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20-4. VENGA TU REINO


1. Tras la invocación o glorificación del nombre de Dios, la oración de Jesús se centra en lo esencial de su misión: la irrupción del reino de Dios en el campo de la historia y la necesaria conversión. De este modo, Jesús le pide al Padre: Venga tu reino (Lc 11,2). Y añade, explicitando lo anterior: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10). Ahora bien, surgen diversos interrogantes: ¿Qué significa eso del reino de Dios? ¿Se identifica con la Iglesia? ¿Ha llegado ya o todavía no? ¿Llega ahora también? ¿Qué es lo que pedimos cuando pedimos a Dios que venga su reino?

2. El Evangelio es anunciado en un mundo donde parece reinar la experiencia contraria. El Evangelio anuncia el reino de Dios junto a la conversión del hombre (Mc 1,15). Sin embargo, parece suceder justamente lo contrario: Dios no reina en modo alguno y, además, el hombre no puede cambiar.

3. Nicodemo es maestro en Israel y, sin embargo está convencido. Más aún, está resignado. El hombre no puede cambiar. De todo lo que dice y hace Jesús ha entendido una cosa: que Dios está con él y que viene de Dios como maestro. Pero hay algo que le resulta verdaderamente extraño, eso que dice Jesús: El que no nazca del agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,6). Para cambiar, el hombre necesitaría ser fundido de nuevo en el seno de su madre. Nicodemo ya es viejo y conoce bien las posibilidades del hombre. No cree que el hombre pueda cambiar, nacer de nuevo, renacer.

4. En realidad, el hombre comete su error más radical, cuando evita la presencia de Dios. Dios acostumbra a pasear por el jardín de este mundo, quiere estar cerca del hombre, salir a su encuentro, hablarle. Pero el hombre sospecha que Dios no le interesa para vivir, que Dios es enemigo de su felicidad y de su vida, que Dios es envidioso. Por tanto, el hombre oye el ruido de los pasos de Dios y se oculta. De este modo, despide a Dios de toda función en el seno de la historia, pero con ello no hace otra cosa que cerrarse a sí mismo el camino del árbol de la vida (Gn 3).

5. Sin embargo, desde Abraham al último de los profetas, tener fe no es meramente admitir la existencia de Dios, sino creer que Dios interviene en la historia humana. Y así la fe es una profunda experiencia de Dios como Señor de la historia. Se canta en los salmos del reino (Sal 93-100): ¡El Señor es rey! (Sal 96,10). Dios reina sobre el mundo y la historia, pero de una forma especial quiere reinar sobre Israel: Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos (Ez 36,27).

6. Desde tiempos muy antiguos se daba a Dios el título de rey, según una costumbre muy común en los pueblos semitas. Lógicamente, entonces se pensaba que Israel era el reino de Dios, se trataba de una realidad presente (1 Sm 12,12). Pero con el comienzo del dominio extranjero, el contraste existente entre tal creencia y la triste realidad condujo a la idea de un futuro reino de Dios que apenas se podía percibir en el presente. En una época en la que Israel vivía sometido al dominio de imperios paganos y en la que el nombre del Señor era profanado, los profetas lo anunciaron: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios! (Is 52,7; ver Miq 2,13;4,7;Zac 14,9.16-17;Sof 3,15).

7. En los salmos se canta el reino de Dios, un reino que alcanza a todos los pueblos: ¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo! Porque el Señor, el Altísimo, es terrible, Rey grande sobre toda la tierra (Sal 47,2). Se canta su justicia: Poderoso rey que el juicio ama, tú has fundado el derecho, juicio y justicia tú ejerces en Jacob (99,4). Se cantan sus juicios: Sión lo oye y se alboroza, exultan las hijas de Judá a causa de tus juicios (97,8). Se cantan sus obras: Cantad al Señor un canto nuevo, porque ha hecho maravillas (98,1). Se canta su amor: Se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel (98,3). Se canta su majestad: Reina el Señor, de majestad vestido, el Señor vestido, ceñido de poder, y el orbe está seguro, no vacila (93,1). El Señor reina desde siempre: Desde el principio tu trono está fijado, desde siempre existes tú (93,2).

8. Aunque fuera esbozada en el pasado, Jesús anuncia una novedad radical, el reino de Dios. Es una realidad que está oculta en el seno de la historia. No viene espectacularmente ni está ligada a un tiempo ni reservada a un lugar. Está vinculada a su persona. Jesús hace sentir sin rodeos a quien lo necesita la cercanía de Dios: El reino de Dios ya está entre vosotros (Lc 17,21).

9. El reino viene cuando se dirige a los hombres la palabra de Dios, la palabra del reino (Mt 13,19). Es como una semilla sembrada en el campo (13,4), como un grano de mostaza que se hace árbol en cuyas ramas anidan los pájaros del cielo (13,31), como la levadura que se echa en la masa (13,33), como un tesoro escondido en el campo (13,44), como una perla que se compra a costa de todo lo que se tiene (13,46), como una red que se echa en el mar y recoge todo género de peces (13,47).

10. A los demás les llega por medio de parábolas. Sin embargo, los discípulos contemplan los secretos del reino: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! (Lc 10,23). Más aún, los discípulos heredan el reino: No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro padre le ha parecido bien daros a vosotros el reino (Lc 12,32). De modo especial, Pedro recibe las llaves del mismo (Mt 16,18). La Iglesia, convertida al Evangelio, constituye en la tierra "el germen y el principio de ese reino" (LG 5). Es preciso buscar por encima de todo el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33).

11. Jesús anuncia el programa del reino de Dios en medio de felicitaciones. La verdadera felicidad no se encuentra por los caminos del poder, del dinero y de la fuerza, sino por los de la paz, la generosidad, la misericordia, la lucha por la justicia, la entrega confiada en manos de Dios. La muchedumbre queda asombrada. Además, se anuncia como gracia a quienes por sí mismos ni siquiera pueden cumplir la ley. Con su cumplimiento brota en el corazón humano la alegría, la paz, la bienaventuranza (Mt 5).

12. Jesús anuncia una palabra que se cumple. Los hechos acompañan a las palabras. Se dan en él las señales esperadas: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la buena nueva (Lc 7,22). La gente se admira, porque les enseña como quien tiene autoridad (Mt 7,29). Según ello, podemos orar: Renueva las señales, repite tus maravillas (Eclo 36,5).

13. Acusado de querer ser rey de los judíos, Jesús declara que su reino no es de este mundo (Jn 18,36). Sin embargo, los poderosos de este mundo le condenan y crucifican. En adelante, los discípulos anuncian el reino de Dios, pero centrado ya en el nombre de Jesús. El crucificado ha sido constituido Señor (Hch 2,36). ¡Lo mismo que Dios! Por tanto, el reino de Dios es ya el reino de Cristo. Los apóstoles oran así en medio de la persecución: Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar la palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús (Hch 4,29-30;ver Sal 65,9).

14. En la oración descubrimos la voluntad del Padre y la parte que nos toca en que se cumpla, preparamos nuestro corazón para ponerlo al servicio del reino de Dios, que está en acción. Dios está cerca: En él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). Podemos orar como Jesús: Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad (Hb 10,7;Sal 40,8-9), envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen (Sal 43,3), enséñame a cumplir tu voluntad (Sal 143,10). También podemos orar como la Iglesia primitiva, diciendo: Ven, Señor Jesús (Ap 22,20). Cristo resucitado secretamente, como el imán atrae las limaduras de hierro, atrae todo hacia sí según las líneas de un trazado progresivamente visible.

* Diálogo: ¿Qué es lo que pedimos cuando decimos: Venga tu reino?