Para una relación más justa con los animales

Marie HENDRICKX

 

Hay un sufrimiento que linda con el misterio, el misterio de la presencia del mal en el mundo. Este sufrimiento es inevitable. Hay otro que pertenece a la constitución misma de la creación y que se puede dominar. En el primer caso, ha sido asumido por Cristo crucificado y transformado por él hasta llegar a ser para él y para los que le «siguen» el camino que lleva a la vida en Dios. En el segundo caso, al hombre se le pide que no lo provoque sin razón y que lo elimine cuando es posible hacerlo. Este deber vale para todo individuo y para las demás personas con quienes el individuo está en contacto. La predicación de Jesús y los escritos apostólicos están llenos de indicaciones de este tipo. Bastará citar la «regla de oro» propuesta por Jesús, que sintetiza la Ley y los Profetas: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12; cf. Lc 6, 31; Rm 13, 8-10).

¿Se aplica algo análogo al mundo animal? Más precisamente, ¿se tiene el deber moral de evitar en lo posible el sufrimiento a los animales? Una corriente de pensamiento que se puede llamar «igualitaria (como, por ejemplo, Peter Singer) se niega a reconocer al hombre cualquier privilegio de derecho con respecto a los demás seres vivos. Según esta teoría, cuando nos encontramos ante dos intereses en conflicto, debería prevalecer el del ser vivo más «dotado», es decir, el más capaz de sentir conscientemente el dolor. Desde este punto de vista, una persona adulta tendría ciertamente la precedencia sobre un animal, pero un animal prevalecería sobre cualquier ser humano en estado de «deficiencia»: comatoso, discapacitado mental, etc. Según la misma lógica «igualitaria», el interés vital de un animal tendría la precedencia con respecto a cualquier interés secundario de un ser humano.

El pensamiento cristiano va en un sentido muy diverso. Tiene como centro a Cristo y, en él, al hombre. Aunque parezca extraño, precisamente por esta dignidad atribuida al hombre, algunos ecologistas reprochan a la fe cristiana que sólo considera el medio ambiente como un marco de la actividad humana. Los animales, en particular, quedarían reducidos al rango de reserva. El hombre puede servirse de ellos en función de sus necesidades; puede usar o incluso abusar de ellos a su antojo, como si fueran meros instrumentos con respecto a los cuales no tiene ningún deber, dado que no poseen ningún derecho.

El Catecismo de la Iglesia católica parecería confirmar esta visión de las cosas. Así, en el número 2415, dice: «Los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura» yen el número 2417 añade: «Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen. Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios».

A partir de aquí, se plantean los siguientes problemas: el derecho de servirnos de los animales para alimentarnos, ¿implica el de criar pollos en batería, cada uno de los cuales sólo dispone de un espacio más pequeño que la hoja de un cuaderno?, ¿o becerros en jaulas donde no pueden ni moverse ni ver la luz?, ¿o mantener cerdas sujetas con argollas de hierro en posición de lactancia para permitir a una serie de cerditos mamar sin parar nunca y así crecer más rápidamente?

El derecho a utilizar a los animales para la confección de vestidos, ¿implica el de dejar morir lentamente de hambre, de sed, de frío o de hemorragia, en los cepos, a animales de piel preciosa? El derecho de servirse de los animales para nuestros ocios, ¿implica el de estoquear toros después de haberlos atormentado durante largo tiempo con banderillas?, ¿implica el de dejar que destripen caballos?, ¿implica el de lanzar gatos o cabras desde la altura de campanarios?

Antes de intentar responder a estas preguntas, es preciso notar inmediatamente que la siguiente frase del Catecismo, que provocó fuertes protestas, hasta el punto de que se acusó a la posición católica de favorecer la vivisección, fue modificada entre la primera edición y la versión típica oficial. En efecto, donde el texto de 1992 (n. 2417) decía: «Los experimentos médicos y científicos en animales, si se mantienen en límites razonables, son prácticas moralmente aceptables, pues contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas», ahora se lee: «Los experimentos médicos y científicos en animales son prácticas moralmente aceptables, si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas». ¿Donde radica la diferencia? Simplemente en el hecho de que el «pues» fue sustituido por un «si», es decir, a condición de que... Ya no se afirma a priori que los experimentos médicos y científicos en animales contribuyen «a cuidar o salvar vidas humanas» y, por consiguiente, que son prácticas moralmente aceptables. Antes de realizarse legítimamente, debe constar su utilidad.

Antes de proseguir, conviene subrayar que estas reacciones al Catecismo sólo en parte eran justificadas, porque en realidad la segunda versión no hizo más que precisar el sentido de la primera. Admitiendo a priori que los experimentos en animales no eran moralmente permitidos salvo para prestar un servicio al hombre, se suponía que hubo anteriormente un esfuerzo de discernimiento para considerarlos tales. Por tanto, con perfecta lógica, se puede afirmar que el Catecismo indicó claramente los criterios para una reflexión sólida y sensata por lo que atañe al comportamiento que se ha de tener hacia los animales: «Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y sacrificar sin necesidad su vida» (n. 2418).

¿En qué consiste la dignidad humana? ¿Por qué el hombre es superior al animal? El libro del Génesis nos dice que sólo la especie humana fue creada a «imagen» y «semejanza» de Dios (cf. Gn 1, 26). La fe de la Iglesia a menudo ha identificado esta «imagen» con la razón, este aspecto específicamente humano de la inteligencia que deriva de una participación particular en la inteligencia divina (cf., por ejemplo, Gaudium et spes, 15). Ciertamente, los animales tienen una habilidad innata, que les permite encontrar soluciones ingeniosas en situaciones concretas difíciles, orientar los medios hacia los fines que el instinto les asigna. Sin embargo, son incapaces de tomar una distancia con respecto a sí mismos para captar un objeto como tal o su propia existencia como un todo. En suma, son incapaces de «intus-legere», de leer en los seres y en las cosas.

Igualmente la voluntad humana participa de un modo específico en la de Dios. Lleva en sí misma ante todo el deseo de encontrar en él su realización. Desde su nacimiento, está fundamentalmente orientada al bien. Pero dado que está sostenida por una inteligencia capaz de distanciarse, es libre, o sea, capaz de adherir al deseo que la funda o de renunciar a él para dejarse seducir por bienes menores, pasajeros, egoístas, parciales, y para buscar satisfacciones inmediatas, sin tener en cuenta sus consecuencias para el futuro o para los demás. Es el drama del pecado.

Tener (al menos virtualmente) la capacidad de percibirse y comportarse como un «yo» frente a un «tú» es lo específico del hombre. En su Hijo, Dios constituyó al hombre como persona, por tanto, como su interlocutor, aunque no sepamos cómo mantiene el Señor esta relación con los más débiles y los más discapacitados de entre nosotros. Por lo demás, a partir de esta verdad innegable podemos estar seguros de que de alguna manera Dios deja espacio para la respuesta libre de cada uno (cf., para un caso análogo, Gaudium et spes, 22).

Si nuestra dignidad consiste en ser semejantes a Dios, de ahí deriva que cuanto más nos comportemos como Dios, tanto más seremos nosotros mismos. Se puede y también se debe dar gracias a Dios por la belleza de un cabrito, de un felino o de un perro, como por la belleza del sol, de la luna y de la lluvia (cf. Cántico de las criaturas). Pero no sólo. Las «Florecillas» refieren también el episodio del lobo de Gubbio. Esta bestia feroz aterrorizaba a toda la región. Los habitantes pidieron a Francisco que interviniera y él hizo un pacto con el animal: los campesinos lo alimentarían y, en cambio, él ya no agrediría a su ganado. «Y mientras Francisco tendía la mano para acoger su compromiso, el lobo alzó la pata anterior derecha y con delicadeza la posó sobre su mano» (Florecillas, cap. 21).

Esto indica que la santidad, reconciliación del hombre con Dios, entraña una fuerza de atracción que arrastra a la creación en un movimiento de reconciliación general. Es lo que sugiere claramente la sagrada Escritura. ¿No nos describe así el profeta Isaías los tiempos mesiánicos: «Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. (...) Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid (...) porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como cubren las aguas el mar» (Is 11, 6-9)? El «conocimiento del Señor»... El término hebreo evoca algo carnal, como una comunión de vida; conocer al Señor quiere decir llegar a ser de algún modo consustancial con él. Eso implica también estar perfectamente reconciliado con la creación.

La armonía recuperada con el Creador gracias al niño mesiánico se traducirá en una nueva armonía con la creación a la que pertenece también el mundo animal. En el momento del encuentro definitivo con el Amado, nuestro corazón será semejante al suyo, de forma que todos nuestros afectos pasados, por humildes que sean, encontrarán en él su lugar, purificados y justos, ordenados a él. Para Dios nada de lo humano puede perderse, ni siquiera los vínculos que hayamos entablado con las criaturas animales, que poblaban por ejemplo nuestras soledades.

Si así están las cosas, es preciso repetir, con el Catecismo, que el hombre no tiene justificaciones para «hacer sufrir inútilmente a los animales» y, por consiguiente, no se debe prestar a ello si puede evitarlo o incluso si no existen razones graves para hacerlo. Ciertamente, el deber de alimentar a la propia familia o a grandes grupos de población puede justificarlo, pero no el lucro como único motivo. Además, el placer que se experimenta con el sufrimiento de un ser vivo siempre es malsano.

El sufrimiento físico es el signo sensible de un atentado contra la vida; la vida se manifiesta como el soporte biológico de las relaciones. Ahora bien, aunque parezca un poco esquemático, las relaciones pueden ser de dos clases: las que se tienen con las personas y las que se tienen con los seres que no son personas. Un ser con el que podemos relacionarnos considerándolo un fin es una persona, humana o divina.

Un atentado contra la vida, un sufrimiento infligido al ser humano, que es un fin en sí mismo, no es moralmente justificable salvo en el caso de que permita al que lo padece (y eventualmente también a otros) vivir mejor, intensificar y mejorar sus relaciones humanas, acercarse a Dios. En el caso de los animales, un sufrimiento no puede infligirse legítimamente salvo en condiciones análogas.

La dinámica de las relaciones en el mundo ha quedado corrompida por el pecado. El cristiano, en su lucha contra el pecado, tenderá a renovarla en el sentido de la gracia, del amor razonable hacia todos los seres vivos.

Esta observación puede ayudar a aclarar el problema de los espectáculos que implican una violencia contra los animales. A menudo se trata de fiestas de color y de movimiento, y se comprende que las multitudes queden fascinadas por el espectáculo de la inteligencia humana que triunfa sobre la fuerza bruta y desencadenada. Se comprende también que de ellas pueda derivar un sentimiento de solidaridad, de emoción común, que les parece justificar el sacrificio del animal y el peligro para el hombre. Pero, ¿se trata de una solidaridad real, de un acercamiento auténtico entre las personas? ¿Hay verdaderamente una purificación colectiva de la agresividad? Si fuera verdadera la teoría de la «catarsis», una sociedad sería tanto más pacífica cuanto más multiplicara los espectáculos brutales. Ahora bien, todos sabemos que sucede precisamente lo contrario. Si esta es la situación, hace falta poner en práctica todos los medios para obtener lo que constituye el valor del espectáculo, sin que sea a costa del animal y sin riesgos excesivos para el hombre.

Porque, si la santidad lleva a la reconciliación con la naturaleza, es probable que la reconciliación bien entendida con la naturaleza favorezca a su vez mejores relaciones con Dios. O, si la justa relación con Dios hace justos con respecto a las personas y benévolos para con los animales, la benevolencia hacia los animales podría a su vez despertar en el corazón del hombre sentimientos de admiración y de alabanza por la obra grandiosa del Creador del universo.