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43. EL ÚLTIMO ENEMIGO
 

  1. La muerte es la más seria amenaza al deseo humano de vivir, “la peor mala suerte” (Lorca), el último enemigo (1 Co 15,26), “el máximo enigma de la vida humana” (GS 18). La muerte desconcierta, atemoriza, escandaliza. Pone en cuestión el sentido de la vida y también pone en cuestión a Dios. De uno u otro modo, brotan las preguntas: ¿Habrá algo después? ¿Estamos condenados a morir? ¿Hay una esperanza? ¿Qué anuncia el Evangelio? ¿Cómo afronta Jesús su propia muerte? ¿Se resucita en el momento de la muerte o al final de la historia? ¿Es cierto, como suele decirse, que no vuelve nadie para contarlo? La victoria sobre la muerte (¡sin desplazamientos, en el momento de la muerte!) es parte de la buena noticia del Evangelio, la mayor epopeya de la humanidad, el mayor desafío en el que participamos.

  2. En tiempo de Jesús, lo mismo que ahora, encontramos posiciones diversas. Los saduceos niegan la resurrección (Mc 12,18), “dicen que no hay resurrección, ni ángel ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo eso” (Hch 23,8). Según el historiador judío Flavio Josefo, los saduceos “excluyen la persistencia del alma, así como los castigos y las recompensas del hades”, dicen que “las almas se desvanecen al mismo tiempo que los cuerpos y no se preocupan de observar ninguna otra cosa más que las leyes”. Por su parte, los fariseos, que “son los guías de la tendencia principal”, dicen que “toda alma es incorruptible y que solamente la de los buenos pasa a otro cuerpo, mientras que la de los malos sufre un castigo eterno” (Guerra de los judíos II, 162-166; Antigüedades judías XVIII, 16-17). La gente confunde resurrección y reencarnación: supone que Jesús es uno de los antiguos profetas, que ha resucitado (Lc 9,8;9,19). 

  3. Marta, la hermana de Lázaro, dice lo que le han enseñado, y lo dice sin mucho entusiasmo: Ya sé que resucitará en la resurrección el último día (Jn 11,24). Jesús le responde con la novedad del Evangelio: Yo soy la resurrección. El que cree en mi, aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mi, no morirá jamás ¿crees esto? (11,25-26). A los saduceos les dice Jesús que los que mueren son como ángeles, son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección: Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven (Lc 20,36-38).

  4. Algunos de los escribas le dijeron: Maestro, has hablado bien (20,39). La idea de la semejanza de los resucitados con los ángeles aparece en la corriente apocalíptica judía: “Todos se convertirán en ángeles del cielo” (1 Henoc 51,5), “los justos se transformarán en un resplandor angélico”, “habitarán en las cimas de este mundo, se parecerán a los ángeles, tomarán a su gusto cualquier aspecto, pasando de la belleza al resplandor, de la luz al esplendor de la gloria” (Apocalipsis de Baruc 51,5.10). Son los mismos términos que se utilizan en el pasaje de la transfiguración de Jesús: Se transfiguró delante de ellos y su rostro brilló como el sol  (17,2). El resucitado cambia de condición, se transfigura: Entonces los justos brillarán como el sol en el seno de su padre (Mt 13,43).

  5. El filósofo griego Platón (hacia 429-348) describe en su diálogo Fedón la muerte de Sócrates. Desde la antigüedad, se ha comparado su muerte con la de Jesús. Encarcelado y condenado a muerte por los atenienses, Sócrates muere en la cama, tras tomar la cicuta. Tan tranquila y noblemente murió, que parecía tener “cierta asistencia divina” (F.246). Nuestro cuerpo, dice, es “un obstáculo”, “siempre que (el alma) intenta examinar algo juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él” (F.260). El alma se encuentra encerrada en el cuerpo como en una cárcel: “Los hombres estamos en una especie de prisión” (F.253). La muerte es una liberación, “separación del alma y del cuerpo” (F.258). Sin embargo, se le arguye: “Todo lo relativo al alma produce en los hombres grandes dudas por el recelo que tienen de que, una vez que se separe del cuerpo, ya no exista en ninguna parte” (F.269). El filósofo estima que “conviene creerlo”: “Vale la pena correr el riesgo de creer que es así, pues el riesgo es hermoso” (F.304). Llegó el que debía darle el veneno y le preguntó qué debía hacer: “Nada más que beberlo y pasearte, le respondió, hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto” (F.309). Sócrates, que sostenía la creencia en la reencarnación, pensaba que “hay algo reservado a los muertos y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos” (F.256).

  6. En Getsemaní Jesús sabe que le espera la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,8). Dicen los evangelios: Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad (Mc 14,33-34). La muerte que le espera es horrible. Jesús no quiere estar solo en aquellos momentos. Busca la presencia de Dios y la presencia de sus discípulos. Jesús sabe lo que implica su misión:  Con un bautismo he de ser bautizado, ¡y qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12,50). Y ahora que la muerte está delante, le suplica a Dios: Padre, todo te es posible; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Mc 14,36). Como se dice en la Carta a los Hebreos, Jesús ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte (Hb 5,7).

  7. No obstante, Jesús habla de su propia muerte como de un paso de este mundo al Padre (Jn 13,1), un paso de este mundo (sometido a la muerte) al mundo nuevo (resucitado a la vida). Se va, pero vuelve (Jn 14,8;14,28). Le verán los creyentes: Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis (Jn 14,19). Las parábolas del grano de trigo que cae en tierra (Jn 12,24) y de la mujer que da a luz (Jn 16,21) manifiestan cómo se sitúa Jesús. La muerte produce fruto. Es como un parto. Estando en la situación límite de la cruz, Jesús le dice al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43). Dios salva la vida a cuantos creen en Jesús, a cuantos la pierden por El (Lc 9,24; ver 2 Mc 7 y Dn 12,2). Más aún, la vida eterna a la que resucitan los muertos es ya posesión de los vivos que creen en El: El que cree, tiene vida eterna (Jn 6,47; ver Col 2,12).

  8. El creyente israelita intuyó certeramente que Dios mantendrá fielmente a los suyos consigo para siempre: No dejarás a tu amigo ver la fosa, me librarás de las garras de la muerte, me colmarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 16,10-11). El libro de la Sabiduría replica a quienes dicen desacertadamente. “No se sabe de nadie que haya vuelto del Hades” (Sb 2,1). La muerte prematura del justo perseguido da paso a una vida nueva: Las almas de los justos están en las manos de Dios (3,1). Llamar a la esperanza es una costumbre de Dios: Reprime tu voz del lloro y tus ojos del llanto, porque... hay esperanza para tu futuro (Jr 31,16-17). Desde el principio (Gn 3,15), la historia de la salvación es una invitación de Dios para que andemos a su paso. Dios es la esperanza en persona, como se dice en el salmo 71: Tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud.

  9. Hubo esperanza para Abraham, que creyó contra toda esperanza (Rm 4,18-22). Hubo esperanza para Israel, en medio del mar, en medio del desierto, en medio del destierro (Is 43,16-19). Hubo esperanza para Jesús, en medio de la muerte.  Jesús sabe que de su muerte violenta, el Padre sacará la resurrección y la vida (Mt 17,23). Cambiará su suerte, habrá un tercer día más allá de la muerte, como está escrito: Dentro de dos días nos dará la vida y al tercer día nos levantará y en su presencia viviremos (Os 6,2). Lo anuncia Pedro el día de Pentecostés: Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado (Hch 2,36). Jesús de Nazaret se manifiesta en la historia como Señor, lo mismo que Dios. Y se hace presente entre los suyos de muchas maneras, también con esta señal: La paz con vosotros (Jn 20,19.21.26).

  10. Hay esperanza para nosotros. Dice Pablo a la comunidad de Tesalónica: No queremos que ignoréis, hermanos, la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como aquellos que no tienen esperanza (1 Ts 4,13). Y a la comunidad de Corinto: Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1 Co 15,20). En realidad, hay una profunda implicación entre la resurrección de Cristo y la nuestra. San Pablo lo dice tajantemente: Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó (1 Co 15,16). Por ello, junto a la fe en Cristo Resucitado, confesamos: Esperamos la resurrección de los muertos (Credo constantinopolitano, s.IV). Frente a las corrientes, que consideran la materia esencialmente mala, se dice también: Creo en la resurrección de la carne. Así lo hace el llamado Credo de los Apóstoles (s.VIII), aunque el término preferido por el Nuevo Testamento es el primero. Creemos que seremos los mismos y en plenitud, una plenitud que no podemos imaginar: Ni el ojo vio ni el oído oyó...lo que Dios prepara a los que le aman (1 Co 2,9).

  11. La resurrección de Jesús ha inaugurado para el mundo entero el amanecer de un nuevo día, el día de la resurrección, el tercer día. El tercer día no es un día solar de calendario, sino el tiempo que sigue a la resurrección de Jesús, un día que no tiene ocaso. Cristo ha hecho de la historia humana el tiempo de la esperanza. Ha venido a liberar a los que por miedo a la muerte, pasan la vida entera sometidos a esclavitud (Hb 2,15). La muerte no tiene ya poder sobre el hombre y sobre el mundo. Por ello puede decir Pablo: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (1 Co 15,54-55).

  12. En realidad, tanto entonces como ahora, está muy difundido el error de Marta, el desplazamiento de la resurrección al último día, al final de la historia. Los muertos mueren para los hombres, no para Dios. Para Dios todos viven. Pero el hombre se separa de Dios y se queda sin horizonte, sin futuro, condenado a muerte (Gn 3,19). El hombre necesita convertirse y descubrir el proyecto de Dios: según su plan no estamos condenados a morir, sino llamados a resucitar. Lo indicó ya Moisés, dice Jesús, antes de que se escribiera la Biblia. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios de vivos, no de muertos.

  13. Pero la pregunta se hace una y otra vez: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? Dice San Pablo: ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo o alguna otra semilla (1 Co 15,35-37). Dice también: Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual (15,44). Hablamos, como podemos, con palabras e imágenes comunes de algo que nos trasciende totalmente: la vida que anuncia Jesús, la vida que vence a la muerte, la resurrección como un florecer, como un despertar, como un nacer, como un amanecer, como un morar en la casa del Padre, como un volver.

  14. No sabemos el cómo ni en qué consiste el cuerpo espiritual del que habla San Pablo (1 Co 15,44; ver GS 39), el cuerpo resucitado. Ciertamente, aquí incide la visión del hombre que se tenga: dualista (alma-cuerpo), monista (unidad del hombre entero), fixista o estática (el hombre es como está), evolutiva o dinámica (todo cambia, el hombre también). Sea como sea, resucitamos a imagen y semejanza de Jesús, el primogénito de entre los muertos (Col 1,18), según el modelo de su condición gloriosa (Flp 3,21). En el fondo, la resurrección es una transfiguración (Lc 9,28-36). Ahora bien, Cristo resucitó al tercer día (Hch 15,4; ver Mc 10,34), es decir, tras un breve lapso de tiempo, en seguida (ver Os 6,2, Jon 2,1 y Sal 16,10-11).

  15. Si amar a una persona es decirle: tú no morirás, cada uno de nosotros puede escuchar del Dios que nos ama la Palabra que resucita a los muertos. Lo dijo Jesús: Llega la hora (ya estamos en ella) en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivirán (Jn 5,25; ver 5,21). Para Jesús el último día (6,39-40.44.54) es el día de la muerte. Dijo a sus discípulos en la última cena: En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jn 14,2). Algo semejante dice San Pablo: Aunque se desmorone la morada terrestre en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo, no construida por hombres (2 Co 5,1).

  16. Se canta en la liturgia: “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma. Y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Y se ora así por quien acaba de morir: “Concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección” (Plegaria Eucarística II). Según el Concilio Vaticano II,el rito de las Exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana” (SC 81). Todo ello no impide una posible purificación (Concilios de Lyon y de Florencia, años 1274 y 1439) ni tampoco, para los que hayan hecho el mal, una resurrección de condena (Jn 5,29).

  17. El V Concilio de Letrán (1513) condena a quienes afirman que el alma racional es mortal (DS 1440). Convocado por Julio II, el concilio es contado como ecuménico, aunque “acudieron sólo unos pocos prelados” (L.Hertling, Historia de la Iglesia, Herder, 1981, 303). Como dice el teólogo alemán M. Schmaus, la formulación acerca de la inmortalidad del alma es “una formulación hecha con auxilio del pensamiento griego”. Además, “ninguna verdad revelada se opone a la afirmación de que el hombre alcanza una nueva existencia corporal inmediatamente después de la muerte, mientras el cuerpo terrestre es puesto en el sepulcro o quemado o se corrompe” (El credo de la Iglesia católica, II, Rialp, 1970, 755).

  18. En cuanto al modo de la resurrección, el Catecismo de la Iglesia Católica dice que los muertos resucitan a semejanza de Cristo: “Cristo resucitó con su propio cuerpo..., pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El ‘todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora’ (Cc. De Letrán IV;DS 801), pero este cuerpo será ‘transfigurado en cuerpo de gloria’ (Flp 3,21), en ‘cuerpo espiritual’ (1 Co 15,44)” (n.999). En cuanto al momento de la resurrección, el Catecismo dice lo mismo que Marta, la hermana de Lázaro: “Sin duda, en el ‘último día’ (Jn 6,39-40.44.54;11,24); ‘al fin del mundo’ (LG 48)” (n.1001).

  19. El jesuita francés Pedro Teilhard de Chardin (1881-1955) mira al pasado y avizora el futuro. Devuelve al cristianismo su sentido cosmológico y ofrece a un mundo dinámico la luz del Evangelio. El punto Omega es el centro final de convergencia de todo el proceso cósmico. A la luz de la fe, Omega es Cristo. Cristo adquiere así dimensiones cósmicas: "Tú has ocupado por derecho de Resurrección el punto clave del Centro total en el que todo se concentra" (El himno del Universo, Taurus, Madrid, 1963, 147; Col 1 y Ef 1). Teilhard de Chardin murió en Nueva York, el 10 de abril de 1955, Pascua de Resurrección. Tres días antes de su muerte, dejó escrito en la última página de su diario un resumen sorprendente de su pensamiento: El Universo está centrado evolutivamente. Cristo es el Centro.  Y los tres versículos (1 Co 15,26-28) que anuncian la victoria sobre la muerte. Poco antes, durante una cena en el consulado de Francia en Nueva York, había dejado caer: "Me gustaría morir el día de Resurrección". Y así fue: toda una señal.

  20. En el Apocalipsis, los mártires gozan ya de la resurrección de Cristo, viven y reinan con El (Ap 20,4-5). En los primeros siglos, el día de su muerte se celebra como día de nacimiento. San Ignacio de Antioquía (s.II) escribe camino del martirio: “Mi parto se acerca” (Carta a los Romanos, 6,1). Y también: “Yo, hasta el presente, soy un esclavo. Mas si lograse sufrir el martirio, quedaré liberto de Cristo y resucitaré libre en El” (4,3). Y finalmente: “Bueno es que el sol de mi vida, saliendo del mundo, se oculte en Dios, a fin de que en El yo amanezca” (2,2).

  21. En la experiencia de la comunión de los santos, podemos descubrir -de muchas maneras- que los muertos viven, como Cristo vive. La relación con ellos -dice el Concilio- no se interrumpe, se robustece; ellos interceden por nosotros (LG 49). Veamos este testimonio de Santa Teresa: “Acaéceme algunas veces ser los que me acompañan y con los que me consuelo los que sé que allá viven, y parecerme aquellos verdaderamente los vivos, y los que acá viven tan muertos, que todo el mundo me parece no me hace compañía” (Vida, 38,6).

  22. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? (Lc 24,5). Como un día las mujeres al Resucitado, mucha gente busca a sus muertos entre los muertos, en el sepulcro. Y, sin embargo, no están allí. Han resucitado. Viven, como Cristo vive. Si nos lo creemos, muchos acontecimientos nos hablarán de todo esto, confirmándolo en nuestra propia experiencia. Como en aquel tiempo: Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban (Mc 16,20).