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10. IGLESIA


1. La experiencia de fe es experiencia comunitaria. Si se comparte, la experiencia de fe crea comunidad: la Palabra de Dios une a quienes la escuchan (Lc 8,21). Al propio tiempo, la comunidad es el medio apropiado, en el que se desarrolla la experiencia de fe. Sin embargo, ¿cuántos llegan a vivir su fe en comunidad? Muchos tropiezan con este hecho preocupante: ausencia alarmante de comunidades vivas. La masificación, el individualismo y el anonimato son vicios contrarios a la comunión eclesial. El tejido comunitario de la Iglesia aparece muy destruido. En muchos casos, ¿estamos ante un campo de huesos secos (Ez 37)? ¿vivimos en la confusión de Babel (Gn 11)?

2. Babel es el nombre hebreo de Babilonia. En la Biblia, Babilonia es una ciudad símbolo. Como Jerusalén, pero al revés. Poco a poco, se va tomando conciencia de una profunda experiencia que está en acción en la tierra: Babilonia y Jerusalén, frente a frente, son las dos ciudades entre las que se reparten los hombres, la ciudad de Dios y la ciudad del poder enemigo de Dios.

3. El relato del Génesis (11,1-9) presenta de forma sencilla el error de Babel. Se describe como una rebeldía que presenta los síntomas del pecado original, radical. Babel es el símbolo de la soberbia humana, que quiere alcanzar la plenitud de la vida, incluso el cielo, por su propio poder, prescindiendo de Dios. Esta pretensión, en el fondo idolátrica, mete a Babel en una situación engañosa, cuyas consecuencias se manifiestan después.

4. La soberbia de unos hombres que construyen su ciudad sin Dios tiene como fruto un misterio de incomprensión, de incomunicación, de confusión: Bajemos y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo (11,7). Babel, que en realidad significa puerta de Dios, vino a ser paradójicamente ciudad de confusión, la ciudad del embrollo.

5. La dispersión es el resultado final que completa el proceso (idolatría, incomunicación, dispersión): Desde allí los dispersó el Señor por toda la superficie de la tierra (11,9). Es el juicio de Babel, la sentencia contra la ciudad del mal. Los ejércitos de Jerjes la ejecutan hacia el 485 antes de Cristo. Babilonia vino a ser ciudad desierta, abandonada, evitada, la ciudad de la nada.

6. Por su infidelidad, también Jerusalén participa del misterioso destino de Babel. Por olvidar su misión, Jerusalén escucha de parte de Dios la comunicación de un relevo: otros pueblos la sustituirán. San Pablo ve cumplida en los gentiles la profecía de Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo; y amada mía a la que no es mi amada. Y el lugar mismo en que se dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo (Rm 9,25-26).

7. Pentecostés es el contrapunto de Babel. Si el misterio de Babel radica en la idolatría, el de Pentecostés radica en la fe: fe en Cristo, muerto y resucitado, constituido Señor de la historia (Hch 2,36). El Señor Resucitado se hace presente en la dinámica del Espíritu. El don del Espíritu manifiesta el cumplimiento de la promesa de Jesús (Jn 14 y 16). Está sucediendo, dice Pedro, lo que anunciaron los profetas: En vuestros días - dice Dios - derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños (Hch 2,17-18).

8. El Espíritu se presenta siempre en acción. Es como el viento: Sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3,8). Es como el fuego, que quema en la predicación de los profetas: Surgió el profeta Elías como fuego, su palabra quemaba como antorcha (Eclo 48,1). La experiencia del Espíritu, con sus señales, es como lengua extraña, desconocida. Se dice en el salmo 81: Una lengua desconocida se oye: Yo liberé sus hombros de la carga, sus manos la espuerta abandonaron. Una experiencia que reclama respuesta por parte del hombre, un fruto digno de conversión (Mt 3,8; Hch 2,38).

9. Si la experiencia de Babel conduce a la incomunicación y a la confusión (gentes de un mismo pueblo no se entienden), la experiencia de Pentecostés conduce a la comunicación y a la comprensión (gentes venidas de muchas partes se entienden perfectamente): Cada uno les oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua (Hch 2,11).

10. Si la experiencia de Babel conduce a la dispersión, la experiencia de Pentecostés conduce a la reunión, a la comunión, a la comunidad. La comunidad que surge es la Iglesia: Aquel día se les unieron unas tres mil almas. Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones (2,41-42). Y también: La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos (4,33).

11. Así nació, así renace y se renueva la Iglesia, que es comunidad: volviendo al cenáculo (Hch 1,13-14 y 2,1), a Pentecostés, a las fuentes de la experiencia comunitaria de los Hechos de los Apóstoles. Frente a la masificación, el individualismo y el anonimato imperantes, es preciso promover la dimensión comunitaria de la fe, reconstruir el tejido comunitario de la Iglesia. El Concilio Vaticano II recuerda que Dios quiso salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino formando un pueblo (LG 9). El proyecto de Dios es colectivo, comunitario.

12. La unidad de la Iglesia es católica (universal), como se dice desde el siglo II, para reunir todas las diversidades humanas (Hch 10,12ss), para adaptarse a todas las culturas (1 Co 9,20ss), para abarcar el universo entero (Mt 28,19). Seguramente, en la Iglesia de hoy se requiere más respeto a la legítima diversidad, así como también más unidad en lo fundamental de la fe. En la última cena, Jesús oró por la unidad de los discípulos: Que todos sean uno (Jn 17,21). Unidos los hombres en el misterio de Dios, he ahí el misterio de la Iglesia, un misterio que está abierto a nuestra experiencia, que está a nuestro alcance. Como dice el Señor: Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20).