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11. DICHOSOS


1. La experiencia de fe entraña alegría, paz, felicidad. Afecta al sentido más profundo de la vida. Al propio tiempo, podemos reconocer la presencia de Cristo en esa paz que el mundo no puede dar, en esa alegría que nadie nos puede quitar. Quien no ha experimentado esa paz y esa alegría, se puede preguntar si realmente tiene experiencia de fe.

2. En la Biblia, se expresa de modo concreto la felicidad que espera a quien escucha la palabra de Dios: Bendito seas en la ciudad, bendito seas en el campo, bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crías de tus reses y el parto de tus ovejas; bendita tu cesta y tu artesa (Dt 28,3-5).

3. Este carácter concreto de la felicidad supone que, al menos, un mínimo de bienes materiales son necesarios para realizarla. En esta perspectiva se sitúa la oración del sabio, que anticipa la petición del Padre Nuestro: No me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan (Pr 30,8).

4. Un mínimo de bienes es necesario, pero no basta para alcanzar la felicidad. El hombre, abandonado a sí mismo, no puede dominar su propio corazón ni controlar las fuentes de la felicidad, de la alegría, de la paz. El hombre no puede ser como Dios, prescindiendo de Dios (Gn 3,5). Al contrario, como dijo San Agustín, necesita de Dios: Nos hiciste, Señor, para Tí e inquieto está nuestro corazón hasta descanse en Tí (Confesiones 1,1,1).

5. En los salmos se canta la alegría del conocimiento vivo de Dios: Muchos dicen: ¿Quién nos hará ver la dicha? ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro! Señor. tú has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo (Sal 4,7-8). Y también: Yo tengo mi gozo en el Señor (Sal 104,34), el Dios de mi alegría (Sal 43,4).

6. La alegría del conocimiento vivo de Dios se centra en la Buena Nueva de Jesús. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios en medio de felicitaciones, de bienaventuranzas: Dichosos, dichosos, dichosos... (Mt 5,3-12). Es la alegría de quienes entran ya ahora en el Reino de Dios (Lc 19,9), o trabajan en él (Lc 10,17), alegría que contrasta con la tristeza del joven rico (Mt 19,22). Es la alegría que siente Jesús con los niños que se le acercan (Mc 10,16), con la acogida que se da a la Palabra (Mt 8,10), el perdón de la pecadora (Lc 7,47) o del publicano (Lc 18,14), la generosidad de la viuda (Lc 21,4), la manifestación del Reino de Dios a los pequeños (Mt 11,15), el anuncio de la Buena Noticia a los pobres, de la vista a los ciegos, de la libertad a los oprimidos (Lc 4,18).

7. La alegría del discípulo por haberse encontrado el tesoro escondido es desbordante. Tanto es así que todo lo demás queda subordinado a ese descubrimiento: El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo (Mt 13,44). En cada una de esas acciones (ir, encontrar, volver, comprar) podemos reconocer diversos momentos de la propia historia.

8. La alegría del discípulo subyace a todas las decisiones e, incluso, a todas las renuncias. Brota también en medio de los insultos y de las persecuciones: Dichosos seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (Mt 5,11-12; ver Hch 5,41).

9. La alegría del discípulo se desborda cuando descubre la fuerza del Reino de Dios en acción, el poder de la Buena Nueva que anuncia: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre (Lc 10,17). Jesús les dice que se alegren por un motivo mayor, porque sus nombres están escritos en los cielos (10,20).

10. Jesús se alegra de que la Buena Noticia se manifieste a quienes al parecer no podrían entender, a los sencillos: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a la gente sencilla (10,21). Y volviéndose a sus discípulos les dijo aparte: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oir lo que vosotros ois, y no lo oyeron (10,23-24).

11. La alegría del Evangelio brota ante el cambio que supone la conversión. Es la alegría del pastor que encuentra la oveja perdida (Lc 15,4-7), o de la mujer que encuentra el dinero desaparecido (15,8-10), o del padre que celebra la vuelta del hijo que se marchó (15,11-32). Esa alegría se tiene también en el cielo: Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (15,7).

12. La alegría del discípulo brota también frente a la persecución y la cruz. Incluso brotará tras la muerte de Cristo. Será como un parto. Entonces su tristeza se cambiará en alegría. Tendrán la alegría increíble de la resurrección (Lc 24,41), una alegría que nadie se la podrá quitar: La mujer, cuando da a luz, está triste porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría (Jn 16,20-22).

13. Quienes creen en Jesús, tienen su alegría colmada (Jn 17,13). Alegría y paz son una misma cosa. Jesús da una paz que el mundo no puede dar. Como despedida, dice Jesús en la última cena: Os dejo la paz, mi pas os doy; no os la doy como la da el mundo (Jn 14,27). La paz es una de las señales de la presencia de Cristo Resucitado, su personal saludo: La paz con vosotros (Jn 20,19).

14. La alegría y la paz son fruto del Espíritu (Ga 5,22) y una nota característica del Reino de Dios (Rm 14,17). La primera comunidad cristiana vive en una alegría sencilla (Hch 2,46); la predicación de la Buena Nueva es en todas partes fuente de gran alegría (8,8); el bautismo llena a los creyentes de un gozo que viene del Espíritu (13,62); se comparte con alegría, para que nadie pase necesidad (2 Co 9,7).

15. En definitiva, el motivo más profundo de nuestra alegría, el que los resume todos, es aquél que Andrés no puede callar y que comunica a su hermano Simón Pedro: Hemos encontrado a Cristo (Jn 1,41). Y nosotros: ¿Hemos encontrado lo que buscábamos, el tesoro escondido en el campo?