Tercera etapa:

 

EL DIOS TRASCENDENTE Y CREADOR

 

Esta etapa se inicia precisamente durante la tragedia del destierro en Babilonia. Los judíos desterrados se sienten infieles a la alianza y lejos del poder de Yavé. Vivían “en tierra ajena”, tanto para ellos como para su Dios. Yavé no tenía allá nada que hacer; estaban bajo el poder de otros dioses…

En este ambiente de desánimo llegan a dar un paso importante en su experiencia de Dios. Primero Ezequiel descubre que Yavé no se quedó allá lejos, encerrado en el templo de Jerusalén, sino que vive en medio de ellos. A partir de ahí se van sucediendo una serie de nuevos descubrimientos: resulta que Yavé es el único Dios, el creador del cielo y de la tierra, con poder sobre toda la creación y todos los pueblos. Tiene tanto poder en Babilonia como en Jerusalén, y ante él los otros dioses no son absolutamente nada. Texto significativo de esta época es el del segundo Isaías 40,12-17.

En esta época aparece el término creatura, que hace relación íntima de dependencia de un Creador.

Dios los iba a poder sacar del cautiverio precisamente porque es el único poder universal ante quien nada resiste. “Toda carne (toda creatura) es hierba y toda su delicadeza como flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Is 40,6.8). Lo propio de toda carne es no poder oponer la más mínima resistencia al espíritu de Dios, que la llamó a la existencia como él y cuando él lo quiso. El plan de Dios, en cambio, permanece para siempre, precisamente porque ninguna de sus creaturas se le puede oponer.

 

 

19. EZEQUIEL: El Dios ágil, que forja corazones nuevos

 

El sacerdote Ezequiel fue llevado cautivo en la primera deportación a Babilonia el 598 a.C., junto con otras autoridades. Allá, entre aquellas personas trilladas por el sufrimiento, tuvo una nueva experiencia de Dios, que se sintió llamado a transmitirla a sus compañeros de cautiverio.

Ellos no se imaginaban cómo poder adorar a Yavé en tierra extraña, propiedad de otros dioses. Ser exiliados era sinónimo de estar abandonados por Yavé. Un exiliado era, pues, gente sin Dios. El salmo 137 lo expresa con intensidad. Para sus autores no se podía cantar en el exilio, ni mucho menos sacrificar o profetizar. En tierra extraña no había cómo entrar en contacto con Yavé. "¿Cómo podríamos entonar un canto a Yavé en tierra extraña?" (Sal 137,4).

La desesperanza era completa. Lo anota el propio Ezequiel, citando palabras de sus contemporáneos: "Se han secado nuestros huesos. Se perdió nuestra esperanza. El fin ha llegado para nosotros" (Ez 37,11).

Los desterrados, antigua gente pudiente, vivían en un campamento de trabajo junto a un afluente del Eufrates, el río Quebar, luego de viajar unos 1200 kilómetros a pie. Son del grupo de orgullosos que antes protestaban contra Jeremías. Piensan que Dios ha sido injusto con ellos. Creen que la salvación está en volver a rendir culto en el Templo de Jerusalén, donde Yavé los acogerá cuando vuelvan (habían conatos de cambio de gobierno). Pero mientras permanezcan en Babilonia, están fuera del alcance de Yavé. Allá domina el dios Marduk, que demuestra su poderío en el esplendor de Babilonia, con sus jardines colgantes y sus magníficos templos.

 

a) Dios ágil y libre

Ezequiel siente una experiencia de Dios profunda y original. Al quererla transmitir, no encuentra palabras adecuadas, y recurre a una catarata de comparaciones, que le salen a borbotones, encimadas, corrigiendo y ampliando cada una a la anterior. Cada imagen complementa a la anterior, pero al mismo tiempo se queda corta, y necesita una nueva corrección.

Se trata de una visión de la gloria de Yavé, que hasta entonces se decía que resplandecía sólo en Jerusalén. Allá Isaías la vio con ocasión de su vocación (Is 6). Ahora también la ve Ezequiel. Pero no en Jerusalén. La visión de Ezequiel se da en el exilio, junto al río Quebar (1,3). “Encontrándome entre los desterrados… se abrió el cielo y contemplé visiones divinas. Entonces Yavé puso sobre mí su mano…” (1,1-3). “Hijo de hombre, levántate, que voy a hablarte” (2,1). "Me levanté, y fui al valle. La Gloria de Yavé ya estaba allí"  (3,23).

En este descubrimiento reside la inmensa y para aquellos tiempos extraordinaria novedad de la experiencia de Ezequiel: sintió la presencia de Yavé entre los exiliados. A partir de este punto crucial, Ezequiel se pone a predicar con frenesí. Siente que Yavé vive ahora entre aquellos deportados, tan oprimidos y esclavizada, solidario con todos ellos, por lejos que estuvieran de Jerusalén.

Ezequiel insiste en que este descubrimiento era motivo de un gran consuelo para los que con desánimo y desesperanza acostumbran a mirar al norte, desde donde los babilonios los habían traído hasta las orillas del río Quebar. Su Dios había hecho el mismo trayecto. Él también "venía del norte" (1,4) para estar con ellos en tierra extraña, en suelo de otras divinidades. Los deportados ya no estaban solos. Sus caminos no habían sido olvidados por su Dios…

Ezequiel es el vidente de la presencia de Dios entre su pueblo sufriente. Anuncia la presencia de un Dios que ha bajado hasta su pueblo en desgracia para revelarles su poder y su cercanía. Yavé no se había quedado encerrado en el templo de Jerusalén, sino que vive junto a los desterrados, haciéndose sentir en aquellos momentos difíciles y obscuros.

El Dios que se revela a Ezequiel es polifacético. Son muy variadas sus caras, sus manifestaciones y sus aspectos. Está por encima de todo y de todos. Lo invade y lo envuelve todo. Es misterioso y sencillo, grandioso y cercano…

Es un Dios al que no se le puede encerrar en ningún sitio, ni siquiera en el templo; él se encuentra en todas partes; es ágil y dinámico, absolutamente libre. Es movilidad sin descanso. Un Dios que se mueve como quiere y cuando quiere.

Dios es fuego ardiente, que quema, penetra hasta en lo más profundo y deja siempre las huellas de su paso. Es como brasas ardientes (1,13), que calientan y convocan a la reunión, al diálogo, a la intimidad. Dios cercano, familiar, que anima a acercarse a él como brazas ardientes. Pero las brasas son chiquitas, están quietas y dan poca luz. Por eso Ezequiel se corrige: Dios es ágil y luminoso, como antorchas que se agitan (1,13). Pero la antorcha es pequeña e ilumina poco. Por eso Ezequiel afirma que Dios ilumina como el relámpago (1,14). Pero el relámpago puede dar miedo y hacer daño. Por eso, aunque Dios es poderoso como el relámpago es, además, lindo y esperanzador como el arco iris (1,28).

Ezequiel ve también a Yavé con diversos rostros. Siente que Dios mira hacia los cuatro puntos cardinales, o sea, en todas direcciones, sin que nada se le escapa. Por eso siempre camina de frente, vaya adonde vaya, sin dar las espaldas a nadie.

Sus caras son como de león, de toro, de águila y de hombre. El rostro de Dios es como el del león (1,19): noble, lindo, majestuoso, seguro de sí mismo, temible defensor de sus cachorros. Es también como el del toro: fuerte, hermoso, serio, lleno de una fuerza que impone total respeto. Pero como el toro es pesado, poco ágil, dice Ezequiel que Dios tiene también cara de águila: hermosa y solemne, llena de poder, ágil, inalcanzable, que con suavidad se levanta a alturas inalcanzables, segura de su vuelo, desde el que lo domina todo. Pero estas comparaciones se quedan cortas. Por eso Ezequiel añade que Yavé tiene también cara de ser humano, que sabe sonreír, con ojos expresivos, cariñosos e inteligentes.

En esta catarata superpuesta de comparaciones, Ezequiel ve a Dios con pies de buey (1,7). El buey es el que avanza a pesar de todo: es el que puede andar con seguridad, por más resbaloso que sea el camino. Aún de los pantanos de Babilonia puede hacerles salir: Yavé está cinchando para sacarnos del barro de Babilonia. Sus piernas son de bronce, o sea, irrompibles. Dios seguro, que sabe dónde pisa y jamás resbala; jala fuerte y tranquilo, como los bueyes cuando tiran seguros de la carreta, por más inseguro que sea el camino.

Frente a la idea de un Dios cuadriculado, encerrado en Jerusalén, Ezequiel se imagina a Dios con alas. Y no dos, sino seis (1,9). Y tiene también unas ruedas especiales que giran sobre sí mismas (1,15-19). Yavé puede llegar instantáneamente adonde quiera, en cualquier dirección, por más lejos que sea. Es ágil y rápido; nadie lo puede encerrar, ni impedirle el paso.

Ezequiel siente que Dios lo ve todo: tiene ojos por todo su contorno (1,18). Y es poderoso y terrible como un río caudaloso o como el estruendo de un ejército en marcha (1,24). Va donde quiere, nadie lo puede atajar. Es como el viento huracanado (1,4).

Algunas comparaciones anteriores podrían producir la impresión de un Dios ciertamente grandioso, pero terrible. Por eso Ezequiel necesita comparar también a Dios con algo íntimo y hermoso: las piedras preciosas, que son transparentes, puras, de colores suaves y cálidos. Justamente su valor está en su transparencia limpia y sus hermosos colores suaves. El Dios que experimenta Ezequiel es transparente, delicado, puro, íntimo, de suaves colores, pero muy duro, como el crisólito y el zafiro (1,16.22.26).

Por eso mismo, es un Dios universal. No es Dios sólo de un pueblito perdido en la montaña. Ni un Dios que debe odiar a los extranjeros. Es un Dios universal, que llega a todos lados. No tiene límites; es inmenso y poderoso. Nada se puede esconder de él.

Este Dios, de fuerza penetrante, hace que el profeta se mantenga en pie (2,2); le exige fidelidad en la transmisión del mensaje y le pide cuentas de ello (3,18.35). No se queda contento con que escuchemos su palabra: hay que tragarla y experimentarla: “Abre la boca y come lo que te doy… Come este libro y anda a hablar a la gente de Israel” (2,8; 3.1). Palabra que es todopoderosa: “Ninguna de mis palabras esperará más. Será cosa dicha y hecha” (12,27).

Así es como Ezequiel inaugura una nueva era en el conocimiento de Dios: el Dios universal, que lo ve y lo puede todo, grande y cercano a la vez, que está en todos lados.

 

b) El Dios que exige conversión

Después de su maravillosa experiencia de Dios, y su consiguiente llamada, Ezequiel se dedica a predicar a sus compañeros de cautiverio. Para él es claro que tienen primero que reconocer sus infidelidades para poder recibir así el perdón y la restauración que les ofrece Dios.

Pero por un largo periodo, desde la primera deportación hasta la destrucción de Jerusalén (598-587), sus compañeros se encierran en su tozudo orgullo. Pensaban que el destierro iba a ser pasajero. Esperaban que pronto todos volverían a Jerusalén, y allí encontrarían de nuevo su salvación. Lo que menos podían esperar era la destrucción de Jerusalén y el aumento del número de deportados.

Ezequiel hace esfuerzos desesperados por hacerles ver que vivían en una irresponsable inconsciencia, pues esa esperanza falsa les impedía ver que no habían dejado las causas de la primera deportación, como era la idolatría y las injusticias, íntimamente unidas la una a la otra. Además, el centro de esa corrupción era precisamente el templo de Jerusalén. Si no reconocían su pecado y cambiaban radicalmente de postura, la segunda catástrofe sería peor que la primera.

Pero los esfuerzos del profeta son en vano. Nadie quiere escuchar su palabra. Prefieren escuchar palabras lisonjeras de falsos profetas y e esconderse tras nostalgias ineficaces de su pasado glorioso.

Ezequiel ve cómo Dios abandona con pena el templo de Jerusalén porque en él hay idolatría e injusticias (8 - 9). Él no puede habitar junto a ídolos. Se siente rechazado y expulsado de su casa: “¿Ves las grandes maldades que la gente de Israel cometen en este lugar para alejarme de mi santuario?… ¿Ves lo que hacen con los ídolos los ancianos de Israel a escondidas?… ¿No le basta al pueblo de Judá para que, además de llenar de pecados la tierra, se dediquen a irritarme? Me aplican un ramo a la nariz…” (8,6.12.17).

Dios se declara contrario a los falsos profetas que hablan por cuenta propia diciendo mentiras (13,1-6). Él no se deja consultar por los que tienen el corazón lleno de ídolos (14). Pero quiere recuperar a los que se han alejado de él a causa de sus idolatrías (14,5). No quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (18,23). Está esperando perdonarles en cuanto hagan un mínimo gesto de arrepentimiento.

 

c) El Dios que da un corazón nuevo

Justo al enterarse de la caída de Jerusalén, Ezequiel comienza una etapa totalmente nueva. Los textos posteriores a esta fecha hablan siempre de salvación del pueblo elegido.

Una vez ocurrida la catástrofe, Ezequiel denuncia con mayor claridad a los responsables de la misma (22,23-31): príncipes, sacerdotes, nobles, profetas, terratenientes… Pero después de acusar a los responsables del rebaño y a sus miembros más fuertes, Dios anuncia que él mismo apacentará a sus ovejas (cap. 34). Y ello dará paso a un mundo nuevo. El capítulo 36 habla de la renovación de la naturaleza. Pero el aspecto más importante es el cambio interior del hombre: corazón de carne en vez de corazón de piedra.

El cambio de la condenación a la salvación se halla en todos los profetas, pero en Ezequiel queda especialmente patente. A partir de él, la profecía tomará un rumbo más consolador: busca ante todo animar al pueblo oprimido y descorazonado.

Proporcionar consuelo, éste fue uno de los objetivos de la visión de Ezequiel. Pero no fue el único.

El mismo Yavé ha ido al destierro con ellos y, por la santidad de su nombre va a comenzar una historia nueva. Por ello Dios va a realizar una nueva Alianza y va a conseguir de nuevo que vuelvan a su tierra (36,22-30): "Sabrán que Yo soy Yavé cuando los haya devuelto a la tierra de Israel"  (20,42).

Pero para que el pueblo no vuelva a ser traidor, Dios promete darles "un corazón nuevo" (36,26). "Infundiré mi Espíritu en ustedes para que vivan según mis mandamientos"  (36,27). Sólo así podrán poseer la tierra como Pueblo de Dios (36,28-30).

Según esto, la promesa de la tierra no implica solamente un don material y externo. Se promete en realidad un ser humano nuevo y un pueblo nuevo: un tierra en la que sea posible vivir dignamente como Pueblo de Dios.

La experiencia de Ezequiel es como un paso adelante sobre la de Jeremías, a quien sin duda conoció y admiró. Según él, Dios quiere la conversión del pecador; por eso castiga: para comenzar de nuevo. Por medio del fracaso destruye la confianza en otros poderes que no fueran los divinos. Pero el hombre, pecador por naturaleza, no es capaz de cambiar de comportamiento si el mismo Dios no realiza en él una renovación interior: es necesario que él mismo nos dé un corazón nuevo.

Cuando la infidelidad del pueblo hace fracasar la Alianza del Sinaí, Dios promete una nueva, que se caracterizará porque los corazones de piedra se cambiarán en corazones de carne (36,26), y porque todos, "desde el más pequeño al más grande", conocerán a Yavé.

Dios dador de vida, que ama la vida: “¡Vive, a pesar de que se va derramando tu sangre, vive y crece!” (16,6).

El amor apasionado de Yavé no se agota ni se extingue al contemplarlo convertido en “huesos completamente secos” (37,2). “Voy a hacer entrar mi Espíritu en ustedes y volverán a vivir” (37,4-6). “Yo, Yavé, voy a abrir sus tumbas y los llevaré de nuevo a la tierra de Israel. Yo soy Yavé” (37,9-13).

El Dios de Ezequiel pide cambio, volver a empezar de nuevo, a no resignarse, ni acomodarse, a no instalarse en la monotonía, a tener esperanza, a no sentir miedo y a creer en la vida y en los demás. Es un Dios transformador, que quiere sanar al hombre desde sus raíces. Dios generoso, gratuito, que cambia el corazón. Vela constantemente por sus ovejas y las apacienta con justicia (34,11). El busca a la oveja perdida, cura a las heridas y da fortaleza a las enfermas (34,11-16).

El Dios de Ezequiel es presencia amorosa que consuela a los desterrados, presencia reveladora implacable con el orgullo, la idolatría y las injusticias; presencia que arranca de raíz el pecado, presencia comunicadora de vida, presencia en el diálogo constante. Presencia de donde brota la nueva creatura. ¡Un Dios que derrama como nunca su creatividad!

Señor, deja resonar en mi corazón las palabras que tanto repetiste a Ezequiel:

¡Hijo del Hombre, levántate! Camina, que la Gloria de Yavé está contigo, y tu orgullo estúpido será arrancado poco a poco, para dejar reinar el fuego resplandeciente, la antorcha agitada, el cristal, el zafiro. Sí, alégrate, alma mía. “Pon tu confianza en Dios, que aún le cantaré a mi Dios Salvador” (Sal 42,12).

 

Para dialogar y meditar: Ez 36,22-30 (corazón nuevo)

1. ¿He tenido también yo una impactante experiencia de Dios? ¿Sería capaz de contarla?

2. ¿Conozco a gente orgullosa que se niega a reconocer sus faltas?

3. ¿Creemos posible que Dios pueda cambiar corazones de piedra en corazones de carne?

Escuchemos con humildad lo que Dios dice a los falsos profetas: Ez 13,2-23.

 

 

20. SEGUNDO ISAÍAS: El Dios consolador

 

El “Dios con nosotros” del primer Isaías continúa encarnado en un desterrado en Babilonia: Isaías Junior. Hijo de un pueblo triturado en el sufrimiento, agotado, sin fuerzas, sin fe, sin identidad. ¿Cómo renacer de las cenizas? Son un puñado de hombres aplastados. El joven Isaías brotó como semilla resistente sembrada por Dios en el desierto.

Este profeta, de la escuela del primer Isaías, es llamado por Dios a finales del cautiverio en Babilonia. Poco sabemos de su vida, pero en su escrito aparece como un extraordinario teólogo y un inspirado poeta. Sus oráculos están  incorporados desde los capítulos 40 al 55 del actual libro de Isaías.

La permanencia en el destierro de Israel parecía que era la prueba del mayor poder de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. La fe en Yavé va a dar un gran paso al descubrir el poder absoluto de Dios sobre todo el universo.

El profeta siente a su Dios como grande y perseverante en el amor, un Dios que consuela, que ha perdonado a su pueblo y lo va a establecer de nuevo en su tierra.

Un Dios maternal, una madre que en medio del desastre, entre los escombros, rebusca el pedazo de su ser perdido entre despojos: el hijo. Lo encuentra destrozado, lo toma tembloroso en sus manos, lo contempla y estrecha profundamente contra su corazón. ¡Allí está su vida! ¡Lo volverá a reconstruir a base de amor! En un gesto conmovedor le dice a su hijo desgarrado y tirado en la basura: “No temas, porque yo te he rescatado hoy; te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Yo estaré contigo… Eres valioso a mis ojos; yo te aprecio y te amo muchísimo… Pago con pueblos el precio de tu vida…” (43,1-4).

Este Dios no se cansa de expresarles el amor y la ternura materna que siente por los desterrados. Él los formó desde el seno materno (44,2), y tiene entrañas de madre: “¿Puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque se encontrara alguna que lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de ti!” (49,15).

Esta “Buena Noticia” retumbó en los corazones heridos: “¡Tu culpa ha sido perdonada!” (40,7). “No se acuerden más de otros tiempos, ni sueñen ya más en las cosas del pasado. Pues yo voy a realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No la notan?” (43,18).

La llamada del Dios del Isaías Junior sacude el pesimismo, desinstala y compromete: “Despierta, despierta, levántate…! Vístete de fiesta… Sacúdete el polvo… Estallen en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén…” (52,1-9). “Grita de júbilo, tú, que estabas estéril; grita de alegría, tú, que no esperabas. Pues van a ser muchos los hijos de la abandonada… Tu Creador va a ser tu esposo” (54,1-5).

Su experiencia de Dios, en medio de aquel dolor del destierro, es profundamente consoladora, llena de esperanza: "Yavé te asegura: en el momento oportuno te atenderé; cuando llegue el día de salvación, te ayudaré. Yo reconstruiré el país, entregaré a sus dueños las propiedades destruidas... No padecerán hambre ni sed, pues el que se compadece de ellos los guiará y los llevará hasta donde están las vertientes de agua..."  (49,8-10).

La única exigencia de Yavé es justamente que se fíen de él, condición que no siempre cumplen: "¿Por qué dices y repites...: 'Yavé no me mira, mi Dios no tiene idea de mis derechos'? ¿Acaso no lo sabes, o nunca lo has oído? Yavé es un Dios eterno, que ha trazado los contornos del mundo. No se cansa ni se fatiga y su inteligencia no tiene límites. El da fuerza al que está cansado y robustece al que está débil"  (40,27-29).

El segundo Isaías es un típico profeta consolador. Su gran experiencia es la de la fidelidad del amor de Dios a su pueblo. Dios quiere a aquel pueblo, "más indefenso que un gusano"  (41,14). Lo quiere más que a los grandes imperios: "Para rescatarte, entregaría a Egipto, Etiopía y Sabá, en lugar tuyo. Porque tú vales mucho más a mis ojos. Yo te aprecio y te amo mucho..." (43,3s). "Los cerros podrán correrse y moverse las lomas; pero Yo no retiraré mi amor, ni se romperá mi alianza de paz contigo; lo afirma Yavé, que se compadece de ti" (54,10).

Por ello no se cansa el profeta de repetir a aquel pueblo tan hundido y desanimado la realidad consoladora de la fidelidad de Dios: "Yo te elegí... Yo te traje de los confines de la tierra... No temas, pues Yo estoy contigo; no mires con desconfianza, pues Yo soy tu Dios, y Yo te doy fuerzas, Yo soy tu auxilio y con mi diestra victoriosa te sostendré..."  (41,8-10). "Yo, Yavé, tu Dios, te tomo de la mano y te digo: No temas, que Yo vengo a ayudarte... El Santo de Israel te va a liberar..." (41,13s). "Yo, Yo soy el que te consuela".  Y añade, refiriéndose a sus opresores: "¿Por qué le tienes miedo a los hombres que mueren, a un hijo de hombre que desaparecerá como el pasto?"  (51,12).

La llamada es a mirar con optimismo el futuro: "No se acuerden más de otros tiempos, ni sueñen ya más en las cosas del pasado. Pues Yo voy a realizar una cosa nueva, que ya aparece. ¿No lo notan?" (43,18).

El segundo Isaías es el primer escrito bíblico que desarrolla una reflexión sobre Dios creador. El profeta quiere garantizar que Dios salvará con toda seguridad a su pueblo. Y para ello insiste en que Yavé es más poderoso que los dioses de Babilonia, ya que él ha creado el cielo y la tierra: "Así habla Yavé, el que creó los cielos y los estiró, que le puso firmes cimientos a la tierra y produjo todas sus plantas"  (42,5; 45,18).

Otro importante aporte nuevo de este profeta, que se venía preparando desde hacía tiempo, es la creencia ya clara de que Yavé es el único Dios verdadero: "No hay otro Dios fuera de mí. Dios justo y salvador no hay fuera de mí"  (45,21). Por ello enseña a rechazar radicalmente a todos los otros dioses, especialmente a los dioses de Babilonia, que tan poderosos parecían. Puede paladearse con gusto a este respecto el capítulo 46.

La experiencia base es que en aquellas circunstancias Yavé está cerca de ellos: "Busquen a Yavé, ahora que lo pueden encontrar; llámenlo, ahora que está cerca"  (55,6). No se trata de una presencia rígida, castigadora... Es un Dios amoroso, que les habla al corazón (40,1). Dios de mucho poder (40,10), que camina siempre al frente de su pueblo para protegerlo (52,12). Pastor fiel y amoroso (40,11); compasivo y consolador (49,13; 51,12); cercano y justo (50,8), que inspira confianza (52,9). “Mira cómo te tengo tatuada en la palma de mis manos” (49,16).

Dios que se nombra a sí mismo go’el de los desterrados (41,14, etc.), o sea, padrino, que se compromete a poner todas sus fuerzas en movimiento para rescatarlos de la esclavitud, para devolverles su honra, para vengarlos y recuperar su tierra perdida.

Dios amigo, compañero, que es siempre fiel a pesar de las infidelidades. Repite constantemente: “No temas, que yo vengo a ayudarte” (41,13). Dios fortaleza, auxilio y sostén de su pueblo (41,10s). Está muy cerca de él, y por eso lo entiende, lo perdona y lo ama como es.

Siente hacia su pueblo un “amor que no tiene fin” (54,8), que nunca lo retirará, ni romperá jamás su alianza de paz (54,10). Dios justo y salvador, que invita al pueblo a que vuelva a él (41,9; 42,6s; 45,21). Para ello él auxilia en el momento oportuno (49,8).

Dios que ofrece a su pueblo tesoro secretos y riquezas escondidas (45,3). Dios que da siempre y da primero. Da paz y alegría cuando le abren la puerta del corazón.

Dios grande y sabio: “¿Quién pesó en el hueco de su mano el agua del mar o midió con un cuarto de su mano las dimensiones del cielo?…” (40,12). Ante él “las naciones son como una gota en el borde del vaso; valen tanto como un grano de arena en la balanza” (40,15).

Nada ni nadie se puede comparar con él: “¿Con quién podrán ustedes comparar a Dios? ¿Qué representación pueden dar de él?” (40,18).

Dios soberano que dirige la historia (45,13), y va a hacer algo nuevo, superior a las maravillas pasadas.

Dios creador de cielo y tierra (40,28; 48,13). Su salvación llega hasta el último extremo de la tierra (49,6).

Dios de todos los pueblos: “Ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará por mí diciendo: Sólo con Yavé se puede triunfar” (45,23s). “Que todos sepan, del oriente al poniente,  que nada existe fuera de mí” (45,6). Toda rodilla se ha de doblar ante él (45,23).

Dios que combate a los falsos dioses declarándose único y verdadero, lo cual es algo totalmente nuevo en aquel mundo politeísta: “Yo soy Yavé, y no hay otro igual; fuera de mí no hay ningún otro dios… Nada existe fuera de mí… Dios justo y salvador no hay fuera de mí” (45,5s.21; ver 44,8). Él es el primero y el último (48,12).

“Sólo con Yavé se puede triunfar y mantenerse firme” (45,24). Y por eso “son tontos… los que rezan a un dios incapaz de salvarlos” (45,20).

Dios que humilla a los que confían en los ídolos (42,17). Él niega la paz a los malvados (48,22).

Dios, palabra fecunda (55,10), palabra eterna (40,8), palabra viva. Sus proyectos son muy superiores a los nuestros (55,9).

Ante estas declaraciones de amor, el pueblo tiene que responder y levantarse para recibir a Dios que viene a su encuentro. Tenemos que sentirnos seguros de que Dios nos llama por nuestro nombre (49,1-6). ¿Quién puede sentirse indiferente ante su presencia?

El Dios cantor de Isaías Junior nos va inundando de paz, belleza y armonía. Con su sinfonía de amor llena de alegría al corazón dolorido. Dejando el temor nos colocamos entre sus manos: ¡En ti nos abandonamos! “Yo sé que no seré engañado: cerca está el que me justifica, ¿quién quiere meterme pleito? Si el Señor Yavé me ayuda, ¿quién podrá condenarme?” (50,8s).

 

Para reflexionar y dialogar: Is 41,8-20 (no temas)

1. Seleccionemos las palabras de consuelo de este texto.

2. ¿Sentimos también nosotros los consuelos de Dios? ¿Cómo y cuándo?

Escuchemos con corazón abierto los consuelos de Dios: Is 40,27-31; 43,1-4; 49,14-15.