34. JESÚS, revelación del Padre

 

Todo el largo camino recorrido en búsqueda del rostro de Dios llega a su plenitud en Jesús. De la mano del Nuevo Testamento vamos a ir desgranando la nueva experiencia de Dios que nos transmite él.

En este capítulo prescindimos de centrarnos a algunos libros concretos del Nuevo Testamento. Hablamos en general, usando indiscriminadamente todos los datos sobre Jesús que aparecen en la Biblia. En los capítulos siguientes nos centraremos en la experiencia de los autores bíblicos.

 

a) Conocer a Dios desde Jesús

En Jesús ha tenido lugar la manifestación plena e irrepetible de Dios a los hombres. Por su medio Dios se ha hecho presente entre nosotros de un modo nuevo y único. El es la revelación única y excepcional de Dios, ya que en las expresiones de su actuar humano se vuelve visible el Dios invisible. En sus palabras y gestos tomamos conciencia de lo que Dios es para el hombre: amor y perdón, denuncia y exigencia, donación y presencia, elección y envío, compromiso y fuerza.

Jesús no revela a Dios sólo desde su resurrección, sino durante toda su vida. Sólo así se puede afirmar que su amor, su solidaridad con los pobres, sus denuncias, son todas ellas acciones de Dios. Especialmente desde la cruz Jesús revela la verdadera y escandalosa realidad nueva de Dios.

La única forma de que nosotros conozcamos a Dios es reconociéndolo en el mismo Jesús. El no revela “cosas” sobre Dios, sino que Jesús es la forma humana, vital, de decírsenos Dios. En el decir y actuar de Jesús se transparenta, realiza y comunica humanamente Dios.

Por esto dice San Juan que Jesús es “la Palabra” (Jn 1,1); no “una” palabra más sobre Dios o una palabra de Dios. Y San Pablo dice que Jesús es “la imagen de Dios” (Col 1,15; 2Cor 4,4). Dios se nos hace plenamente presente y activo en la humanidad de Jesús; no “a pesar de” o “al margen de” su humanidad, sino en su misma humanidad (Heb 1,1-4).

“A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado” (Jn 1,18). Todas las explicaciones de Dios dadas antes de Jesucristo eran parciales. Lo que se dice en el Antiguo Testamento no es sino anuncio, preparación o figura de la esperanza que se cumple en Jesús. Solamente él, por su experiencia personal e íntima, puede expresar lo que es Dios (Jn 6,46). Toda idea de Dios que no pueda verificarse en Jesús, es un invento humano sin valor.

Dios en sí es “invisible” (1Tim 1,17). En Jesús, Dios en cuanto tal no se hizo visible. Sin embargo, mostró el único camino que nos puede llevar con seguridad a él. El mensaje de Jesús consiste en afirmar que nada se adelanta en querer conocer a Dios en sí mismo, directamente. La única manera de saber algo con respecto de él, es a través de Jesús.

Quien ve y contempla con ojos limpios a Jesús, entenderá todo lo que se puede entender de Dios en este mundo. “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15); el único que con toda verdad puede darlo a conocer (Jn 1,18).

La atrevida petición de Felipe: “Señor, muéstranos al Padre, que eso nos basta” (Jn 14,8), expresa la más profunda aspiración de la humanidad en busca de Dios. Y la respuesta de Jesús asegura que esta aspiración ya puede ser colmada: “Quien me ve a mí, está viendo al Padre” (Jn 14,9). Éste es el único “camino” para poder conocer y llegar a Dios. Ésta es la “verdad” de Jesús: “Nadie se acerca al Padre sino por mí; si ustedes me conocen a mí, conocerán también a mi Padre” (Jn 14,7). Ésta es justamente la “vida” que él nos trae. El hombre Jesús es la imagen pura y fiel del Dios invisible. Toda su existencia humana tiende a hacer ver al Padre.

En Jesús se nos ha comunicado de tal manera la presencia amorosa, perdonadora y regeneradora de Dios, que hemos experimentado en él de una manera nueva y definitiva la concreta cercanía de Dios. Él hace visible a Dios a través de su inagotable capacidad de amor, su renuncia a toda voluntad de poder y de venganza, su identificación con todos los marginados de este mundo.

Cristo es considerado con todo derecho como el sacramento primero de Dios, pues él es Dios de una manera humana y es hombre de una manera divina. Oír y palpar a Jesús es oír y palpar a Dios (1Jn 1,1); experimentar a Jesús es experimentar a Dios mismo. Por eso Jesús puede ser considerado como el sacramento por excelencia, pues sólo él puede asumir totalmente lo que en el hombre hay o puede haber de experiencia de Dios.

“No hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los hombres, un hombre, el Mesías Jesús” (1Tim 2,5). Cristo, el Hijo de Dios, es la raíz misma de todo sacramento. Y cada sacramento tiene que ser revelación de Dios, el Dios que se nos ha revelado en Jesús. Por consiguiente, la celebración de un sacramento tiene que ser siempre manifestación de la presencia y la cercanía de Jesús a los hombres, porque sólo a través de él sabemos quién y cómo es Dios.

 

b) Jesús, imagen del amor divino

Después de Jesús ya no podemos creer en un Dios alejado e intocable, que vive en las alturas de su cielo, ajeno a los problemas de los hombres. El es imagen de la bondad de Dios, un Dios bueno, que se hizo pequeño, se hizo historia, tomó nuestra condición humana y se entregó totalmente a nuestro servicio. Los hombres solos no hubiéramos pensado jamás que Dios se podría acercar tanto a los humanos.

Jesús experimenta en su vida la cercanía de ese Dios amor y lo comunica con toda sencillez. No multiplica sus palabras sobre Dios, sino que lo vive y lo da a conocer con actitudes concretas. Su vida es un continuo permanecer en el amor del Padre (Jn 15,10). Deja siempre a Dios ser Dios, un Dios radicalmente diferente de las imágenes que los hombres manipulamos sobre la divinidad.

Con Jesús de Nazaret “se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres” (Tit 3,4). Mostró con su vida que Dios es ternura y solidaridad para con todos.

Los pobres ocupan un lugar privilegiado en la vida de Jesús porque ellos son signo visible de cómo se puede desfigurar la imagen de Dios presente en ellos. Por eso entre los rasgos más característicos de Jesús está su compasión para con los despreciados y empobrecidos. Se solidariza con sus debilidades. Los numerosos milagros de Jesús son reflejo de la actitud de compasión del Padre hacia los que sufren; son expresión de un amor cercano, que desea participar en sus sufrimientos para remediarlos.

El Dios de Jesús goza infinito con la vuelta a casa del hijo perdido (Lc 15,20). No es insensible ante ningún dolor humano. Él participa del sufrimiento de sus hijos, sin perder nada por ello de su dignidad divina. Todo lo contrario. La enseñanza insistente de Jesús sobre la compasión divina muestra que, en su omnipotencia, Dios tiene poder para exponerse libremente por amor a experimentar en sí un eco vivo del sufrimiento humano. Este poder está en la línea del amor más grande y puro.

Por eso, como reflejo del Padre, Jesús siente profundamente en su corazón las necesidades de sus hermanos. Le llegan al alma las enfermedades de su pueblo. “Vio Jesús mucha gente, tuvo compasión de ellos y se puso a curar a los enfermos” (Mt 14,14). Se compadece de los ciegos (Mt 20,34). Le duele el hambre de los que le seguían por los caminos (Mt 15,32), o el desamparo en que vivían: “Viendo al gentío, tuvo compasión de ellos, porque andaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor” (Mt 9,36).

Se siente conmovido ante el entierro del hijo único de una viuda, y se acerca a consolarla devolviéndoselo (Lc 7,12-15).

Se deja comer por sus hermanos, hasta el punto de que a veces no le queda tiempo para el descanso (Mc 6,31-33), ni aun para comer él mismo (Mc 3,20).

Siente profundamente el dolor de los amigos, hasta derramar lágrimas, como en el caso de la muerte de Lázaro: “Al ver llorar a María y a los judíos que la acompañaban, Jesús se conmovió hasta el alma... Se echó a llorar... Y conmovido interiormente, se acercó al sepulcro” (Jn 11,33.35.38).

Lloró también ante el porvenir obscuro y la ruina de su patria (Lc 19,41-42). Y se entristece por los pueblos de Galilea que no aceptan la salvación que les ofrece (Mt 11,20-24).

Ante la miseria de sus hermanos no se hace el fuerte, como si fuera alguien superior. El nunca se presenta haciendo gala de superioridad, ni humillando con su postura a nadie. Conoce y penetra con simpatía todos los corazones, especialmente los que sufren, los que se sienten pequeños o fracasados. Siempre tiende a mirar la mejor parte, a disculpar, a perdonar, a compartir. Mientras otros encuentran razones para condenar, él las encuentra para salvar.

Por eso todos los que sufren se sienten acogidos por él y las multitudes se le acercan confiadas. Los pobres, los niños, los pecadores ven en él un amigo que les entiende.

 Jesús es el hombre-de-Dios constituido en el “hombre-para-los-demás” por la fuerza del amor de Dios que habita en él de un modo nuevo. Su vivir es siempre un vivir para los otros. “Pasó haciendo el bien” (Hch 10,37).

La vida de Jesús nunca está centrada en sí mismo, sino en su Padre. Y justamente su vivencia del Padre Dios es la que le convierte en servidor incondicional de los otros hijos del Padre, sus hermanos. Ese ser para los demás en nombre del Padre es la experiencia fundamental de su vida. Por eso él es un hombre abierto a todo el mundo. No conoce lo que es el rencor, la hipocresía o las segundas intenciones. A nadie cierra su corazón. Pero a algunos se lo abre especialmente: los despreciados de su época.

Recibe y escucha a la gente tal como se presenta, ya sean mujeres o niños, prostitutas o teólogos, guerrilleros o gente piadosa, ricos o pobres. En contra de la costumbre de la época, él no tiene problemas en comer con los pecadores (Lc 15,2; Mt 9,10-11). Anda con gente prohibida y acepta en su compañía a personas sospechosas. No rechaza a los despreciados samaritanos (Lc 10,29-37; Jn 4,4-42); ni a la prostituta que se acerca arrepentida (Lc 7,36-40). Acepta los convites de sus enemigos, los fariseos, pero no por eso deja de decirles la verdad bien clara (Mt 23,13-37). Sabe invitarse a comer a casa de un rico, Zaqueo, pero de manera que éste se transforme en el uso de sus finanzas (Lc 19,1-10).

Ayuda a cada uno a partir de su realidad. Comprende al pecador, pero sin condescender con el mal. A cada uno sabe decirle lo necesario para levantarlo de su miseria. Sabe usar palabras duras, cuando hay que usarlas, y alabar, cuando hay que alabar; pero siempre con el fin de ayudar.

Esta actitud de servicio total de Cristo a los hombres está maravillosamente caracterizada en el hecho de ponerse de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies. La trascendencia de este hecho es enorme, pues el pasaje evangélico subraya su divinidad: “Jesús, sabiendo que el Padre le había puesto todo en su mano, y sabiendo que había venido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ciñó una toalla; echó agua en un recipiente y se puso a lavarles los pies a los discípulos, secándoles con la toalla que llevaba ceñida” (Jn 13,3-5). Para sus propios amigos aquello era un escándalo. Pero es la imagen de Dios hecho hombre por amor a los hombres. Y es imagen también de lo que debemos hacer todos los que queramos seguir sus huellas. Así lo dijo él mismo: “Pues si Yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,14).

Solamente cuando se ha tenido una experiencia muy honda de Dios, como Jesús, sólo entonces el hombre es capaz de salir de su propio egoísmo, para abrirse heroicamente, como él, hacia los demás.

 

c) El gozo de que el Padre se revela a los pequeños

Jesús gozó al darse cuenta de que los secretos de Dios eran entendidos por los pequeños, y permanecían, en cambio, escondidos a los “sabios”. “Bendito seas, Padre, por haberte parecido esto bien” (Mt 11,25-26). Destaca que revelar los misterios a los sencillos es una obra propia de Dios. El Padre revela en ello su “manera de ser”. Un hecho de este tipo revela la mano de su autor. Sólo el Padre Dios podía haberse comportado así. Y Jesús admira esta “originalidad” del Padre, opuesta al sentir de muchos humanos.

La alegría de Jesús por este hecho sigue siendo un desafío provocativo. Es una llamada a adoptar su mismo punto de vista.

Esta bondad de Dios significa gozo y júbilo para los pobres. Ellos han recibido una riqueza ante la que palidecen todos los otros valores (Mt 13,44-46). Experimentan lo que jamás habían sentido: Dios los acepta, aunque sus manos estén vacías. Así es como la sala de banquete de bodas se llena, aunque los invitados importantes rehusen asistir (Mt 22,1-10); el hijo perdido es reinstalado en sus derechos (Lc 15,11-32); y los publicanos y las prostitutas llegan al Reino antes que los piadosos (Mt 21,31).

La madre de Jesús, María, poco después de la concepción de su Hijo, se alegró también y bendijo a Dios porque se había fijado en su “pequeñez” para hacer en ella “obras grandes”. Y no sólo en ella: la misericordia del Señor “desbarata los planes de los soberbios... y exalta a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc 1,47-53). Este canto de alabanza de María es paralelo al grito espontáneo de alabanza de Jesús a su Padre por haber escogido a la gente sencilla como destinatarios de su revelación.

La alegría de Jesús es cumbre de esa constante bíblica de cómo Dios se da a conocer a los despreciados. Acordémonos de los precursores de Jesús: Abrahán (Gen 12-18), Moisés (Ex 3-4), Samuel (1Sam 3,1-14), Gedeón (Jue 6,14-16), David (1Sam 16,11), Jeremías (1,5-19), Job y toda la larga lista de los pobres de Yavé, que pusieron su esperanza sólo en Dios (Sof 3,12).

 

 

d) La alegría de un Dios que sabe perdonar

Parte integral del amor es la capacidad de perdonar. Por eso Dios siempre está dispuesto a perdonar al que se le acerca con humildad. Él nunca se cansó de perdonar la infidelidad de su pueblo. Jesús vino a ofrecernos personalmente, de una forma mucho más cercana, la misericordia y la fidelidad del Padre Dios.

El invita a su mesa a los publicanos, a los pecadores, a los marginados, a los reprobados... (Lc 14,16-24). A nosotros, a quienes nos es familiar el Evangelio, nos cuesta imaginar la revolución religiosa que representaba para los contemporáneos de Jesús la predicación de un Dios que quería tener trato con los pecadores. Cada página del Evangelio nos habla del escándalo que Jesús provoca llamando a los pecadores. Continuamente le pidieron explicaciones por su actitud incomprensible, y continuamente, sobre todo por medio de sus parábolas, Jesús dio la misma respuesta: Dios así lo quiere. Él es el Padre que abre la puerta de la casa al hijo arruinado; el pastor que se llena de alegría cuando encuentra la oveja perdida; el rey que invita a su mesa a los pobres y mendigos. Dios experimenta más alegría por un pecador que hace penitencia, que por noventa y nueve justos. Es el Dios de los pequeños y de los desesperados. Su bondad y misericordia no tienen límites. Así es él de bueno.

Ésta es la fuente de la alegría de los invitados a la boda, la alegría del que ha encontrado la perla preciosa, la alegría de sentirse hijo, alegría de la que participa el mismo Dios: “Él se alegra por un solo pecador que hace penitencia” (Lc 15,7).

Jesús anuncia a los pobres, a los miserables, a los mendigos el amor incomprensible, infinito, de Dios; anuncia que ya está próxima la aurora del tiempo de la alegría donde los ciegos ven, los paralíticos caminan y a los pobres se les anuncia Buenas Nuevas (Lc 4,18). Él mismo es el perdón visible de Dios, el cordero que voluntariamente murió para borrar nuestros pecados (Jn 1,29) y sanarnos con sus llagas (1Pe 2,24). “El Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rm 5,8).

Con diversas parábolas se esfuerza Jesús para convencer a los fariseos de que el Padre Dios goza con perdonar. Nada mejor para ello que la parábola del “Padre bueno” que tiene un hijo derrochador (Lc 15,11-32) o las de la oveja y la moneda perdidas (Lc 15,1-10). Él presenta en estas parábolas una nueva imagen de Dios que contrasta con la ofrecida por la religión oficial judía. En ellas se destaca la alegría por haber encontrado lo perdido: la oveja, la moneda, el hijo. Así es Dios. Quiere la salvación de los perdidos, pues los quiere; su andar errante le duele y él se alegra de que vuelvan a su lado.

La alegría y la generosidad del “padre bueno” son la alegría y generosidad del Padre Dios para con los pecadores que vuelven al hogar. Un padre preocupado por el hijo que vive lejos, en la desgracia, y que da rienda suelta a su gozo y emoción al recuperarlo. El encuentra más que justificadas sus expresiones de júbilo: “porque este hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y se le ha encontrado” (Lc 15,24).

Así presenta Jesús el comportamiento de Dios hacia los pecadores que, oyendo su llamada, se encuentran a sí mismos y deciden volver a él. Escuchan la voz bondadosa del Padre dentro del propio corazón destrozado.

En el caso del hijo mayor de la parábola Jesús intenta hacernos comprender a los orgullosos el sentimiento de Dios. Los “justos” siempre temen que la gracia de Dios pueda destruir el “orden” que los hombres nos hemos establecido. Dios, por el contrario, es y actúa de un modo totalmente distinto.

El Dios de Jesús es como un padre inconsecuente en su conducta, que abraza y perdona al hijo bandido que vuelve a casa después de haber malgastado la fortuna familiar, sin exigirle ni siquiera una promesa de arrepentimiento y corrección. Es el Dios “loco” (1Cor 1,25) que perdona a la mujer adúltera sin exigirle primero mil penitencias. Es el Dios contrario a la religión oficial, pues no acepta al fariseo que llena su vida con piedades, limosnas y rezos, pero favorable al publicano que, lleno de vergüenzas y pecados, repite ante Dios la lista de sus propias miserias. Todo ello sólo se entiende si aceptamos que el Dios de Jesús es el Dios del amor. El sabe que con el perdón comienza a germinar una nueva vida en sus hijos.

Jesús fue ejemplo vivo del perdón de Dios. Él perdonó los pecados de toda persona de corazón arrepentido que encontró a su paso; como a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,11), al pobre paralítico que le llevaron para que lo curara (Mc 2,5-11), o a la pecadora pública (Lc 8,48). Compartió la mesa con los pecadores (Lc 15,2). Comía tranquilamente con ellos (Mc 2,15-16) y se hospedaba en sus casas (Lc, 19,5), aunque los fariseos se escandalizaran (Mt 11,19).

A la hora de su muerte excusó y perdonó hasta a los que tan injustamente le estaban torturando: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Su perdón llegó a lo máximo: derramó su sangre como signo evidente del perdón del Padre (Mt 26,28). Su muerte es el sello del pacto definitivo de paz entre Dios y los hombres. “En Cristo Dios puso al mundo en paz con él” (2Cor 5, 19). “Por él quiso conciliar consigo todo lo que existe, y por él, por su sangre derramada en la cruz, Dios establece la paz, tanto sobre la tierra como en el cielo” (Col 1, 20)

Jesucristo es ciertamente el sello definitivo de la fidelidad de Dios, tan largamente proclamada por los profetas en el Antiguo Testamento. El es el Siervo Fiel del “Dios que no miente” (Tit 1,2). Por él son mantenidas y llevadas a la práctica las promesas de Dios (Rm 15,8). “Todas las promesas de Dios han pasado a ser en él un «sí»”(2Cor 1,20). “Pues Dios es digno de confianza cuando hace alguna promesa” (Heb 11, 11).

Por medio de Jesús ha llegado a la cumbre la fidelidad de Dios: “La Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la fidelidad se hicieron realidad en Jesús el Mesías” (Jn 1,14.16-17).

Afortunadamente, como ya habían repetido tantas veces los profetas, la fidelidad de Dios no depende de que nosotros le seamos fieles a él. “¿Qué importa que algunos hayan sido infieles? ¿Es que la infidelidad de éstos va a anular la fidelidad de Dios? De ninguna manera; hay que dar por descontado que Dios es fiel y que los hombres por su parte son todos infieles” (Rm 3,3-4). “Aunque le seamos infieles, él permanece siempre fiel” (2Tim 2,13).

 

e) Orar al Dios de Jesús

Todo hijo conversa con su padre. Jesús, por supuesto, dialogaba con su Padre. Y como la visión que él tenía de Dios era nueva, su forma de orar tenía que ser también en cierto sentido nueva. La forma en que Jesús ora se desprende de su fe y de su experiencia de Dios. Así nos pasa a nosotros también.

Jesús y sus discípulos pertenecían a un pueblo que sabía orar. Su herencia litúrgica era muy rica. A pesar de ello, en tiempos de Jesús la oración en muchos casos se había vuelto bastante formularia y estaba dirigida a un Dios exigente y alejado de los problemas de la gente. En este mundo hace su entrada Jesús con una nueva manera de orar.

 

• La oración de Jesús

Como consecuencia de una actitud de íntima unión con el Padre, Jesús tuvo una profunda y auténtica vida de oración. Sabía recibir con extrema sensibilidad los deseos del Padre, y respondía fielmente a su voluntad. Él sabe que el Padre le escucha siempre (Mt 26,53; Jn 11,41-42).

Los Evangelios dicen con frecuencia que Jesús se retiraba a orar a solas con su Padre (Mt 14,23; Lc 9,18), aun en casos en que todo el mundo le andaba buscando (Mc 1,35-37).

Toda la vida de Jesús se realiza en un clima de oración. Su vida pública comienza con una oración en el bautismo y un largo retiro de discernimiento (Mt 4,1-11). Y muere orando también (Mt 27,46; Mc 15,34; Lc 23,46).

Jesús aparece orando en los momentos de decisiones históricas importantes, como al elegir a los doce (Lc 6,12-13), al enseñar el padrenuestro (Lc 11,1), antes de curar al niño epiléptico (Mc 9,29). Ora por personas concretas, por Pedro (Lc 22,32), por los niños (Mc 10,16), por los verdugos (Lc 23,34). Pide con toda confianza por sus discípulos y los que después creerán en él (Jn. 17,9-24), y aun por los mismos que le crucificaron (Lc 23, 34).

Su corazón se eleva en seguida, agradecido al Padre, cuando descubre su acción en medio de los hombres, como el caso en que agradece la revelación del Padre a la gente sencilla (Mt 11,25s).

A veces se retiraba de su actividad pública para dedicar largos ratos para conversar con su Padre. Para ello se le ve irse a un huerto apartado o a un descampado. Allá pasa horas enteras (Mc 1,35; 6,46; 14,32). E incluso noches enteras (Lc 6,12) “El acostumbraba retirarse a lugares despoblados para orar” (Lc 5,16).

Aun en las pruebas más grandes, Jesús estuvo siempre centrado en Dios. Unido a él y penetrado por él. En la cruz hasta llegó a sentir la sensación angustiosa de que el Padre le había abandonado (Mt. 27, 46). Pero no perdió el contacto y la fe en Dios, pues con toda confianza añade: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).

Merece detenernos un poco en la oración del huerto: “Adelantándose un poco, cayó a tierra, pidiendo que si fuera posible se alejara de él aquella hora. Decía: ¡Abbá! ¡Papá!, todo es posible para ti, aparta de mí este trago, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36).

Es un momento serio de crisis, pues siente amenazado el sentido de la totalidad de su vida. Y en este momento decisivo, Jesús va a la oración. Así sucedió ya en las tentaciones del desierto (Lc 4,1-13), que no son otra cosa que un diálogo con el Padre sobre la esencia última de su misión y el modo de llevarla a cabo. Y vuelve a aparecer en la oración de Jesús en la cruz (Mt 27,46; Lc 23,46). Siempre que el sentido de su vida se ve amenazado, Jesús dialoga con su Padre.

Jesús quisiera rehuir esa muerte que es consecuencia histórica de su vida. Pero por medio de la oración triunfa su decisión de ser fiel a la voluntad del Padre hasta las últimas consecuencias. A pesar de su intenso dolor sigue viva en él la confianza en su Abbá, en ese Padre que exige su fidelidad hasta la muerte.

Para Jesús oración no es sin más “ponerse en contacto con Dios”, sino ponerse ante un Dios bien determinado, que une íntimamente bondad y exigencia. Lo fundamental de su oración depende de quién era para él realmente el Padre. Ahí está lo más típico de su oración.

El Dios de Jesús es un Dios de amor, y por ello el lugar central de la oración de Jesús es la praxis del amor; ahí él oye la voluntad de su Padre y la practica.

 

• Los antimodelos de oración

Jesús alerta sobre los peligros y desviaciones de una oración mal realizada. Para ello pone como telón de fondo su denuncia contra ciertas formas de oración que se realizaban en su tiempo: “Ustedes no recen así”.. Él desenmascara esas formas de orar porque se apoyan en concepciones equivocadas sobre Dios. Veamos en concreto estas enseñanzas:

a) “Cuando recen, no sean palabreros como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán más caso. No sean como ellos, que su Padre sabe lo que les hace falta antes que se lo pidan” (Mt 6,7-8).

Detrás de las oraciones largas y pesadas se halla la idea de que Dios sólo nos atiende si le acosamos con multitud de invocaciones y palabras, como si fuera alguien distraído, a quien no le interesan nuestros problemas. Pero el Dios de Jesús no es así. Él sabe lo que nos hace falta y siempre está dispuesto a ayudarnos. De lo que se trata en la oración es de darnos cuenta de lo que el Padre ya sabe. Eso es lo que hay que pedir que se nos vaya revelando, de forma que nos dispongamos a recibirlo.

b) “Cuando recen, no hagan como los hipócritas, que son amigos de rezar parados en las sinagogas y en las esquinas, para exhibirse ante la gente. Con ello ya han cobrado su recompensa, se lo aseguro. Tú, en cambio, cuando quieras rezar, entra en tu pieza, echa la llave y rézale a tu Padre que está escondido; y tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará” (Mt 6,5-6).

La oración es una cosa demasiado seria para hacerla objeto de exhibición. Los que rezan así buscan tener buena fama presentándose ante los demás como gente piadosa, pero sin preocuparse de una actitud auténtica de sinceridad y conversión ante Dios. Pretenden manejar a Dios en provecho de una falsa reputación. Y Dios no se presta a estos manejos. Él escucha en la sinceridad de la soledad a todo el que derrama en su presencia la sencillez de su vida.

c) Un caso parecido, pero más grave, es el de la parábola del fariseo que subió al templo a orar. La oración era para él un motivo de orgullo y, por consiguiente, de desprecio hacia los que no eran tan buenos como él. Jesús dedica la parábola “a algunos que, pensando estar a bien con Dios, se sentían seguros de sí y despreciaban a los demás” (Lc 18,9). El fariseo lo único que busca es afirmarse en el buen concepto que él tiene de sí mismo; no le importa lo que Dios pueda querer de él; ni siquiera siente necesidad de su ayuda. Jesús lo condena porque su Padre no es de los que fomentan falsos orgullos, ni autoengaños; menos aún, desprecios hacia nadie. En cambio alaba al publicano porque él sí se sentía pequeño ante Dios y necesitado de su ayuda.

d) “Cuidado con los letrados..., esos que se comen los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos” (Mc 12,38.40).

Acá Jesús alerta contra la falsa oración que sirve de pretexto para oprimir a alguien. Las viudas son el símbolo bíblico de todo desamparado y oprimido. La oración en estos casos se convierte en mercancía, con la que se compra la opresión. Ello encierra una gravísima ofensa al Padre Dios, pues en su nombre se aplasta precisamente a los predilectos de Dios. La oración que debiera servir para acercarse y encontrar a Dios, se convierte en camino para alejarse y ofender a Dios. Y ofende gravemente a Dios porque en el fondo se cree que Dios es patrón cruel, opresor él también de los débiles. Esta concepción de Dios no podía menos que enojar seriamente el corazón sensible de Jesús. De ahí su dura reacción ante los mercaderes del templo, porque la casa de su Padre (Jn 2,16), que debiera ser “casa de oración”, la habían convertido en “cueva de bandidos” (Mt 21,13).

e) “No basta andar diciéndome: ¡Señor, Señor! para entrar en el Reino de Dios; hay que poner por obra la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).

Jesús, siguiendo la línea de los grandes profetas, critica en este texto y en los versículos que siguen, la oración que no va acompañada de deseo sincero de cumplir la voluntad del Padre. Hay algunos que rezan, que hablan en nombre de Jesús, y hasta hacen “milagros”, pero “practican la maldad”, y por ello les dice Jesús que “nunca los ha conocido” (Mt 7,22-23). Son los “necios que edificaron su casa sobre arena” (Mt 7,26-27). Dios no es ningún tontito al que se pueda engañar con rezos. Él sabe muy bien cuándo nuestra oración es sólo un tranquilizante de conciencia para no hacer nada, y cuándo la oración encierra un sincero deseo de llevar a la práctica la voluntad del Padre.

f) Jesús destaca el perdón de las ofensas como condición previa para poder ser escuchados por Dios. El estar dispuesto a perdonar a los hermanos es condición imprescindible para que nos escuche el Padre de todos. Toda oración supone la súplica del perdón de Dios; pero dice Jesús que Dios no perdona si uno mismo no está dispuesto a perdonar (Mc 11,25; Mt 6,14-15; 18,35).

El que ha pecado contra su hermano, antes de presentarse ante Dios, debe pedir perdón al hermano (Mt 5,23-24). Según Jesús la actitud de perdón no tiene límites; debe llegar incluso al enemigo (Mt 5,44; Lc 6,28). El camino hacia Dios pasa necesariamente por la reconciliación entre hermanos, hijos todos del mismo Padre. Si no es así, estamos negando la paternidad universal de Dios.

Nuestra oración de creyentes en Jesús se distingue de cualquier otra forma de experiencia religiosa porque es inseparable de nuestra actitud de servicio a los demás. Si no hay un deseo sincero de servir a los demás, la oración cristiana es sencillamente imposible. El único criterio válidamente definitivo para medir la autenticidad de nuestra oración es precisamente nuestra actitud de servicio ante los demás: “Si nos amamos mutuamente, Dios está con nosotros... y esta prueba tenemos de que estamos con él” (1Jn 4,12-13). Ésta es la norma para no engañarnos a la hora de valorar la autenticidad de nuestra oración. Si en realidad nos encontramos con Cristo, la Cabeza, necesariamente, como consecuencia lógica, nos encontramos también con su “cuerpo”.

El encuentro con el Dios de Jesús lleva necesariamente al encuentro con los otros hijos de ese Dios. Pero no es posible el amor de hermanos al estilo de Jesús si no se da primero la experiencia del encuentro personal con Dios, el Padre de Jesús y Padre nuestro también.

 

• El modelo de oración cristiana: El Padre Nuestro

Los discípulos le piden a Jesús que les enseñe la oración típica que cada “maestro” enseñaba a sus discípulos. Jesús les enseña esta oración como un resumen de todo su mensaje. En ella describe su actitud interna ante el Padre y la que deben tener todos sus seguidores.

Las tres palabras iniciales constituyen el eje central, profesión de fe fundamental, piedra angular sobre la que se apoyarán todas las peticiones subsiguientes.

Luego realiza Jesús tres peticiones, que son como tres vueltas alrededor del acto de fe inicial. Las tres piden lo mismo, pero desde puntos de vista complementarios.

En la segunda parte de la oración hay dos bloques, con dos peticiones cada uno. El primer par aterriza la segunda petición de la primera parte; el segundo, la primera. Enseguida desarrollaremos este esquema.

En las Eucaristías se nos invita a “atrevernos” a rezar la oración que Jesús nos enseñó. Atreverse quiere decir realizar algo que no es usual y que encierra cierto riesgo. Ciertamente esta oración típica de Jesús y sus seguidores encierra actitudes y conceptos novedosos y aun “peligrosos” acerca de Dios.

La primera novedad es que Jesús enseñó a dirigirse a Dios en el idioma propio del pueblo, y no en el de los “sabios”. No rezó en hebreo, sino en arameo. En Israel estaba prohibido dirigirse a Dios en arameo, el idioma del “populacho”. Pero Jesús enseña a rezar en el idioma materno del pueblo, el que ellos usaban en su intimidad… Según los fariseos, aquello era una novedad inaudita, totalmente inapropiada para dirigirse al Todopoderoso…

El segundo atrevimiento es que enseña a dirigirse directamente a Dios. No estaba permitido ni siquiera nombrar directamente a Dios. Había que dirigirse a él en tercera persona y jamás pronunciando su nombre. Rezaban al “que está en los cielos” al “Innombrable”, el “Todopoderoso” o cosas por el estilo.

 

a) El eje central: “Padre nuestro celestial”

Como decíamos es el acto de fe inicial, del que depende todo lo demás. Desarrollémoslo por partes:

Padre

Algunas veces se había hablado en la Biblia de Dios como “Padre del Pueblo”. Pero nunca se había nombrado a Dios como padre de una persona en concreto. Y mucho menos se le había tratado directamente como “papá”. A pesar de ello, Jesús se dirige a él como padre personal suyo y de todos los que le invocan. Y lo trata como “Abbá”, que en castellano podemos traducir como “papá” o “papito”.

Esto quiere decir que Jesús enseña a dirigirse a Dios como los niños pequeños pobres se dirigen a su papá o a la persona que más quieren. Con esa misma cercanía, cariño y seguridad. ¡Y ello es ciertamente un gran atrevimiento!

Si recordamos quién era la persona a quien más queríamos en nuestra infancia, cómo nos sentíamos en sus brazos, e intentamos llamar y tratar a Dios con el mismo nombre y el mismo cariño con el que llamábamos a nuestro ser más querido, constataremos que no es fácil invocar así a Dios. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de la experiencia de Jesús, estamos invitados a tratar a Dios como papá, o quizás como “mamita”, o como “paíno”, o “taita”. Depende de qué nombre suscite en nosotros esos sentimientos de cariño, cercanía, protección, seguridad, intimidad… Ése es el ejemplo de la experiencia de Dios de Jesús, ejemplo que él nos invita a seguir detrás de él. Se trata de meterse en los brazos grandes de Dios y sentir su poderoso cariño.

En nuestro mundo, como también lo era en la época de Jesús, a veces se hace difícil ver a Dios como Padre bueno. La injusticia, la marginación y la explotación reinan por todos lados. Pero justamente metido en medio de este mundo cruel, es donde Jesús quiere hacernos entender la bondad de Dios, su paternidad universal y las consecuencias a que nos debe llevar a todos la fe en esta paternidad divina.

La novedad de Jesús se encierra en su experiencia de que Dios está aquí como Papá, cuidando de sus hijos, con un corazón sensible a nuestros problemas, con los ojos clavados en nuestros sufrimientos y con sus oídos atentos a nuestro clamor. El hombre no es un número sin nombre o una molécula perdida en los espacios, sino una persona, centro del amor entrañable de Dios.

Nuestro

No es padre sólo de algunos. Ni de un sólo pueblo. Nadie queda fuera de su paternidad. Si excluimos a una sola persona, ofendemos a su Padre Dios. Pues es papá que quiere a todos, sin ningún tipo de racismo, partidismo, machismo, o cualquier otro complejo de superioridad o inferioridad. Es absolutamente padre de todos.

Él quiere a todos, aun a esos con los que no simpatizo, con los que no me hablo, a los que tanto me cuesta respetar…

Celestial

No quiere decir que esté lejos, sino que es lindo y simpático: ¡es celestial! Se trata de una alabanza, una palabra de simpatía, belleza y cercanía. Es un piropo que Jesús nos invita a darle a ese lindo Papá…

¿Qué se dice en nuestro ambiente a un niño o una chica que nos resultan muy simpáticos, cariñosos y lindos? Algo así tendríamos que decirle a nuestro Papá Dios, con cariño y admiración.

Por supuesto, necesitamos una fórmula común para cuando rezamos todos juntos. Pero para nuestra intimidad, debemos reinventar esta primera frase, a la medida de nuestros sentimientos más íntimos.

En este eje central del Padrenuestro está condensada toda la Biblia. Es un acto de fe, de alabanza, de cariño familiar y cercano…

 

b) Las tres peticiones que giran alrededor del eje

Una vez realizado el acto inicial de fe, Jesús nos exhorta a pedir su autentificación. Quiere que pidamos vivirlo en serio, y no solamente con la boca. Y nos hace pedirlo tres veces, en las tres frases que siguen, construidas con el lenguaje popular y simbólico de la época:

Santificado sea tu nombre

Santificado: Por supuesto, no se trata de conseguir que Dios sea más santo, sino de que sea reconocido en su justa medida de santidad.

En la cultura de Jesús, esta frase significa conocer a la persona tal cual es, aceptándola y respetándola según su propia identidad. Se trata de un proyecto de vida: ir conociendo a Dios progresivamente, cada vez más a fondo y con más autenticidad.

Conocer a Dios es el ideal de todo creyente. Darlo a conocer es la meta básica de la Biblia y de todo proceso de pastoral. Cuanto más lo conocemos, más queremos seguir conociéndolo. Por eso la primera petición a Dios que nos enseña Jesús a realizar es la de que le conozcamos tal como él es, pues son muchas las imágenes deformadas o falsas que se nos ofrecen sobre la divinidad.

Venga a nosotros tu Reino

Que se haga realidad tu “Reinado”. Pedimos comportarnos realmente como dignos hijos de ese Dios, sin que le hagamos pasar vergüenza. Y comportarnos como hijos de Dios supone que nos llevemos realmente como hermanos los unos de los otros, hijos todos de ese mismo padre.

Lo primero que desea el corazón de un buen padre es que todos sus hijos se lleven como hermanos, que se respeten y se quieran, se repartan su herencia equitativamente, la cuiden y la desarrollen.

Esta paternidad, según Jesús, ha de llegar a realizarse efectivamente sobre la humanidad entera. Todos hemos de llegar a vivir realmente como hijos de Dios. El Reinado de su amor es una realidad que ya se comienza a vivir en esta vida, aunque aún le falta mucho para llegar a su plenitud. ¡Pero llegará!

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo

Cielo, significa más bien “celestial”, lindo, es decir, pedimos que se haga realidad ese lindo proyecto que tiene nuestro Papá para cada uno de nosotros y para todos en conjunto. Que llenemos las expectativas, los lindos sueños de nuestro Papá.

Todo buen padre tiene sueños de felicidad para con sus hijos, pero puede que, por ser caprichoso o egoísta, llegue a equivocarse. El sueño de Dios es siempre certero y lindo, pues se apoya en las cualidades reales de cada uno de nosotros, que él mismo nos ha dado. ¡Él no se equivoca! Que se cumpla, pues, lo más fielmente posible, ese proyecto lindo de desarrollo integral que tenés para todos y cada uno de nosotros.

“Papito lindo de todos nosotros, que te conozcamos cada vez más a fondo y te amemos así como sos. Que vivamos entre todos como dignos hijos tuyos; y cumplamos esos proyectos tan lindos que tenés para nosotros, tanto en lo personal como en lo social.”

 

c) El aterrizaje de las peticiones

Jesús nos ha enseñado a realizar un acto de fe inicial, expresando con gozo en qué tipo de Dios creemos. A continuación nos hace desear y pedir la profundización de esa fe gozosa: que le conozcamos mejor a ese Dios, que vivamos según él y que se cumplan sus lindos proyectos. En esta tercera parte nos invita a concretar la segunda y la primera petición.

La segunda se había referido al Reinado de Dios, a que sepamos vivir como hermanos, hijos dignos todos de un mismo Padre. Esa hermandad nos hace ahora desearla y pedirla en dos aspectos concretos: en una fraternización general del desarrollo humano y en una disposición radical hacia el perdón fraterno.

Danos hoy nuestro pan de cada día

En el Nuevo Testamento el pan es símbolo de todos los dones de Dios. Es el pan de la abundancia. Dios quiere la prosperidad para todos sus hijos. Que a todos llegue el derecho a la salud, a la educación, a una vivienda digna, a la libertad y desarrollo integral…

Pedir el pan de cada día no se limita a solicitar el mínimo para poder seguir subsistiendo. No le solicitamos a Dios un mendruguito al menos de pan para que no muramos de hambre. Eso sería considerarlo tacaño y duro de corazón, cosa totalmente contraria a lo de papá lindo que habíamos exclamado al comienzo.

Dios es como esa mamá que cuando llega el hijo después de mucho tiempo prepara las comidas que al hijo le gustan, en abundancia, “a reventar”… Se ofendería si le pidiéramos sólo un mendrugo viejo de pan, suficiente para no morir de hambre. Eso sería ofender su amor. Dios es un papá que goza con vernos contentos y felices, que quiere vernos reír. El da con abundancia, pero eso sí, exigiendo que la prosperidad llegue a todos sus hijos. Seguramente Jesús subrayó el acento en la palabra “nuestro”. Pedimos prosperidad, pero para todos. Progreso para unos pocos, a costa de la explotación o el olvido de los demás, supone renunciar a creer en el Dios de Jesús.

Perdona nuestras deudas en la medida en que nosotros perdonamos

Debemos mucho a Dios: son inmensos sus dones. Y son grandes nuestras ingratitudes e infidelidades. Mucho es lo que nos aguanta y lo que nos perdona.

Y aquí precisamente viene el otro gran atrevimiento: Jesús nos invita a que le pidamos a Dios que nos perdone todo lo que le debemos, pero según la medida en que nosotros perdonemos a los demás:

Lo que los demás nos deben no es nada en comparación con lo que debemos a Dios. Pero somos tan hermanos que le pedimos a Dios que nos perdone en la misma medida en que nosotros perdonamos a sus otros hijos. O sea, que le pedimos a Padre que si nosotros no perdonamos aunque sea a uno solo de sus hijos, tampoco él nos perdone. Si le perdonamos un poquito no más, que también él nos perdone nada más que un poquito… Si le decimos a alguien que le perdonamos pero le guardamos rencor, le rogamos a Dios que él también nos guarde rencor por las ofensas que le hemos hecho. Pero si perdonamos de corazón, también él sabrá perdonarnos de corazón.

Jesús contó la parábola terrible del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). En su corazón el fariseo despreció a un hijo bandido (el publicano). Y Dios miró mal al fariseo: no le gustó ese pensamiento despreciativo, porque el publicano también era para él un hijo querido.

Nos atrevemos a semejante atrevimiento porque estamos totalmente convencidos de lo hermoso y eficaz que es el amor universal de Dios. A él le duele cualquier desprecio u ofensa que infligimos a un hijo suyo. Pues resulta que no existe ningún ser humano que no sea hijo queridísimo de Dios. Y si lo despreciamos, estamos obligando a Dios a que opte con preferencia por ese despreciado. Así es el corazón de todo buen padre. ¡Cuánto más el del Papá-Dios!

No nos dejes caer en la tentación

Siguiendo la dinámica de toda la oración, al hablar Jesús de “tentación”, en singular, parece referirse a ese deseo que siempre nos presiona para que nos inventemos otros dioses menos cercanos, menos cariñosos y menos exigentes. Es la tentación de fabricarnos otro rostro de Dios, distinto al que nos enseñó Jesús. Continuamente queremos inventarnos dioses que no nos pidan tanto, que odien a nuestros enemigos, que justifiquen nuestras riquezas y nuestros placeres egoístas. Buscamos con frenesí dioses racistas, machistas, elitistas, acaparadores… Dioses que justifiquen nuestros egoísmos, nuestros orgullos y nuestras irresponsabilidades…

Los seres humanos somos una fábrica de producir ídolos, pretendiendo justificar nuestros egoísmos y nuestras vulgaridades.

Líbranos del mal

Es insistir en que Dios nos libre de ese mal terrible de la idolatría (Leer Sab 13-15). La idolatría es el origen y la raíz de todos los males.

Cuando un mal se reconoce como tal, siempre hay esperanza de corrección. Pero cuando a un mal se le sacraliza, presentándolo como querido por Dios, y aun como el mismo Dios, entonces no hay esperanza. Por eso todos los dictadores han querido perpetuarse fomentando actitudes idolátricas ante ellos.

Jesús acaba, pues, su oración típica insistiendo en el rechazo de toda imagen de Dios que no esté de acuerdo con la que él ha presentado. Las actitudes idolátricas son el mal auténtico, que hunde a la humanidad.

Esta petición está colocada en el extremo opuesto a la primera. Al comienzo nos hacía pedir el conocimiento auténtico de Dios; ahora pedimos el reconocimiento de las falsas imágenes de Dios.

 

Sería interesante que cada uno de nosotros redactáramos nuestro propio Padrenuestro, según nuestras propias experiencias, para rezarlo en intimidad.

 

f) Jesús desenmascara las falsas divinidades

Todo hombre o mujer de buena voluntad busca el rostro del verdadero Dios, el Dios viviente, que da vida. Pero la tarea no es fácil. Se trata de saber distinguir entre los rasgos auténticos de Dios verdadero y los falsos.

Jesús no solamente predicó al Dios verdadero. También combatió y desenmascaró las falsas imágenes de Dios, en cuyo nombre multitud de idólatras disminuyen la intensidad de la vida o la anulan. El punto central de sus rebeldías y sus ataques eran las falsas concepciones acerca de Dios.

Ve con claridad cómo el plan original de Dios, del Dios enteramente bueno, es que todos los hombres tengamos vida, vida plena en todos los sentidos. El “pan”, símbolo de vida, debe existir para todos. Por eso se muestra radicalmente inconforme con los aspectos deshumanizantes de la situación religiosa de su tiempo y de su pueblo, y lucha decididamente contra ellos.

Su noción de un Dios de vida entra en conflicto con los intereses privados de quienes atentan contra la vida plena de otros. Los derechos de Dios no pueden estar en contradicción con los derechos del hombre. Cualquier supuesta manifestación de la voluntad de Dios que vaya en contra de la dignidad de los seres humanos se convierte en negación automática de la más profunda realidad de Dios.

Jesús ve que la gente tienen diversas y aun contrarias nociones de Dios. Pero se da cuenta también que en nombre de formas concretas de imaginarse a Dios se justifican acciones contrarias a la voluntad de Dios. Por ello se dedica no sólo a esclarecer la verdadera realidad de Dios, sino a desenmascarar las falsas divinidades en cuyo nombre se oprime a otros hijos de Dios.

“Nadie puede estar al servicio de dos amos... No pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Jesús presenta a su Padre, el Dios de la vida, como alternativa, y alternativa excluyente, de las divinidades que niegan una vida plena para todos. Los dos se rechazan entre sí. Hay que elegir. O con el Dios de Jesús o contra el Dios de Jesús. O el Reinado del Padre por una parte o la teocracia judía y la paz romana por otra. O Jesús o el Cesar. Los judíos eligieron matando a Jesús en nombre de su Dios e invocando a su Dios cuadriculado. Los romanos lo ajusticiaron en nombre de los dioses opresores del imperio que garantizaban “su” paz. Según la lógica de judíos y romanos Jesús debía morir.

El sumo Sacerdote Caifás “le conjura por el Dios vivo” para poder enviar a Jesús a la muerte (Mt 26,63). Pero aunque irónicamente sea invocado el Dios vivo, de hecho Jesús muere a manos de las divinidades de la muerte.

La última razón por la que Pilato le puede enviar a la muerte es la invocación de la divinidad del Cesar. En nombre de esa divinidad se debía dar muerte al Dios de Jesús.

Se trata de elegir una teocracia alrededor del templo y la paz romana, por una parte, o del Reinado de Dios como Padre universal, por otra. Son totalidades de vida y de historia radicalmente basadas y justificadas en una concepción distinta de Dios. Y por la invocación de esas divinidades Jesús es ajusticiado. Este es el hecho fundamental que revela el destino histórico de Jesús: las divinidades están en pugna, y de ellas se sigue la vida o la muerte.

La muerte de Jesús no se puede entender sin su vida; su vida no se puede comprender sin aquél para quien él vive, es decir, su Dios y Padre; y sin aquello para lo que él vivía, es decir, la fraternidad universal como fruto de esa fe.

La vida de Jesús no se entiende si no se entiende el conflicto entre Dios y los dioses, entre el Dios a quien él predicaba como su Padre y el Dios de la Ley, como lo entendían los guardianes de la ley y los dioses políticos del poder romano de ocupación.

Los dirigentes judíos rechazaron a Jesús y su Dios: “No tenemos más rey que el Cesar” (Jn 19,15). Con ello muestran cuál era el dios por el que ellos habían optado: su ambición de poder y gloria. Rechazan al Dios del amor y eligen al que, por ser opresor, permite y justifica la opresión que ellos ejercen. El Dios al que ellos profesan fidelidad, aunque siguieran llamándolo Yavé, era un dios que legitimaba la opresión. Revelaban así su idolatría de hecho, pues pusieron sus intereses personales en el lugar de Dios.

Aferrados a sus falsa imágenes de Dios, dieron muerte al único hombre verdaderamente auténtico y a la única imagen auténtica de Dios, convirtiéndolo en no-hombre para poder convertir en no-Dios al Dios de Jesús. En su pretensión de destrozar la imagen de Dios en Jesús, los hombres se llevan a sí mismos al absurdo.

Jesús crea, pues, una relación nueva entre un hombre nuevo y un Dios nuevo. Y para que ello sea posible, no tiene más remedio que desenmascarar a las falsas divinidades...

 

• El Dios de Jesús es conflictivo

El Dios en el que creyó Jesús era muy distinto al Dios de la religión oficial de su tiempo. La experiencia de Dios que tuvo Jesús hacía saltar los esquemas religiosos de su época, sus normas legales y sus grupos sociales. Esta experiencia de Dios fue tan escandalosa para muchos de sus contemporáneos, que le llevó a la muerte; ellos sintieron que Jesús blasfemaba contra su Dios.

Más tarde, el imperio romano perseguiría y ajusticiaría a los seguidores de Jesús por considerarlos “ateos”, ya que ellos no creían en ningún tipo de Dios “oficial”. También en nuestros días el seguidor de Jesús sufre un choque cuando descubre la cercanía, la exigencia, la libertad, la apertura del Dios de Jesús, frente a la intransigencia, la lejanía, la severidad y el castigo del Dios de las instituciones.

El Dios que predica Jesús es distinto y mayor que el de los fariseos y el los del imperio. Según Jesús el templo no es ya lugar privilegiado para encontrar a Dios; a Dios se le encuentra en los seres humanos, y más concretamente, en los empobrecidos, en los despreciados y marginados. Ellos son los auténticos mediadores para acercarnos a Dios. Ayudando al pobre se descubre el misterio de Dios.

El Dios de Jesús suprime mediante el amor, es decir, mediante el perdón, el servicio y la renuncia, las fronteras naturales entre compañeros y no compañeros, lejanos y próximos, hombres y mujeres, amigos y enemigos, buenos y malos. Él se pone de parte de los débiles, los enfermos, los no privilegiados, los oprimidos. No es el Dios de los observantes, sino de los pecadores; no es el Dios de los piadosos, sino el Dios de los alejados de Dios.

¡Verdaderamente Jesús revolucionó el concepto de Dios de una manera inaudita! Por eso no es de extrañar su muerte violenta. Jesús murió por ser testigo fiel del verdadero Dios, en una situación en que los hombres no querían a ese Dios, sino a otros dioses más permisivos con sus orgullos y sus egoísmos.

La condena de Jesús muestra que se entendió bien la alternativa que él presentaba: el Dios de la religión oficial, o el “Padre nuestro”; el templo o el hermano. La cruz de Jesús no es algo sucedido sin motivo, sino el último intento de justificación de los egoístas. Quienes mataron a Jesús fueron los amantes de otro tipo de dioses, contrarios al Dios Padre amante de todos. Aquí está el punto central del conflicto.

Jesús, su Dios y su Reino, son signos de contradicción. En nombre de Dios, Padre bueno de todos, Jesús pide a cada uno salir de los suyos, de sus seguridades, de su “religión”, para acercarse a los despreciados de la sociedad. Y este proceso es en sí sumamente conflictivo, pues muchos no están dispuestos a aceptarlo. Por ello Jesús se convierte en centro de polémica: mientras unos ven en él a un hombre de bien, otros dicen que engaña al pueblo (Jn 7,12-13); unos lo miran como enviado de Dios, mientras otros juzgan que está loco y poseído del demonio (Jn 10,19-21). Ya había dicho de él el viejo Simeón: “Mira: éste será una bandera discutida... Así los hombres mostrarán claramente lo que sienten en sus corazones” (Lc 2,34-35).

Ante Jesús no se puede ser neutral; hay que decidirse. El provoca división (Lc 12,51-53). “El que no está conmigo, está contra mí” (Mt 12,30). Por eso unos están pendientes de sus labios y otros buscan cómo cerrarlos para siempre. La actitud que cada uno toma ante Jesús se convierte en su propio juicio. Para unos Jesús es la “piedra viva” (1 Pe 2,4), “la piedra angular” (Ef 2,20), sobre la que construir su vida; para otros es “piedra de obstáculo” (Rm 9,33), sobre la que “se estrellarán... y se harán pedazos” (Lc 20,18). Jesús es “señal de contradicción”, desde el pesebre a la cruz.

 

• El Dios de Jesús es diferente

La discrepancia radical entre Jesús y sus opositores, escribas, fariseos y saduceos, no se centraba en teorías acerca de Dios, sino sobre la forma con que se mezcla a Dios en los asuntos humanos. Los adversarios de Jesús, nunca se habían imaginado que Dios no fuera bueno, que no fuera eterno, o libre. Los fariseos y Jesús estaban de acuerdo sobre las cualidades de Dios. Pero ello no significa estar de acuerdo sobre el conocimiento experimental de Dios.

Jesús combate toda “ideología” que organiza y justifica cualquier clase de desprecio u opresión humana. Combatió a los fariseos, no porque juzgase erróneos sus principios doctrinales, sino porque consideraba intolerables los efectos destructores de su religión. En este sentido el Dios de los fariseos no era el Dios de Jesús. Si el Dios proclamado y venerado no libera, ese Dios no es el Dios de Abrahán, de Moisés y de los profetas. A Dios se le honra en donde se libera a los seres humanos de cualquier tipo de esclavitud.

La doctrina abstracta sobre Dios puede servir de excusa para oprimir. Eso es lo que Jesús reprocha a escribas y fariseos: quieren encadenar a Dios a sus propios intereses y lo usan como razón para despreciar y oprimir a los demás. Jesús combate el carácter opresor de este tipo de religión.

Aquellos profesionales de la religión habían querido encasillar a Dios, encerrándolo en el templo, en sus leyes cuadradas y minuciosas, en sus ritos y en sus fiestas. Así se imaginaban que tenían a Dios bajo su poder. Pretendían inmovilizar al que es la misma vida: Dios no debía trabajar en sábado; tenía que desprestigiar y castigar a los que no conocían la ley; debería contentarse con los sacrificios de animales y el incienso que ellos le ofrecían; tenía que mirarlos a ellos como justos y a los demás como pecadores. Escribas y fariseos eran los constructores de lo sagrado: un espacio y un tiempo para Dios. Fuera de esas normas, fuera de lo sagrado, no se podía encontrar a Dios ni rendirle culto dignamente.

Jesús, en cambio, suscita una verdadera revolución en torno al concepto de Dios. Su Dios es distinto, imprevisible, desconcertante. No sabes con claridad de donde viene, ni a dónde va.

Según el Dios de Jesús, los que parecían buenos no lo son; los que parecían malos, son bendecidos. La pecadora que se arroja a los pies de Jesús queda justificada, mientras que el fariseo, dueño de la casa, queda desacreditado (Lc 7,36-50). No condena a la mujer adúltera, pero hace huir avergonzados a los acusadores (Jn 8,1-11). Los despreciados publicanos y prostitutas son puestos por delante de los piadosos fariseos (Mt 21,31). No se nos pone como ejemplo al sacerdote ni al piadoso levita, sino al despreciado samaritano (Lc 10,30-37). El hijo pródigo es preferido al “buenito” (Lc 15,12-32). La viuda pobre agrada más a Dios con sus centavos, que los ricos que dan para el templo grandes sumas de dinero (Lc 21,1-4).

En definitiva, Jesús rechaza a los fariseos, a los observantes (Lc 11,39-54), mientras se hace amigo de los pecadores, de los despreciados, de los enfermos. Es que lleva dentro a un Dios desconcertante, muy distinto del Dios cuadriculado en el que creen los piadosos de la época. No había manera de entenderse. Cuando Jesús hablaba de Dios, no se refería al Dios que imaginaban los fariseos. El Dios de Jesús es un Dios de vida, de libertad, de amor…

Jesús desenmascaró el sometimiento humano en nombre de Dios; desenmascaró la manipulación del misterio de Dios; desenmascaró la hipocresía religiosa, que consiste en considerar el misterio de Dios como alivio para desoír las exigencias de justicia. En este sentido los poderes religiosos de entonces entendían correctamente que Jesús predicaba un Dios opuesto al suyo.

Jesús les presentaba al Dios que se acerca en gracia; al Dios que se da porque es amor, porque él así lo quiere, gratuitamente. Los fariseos, en cambio, pensaban que Dios se les entregaba como justa recompensa por sus buenas obras.

Según Jesús, el lugar privilegiado para acercarse a Dios no es el culto, ni la ciencia, ni siquiera sólo la oración, sino el servicio al necesitado. Los fariseos, en cambio, despreciaban a los pobres en nombre de Dios, pensando que él los maldecía.

Por ello parece que Jesús llegó a la conclusión de que escribas y fariseos, con todas sus teorías, no tenían ni idea de quién es Dios. El les dice: “Es mi Padre quien me honra, al que ustedes llaman su Dios, aunque no lo conocen. Yo, en cambio, lo conozco bien” (Jn 8,55). “Ustedes nunca han oído su voz ni visto su figura; ni tampoco conservan su mensaje” (Jn 5,38).

Esta diferencia radical en la experiencia de Dios lleva a los judíos a decidir matar a Jesús (Jn 10,33), condenándolo por blasfemo (Mt 26,65-66). Ellos creen que Jesús blasfema de “su” Dios (Mt 9,3) y se sienten en la obligación de acallarlo. Por eso lo ajusticiaron en una cruz. Pero la cruz, como la consecuencia de la concepción de Dios que tenía Jesús, mantendrá siempre en pie el problema de quién y cómo es el verdadero Dios. Es desde la cruz desde donde hay que preguntarse quién es el verdadero Dios, el de los fariseos o el de Jesús.

Jesús constata la coexistencia entre opresores y oprimidos y afirma que esa situación no es querida por Dios, sino fruto de la voluntad egoísta de los hombres. A la manera profética, Jesús denuncia que si hay pobreza es porque los ricos no comparten sus riquezas; si hay ignorancia es porque los “maestros” se han llevado la llave de la ciencia; si hay opresión es porque los fariseos imponen cargas intolerables y los gobernantes actúan despóticamente. Jesús ataca duramente estas situaciones injustas como fruto de la unión de egoísmos personales. Y combate muy especialmente la hipocresía que pretende justificar el poder opresor en nombre del poder de Dios.

La muerte política de Jesús se explica por una diferente concepción de Dios como poder. Su poder, el del amor realista metido en situaciones concretas, y en este sentido amor “político” y no idealista, chocaba con el poder dominante, bien sea el religioso-político de los jefes del pueblo, bien el del emperador. Fue crucificado porque estaba socavando las bases de la concepción política de los dominadores de su sociedad y del imperio romano. Según Jesús el poder está en la verdad y en el amor; por ello destruye el esquema amigo-enemigo, y no llama a la venganza sino al perdón; incluso al amor al enemigo.

Por esta razón el amor universal de Jesús se manifiesta de diversas formas según la situación. Su amor hacia el oprimido se manifiesta estando con ellos, dándoles lo que les pueda devolver su dignidad. Su amor hacia el opresor se manifiesta estando contra su comportamiento, intentando hacerles cambiar esas actitudes que los deshumaniza. Pero en ambos casos su interés es renovador, recreador de personas nuevas. En este sentido el amor de Jesús es político: por estar situado dentro de la realidad es denuncia y condena, anuncio y esperanza. Lucha contra la divinización del poder y del acumulamiento egoístas; y anuncia al Dios de la vida plena para todos.

 

g) En la cruz Dios se revela como amor absoluto

Hoy en día, subidos a las nubes rosadas de las teorías abstractas, hemos perdido la capacidad del asombro. Nos parece normal la visión de la imagen del Crucificado, y afirmamos con toda tranquilidad que ese crucificado es Dios que “murió por nuestros pecados”. Necesitamos redescubrir la vivencia de la admiración y el asombro ante la verdad histórica de la muerte horrenda del Hijo de Dios a manos de los que decían creer en Dios.

Por mucho tiempo, siguiendo los principios de la filosofía griega, se ha creído que la divinidad no puede sufrir; si sufriera no sería Dios.

Pero la Biblia presenta a Dios de una manera muy diferente, viviendo las experiencias de Israel, sus triunfos, sus pecados y sus sufrimientos. El Eterno toma en serio a los seres humanos, hasta el punto de sufrir con ellos en sus problemas y de sentirse herido por sus infidelidades. Según cuentan los profetas, Dios siente amor por su pueblo como un amigo (Is 41,8), como un padre (Os 11,1-9; Mal 3,17; Sal 102,13), o una madre (Is 49,15-16; 66,13), y hasta como un amante decepcionado (Ez 16; Is 54,4-10; Os 2,6-7). El Dios del universo se comporta como padre “paciente y misericordioso” (Sal 102,8). El sabe lo que es padecer el sufrimiento del amor: “Cada vez que le reprendo... se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jer 31,20). “Me da un vuelco el corazón y se me revuelven todas las entrañas” (Os 11,8).

Un punto central del Nuevo Testamento es la pasión y muerte de Jesús. Si Dios fuera incapaz de padecer, la pasión de Jesús sería meramente una tragedia humana. Es más, el que sólo vea en la pasión el sufrimiento de un buen hombre, llamado Jesús de Nazaret, corre el peligro de considerar a Dios como un poder celestial frío y cruel. Ello sería destruir la fe cristiana. Por eso creemos que Dios estuvo implicado en la pasión de Cristo.

Dios ciertamente no puede sufrir al estilo de los humanos. A él no le puede venir ningún sufrimiento inesperado, como fatalidad, castigo o debilidad. El no está sujeto al dolor al modo de la criatura limitada y perecedera. Dios no puede sufrir, como la criatura, por faltarle algo. En ese sentido él es impasible.

Pero si Dios es capaz de amar a otros, está expuesto a los sufrimientos que le pueda acarrear este amor. Dios puede ser correspondido o rechazado por nosotros. Y la historia muestra duramente la gran capacidad del ser humano para rechazar el amor divino. Eso no le es indiferente a Dios. El sufre por el rechazo de su amor.

Sin embargo, el amor no quiere el sufrimiento. El amor quiere la felicidad del otro y sigue amándolo aunque el amado se cierre al amor. Por eso asume su dolor. Tal es el sufrimiento de Dios, fruto del amor y de su infinita capacidad de solidaridad.

Con Jesús Dios viene a nuestro encuentro en la debilidad de una criatura, que puede sufrir, que sabe lo que significa ser tentado, llorar la muerte de un amigo, ocuparse de los hombres insignificantes; que puede ser calumniado e insultado, condenado y ajusticiado.

El rostro del Dios cristiano no es ya el de un todopoderoso, sino el de un tododébil, porque su amor, la omnipotencia de su amor, lo ha introducido en la debilidad. El Dios de Jesús es un Dios débil. De ahí que el símbolo del amor de Dios no sea el trono sino la cruz. Al Dios cristiano se le juzga, se le escupe a la cara y se le ejecuta como a un cualquiera. Y para convertirse a este Dios es necesario convertirse aquí y ahora a los crucificados de este mundo. Pues el Dios llamado desde siempre omnipotente se ha convertido en omnidébil. La omnipotencia de Dios consiste en poder superarlo todo a base de amor, pero no en poder evitarlo todo.

La cruz no es respuesta, sino una nueva forma de preguntar, la invitación hacia una actitud radicalmente nueva hacia Dios. Desde la cruz no es tanto el hombre quien pregunta por Dios, sino que en primer lugar el hombre es preguntado acerca de su interés en conocer y defender una determinada forma de divinidad.

El Dios de Jesús no es el Dios de los triunfadores. Es el Dios de los que entregan su vida a una causa y humanamente fracasan; el Dios de los torturados, el de los mártires, el Dios de los profetas asesinados, el de los dirigentes encarcelados, el de los pastores que entregan su vida por las ovejas. Sólo los que en la entrega total pueden dar un grito desesperado de esperanza revelan cómo es Dios.

El Dios de Jesucristo es el Dios que destruye y convierte en idolátricas todas las imágenes de Dios al estilo de los poderosos. El Dios de Jesús sufre la muerte de su Hijo en el dolor de su amor. Por tanto, en Jesús Dios es también crucificado. Esto es verdaderamente una locura para los sabios, un escándalo para los piadosos y algo muy incómodo para los poderosos. “Nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un escándalo y para los paganos una locura” (1Cor 1,23).

En la historia de la Iglesia y de la teología con frecuencia ha habido una tendencia a pasar por alto este escándalo de la cruz de Cristo. Muchas veces se presupone una concepción de Dios que no se deriva de la cruz. Sin embargo ahora y siempre, la muerte de Jesucristo en la cruz es la piedra de toque para la fe cristiana.

Nos quedamos con frecuencia en el “culto” a la cruz, sin preocuparnos de seguir realmente a Jesús crucificado: Así la cruz de Jesús queda desvirtuada, sin valor alguno; le quitamos su fuerza. Se convierte en un adorno, en una alhaja y hasta en una señal de poder.

En la cruz de Jesús el Padre sufre la muerte del Hijo y asume en sí todo el dolor de la historia. Así, en esta íntima solidaridad con el hombre se revela como el Dios del amor, que desde lo más negativo de la historia abre un futuro y una esperanza.

La única omnipotencia que Dios posee y que revela en Cristo es la omnipotencia del amor doliente. Dios no es otra cosa que amor; por eso el Calvario es la revelación ineludible de su amor en un mundo de males y sufrimientos. En Jesús se manifestó el Padre paciente y doliente, no el omnipotente; el Dios generoso, doliente, crucificado: Cristo desnudo, llagado, ensangrentado, pero invencible. El Dios vivo es el Dios amante, que demuestra su vitalidad en el sufrimiento. Dios se nos revela porque sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo.

Este fue el escándalo del cristianismo entre judíos y griegos, y éste, que fue su escándalo, el escándalo de la cruz, sigue siéndolo aún entre cristianos: el de un Dios que se hace hombre para padecer y morir, y resucitar por haber padecido y muerto. Y esta verdad de que Dios padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las entrañas mismas de Dios. Es la revelación de lo divino del dolor...

Sin la cruz, Dios estaría por una parte y nosotros por otra. Pero por la cruz Dios se pone al lado de las víctimas, de los torturados, de los angustiados, de los pecadores. La respuesta de Dios al problema del mal es el rostro desfigurado de su Hijo, “crucificado por nosotros”.

La cruz nos enseña que Dios es el primero que se ve afectado por la libertad que él mismo nos ha dado: muere por ella. Nos descubre hasta dónde llega el pecado, pero al mismo tiempo nos descubre hasta dónde llega el amor. Dios no aplasta la rebeldía del hombre desde fuera, sino que se hunde dentro de ella en el abismo del amor. En vez de tropezar con la venganza divina, el hombre sólo encuentra unos brazos extendidos.

El egoísmo tiende a eliminar a Dios; Dios se deja eliminar, sin decir nada. En ninguna parte Dios es tan Dios como en la cruz: rechazado, maldecido, condenado por los hombres, pero sin dejar de amarlos, siempre fiel a la libertad que nos dio, siempre “en estado de amor”. En ninguna parte Dios es tan poderoso como en su impotencia. Si el misterio del mal es indescifrable, el del amor de Dios lo es más todavía.

Cristo en cruz logra poner en el mundo un amor mucho más grande que todo el odio que podemos acumular los humanos a lo largo de la historia. La cruz de Cristo es la revelación de un amor que se impone al mal, no por la fuerza, no por un exceso de poder, sino por un exceso de amor que consiste en recibir la muerte de manos de las personas amadas, esperando convertir al amor su amor rebelde. La omnidebilidad de Dios se convierte entonces en su omnipotencia. “Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor” (Cant 8,7).

La cruz de Cristo nos enseña que no se trata de cerrar los ojos a la realidad negativa del mundo, sino de negar la realidad con los ojos bien abiertos. Porque, en definitiva, la sabiduría de la cruz enseña que el objeto del amor de Dios no es el superhombre, sino estos hombres concretos y pobres que somos nosotros. El mundo nuevo no lo crea Dios destruyendo este mundo viejo, sino que lo está haciendo con este mundo y a partir de él. El hombre nuevo no lo realiza creando a otros hombres, sino con nuestro barro de hombres viejos. Es a este hombre así desenmascarado a quien Dios ama. Y el realismo de la cruz lleva entonces a no extrañarse de nada, pero nunca lleva a rendirse. La desconfianza nos hace críticos, pero nos hace igualmente tesoneros.

En la cruz no sólo aparece la crítica de Dios al mundo, sino su última solidaridad con él. Dios sufre para que viva el hombre, y esa es la expresión más acabada del amor. En la resurrección de Jesús se revelará Dios como plenitud de gozo, pero en la cruz el amor se hace creíble.

La cruz es el lugar en el que se revela la forma más sublime del amor; donde se manifiesta su esencia. Amar al enemigo, al pecador, poder estar en él, asumirlo, es obra del amor, es amar de la forma sublime.

La obra del Espíritu es introducir a los hombres en la misma actitud de Dios hacia el mundo, que es actitud de amor, pero en un mundo dominado por el pecado, y por ello conflictivo. Obra del Espíritu es hacernos participar en la vida misma de Dios, siguiendo el camino de Jesús; es hacer real en la historia el amor de Dios manifestado en la cruz.