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CAPITULO III "Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Por lo dicho en el artículo precedente podremos entender ya el inmenso y singular beneficio concedido por Cristo al hombre, al redimirle le la esclavitud de Satanás. Si consideramos, además, el modo y los medios con que Él quiso actuar su don, aparecerá más insigne y maravillosa esta bondad y misericordia divina.

Empezaremos la explicación de este tercer artículo de la fe exponiendo la grandeza del inefable misterio, tantas veces propuesto a nuestra consideración en la Sagrada Escritura como fundamento principal de nuestra salud eterna.

Su sentido preciso es éste: creemos y confesamos que Jesucristo, único Señor nuestro e Hijo de Dios, cuando por nosotros se encarnó en las entrañas de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los demás hombres, sino - superado todo orden natural - por virtud del Espíritu Santo (40). Y de esta manera, una misma Persona, sin dejar de ser el Dios que era desde toda la eternidad, empezó a ser hombre, cosa que antes no era.

Que sólo así deba entenderse esta verdad de fe aparece claramente en la fórmula del Concilio Constantinopolitano: "Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos, y tomó carne de María Virgen por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre" (41). Lo mismo expresaba San Juan Evangelista, el apóstol virgen, que pudo beber en el pecho mismo del Maestro el más profundo conocimiento de este altísimo misterio. En el prólogo de su Evangelio empieza hablándonos de la naturaleza divina del Verbo: Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios, para concluir: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotras (Jn 1,1 Jn 14).

El Verbo, que es una de las Personas de la naturaleza divina, asumió la naturaleza humana, de tal modo que fuese una misma y sola la hipóstasis o persona de las dos naturalezas; y así esta maravillosa unión de las dos naturalezas conservó las acciones y las propiedades de una y otra; y, en expresión del gran pontífice San León, "ni fue anulada la naturaleza inferior al ser glorificada ni disminuyó la superior por asumir la humana" (42).

II. "CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO"

Especial explicación merecen las palabras con que se enuncia este misterio: "Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo".

Con ellas no se pretende decir que sólo la tercera Persona de la Santísima Trinidad fue la que obró el misterio de la Encarnación. Porque, aunque es cierto que solamente el Hijo se encarnó, también lo es que las tres divinas Personas - Padre, Hijo y Espíritu Santo - obraron el misterio.

Es regla absoluta de fe cristiana "que todo cuanto Dios obra fuera de sí en las criaturas es común a las tres Personas, sin que jamás obre una más que otra o sin las otras" (43). Lo único que no puede ser común a todas es el proceder una de la otra. De hecho solamente el Hijo es engendrado por el Padre y sólo el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Fuera de esto, todas las demás obras externas - llamadas por los teólogos ad extra - corresponden por igual a las tres divinas Personas. Y a esta categoría de operaciones pertenece la encarnación del Hijo de Dios (44).

Esto no obstante, la Sagrada Escritura suele atribuir a determinada Persona alguna de las propiedades comunes a las tres: el dominio de todas las cosas, al Padre; la sabiduria, al Hijo, y al Espíritu Santo, el amor. Y como el misterio de la Encarnación revela el inmenso amor de Dios para con los hombres, es atribuido de manera especial al Espíritu Santo.

A) Lo natural y lo sobrenatural en la encarnación de Cristo

Conviene distinguir en este misterio las realidades que trascienden el orden natural y las puramente naturales:

1) Realidad del orden natural fue la formación del cuerpo de Cristo de la sangre purísima de la Virgen Madre.

Es propio de iodos los cuerpos de los hombres el ser formados de la sangre materna.

2) Supera, en cambio, todo orden natural y toda capacidad de inteligencia humana el hecho de que, apenas la Virgen dio su asentimiento a la propuesta del ángel: He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38), inmediatamente quedó formado el santísimo cuerpo de Cristo y unida a él el alma racional, y de este modo, en el mismo instante, fue perfecto Dios y perfecto hombre.

No puede dudarse que esto fue obra admirable y prodigiosa del Espíritu Santo, porque, según el orden natural, ningún cuerpo puede ser informado por el alma antes de transcurrir un determinado espacio de tiempo.

Añádase a esto algo todavía más admirable: apenas el alma se unió al cuerpo, se unió también a uno y otra la divinidad. Todo se realizó en un instante: la formación del cuerpo, el ser informado por el alma, la unión de la divinidad con el cuerpo y con el alma.

Y así, ya en este primer instante, Cristo fue perfecto Dios y perfecto hombre; y la Virgen Santísima puede ser llamada con toda propiedad y verdad Madre de Dios y Madre del hombre, porque concibió en el mismo instante al Dios y al hombre. Así se lo había anunciado el ángel:

Y concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo (Lc 1,31-32).

De esta manera tuvo cumplimiento la profecía de Isaías: He aquí que la virgen grávida da a luz un Hijo (Is 7,14).

Y lo mismo declaraba Santa Isabel al descubrir, iluminada por el Espíritu Santo, el misterio de la concepción del Hijo de Dios: ¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? (Lc 1,43) (45).

B) Cristo no es hijo "adoptivo" de Dios Así como el cuerpo de Cristo fue formado de la purísima sangre de la Virgen, no por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo, así también en el mismo instante de su concepción recibió su alma santísima una maravillosa plenitud del Espíritu divino, que le colmó de gracias v dones. En frase de San Juan, Dios no le dio el Espíritu con medida (Jn 3,34), como a los demás hombres dotados de gracia y santidad, sino que derramó sobre él la gracia superabundantemente para que todos la recibiéramos de su plenitud (46).

Mas, no obstante poseer Él este don del Espíritu Santo, por el que los hombres justos consiguen la adopción de hijos de Dios, Cristo no puede ser llamado hijo adoptivo de Dios (47). Siendo verdadero Hijo de Dios por naturaleza, en modo alguno pueden convenirle ni el título ni la gracia de la adopción.

Los puntos más importantes que creemos deben explicarse acerca del admirable misterio de la encarnación, y de cuya meditación podremos derivar saludables frutos de gracia, son los siguientes:

1) Dios tomó nuestra carne y se hizo hombre.

2) E) modo íntimo como se realizó esta encarnación excede la capacidad de nuestra mente, ni puede ser explicado con palabras humanas.

3) Por último, Dios quiso hacerse hombre para que nosotros renaciéramos como hijos de Dios.

Meditemos piadosamente, creamos y adoremos con confiada humildad los misterios que se contienen en este artículo de la fe, sin olvidar que una excesiva curiosidad de análisis e investigación podría exponer nuestra fe a serios peligros.

III. "NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN"

La segunda verdad de fe contenida en este artículo es ésta: que Jesucristo no sólo fue concebido por obra del Espíritu Santo, sino que también nació y apareció en la tierra de Santa María Virgen.

Misterio sublime, que debe llenar nuestros corazones de íntimo gozo, como lo declaró el primer mensajero de la Buena Nueva al mundo: Os anuncio una gran alegría que es para todo el pueblo (Lc 2,10). como cantaban los ángeles en la noche de Navidad: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).

Así empezó a cumplirse la gran promesa hecha por Dios a Abraham: V todos los pueblos de la tierra bendecirán tu descendencia (Gn 22,18). Porque María, a quien reconocemos y veneramos como verdadera Madre de Dios por haber dado a luz a Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero, fue descendiente de David y Abraham (48).

A) El nacimiento de Cristo

Si en la prodigiosa concepción de Cristo todo excedió el orden natural, tampoco en su nacimiento puede explicarse nada sin especial intervención divina.

Nace de una madre sin detrimento de su virginidad: no cabe suponer milagro más sorprendente. Como más tarde saldrá del sepulcro cerrado y sellado (49); como se presentará a los discípulos estando cerradas las puertas (50); o como - para usar una comparación tomada de las cosas naturales - el rayo del sol penetra el cuerpo sólido de cristal sin romperlo ni dañarlo, del mismo modo, pero de una manera infinitamente más sublime, Cristo salió del seno de la Madre sin detrimento alguno de su virginidad.

Con razón podremos ya cantar la incorruptible y perpetua virginidad de María.

Semejante prodigio es evidente que sólo pudo llevarlo a cabo la infinita virtud del Espíritu Santo, que asistió a la Virgen en la concepción y parto de su Hijo, "dándole fecundidad sin privarla de su perpetua virginidad" (51).

B) Paralelismo entre Cristo y Adán, entre María y Eva

San Pablo llama con frecuencia a Cristo "el nuevo Adán", estableciendo un paralelismo entre Él y nuestro primer padre (52). En realidad, si en el primero todos encontramos la muerte, en Cristo todos recibimos de nuevo la vida; y si Adán fue el padre de la humanidad en el orden de la naturaleza, Cristo es el autor de la vida de gracia y de la gloria.

Lógicamente habremos de establecer idéntico paralelismo entre la Virgen Madre y la primera madre Eva. Ésta, dando oídos a la serpiente, atrajo la maldición y la muerte sobre el mundo (53); María, en cambio, creyendo las palabras del ángel (54), consiguió que la bondad de Dios derramase sobre los hombres la bendición y la vida. Por causa de Eva nacimos todos hijos de ira (55); por María, en cambio, recibimos a Jesucristo, por quien resucitamos a la vida de la gracia. A Eva le fue dicho: Parirás con dolor los hijos (Gn 3,16); María fue exenta de esta ley, y, sin detrimento de su virginidad ni dolor alguno, dio a luz a Jesús, Hijo de Dios (56).

C) Figuras y profecías de la encarnación

Siendo tantos y tan sublimes los misterios de la concepción y nacimiento de Cristo, no es de extrañar que la divina Providencia los preanunciara con admirables figuras y profecías. Son muchos los pasajes escriturísticos que los santos doctores han interpretado refiriéndolos a este misterio.

Recordemos, entre otros, aquella puerta del santuario que Ezequiel vio cerrada (57); aquella piedra arrancada por sí sola del monte (58); aquella vara de Aarón que prodigiosamente floreció sola entre la de los príncipes de Israel (59); aquella zarza ,que vio Moisés arder sin consumirse (60).

No es necesario insistir demasiado en los detalles históricos del nacimiento de Cristo, pudiendo todos tener a mano los santos Evangelios, donde tan minuciosamente se nos describen (61).

IV. LECCIONES Y EXIGENCIAS PRÁCTICAS

A) Aprended de mí que soy humilde

Importa sobre todo que estos santos misterios narrados por los evangelistas lleguen a impresionar nuestra mente y nuestro corazón.

Dos son los frutos principales que debemos sacar de su contemplación: un sentimiento generoso de gratitud a Dios, su autor, y un sincero deseo de reflejar en la realidad de nuestras vidas tan sorprendente y singular ejemplo de humildad.

El recordar con frecuencia la humillación de Jesucristo, que para comunicarnos su gloria no tuvo inconveniente en asumir nuestra misma pequenez y fragilidad; el contemplar hecho hombre a un Dios, ante cuya suprema e infinita majestad tiemblan las columnas del cielo y se estremecen a una amenaza suya (); el meditar cómo nace en la tierra Aquel a quien sirven los ángeles en el cielo... (62), todo esto constituirá, sin duda, el más útil de los ejercicios espirituales para reprimir nuestra vanidad y soberbia. Si Cristo no tuvo reparo en hacer todo esto por nosotros, ¿qué no deberemos hacer nosotros por Él? ¿Con cuánta prontitud y gozo del alma no deberemos estimar, amar y practicar las exigencias de la humildad?

Fijémonos en las grandes lecciones que el Niño Dios nos da, sin haber pronunciado aún una sola palabra: nace pobre, peregrino en tierra extraña, en un miserable portal, en el rigor del invierno. Así lo cuenta San Lucas: Estando alli, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre por no haber sitio para ellos en el mesón (Lc 2,6-7). ¡No pudo el evangelista esconder en palabras más humildes toda la gloria y majestad del cielo y de la tierra!

Y notemos que el Evangelio no dice simplemente que "no había sitio en el mesón", sino que no había sitio para Aquel que pudo decir con verdad: Mío es el mundo y cuanto lo llena (Ps 49,12). San Juan nos dirá también: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Jn 1,11).

B) Sublime dignificación del hombre

Al contemplar estos ejemplos, pensemos que Dios quiso asumir la humilde fragilidad de nuestra carne para levantar a los hombres al más alto grado de dignidad. Es evidente que toda la sublime grandeza concedida a los hombres en la encarnación deriva de este solo hecho: haberse querido hacer hombre el que es verdadero y perfecto Dios.

Ya podemos repetir con orgullo - cosa que no pueden hacer los ángeles - que el Hijo de Dios es hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. No socorrió a los ángeles - escribe San Pablo -, sino a la descendencia de Abraham (He 2,16).

C) Vivamos también nosotros una vida nueva

Una última reflexión se impone: cuidemos no se repita, para desgracia nuestra, la escena de Belén. ¡Seria muy triste para Cristo "no encontrar sitio" en nuestros corazones para nacer espíritualmente, como entonces no lo encontró para nacer según la carne!

Ansioso de nuestra salvación, nada desea Jesús tan ardientemente como este nuestro místico nacimiento.

A imitación suya, que por obra del Espíritu Santo y sobre todo orden natural, se hizo hombre, y nació, y fue santo, y aun la santidad misma, quiere que nosotros renazcamos no de la sangre, ni de la voluntad carnal, sino de Dios (Jn 1,13). Y, una vez renacidos, quiere nos comportemos como criaturas nuevas (Ga 6,15), viviendo una vida nueva (Rm 6,4) y guardando celosamente aquella santidad y pureza de espíritu que corresponde a hombres reengendrados en el Espíritu de Dios.

Sólo así reproduciremos, de alguna manera, en nosotros mismos el misterio de la concepción y nacimiento del Hijo de Dios, que firmemente creemos; y al creerlo, veneramos y adoramos la sabiduría de Dios misteriosa, escondida (1Co 2,7).
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NOTAS

(40) La concepción de Jesucristo fue así: estando desposada María, su Madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla, y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-20).

Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, u por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,34-35).

(41) Símbolo Niceno (), ecuménico I, contra los arríanos, y Símbolo Niceno - Constantinopolitano (), ecuménico II, contra los macedonianos (D 54 y 86).

(42) SAN LEÓN, Sermón 1 de la Natividad: ML 54,192.

(43) SAN AGUSTÍN, De la Trinidad, 1.1 c.4: ML 42,824.

(44) Cf. SANTO TOMÁS, 3 q.3 a.5-8. Santo Tomás explica bellamente en estos artículos de su Suma Teológica cómo, aunque de suyo la Encarnación pudo realizarse en cualquiera de las tres divinas Personas, convenía que fuera el Verbo el que asumiera la naturaleza humana.

(45) Nos encontramos ante un dogma por diversos conceptos fundamental en la vida de la Iglesia. De él arranca, como de su base y fundamento, toda la doctrina sobre la Santísima Virgen. Con él van unidos íntimamente otros dogmas sobre la Persona del Hijo de Dios y en torno a él gira una de las controversias más duras en la historia de la Iglesia.

En la verdad dogmática de la divina maternidad de María se aprecia un contraste de luces y sombras, formado de una parte, por la clara doctrina de la Iglesia, y de la otra, por las herejías que a través del tiempo se han empeñado en negar a la Virgen el ser Madre de Dios.

A) Errores:

1) Ya desde los tiempos apostólicos hubo herejes que pretendieron arrebatar a María el más esplendoroso de sus títulos: su divina maternidad.

Los docetas (gnósticos o maniqueos) enseñaron una maternidad puramente aparente. Según ellos, el cuerpo de Cristo eS sólo fantástico, o ciertamente real, pero traído del cielo, de tal modo que pasó por la Virgen María como pasa el agua por un acueducto, sin haber sido concebido y formado de ella.

Fueron autores de esta herejía Simón Mago, Basüides, Valentín y Manes. Más tarde - en el s.xvi - intentaron restaurarla los anabaptistas, con Simón Mennón a la cabeza. "Siguen - escribía San Pedro Canisio - los anabaptistas, cuyo número es grande todavía, defendiendo su dogma de que Cristo trajo consigo del cielo un cuerpo espiritual y celeste y que nada tomó de María" (De María Deip. Virg., 1.3 c.4).

2) Pero la verdadera disputa en torno a este dogma tuvo lugar con la aparición de la herejía de Nestorio. Negaba éste la unión hipostática del Verbo con la humanidad, y, consiguientemente, la unidad personal de Jesucristo. Según él, hay en Cristo dos íntegras hipóstasis o personas físicas: la del hombre, Cristo, y la del Verbo, unidas moral, extrínseca o accidental mente por la inhabitación del Verbo en el hombre. Cristo, por consiguiente, es el Deífero. Y si a veces los nestorianos le llaman Dios, jamás lo hacen en nuestro sentido católico, por la unión hipostática, sino sólo por la unión moral, en virtud de la cual Dios es del hombre, y el hombre es de Dios, pero ni Dios es hombre ni el hombre es Dios.

Como consecuencia de tan impía doctrina, lógicamente pudieron afirmar que la Santísima Virgen era Madre de Cristo hombre, pero no Madre de Dios. Debe llamársela no Deípara o Theotocon, sino Cristípara o Ctistotocon, o a lo sumo Theo - dochon: "receptora de Dios".

Conceden los nestorianos que María puede llamarse Madre de Dios, pero sólo en sentido impropio: en cuanto que el hombre Cristo, a quien ella engendró, unido al Verbo de Dios de un modo especial, merece honores divinos. Algo así como decimos que la mujer que dio a luz un niño, sacerdote o santo después, es madre del sacerdote o del santo.

3) No pocos protestantes modernos, fieles herederos de la aversión que Lutero y Calvino profesaron a la Santísima Virgen en otros muchos aspectos, aborrecen el título de Madre de Dos dado a María, y prefieren llamarla Madre del Señor.

B) Doctrina de la Iglesia.-Frente a tales doctrinas enemigas de la divina maternidad de María se levanta el magisterio de nuestra madre la Iglesia, que en diferentes ocasiones y con palabras bien terminantes ha definido solemnemente esta verdad, tan metida, por otra parte, en las entrañas del pueblo cristiano :

"Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por esto la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema" (Conc. de fifeso. en. 1: D 113).

"Si alguien dice que la santa, qloríosa siempre Virqen María es impropia y no verdaderamente Madre de Dios..., sea anatema" (Conc. II de Constantinopla: D 218).

"Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen, por obra del Espíritu Santo, a¡ mísmoí Verbo de Dios propia y verdaderamente, que antes de todos los sialos nació de Dos Padre. e incorruptiblemente le enoendró. permaneciendo ella, aun después del parto, en su virqinidad indisoluble, sea condenado" (Conc. de Le - trán, cn.3r D 256).

(Cf. ALASTRUEY, Tratado de la Santísima Virgen: BAC, p.75ss).

(46) Suelen distinguir en Cristo los teólogos una doble gracia: la de unión y la habitual; o si se quiere triple: porque la gracia habitual se desdobla en la denominada gracia capital.

La gracia de unión, gracia de las gracias, el modo más extraordinario con que Dios puede sublimar la naturaleza humana y unirse a ella, es "el mismo ser personal de Dios gratuitamente comunicado a la naturaleza humana en la Persona del Verbo" (3 q.6 a.6). Esa gracia santifica con la mayor efusión que imaginarse puede la naturaleza humana de Cristo.

La gracia habitual,-Es en sustancia la misma que poseemos nosotros, poroue la naturaleza humana de Cristo, en cuanto tal, necesita también un principio sobrenatural de acción, como nosotros una sobrenaturales; y eso es precisamente lo que confiere la gracia habitual. Gracia que en Cristo, a diferencia de los otros, es plenísima, con plenitud absoluta; e infinita, en cuanto tal gracia - como explican los teólogos -, aunque no por razón de su ser, que al fin y al cabo es creado.

¿No parece superflua esta gracia en Cristo, poseyendo como posee el incomparable don de la gracia de unión, que debe suplir, al parecer con creces, las funciones de la oracia habitual? No sólo no es superflua, sino que es incluso necesaria: porque, aunque la gracia de unión sustancial e increada constituye a Cristo principio personal de acción, si no tuviera la gracia habítual, le faltaría el principio operativo de naturaleza. Es el doble principio que denominan los teólogos quod y quo.

La gracia capital, ¿qué es? No es más que la misma gracia habitual con un respecto distinto en cuanto Cristo, como hombre, es cabeza del Cuerpo místico y nos comunica a nosotros esta gracia de la sobreabundancia de su plenitud. Esta doctrina, que se intuye en la bella alegoría de la vid y de los sarmientos (), la desarrolla después San Pablo, dándole más contenido bajo la analogía del cuerpo, cabeza y miembros (Ep 1,22). Cristo es Cabeza de la Iglesia (Cabeza de todas las cosas en la Iglesia: (Ep 1,22), de todos los hombres y de los ánqeles (1Tm 4,10 Col 2,10); condenación de Hus y Quesneh (D 631, 1422-1430). Y este título le proviene de la gracia capital.

Un precioso compendio de las tres gracias de Cristo nos lo ofrece San Juan en el teolóaico prólogo de su Evangelio: El Verbo se hizo hombre (Jn 1,14) es la expresión de la gracia de unión; Y le vimos lleno de gracia u de verdad (ibid.) indica la gracia habitual; y en las palabras del verso 16: Todos nosotros hemos participado de su plenitud, se insinúa suficientemente la gracia capital.

(47) Cuantos desvirtuaron la integridad v perfección de la doble naturaleza de Cristo (cf. notas 34 y 35) para salvar la unidad, o bien negaron esa unidad admitiendo un doble principio oersonal (cf. nota 36), de uno u otro modo afirmaron también que el Cristo hombre no era ni podía ser Hijo natural de Dios.

Arrio, al neaar la divinidad del Hijo, concibió a Cristo únicamente como Hijo adoptivo de Dios. Los nestorianos, consecuentes con sus principios, afirmaron que Cristo en cuanto Dios poseía una filiación natural con relación a Dios, pero en cuanto hombre sólo una filiación adoptiva. Los adopcionistas españoles Elipando de Toledo y Félix de Urgel predicaron idéntica doctrina. Y, aunque lógicamente había de seguirse de tal afirmación la doble personalidad de Cristo, ellos no lo afirmaron.

La raíz del error estaba en que concebían la filiación como un predicado de La naturaleza y no de la persona. Al haber, por tanto, dos naturalezas, ellos ponían en Cristo dos filiaciones; en cuanto Dios (Deum de Deo), hijo natural; en cuanto hombre (factus ex muliete), Cristo era solamente hijo adoptivo de Dios, como puede ser adoptado cualquier otro hombre.

El magisterio eclesiástico enseña otra verdad en cuantos documentos ha defendido que Cristo, Hijo de Dios, es también verdadero hombre, y que en Cristo hay una sola Perisona. Pues como la generación no compete a la naturaleza, sino a la persona, al no haber más que una sola, no puede haber en Cristo más que una sola filiación, la natural. El Cristo hombre es también, por tanto, hijo natural de Dios.

Entre esos documentos de la Iglesia pueden citarse la epístola de Adriano I (D 299 399s.), el Concilio II de Lyórt (D 462) y las expresivas frases del Concilio de Francfort: "El Hijo de Dios se hizo hijo de hombre, es decir, Aquel que ha sido engendrado verdaderamente, no tuvo al nacer filiación adoptiva, ni una mera denominación, sino que tuvo una verdadera filiación natural en ambas generaciones... Un único Hijo propio, partícipe de la doble naturaleza, y no adoptivo, porque sería absurdo e impío atribuir al Padre eterno, Dios, un Hijo coeterno con Él, que fuera adoptivo..."

En la Sagrada Escritura, los textos saltan a cada paso. Y la base de todas las afirmaciones es siempre la misma: que es un único sujeto, de quien se afirman predicados divinos y humanos: Bste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt 3,17), dice el Padre Eterno en el bautismo de Cristo hombre. Expresión en que las palabras Hijo mío, según el sentir de todos los exegetas, explican claramente una verdadera filiación natural. ¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?, le preguntó Caifas a Jesús; y Jesús le dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14,61-62).

(48) Cf. (Mt 1,17-18 Lc 3,23-28).

(49) Cf. (Mt 28,1-10).

(50) La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor a los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: La paz sea con vosotros (Jn 20,19).

(51) SAN AGUSTÍN, Symbolum ad cathecumenos, 1.3 c,4: ML 40,664.

(52) ASÍ, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y asi la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado... Mas no es el don como fue la transgresión. Pues, si por la transgresión de uno solo mueren muchos, mucho más la gracia de Dios y el don

gratuito de uno solo, Jesucristo, se difundirá copiosamente sobre muchos (Rm 5,12-15).

Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados (1Co 15,21-22).

(53) Vio, pv.es, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar la sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió (Gn 3,6).

(54) Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).

(55) Entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por núestra conducta hijos de ira como los demás (Ep 2,3).

(56) Con el paralelismo antitético Eva - María expresaron los Santos Padres, a partir del siglo n, la unión tan estrecha de María con Jesús, contenida en todo el proceso de la revelación divina, respecto del misterio de nuestra salud (Gn 3,15 Is 7,14).

En esa unión íntima de María con Jesús está contenida toda la mariología: la -maternidad divina, centro de toda ella; la plenitud de la gracia de María, su concepción inmaculada, su cooperación a toda la obra de nuestra redención, por la cual se le da el nombre de Corredentora nuestra y Madre espiritual de los hombres; su mediación universal en la distribución de las gracias; y como consecuencia de la maternidad divina y de la corredención, la asunción gloriosa de María en cuerpo y alma a los cielos poco después de su muerte, donde se halla a la diestra del Hijo como Reina de cielos y tierra; y el culto que nosotros debemos a tan excelsa Madre y Señora nuestra.

(57) Llevóme luego a la puerta de fuera del santuario que daba al oriente, pero la puerta estaba cerrada; y me dijo Y ave:

Esta puerta ha de estar cerrada, no se abrirá, ni entrará por ella hombre alguno, porque ha entrado por ella Y ave, Dios de Israel: por tanto, ha de quedar cerrada (Ez 44,1-2).

(58) Tú estuviste mirando hasta que una piedra desprendida, no lanzada por mano, hirió a la estatua en los pies de hierro y barro, destrozándola. Entonces el hierro, el barro, el bronce, la plata y el oro se desmenuzaron juntamente y fueron como tamo de las eras en verano, se los llevó el viento, sin que de ellas quedara traza alguna, mientras que la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran montaña, que llenó toda la tierra (Da 2,34-35).

(59) Habló Moisés a los hijos de Israel, y todos sus jefes le entregaron las varas, una por cada casa patriarcal, doce varas; a ellas se unió la para de Arón: y Moisés las puso todas ante Yavé en el tabernáculo de la reunión. Al día siguiente vino Moisés al tabernáculo, y la vara de Arón, de la casa de Leví, había echado brotes, yemas, flores y almendras (Nb 17,6-8).

(60) Apacentaba Moisés el ganado de Jefro, su suegro, sacerdote de Madián. Llevólo un día más allá del desierto; y, llegado al monte de Dios, Horeb, se le apareció el ángel de Yavé en llama de fuego, de en medio de una zarza. Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía... (Ex 3,1-2).

(61) Cf. Lc 2,1-20.

(62)Cf. Ps 96,7.