglesia, tampoco sus hijos deben tener miedo iamás a la verdad. No es
lícito negarla o disminuirla, por bueno que sea el fin que nos mueva. Por triste
y doloroso que sea, hemos de reconocer que ha habido en la historia de la
Iglesia, y desgraciadamente sigue habiendo, personas, fenómenos y casos
desagradables y perniciosos para el pueblo de Dios.
Pero advirtamos desde luego que regularmente no es verdad ni la décima parte de
los casos escandalosos que suelen propalar los enemigos de la Iglesia, cegados
por la pasión. Y al exagerar con tanto placer sus defectos y miserias, suelen
olvidarse con espíritu injusto, de ese trabajo de santificación y purificación
que constantemente se está realizando en millares y millones de católicos, a
despecho de todos los obstáculos.
Postura prudente y cristiana será mantenerse a igual distancia de ese espíritu
torvo, que goza en escupir constantemente su cieno y salpicar de basura los
sagrados muros de la Iglesia, y de ese otro espíritu exageradamente susceptible
y puritano, que se niega a admitir las menores debilidades, cuyo sólo nombre les
escandaliza.
La realidad es mucho más sencilla; nos presenta a la Iglesia tal cual Cristo la
instituyó, sin escandalizarse por su humanidad ni poner en duda su dignidad; sin
dejarse halagar por un éxito demasiado fácil ni desesperar de la victoria final.
Las miserias y debilidades sólo pueden escandalizar a quienes ignoren que la
Iglesia no es una comunidad invisible, sino encarnación de lo divino en lo
humano; que los hombres gozan, como su más noble distintivo, del don de la
libertad; que la Iglesia en su esencia, en su espíritu, sigue siendo y ha sido
siempre sin mancilla, sin arrugas, inmaculada, santa, eternamente virgen y
eternamente joven, indefectible e invariable.
Sus posibles arrugas le vienen de fuera, de sus miembros. Son muchos los que
tropiezan, guiados por una fe mal instruida, en este punto, con un escándalo
insoportable. Al fin, el mismo escándalo de la cruz y de la encarnación,
transplantado al campo de la vida mística de Cristo.
2) No es lícito, más aún, es injusto, universalizar lo concreto o particular.
Porque un católico, un sacerdote o un Papa... sea así o asá, no puede ni debe
concluirse que la Iglesia haya de ser así. Como no concluímos en lo humano de
defecciones o perversidades individuales la maldad, o perversión de la sociedad
o corporación.
3) Por último, lejos de escandalizarnos, debería más bien el elemento humano de
la Iglesia enardecernos y confirmarnos en la divinidad y grandeza de nuestra
madre, que a pesar de ello sigue tan invariable en sus rasgos fundacionales. Y a
la vez reconocer y agradecer la condescendencia infinita de Cristo, que,
olvidándolo todo, se ha dignado asociarnos a su obra y confirmarnos sus tesoros,
como no dudó en tomar la humanidad para redimirnos.
Y cuando la duda o inquietud venga a turbar la paz de algún alma, recuerde las
palabras del Apóstol: Eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los
sabios, y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo
plebeyo, el deshecho del mundo, lo que es nada, lo eligió Dios para destruir lo
que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios (1Co 1,27-29).
(158) Cf. 1Co 1,2 Ga 1,2 Col 4,6 1Th 1,1.
(159) Cf. Rm 16,4.
(160) Cf. Phm 1,2
(161) Cf. 1Co 11,18
(162) La unidad de la iglesia puede ser considerada desde un triple punto de
vista:
Filosóficamente.-Porque toda sociedad, en cuanto tal. exige una unidad "externa"
(porque debe distinquirse de las demás sociedades), e "interna" (exiqe su misma
constitución eme cada uno de sus miembros ocupe orqánicamente el puesto que le
corresponde y ejerza sus específicas funciones en perfecta armonía con los
restantes miembros que la inteqran).
Teólógicamenté - a) Por su unidad de fe. Uno es el doq - ma oue fortalece y quía
a cuantos forman parte de ella, una la moral, unos los conseios evangélicos de
perfección.
b) Por su unidad de gobierno. Uno sólo es el papa, cabeza suprema de la Iglesia.
Único el episcopado. Único y eterno el sacerdocio.
c) Por su unidad de culto. Uno el gran sacrificio de la misa. Unicos
sacramentos. Unica la misión.
Antitéticamente.-En la Iqlesia se afirma una unidad de fe contra la herejía y
una unidad de gobierno contra el cisma, que igualmente rompe la unidad.
(163) Tan fundamental y evidente fue siempre el hecho del Primado Romano, que ha
sido pacíficamente admitido, sin dudas ni repugnancias, en toda la Iglesia
durante los nueve primeros siglos. Mas a partir de- Focio, en él se han ensañado
todos los impugnadores de la Iglesia, por valorarlo justamente como fundamento
de la misma Iglesia de Cristo. Pero notemos como apunte interesante para la
solución del problema que las dudas surgieron casi siempre por motivos ajenos a
la Teología - muy frecuentemente políticos o de más bajos intereses personales-,
y sólo después se intentó buscar razones en que apoyar aquella actitud de
rebelión.
Pero era difícil rechazar el Primado Romano admitiendo el primado de San Pedro
en la naciente Iglesia, constituida como sociedad perfecta, jerárquica y
monárquica. Y, porque era preciso, también se negó el primado de San Pedro.
Notemos, sin embarqo, que no todos los enemigos del Primado del Romano Pontifice
negaron igualmente el de San Pedro. Además de los orientales, separados de Roma
en el siglo IX por instigación de Focio, han rechazado el primado del Romano
Pontífice, tal como lo entiende la Iglesia, los llamados concíliaristas de los
siglos xiv y XV y los galicanos, richerianos, jansenistas, etc.. concediendo,
sin embarqo, al Pontífice de Roma el orimado de honor, en virtud del cual el
papa sería el primero entre los iguales ("primus inter pares"); los llamados
católicos piejos en la Alemania del siqlo XIX, y en general, por unos u otros
motivos, todos los modernos racionalistas y modernistas. El Primado, tal como
Cristo lo nuiso v la Mesia siemore lo entendió, importa en el obispo de Roma la
suprema autoridad sobre toda la Iglesia, que abarca la triple potestad concedida
por Cristo a la Iglesia de regir, enseñar y santificar.
Estableceremos por partes la verdad católica:
1) Cristo prometió a San Pedro el primado. Nos consta por el Evangeilo de San
Mateo: Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esía piedra edificaré mi Iqlesia,
y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves
del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y
cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mt 16,18-19). El
furor racionalista del primer momento, que llegó a negar la autenticidad e
historicidad de la narración evangélica, ha quedado vencido por la evidencia de
los argumentos históricos, y hoy no se atreve nadie a negarlas. El verdadero
sentido de las palabras de Cristo que contienen la promesa del Primado a San
Pedro lo definió el Concilio Vaticano en la sesión IV, capítulo 1.
"Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el
Primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y
conferido inmediata y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro
Señor. Porque sólo a Simón - a quien ya antes había dicho: "Tú te llamarás
piedra" (Jn 1,42)-después de pronunciar su confesión; "Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo , se dirigió el Señor con estas palabras: "Bienaventurado
eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne..." (D 1822).
2) Cristo cumplió la promesa.-Es San Juan quien nos ha transmitido su
cumplimiento, cuando nos narra en el capítulo 21 de su evangelio que Cristo
concedió a Pedro "apacentar sus ovejas". La expresión evangélica, examinada a la
luz de la tradición bíblica, no tiene otro sentido que la concesión de la
suprema potestad en la sociedad por él fundada. El mismo Concilio definió en la
sesión y capítulo anteriormente citados que éste era su verdadero sentido.
La Tradición reconoció siempre ambas verdades.
3) El Primado debe ser perenne en la Iglesia:
a) porque la Iglesia fundada por Cristo había de ser perenne, y por lo mismo
también el Primado, que es su fundamento: la piedra sobre la que está edificada;
b) porque Cristo concedió a Pedro el Primado sobre todos los fieles, sin ninguna
restricción ni en el espacio ni en el tiempo.
4) el Primado lo posee el Romano Pontífice, como sucesor de San Pedro.
Como consecuencia de las afirmaciones precedentes, deducimos que en la Iglesia
ha de existir una autoridad suprema que ostente el Primado que Cristo fundó;
ahora bien, si no lo tuviera el Romano Pontífice, no existiría en ninguna otra
parte de la Iglesia; luego necesariamente hemos de concluir que el obispo de
Roma es el sucesor legítimo de San Pedro en la suprema potestad de la Iglesia.
En efecto, sólo el Romano Pontífice lo ha reclamado para sí, y solamente a él se
lo reconoció la Iglesia en todos los tiempos; luego él es el sucesor de Pedro en
dicho primado. No olvidemos que la Tradición es también, como la Sagrada
Escritura, fuente de verdad y de revelación.
No permiten los cortos límites de una nota exponer este argumento en toda su
amplitud. Notemos solamente: a) hasta el siglo ix no se dieron dudas en toda la
Iglesia sobre esta verdad; b) desde los primeros días de la Iglesia se reconoció
expresamente; San Clemente Romano, primer sucesor de San Pedro, decide
autoritativamente en la cuestión del cisma de Corinto, y la iglesia de Corinto
acepta su decisión; San Justino, uno de los primeros Padres, reconoce a La
iglesia de Roma su suprema autoridad; como testimonio de mayor autoridad,
aducimos, por último, el de la Iglesia universal, representada en el Concilio de
Éfeso, III de los ecuménicos:
"A nadie es dudoso, antes bien por todos los siglos fue conocido que el santo y
muy bienaventurado Pedro, Principe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y
fundamento de la Iglesia católica, recibió las llaves del reino de manos de
Nuestro Señor Jesucristo... Y él, en sus sucesores, vive y juzga hasta el
presente y siempre" (D 112).
Es también verdad definida en el C. Vaticano que el Romano Pontífice es el
sucesor de San Pedro en el Primado:
"Si alguno dijere, pues, que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de
derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el
Primado sobre la Iglesia universal, o que el Romano Pontífice no es el sucesor
del bienaventurado Pedro en el Primado, sea anatema" (C. Vat., ses.IV, cn.l: D
1825).
(164) SAN JERÓNIMO, Coníra ]oviniano: ML 23,258; SAN JERÓNIMO, Epist. 15, ad
Damasum Papam: ML 22,355.
(165) SAN IRINEO, Coníra Haeteses: MG 7,848-855.
(166) SAN CIPRIANO, De la unidad de la Iglesia: ML 4,513-514.
(167) OPTATO MILEVITANO, 2 ad Parmenianum: ML 11,947.
(168) SAN BASILIO, Homilía 29 de Penitencia: MG 31,1482-1483.
(169) SAN AMBROSIO, Comentario a San Lucas, c.ll: ML 15, 17-80.
(170) En su primera Carta a los Corintios, nos dice el apóstol San Pablo: En
cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es
Jesucristo (1Co 3,11). Y en el versículo 4 del capítulo 10 de la misma Carta
insiste de nuevo: Y la roca era Cristo. De estos y otros textos similares han
pretendido valerse los enemigos del Papado Romano - especialmente los
protestantes - para negar la realidad de su auténtica existencia.
Ya dejamos expuesta más arriba y probada la verdad dogmática: Jesucristo
constituyó a Pedro príncipe de los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia
militante. Por lo demás, el sentido preciso de los pasajes evangélicos es
demasiado evidente.
Respecto al pensamiento paulino en su Carta a los Corintios, tampoco vemos
dificultad alguna, si no es que nos empeñamos en retorcer la letra a gusto de
nuestros prejuicios. Es gana de sacar las cosas de su exacto quicio. San Pablo
habla aquí de la solidez de la doctrina predicada a los fieles de Corintio; les
recuerda que el cimiento puesto por él en sus predicaciones es la fe en
Jesucristo muerto y resucitado, única esperanza de nuestra salvación. Toda
construcción que descanse sobre este ci - niento será sólida; pero si quisiera
edificarse con materiales puramente humanos (ciencia terrena, elocuencia...,
etc.), será destruido el edificio por el fuego, aunque los cimientos queden a
salvo. Jesucristo, es decir, la fe en su divinidad y redención, es el fundamento
primario del cristianismo. Pero de aquí no se deduce que Pedro no sea el
fundamento secundario por divino nombramiento.
(171) yo no ie conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre
quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en
el Espíritu Santo (Jn 1,33).
(172) Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios (1Co 4,1).
(173) Cí. cuanto dejamos dicho en la nota 163 sobre la institución del Primado
de Pedro y su perennidad en el Romano Pontífice.
(174) UNIDAD DE LA IGLESIA.-Apasionado deseo del Corazón de Cristo en la hora
suprema de la despedida de este mundo: Padre santo, guarda en tu nombre a estos
que me has dado para que sean uno, como nosotros (]n. 17,11).
Unidad de la Iglesia. Sublime verdad impregnada de luz y de vida. No basta
hablar de solidaridad, de compañerismo. Si no queremos tergiversar y destruir
nuestro Evangelio, es preciso lleqar a la inteligencia, a la - apasionada
elaboración de una unidad viviente.
Nada hay en la Iglesia que no la proclame, que no la realce: una la fe, una la
jerarquía, uno el culto, una la esperanza que a todos alienta, una la caridad
que a todos liga y dilata, una la Eucaristía que a todos alimenta, uno el
Evangelio, uno el origen y destino de todos, uno el Padre común que está en los
cielos, uno el Cuerpo de Cristo que formamos.
Griegos o romanos, esclavos o libres, hombres o muieres, blancos o rojos...,
¡denominaciones externas, accidentes superficiales Todos hermanos, porque todos
formamos con Cnsto un solo Cuerpo. Así lo predicaba el Apóstol hace veinte
sinlos, haciéndose eco de l?ls palabras v deseos del Maestro. Así nos lo ha
repetido hasta la saciedad Pío XII en nuestros tiempos. Todos y cada uno,
células del mismo maravilloso organismo: todos y cada uno, piedras vivas del
mismo espléndido edificio. Todos, por consiguiente, por el mero hecho de
integrarla, cooperamos -queramos o no - a la edificación o a la destrucción de
la Iglesia.
Lo olvidamos con demasiada frecuencia. En tanto crecerá y progresará el cuerpo
común en cuanto todos y cada uno nos interesemos por él. Y en tanto arrastrará
una vida más lánguida y deficiente en cuanto nos repleguemos sobre nosotros
mismos los cristianos. Todos somos solidariamente responsables: las repulsas,
cobardías y defecciones - vengan de donde vinieren - se traducirán
irremisiblemente en un alto en el camino del triunfo del plan salvador.
De ahí la gravedad tremenda de toda falta contra la caridad. Separarnos los
cristianos, enfrentarnos, dividirnos..., ¿qué es sino dividir y como dislocar a
Cristo? ¡Con lo bueno y hermoso que es - canta la Iglesia - que los hermanos
vivan en unidad!
(175) Moisés los mandó al combate, mil hombres por tribu, y con ellos mandó a la
lucha a Finés, el hijo de Eleazar, el sacerdote, que lleva consigo los
ornamentos sagrados y las trompetas resonantes (Nb 31,6).
Harás a Arón, tu hermano, vestiduras sagradas, para gloria y ornamento. Toma la
sangre del novillo, y con tu dedo unta de ella ¡os cuernos del altar, y la
derramas al pie del altar. Lo revestirás de oro puro por arriba, por los lados
todo en torno y los cuernos, y harás todo en derredor una moldura de oro. Todo
primogénito es mío. De todos los animales, de bueyes, de ovejas, mío es (Éx.
28,2; 29,12; 30,3; 34,19).
(176) A iodos íos amados de Dios, ííamados santos, que estáis en Roma, la gracia
y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo...
Subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad...
Mas ahora parto para ]erusalén en servicio de los santos, porque Macedonia y
Acaya han tenido a bien hacer una colecta a beneficio de los pobres de entre los
santos de Jerusalén... Para que me libre de los incrédulos en Judea y que el
servicio que me lleva a lerusafén sea grato a los santos (Rm 1,7 Rm 12,13 Rm
15,25).
(177) Pablo, por la voluntad de Dios apóstol... a la iglesia de Dios en Corinto,
a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que
invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en todo lugar, suyo y nuestro (1Co
1,2).
Todo cristiano es "santo", porque por el bautismo: a) viene a ser miembro de
Cristo y templo del Espíritu Santo (1Co 3,16 2Co 6,16); b) amigo de Dios (Col
3,12; Rm 1,7); c) llamado a la santidad con vocación eficaz (2Co 5,17 Ep 2,10
Col 3,10).
(178) porqUe Sois todavía carnales. Si, pues, hay entre vos otros envidias y
discordias, ¿no prueba esto que sois carnales y vivís a lo humano? (1Co 3,3).
(179) Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel
que es nuestra -cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por
todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada
miembro, crece y se perfecciona en la caridad (Ep 4,15-16).
(180) SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 85: ML 37,1084.
(181) Es de fe, por positiva institución divina, es decir, porque Dios así lo ha
querido (aunque podía haber ordenado otra cosa), que fuera de la Iqlesia no hay
posibilidad de salvación.
Los teólogos, al exolicar esta necesidad de pertenecer a la Iglesia para
salvarse, la llaman de medio, es decir, qre, aun preterida o ¡añorada la Iaiesia
inculpablemente, no puede conseguirse la salvación sin ella.
No obstante, esa necesidad de medio no es absoluta ("in re" que dicen los
teólogos), de modo que el pertenecer a la Icrlesia no pueda ser sustituido por
otra cosa, sino distruntrva fin re vel in voto"), o lo que es lo mismo, que
tiene suplencia. En otras palabras: cuando ese medio íla Iglesia) no puede
alcanzarse realmente en sí mismo, puede suplirse por alqo (el acto de caridad,
por ejemplo, el martirio...) que entraña el deseo de emplear ese medio como
único para conseguir el fin; en nuestro caso, la Ialesia con relación a la
salvación Ese deseo lo llaman los teólogos voto, que puede ser explícito, como
acto expreso de la voluntad, e implícito, como incluido en otro acto de caridad,
martirio... etc., o simplemente en el deseo aún confuso, supuesta la base de la
buena fe, de recurrir a ese medio necesario, si se conociera.
Ése es el caso, tan problemático en Teología, de los infieles llamados
negativos: los que, sin culpa por su parte, desconocen la revelación, la
Iglesia... En todo caso, siempre es cierto que, si de hecho se condenaran, habrá
sido por culpa propia. Porque, supuesta la voluntad salvífica de Dios y la
universalidad de la redención, Dios no puede menos de proporcionar los medios
necesarios para salvarse al que pone lo que está de su parte, siguiendo los
dictámenes de la recta razón, reflejo siempre de la lev natural ("facienti quod
est in se, Deus non denegat gra - tiam", en términos teológicos). Y aunque se
tratara de una persona que habita en la selva o entre brutos animales, con tal
que observara la ley natural, dice Santo Tomás "que Dios le revelaría, por
alguna inspiración interior, todo lo que es necesario para creer, o le enviaría
algún predicador de la fe, como hizo a Cornelio enviándole a Pedro" (S. THOM.,
De vetit., q.14 a.11 ad 1).
(182) Nuestra Iglesia es santa:
a) Porque es la obra de Cristo, el Santo de los santos, la santidad por esencia,
origen y modelo acabado de toda virtud.
"¿Quién de vosotros - argüía a sus enemigos - me convencerá de pecado?" Y...
todos callaron.
b) Porque santos y admirables son los medios que proporciona a sus hijos en la
consecución de sus fines. Santos sus preceptos, su doctrina, su Evangelio, sus
sacramentos, su sacrificio...
c) Porque santas son sus obras. Su primera misión fue sacar al mundo de las
tinieblas del paganismo. Su misión actual, la de siempre: proyectar luz, calor y
vida sobre tanta ignorancia, frialdad y muerte. De todas las formas, por todos
los medios y en todos los ambientes: misioneros, apóstoles, ángeles de la
caridad, universidades católicas, instituciones benéficas, propaganda,
literatura, cine, radio... etc.
d) Porque santos son sus hijos.-Los de ayer y los de hoy.
Como sociedad humana ha de albergar en su seno buenos y malos, pecadores y
justos, trigo y cizaña. Ya lo predijo el Maestro. Pero es un hecho cierto -
confesado por sus mismos enemigos - que la santidad ha sido, es y será realidad
espléndida y gozosa en la Iglesia de Cristo. El estilo puede variar, y de hecho
varía, pero la santidad es la misma. Y en nuestros días el Espíritu divino -
podemos decirlo con gozo - ha provocado y sigue provocando en todas las esferas
y escalas sociales una verdadera efervescencia de santidad, tan fecunda, rica y
variada como tal vez pocas veces conoció la historia de la Iglesia.
Santidad de la Iglesia en su doctrina. Y i qué valiente, casi diría qué osada en
su exposición y defensa! El Evangelio puro. Lo mismo que Cristo y los apóstoles
predicaron hace veinte siglos. No le importa la tilden por eso de anticuada.
Frente a todos los errores y perversiones de los tiempos modernos, sigue
defendiendo, como lo hizo el Maestro divino, la indisolubilidad del matrimonio,
la vida de los niños aun no nacidos, la flor de la pureza, el espíritu de
abnegación, la riqueza de la cruz... Con firmeza, con intransigencia, sin eme
sean capaces esos diluvios de lemas a la moda de torcer la línea segura de su
pensamiento o la norma trazada en su conducta.
Santidad de la Iglesia en sus miembros. He aquí su programa v aspiración última:
hacerlos santos. Hace veinte siglos, ésta fue la consiqna de Pedro a su pequeña
grey: Sed sanios. Haced penitencia. Salvaos de la generación pecaminosa y
recibid el es - phitu de Dios. ¡Qué parecido tan exacto guardan estas palabras
de la primera encíclica con los últimos documentos de la Iglesia y las actuales
consignas lanzadas al mundo católico por Pío XII!
Fieles a doctrina tan santa y santificadora, en el seno de la Iglesia se han
formado siempre los mejores, los valientes, los abnegados, "los santos". Y al
contrario, de ella renegaron y apostataron los peores: quienes consideraron
excesivas sus exigencias de santidad.
Santidad de la Iglesia en su acción. Recién nacidos nos toma en sus manos de
madre y, haciéndonos sus hijos, nos encamina hacia el cielo. Niños aún, nos
enseña a juntar las manecitas y levantar los ojos y corazones hacia el Padre de
toda bondad. Jóvenes ya, nos conforta y alienta en los duros combates y fuertes
crisis de la adolescencia. Siempre y en todo momento nos inculca ánimo,
generosidad, perseverancia, alegría... Y en el último trance de la vida, cierra
con su esperanza nuestros ojos vidriosos y coloca en nuestra tumba la cruz de la
resurrección.
¡Santidad de la Iglesia! ¡Cómo aleccionas también y cómo urges y apremias a
cuantos se dicen tus hijos!
(183) SAN AGUSTÍN, Serm. 242 (en el apéndice): ML 39,2193.
(184) La Iglesia es católica:
a) En el tiempo.-Veinte siglos de existencia son pocos en su historia. Tan
antigua como el mundo, remonta sus orígenes al principio de los tiempos. La
Iglesia católica no es sino el coronamiento del imponente edificio cuya primera
piedra fue colocada oor el Artífice supremo en el día de la creación. Con sus
gigantescos brazos abarca - ansias incontenidas e incontenible de catolicidad -
la triple revelación primitiva, mosaica y cristiana.
b) En el espacio.-Los cinco continentes del mundo resultan píemenos para
contener sus anhelos ecuménicos de expansión En los pueblos más remotos, en IPS
islas menos conocidas del CVéano, en el corazón de África en las selvas de
América, en todas partes, se encuentran católicos, se predica el Evangelio, se
invoca el nombre de jesús, se renueva el sacrificio de la misa.
c) En el número -Desde la mañana de Pentecostés no ha cesado la Iglesia de
Cristo ni un solo instante en sus afanes de conquista. Sus hijos han ido
creciendo. Hoy son ya 400 millones de católicos extendidos por todo el mundo. La
catolicidad numérica de la Iglesia de Roma no es un mero título honorífico,
desprovisto de fundamento real. Es un hecho viviente, auténtico, que atrae todas
las miradas, aun las torvas y displicentes, y se impone con la irrefutable
lógica de las matemáticas. Como San Paciano en el siglo IV, puede repetir el
último miembro de la Iglesia de Cristo en el siglo XX: "Cristiano es mi nombre,
católico mi apellido".
Al fin y al cabo no tenemos de qué extrañarnos; es la realidad espléndida de la
generosa palabra de Cristo: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación
del mundo (Mt 28,20); Es preciso que yo los traiga, y habrá un solo rebaño y un
solo Pastor (Jn 10,16); Y el cielo y la tierra pasarán, pero las palabras de
Cristo no pasarán (Mt 24,35).
(185) Por lo cual, acordaos de que un tiempo vosotros, gentiles según la carne,
llamados incircuncisión por la llamada circuncisión, que se hace en la carne,
estuvisteis entonces sin Cristo, alejados de la sociedad de Israel, extraños a
la alianza de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo; mientras que
ahora, por Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos, habéis sido acercados
por la sangre de Cristo, pues Él es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos
uno, derribando el muro de separación, la enemistad; anulando en su carne la ley
de los mandamientos formulada en decretos, para hacer en sí mismo de los dos un
solo hombre nuevo, y estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo
cuerpo con Dios por la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad. Y,
viniendo, nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca, pues por Él
tenemos los unos y los otros el poder de acercarnos al Padre en un mismo
Espíritu. Por tanto, ya no sois extranjeros y huéspedes, sino conciudadanos de
los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles
y profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en quien bien trabada
se alza toda la edificación para templo santo en el Señor, en quien vosotros
también sois edificados para morada de Dios en el Espíritu (Ep 2,11-21).
(186) ¡CATOLICIDAD DE LA IGLESIA!-¡Cómo urges los deberes misionales y
misioneros de todos tus hijos! Serás católica por la colaboración de todos. Las
palabras de Cristo, cual eco apremiante, siguen resonando: "Id e instruid a
todos los pueblos". Y desde la cruz y desde los sagrarios de nuestras iglesias
sigue repitiendo a sus apóstoles, con los brazos abiertos y el corazón henchido
de ansiedad divina: "¡Sitio!" Frente a los 400 millones de católicos surgen las
siluetas negras de 1.300 millones de paganos y 300 desviados del verdadero
camino. Estos números no pueden dejarnos impasibles, encastillados muellemente
en nuestras posiciones egoístas... Sería tanto como despreocuparnos de Cristo.
Catolicidad de la Iglesia. ¡Cómo urges en todos tus hijos la obligación de ser
apóstoles siempre y en todas partes! Apóstoles en la familia, en la calle, en
los espectáculos..., donde sea y como sea. Nuestros pueblos, nuestras familias -
diréis quizás-, no son paganos. No lo son, es cierto, en el sentido jurídico -
eclesiástico de la palabra. Pero cuántas veces, para la mayoría de los
bautizados, Cristo es el gran desconocido. Nunca quizá como ahora ha sido más
amenazadora la invasión del materialismo y de la sensualidad. Por todo ello
nunca más apremiante la necesidad y obligación de cuantos se dicen católicos de
hacer por Cristo y para Cristo Iglesia y cristiandad.
Catolicidad de la Iglesia. ¡Cómo urges en todos tus hijos la obligación de
crecer en santidad personal! Te sobran los católicos partidos, a medias, por
fuera. Te sobran fachadas y apariencias. Necesitas, en cambio, y con urgencia,
católicos perfectos, integrales, almas de temple, corazones generosos, en los
cuales vaya destacándose cada vez con más reciedumbre el reino de Cristo. De ese
Cristo que no entiende de entregas a medias ni se contenta con corazones
partidos.
Sólo así, católicos de verdad, por dentro y por fuera, en público y en privado,
haremos Iglesia Católica.
(187) Es apostólica la Iglesia:
a) En su origen.-Es un postulado histórico, reconocido por sus mismos
adversarios, que la Iglesia de Roma se remonta en sus orígenes hasta Cristo, y
en su propagación a los apóstoles, con Pedro a la cabeza. Ninguna otra confesión
de las muchas que se dicen cristianas se atreverá a poner en el haber de su
historia dos mil años de existencia.
b) En la sucesión ininterrumpida de sus pastores.-Sólo los de Roma pueden hacer
remontar su misión, a través de los siglos, hasta las palabras de Cristo: "Yo os
envío; id por todo el mundo y predicad mi Evangelio a toda criatura... El que os
creyere se salvará y el que os rechazare se condenará"...
El protestantismo es posterior a Lutero; el cisma griego, fruto de Focio; la
Iglesia anglicana no es anterior a Enrique VIII, mientras el Pontífice de Roma,
y con él todos los obispos y sacerdotes católicos, entroncan directamente con
Pedro y, a través de él, con Cristo.
c) Apostólica en su doctrina, idéntica en Pedro y en Pío XII. Únicamente ella,
la Iglesia de Roma, después de veinte siglos, sigue repitiendo el bimooio de los
Apóstoles y cantando en su Misa el Credo que entonaron los Padres del primer
Concilio general de Nicea.
(188) Apostolicidad de la Iglesia.-¡Cómo alientas y confortas a cuantos hemos
tenido la dicha de nacer y crecer en tu seno! No somos de ayer; somos hijos de
una madre multisecular. Mientras en torno nuestro todo se derrumba y tambalea,
solamente la Iglesia de Cristo sigue firme.
Por ser católicos, somos invencibles sobre la roca dura de Pedro, contra la cual
nada han podido, ni pueden, ni podrán las fuerzas del infierno y todas las
furias desatadas. Por ser católicos, podemos gloriarnos de pisar siempre tierra
firme, aunque el mundo se desquicie y amenace ruina. Por ser católicos, nos
sentimos iluminados por los rayos de la Verdad eterna en un mundo que vive de
engaños, ilusiones y oscuridad de muerte.
Vieja con veinte siglos de existencia y joven rebosante de vida. Así quieres a
tus hijos: apostólicos, con solera de Evangelio y Tradición, y nuevos, con
juventud perenne, que sepa afrontar y vivificar los tan arduos y varios
problemas que agitan al mundo de hoy. ¡Siempre antiguos y siempre nuevos! Como
la vida, que corre pujante y lozana por las ramas de este grandioso árbol
milenario que llamamos Iglesia apostólica.
(189) Cf. Gn 6.14-22; 1P 3,20.
(190) Cf. Ps 121,1; Is 38; 40; 42f Ga 4,25.
(191) ¡Qué pena que a la mayor parte de nuestros cristianos, aun a aquellos que
se dicen o creen ser cristianos de cateaoría, les sobre tiempo para todo. Tiempo
para leer, saborear y aun devorar toda la literatura, revistas y novelnchas que
caen en sus manos, por más que la mayor parte de las veces no consigan con ello
más oue salpicar de rieno v basura sus almas, que habían de ser blancas e
inmaculadas. Tiempo para conocer al detalle los títulos y argumentos de la
incontable producción cinematográfica, por más insulsa, intrascendente v aun
obscena y pecaminosa que sea las más de las veces. Tiempo para aprender de
memoria el lugar y fecha de nacimiento, el color y peinado de los cabellos, el
figurín y modelo de los vestidos, zapatos o sombreros... de las estrellas y
artistas que palsan por las tablas y pantallas...
Y, en cambio, desconozcan, por falta de tiempo y de oración -donde vemos las
cosas con oíos de fe-, estas espléndidas y vivificadoras realidades de la
Iglesia.
Y qué desgracia que aun en los círculos y reuniones piadosas se piense y hable
tantas veces de temas frivolos e insubstanciales (cines, trapos, novios), sin
que apenas se toauen temas de tan gran actualidad y trascendencia como el de la
grandeza y sublimidad de nuestra Iglesia: una, santa, católica y apostólica!
(192) Pídeme, u haré de las gentes tu heredad: te daré en posesión los confínes
de ?a tierra (Ps 2,81). ¡Salva a tu pueblo y bendice tu heredad, sé su pastor y
condúcelos por siempre! (Ps 27,9).
(193) Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto afares en la
tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en
los cielos (Mt 16,18).
(194) Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán
perdonados; a quienes se los retuviereis, íes serán retenidos (Jn 20,23).
(195) Pues yo, ausente en cuerpo, pero presente en espíritu, he condenado ya,
cual si estuviera presente, al que eso os ha dicho (1Co 5,3). Tomando el cáliz,
dio gracias y diio: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros... Tomando el pan, dio
gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por
vosotros; haced esto en memoria mía (Lc 22,17-19).
(196) Cf Rm 12 Rm 45 etc.
(197) SAN AMBROSIO, Comentario al salmo 118, serm. 8: ML 15,1387.
(198) Cf. Rm 12,4-5 1Co 12,13 Ep 4,16.
(199) Cf. 1Co 12,15.
(200) 1Co 12,26.
(201) Cf. Ep 1,23 Col 1,18.
(202) Cf. 1Co 12,23 Ep 4,11.
(203) No ameis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no
está en la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia
de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del
Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, u también sus
concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre...
Se han hecho anticristos... De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros
().
(204) A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la
palabra de ciencia, seaún el mismo Espíritu; a otro, don de curaciones en el
mismo Espíritu; a otro, operaciones de milagros; a otro, profecía; a otro,
discreción de espíritus; a otro, género de lenguas; a otro, interpretación de
lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a
cada uno según quiere (1Co 12,8-11).
(205) La comunión de los santos es el íntimo y espiritual lazo que a todos nos
une y entrelaza: a los fieles de la tierra, a las almas del purgatorio y a los
bienaventurados del cielo. Todos formamos un mismo y único Cuerpo místico, cuya
cabeza es Jesucristo. Todos participamos de una misma e idéntica vida
sobrenatural. Los santos, por su proximidad a Dios, obtienen de Él gracias
innumerables tanto para los fieles de la Iglesia militante como para las almas
del purgatorio; nosotros acá en la tierra, con plegarias y buenas obras, amamos
y honramos a los santos y socorremos con sufragios a las almas del purgatorio.
Cf. cuanto dejamos dicho en el artículo "Creo en la santa Iglesia" sobre la
constitución íntima y las exigencias prácticas de esta maravillosa doctrina.