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Temas selectos de Eclesiología
(1984)

 

13.1. Prólogo, por el Cardenal Joseph Ratzinger

Ya antes de que Juan Pablo II, a los veinte años de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, anunciara un Sínodo extraordinario, la Comisión teológica internacional había mirado ese acontecimiento como objeto de su propio trabajo. Había decidido leer de nuevo y repensar con atención el texto fundamental del Concilio -la Constitución sobre la Iglesia- teniendo ciertamente en cuenta la experiencia de estos años. En su tarea, la Comisión era plenamente consciente de los límites de sus posibilidades: los documentos de los que disponía para su trabajo eran fruto de los debates de unos treinta expertos procedentes de todas las partes del mundo; éstos representaban, a la vez, las diversas disciplinas teológicas y modos de pensar muy diferentes. Las declaraciones comunes de la Comisión exigen un largo proceso de elaboración colectiva; lo cual las obliga a una reducción tanto en la extensión como en los contenidos.

Igualmente, desde este punto de vista, no era en modo alguno posible exponer íntegra y ampliamente la riqueza teológica y espiritual del texto conciliar o elaborar un comentario de él. Por ello, hemos seleccionado bastantes cuestiones principales que han planteado nuevos interrogantes en el debate posconciliar y que exigen clarificación o también integración e investigación más profunda. Así, por ejemplo, señalemos la cuestión de si la Iglesia puede verdaderamente remontarse a una voluntad primaria de Jesús o si existe más bien sólo como efecto de una evolución sociológica no prevista por él; es una cuestión que antes y durante mucho tiempo se discutió entre los no católicos, pero que sólo después del Concilio ha revestido toda su importancia para los teólogos católicos, a causa de ciertas tomas de posición individuales sobre el Jesús histórico. Por ello, había que colocar este tema en el mismo comienzo de nuestra reflexión. La noción de «Pueblo de Dios», que el Concilio colocó con razón en una clara luz, integrada sin duda en la imagen que el Nuevo Testamento y los Padres tienen de la Iglesia, se ha convertido, poco a poco, en un «slogan» de contenido bastante superficial; allí también era necesario aportar precisiones. Ulteriormente la cuestión de la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que ha sido objeto, en el Concilio, de una nueva presentación en la óptica de una eclesiología de «comunión», ha tropezado en la práctica con bastantes puntos oscuros. También el problema de la inculturación se ha hecho más urgente y más actual. Y podría citar otros muchos ejemplos.

Para responder a esta problemática, la Comisión teológica internacional ha elaborado un texto que sometemos hoy al gran público. Sin duda, es difícil apreciar en su forma actual la cantidad de trabajo y de exámenes minuciosos que su preparación ha requerido. Ninguno de sus capítulos da una presentación exhaustiva del tema. En efecto, no se trataba de publicar investigaciones científicas aisladas, sino de ofrecer una conclusión común que pueda dar una nueva aclaración y una prolongación a los temas fundamentales del Concilio. En este espíritu, pienso que este texto, redactado por la Comisión teológica internacional en vísperas del Sínodo, podrá ayudar al lector a captar mejor la herencia del Vaticano II y profundizarla de modo auténtico. Este es el motivo por el que deseo que esta obra sea bien acogida y que su difusión sea todo lo amplia posible.

Roma, 8 de octubre de 1985

 

13.2. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye

El texto de esta relación conclusiva ha sido preparado, según los Estatutos y las costumbres de la Comisión teológica internacional, por la elaboración de diversos estudios, por dos reuniones especiales de la Subcomisión (París y Friburgo de Suiza) y por las discusiones de la sesión plenaria del mes de octubre del año 1984.

El presidente de esta Subcomisión «De Ecclesia» y redactor del texto último ha sido el Rvmo. Sr. P. Eyt, Rector del Instituto Católico de París. En diversa medida, por título diverso y de maneras diversas han colaborado los miembros de la Subcomisión y los consejeros del grupo de trabajo: los Excmos. Sres. K. Lehmann, J. Medina Estévez, y B. Kloppenburg, y los Rvmos. Profesores o Doctores C. Arévalo, G. Colombo, H.U. von Balthasar, E. Khalifé, M. Ledwith, H. Schürmann, B. Sesboüé, J. Thornhill, Chr. Schönborn.

Esta relación sintética ha sido aprobada en forma especifica por el sufragio positivo de la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión teológica internacional, el 2 de octubre de 1985, según las normas de la Comisión teológica internacional y del Código de Derecho Canónico (canon 119, § 3). Esta votación ha sido confirmada por el Emmo. Sr. Presidente Card. J. Ratzinger, el 4 de octubre. Con su paternal tutela, el Papa Juan Pablo II, felizmente reinante, el 5 de octubre, declaró, de modo ciertamente peculiar, este texto aprobado y que debía ser editado cuanto antes.

Hace relación de estos hechos, según la norma de los Estatutos de la Comisión teológica internacional (V, 2), el Secretario General, al que corresponde «divulgar los escritos de la misma Comisión».

Roma, 8 de octubre de 1985

 

13.3. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión teológica internacional

Sumario

Introducción

1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo

1.1. Estado de la cuestión

1.2. Los diferentes sentidos de la palabra _Åêêëçóßá

1.3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia

1.4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia

1.5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo

2. La Iglesia «nuevo pueblo de Dios»

2.1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia

2.2. «Pueblo de Dios»

3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico»

3.1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico»

3.2. La Iglesia como «sujeto histórico»

3.3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico

3.4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica

4. Pueblo de Dios e inculturación

4.1. Necesidad de la inculturación

4.2. El fundamento de la inculturación

4.3. Aspectos diversos de la inculturación

5. Iglesias particulares e Iglesia universal

5.1. Las distinciones necesarias

5.2. Unidad y diversidad

5.3. El servicio de la unidad

6. El nuevo pueblo de Dios como sociedad ordenada jerárquicamente

6.1. Comunión, estructura, organización

6.2. Práctica de la sociedad ordenada jerárquicamente

7. El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial

7.1. Dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo

7.2. Relación entre ambos sacerdocios

7.3. Fundamento sacramental de ambos sacerdocios

7.4. La vocación propia de los laicos

8. La Iglesia como sacramento de Cristo

8.1. Sacramento y misterio

8.2. Cristo y la Iglesia

8.3. La Iglesia sacramento de Cristo

9. La única Iglesia de Cristo

9.1. Unidad de la Iglesia y diversidad de los elementos cristianos

9.2. Unicidad de la Iglesia de Cristo

9.3. Elementos de santificación

10. El carácter escatológico de la Iglesia: Reino e Iglesia

10.1. La Iglesia es, a la vez, terrestre y celeste

10.2. La Iglesia y el Reino

10.3. ¿Es la Iglesia sacramento del Reino?

10.4. María, la Iglesia realizada

 

Introducción

En el presente documento, la Comisión teológica internacional examina algunos de los grandes temas de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium.

Ha parecido útil para el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II proceder, sea al estudio directo de textos de la Constitución, sea al análisis de cuestiones eclesiológicas que, desde entonces, se han agudizado.

Por ello, son, en primer lugar, esencialmente los capítulos I, II, III y VII de Lumen gentium los que constituyen el objeto de los estudios presentados en nuestra relación.

Nos ha parecido importante volver sobre algunas de las posiciones-clave de la Constitución; ellas han sido particularmente fecundas en la vida y en la teología de la Iglesia al servicio del aggiornamento deseado por Juan XXIII y Pablo VI, pero han podido también, a veces, ser olvidadas e incluso desviadas de su sentido originario.

Ha sido además necesario examinar otras cuestiones poco presentes, a primera vista, en la Constitución como, por ejemplo, la inculturación del Evangelio y de la Iglesia, o también la fundación de la Iglesia por Cristo. En efecto, estos temas han alcanzado un gran relieve en los debates ulteriores.

Finalmente, sin pensar en modo alguno que el Código de Derecho Canónico de 1983 sea un documento de la misma naturaleza o de la misma importancia que una Constitución conciliar, hemos recurrido frecuentemente a él para hacer resaltar, sobre los puntos en debate, la convergencia y la aclaración recíproca de estas dos grandes disposiciones eclesiológicas.

No se nos oculta que en vísperas del Sínodo extraordinario de noviembre de 1985, nuestro trabajo puede constituir una contribución a la tarea que incumbirá a esta Asamblea.

7 de octubre de 1985

1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo

1.1. Estado de la cuestión

La Iglesia ha mantenido siempre, no sólo que Jesucristo es el fundamento de la Iglesia(333), sino que Jesucristo mismo ha querido fundar una Iglesia y que la ha fundado de hecho. La Iglesia ha nacido de la libre decisión de Jesús(334). La Iglesia debe su existencia al don que él ha hecho de su vida sobre la cruz(335).

Por todos estos motivos, el Concilio Vaticano II llama a Jesucristo fundador de la Iglesia(336).

Por el contrario, ciertos representantes de la crítica histórica moderna de los Evangelios han podido, a veces, sostener la tesis según la cual Jesús no ha fundado, de hecho, la Iglesia y que, por la prioridad dada al anuncio del Reino de Dios, Jesús no ha querido tampoco fundarla. Esta manera de ver tuvo como consecuencia disociar la fundación de la Iglesia del «Jesús histórico». Se renunció incluso a las palabras «fundación» o «institución» y se retiró su alcance a los actos que se refieren a ellas. El nacimiento de la Iglesia, como se prefiere decir hoy, fue entonces considerado como un acontecimiento pospascual. Este fue, cada vez más frecuentemente, interpretado como puramente histórico y/o sociológico.

Este desacuerdo entre la fe de la Iglesia, recordada más arriba, y ciertas concepciones atribuidas abusivamente a la crítica histórica moderna ha dado lugar a numerosos problemas. Para abordarlos y encontrarles una solución será necesario, por tanto, manteniéndose en el terreno de la crítica y sirviéndose de sus métodos, buscar una nueva manera de justificar y de confirmar la fe de la Iglesia.

1.2. Los diferentes sentidos de la palabra _Åêêëçóßá

«Iglesia» (_Åêêëçóßá) es un término teológico muy cargado de sentido, a partir de la historia de la revelación tal como nos la muestra el Nuevo Testamento. _Åêêëçóßá (Qahal) procede de la idea véterotestamentaria de «reunión del pueblo de Dios», tanto mediante la traducción de los "Setenta", como a través del judaísmo apocalíptico. A pesar del rechazo de que fue objeto por parte de Israel, Jesús no ha fundado una sinagoga aparte, ni creado una comunidad separada en el sentido de un «resto santo» o de una secta que hace secesión. Ha querido, por el contrario, convertir a Israel, dirigiéndole un mensaje de salvación que será transmitido finalmente en forma universal (cf. Mt 8, 5-13; Mc 7, 24-30). Sin embargo, no existe Iglesia en el sentido pleno y teológico del término más que después de Pascua, bajo la forma de una comunidad compuesta, en el Espíritu Santo, de judíos y de paganos (Rom 9, 24). El término _Åêêëçóßá, que en los cuatro Evangelios no aparece más que tres veces en San Mateo (16, 18; 18, 17), adquiere en el conjunto del Nuevo Testamento tres significaciones posibles que, por lo demás, se interfieren bastante frecuentemente:

1. La asamblea de la comunidad.

2. Cada una de las comunidades locales.

3. La Iglesia universal.

1.3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia

En los Evangelios hay dos acontecimientos que, de modo muy particular, expresan la convicción de que la Iglesia ha sido fundada por Jesús de Nazaret Por una parte, la atribución a San Pedro de su nombre (cf Mc 3, 16), a continuación de su profesión de fe mesiánica y con referencia a la fundación de la iglesia (cf. Mt 16, 16ss). Por otra, la institución de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22ss; Mt 26, 26ss; Lc 22, 14ss; 1 Cor 11, 23ss). Los logia de Jesús que conciernen a Pedro, como también el relato de la Cena, juegan ciertamente un papel primordial en la discusión sobre el problema de la fundación de la Iglesia. Sin embargo, hoy es preferible no ligar la respuesta a la cuestión que se pone a propósito de la fundación de la Iglesia por Jesucristo, únicamente a una palabra de Jesús o a un acontecimiento particular de su vida.

Toda la acción y todo el destino de Jesús constituyen, en cierta manera, la raíz y el fundamento de la Iglesia. La Iglesia es como el fruto de toda la vida de Jesús. La fundación de la Iglesia presupone el conjunto de la acción salvífica de Jesús en su muerte y en su resurrección, así como la misión del Espíritu Santo. Por ello, es posible reconocer en la acción de Jesús elementos preparatorios, progresos y etapas en dirección de una fundación de la Iglesia. Esto es verdadero ya de la conducta de Jesús de Nazaret antes de Pascua. Muchos rasgos fundamentales de la Iglesia, la cual no aparecerá plenamente más que después de Pascua, se adivinan ya en la vida terrestre de Jesús y encuentran en ella su fundamento.

1.4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia

Los progresos y las etapas que acabamos de mencionar testifican ya separadamente, pero de manera todavía más clara en su orientación de conjunto, una significativa dinámica que conduce a la Iglesia. El cristiano reconoce en ella el designio salvífico del Padre y la acción redentora del Hijo, que se comunican al hombre por el Espíritu Santo(337). En detalle se pueden descubrir y describir los elementos preparatorios, los progresos y etapas. Se encuentran así.

- Las promesas que en el Antiguo Testamento conciernen al pueblo de Dios, promesas que la predicación de Jesús presupone, y que conservan toda su fuerza salvífica.

- El amplio llamamiento de Jesús, dirigido a todos en orden a su conversión, así como la invitación a creer en él.

- El llamamiento y la institución de los Doce como signo del restablecimiento futuro de todo Israel.

- La atribución del nombre a Simón-Pedro, su rango privilegiado en el círculo de los discípulos y su misión.

- El rechazo de Jesús por Israel y la ruptura entre el pueblo y los discípulos.

- El hecho de que Jesús, al instituir la Cena y al afrontar su pasión y su muerte, persiste en predicar el Señorío universal de Dios, que consiste en el don de la vida que Jesús hace a todos.

- La reedificación, gracias a la resurrección del Señor, de la comunidad entre Jesús y sus discípulos, que se había roto, y la introducción después de Pascua en la vida propiamente eclesial.

- El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios («Pentecostés» en la concepción de San Lucas).

- La misión con respecto a los paganos y la Iglesia de los paganos.

- La ruptura radical entre el «verdadero Israel» y el judaísmo.

Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas, puestas una tras otra, muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso histórico de la revelación. El Padre, por tanto, «determinó convocar en la santa Iglesia a los creyentes en Cristo, la cual, prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y la antigua alianza, constituida en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y será consumada gloriosamente al fin de los siglos»(338). Simultáneamente, en este desarrollo se constituye la estructura fundamental permanente y definitiva de la Iglesia. La Iglesia terrestre misma es ya el lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la misión confiada por Jesús a sus discípulos. En esta perspectiva, se puede llamar a la Iglesia «germen y comienzo en la tierra, del Reino de Dios y de Cristo»(339).

1.5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo

La Iglesia, fundada por Cristo, no depende de Él solamente en su proveniencia exterior, histórica o social. Proviene de su Señor todavía más profundamente, porque Él es quien constantemente la nutre y edifica en el Espíritu. Según la Escritura y en el sentido en que la entiende la tradición, la Iglesia nace del costado herido de Jesucristo (cf Jn 19, 34)(340). Él la «adquirió por su sangre» (Hech 20, 28, cf. Tit 2, 14). Su naturaleza está fundada en el misterio de la persona de Jesucristo y de su obra de salvación. Así la Iglesia vive constantemente de su Señor y para Él.

Esta estructura fundamental se expresa en numerosas imágenes bíblicas bajo aspectos diversos: esposa de Cristo, grey de Cristo, propiedad de Dios, templo de Dios, pueblo de Dios, casa de Dios, plantación de Dios(341) y, sobre todo, cuerpo de Cristo, imagen que San Pablo desarrolla refiriéndose, sin duda, a la Eucaristía que le ofrece, en el capítulo 10 de la primera carta a los Corintios, el mismo telón de fondo de su interpretación. Esta formulación se amplía todavía en la carta a los Colosenses y en la carta a los Efesios (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; 5, 23): Cristo es la Cabeza del cuerpo de la Iglesia. El Padre «sometió todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó Cabeza sobre toda la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22ss).

Así tiende y llega «a la plenitud total de Dios» (Ef 3, 19).

2. La Iglesia «Nuevo Pueblo de Dios»

2.1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia

La Iglesia que resplandece por la claridad de Cristo(342), manifiesta a todos los hombres «la disposición absolutamente libre y misteriosa de la sabiduría y del amor» del eterno Padre, de salvar a todos los hombres por el Hijo y en el Espíritu(343). Para subrayar, a la vez, la presencia en la Iglesia, de esta realidad divina transcendente, y la expresión histórica que la manifiesta, el Concilio ha designado a la Iglesia con la palabra «misterio». Porque sólo Dios conoce el nombre propio que expresaría toda la realidad de la Iglesia, el lenguaje de los hombres experimenta su inadecuación radical para la expresión total del «misterio» de la Iglesia. Debe, por ello, recurrir a múltiples imágenes, representaciones y analogías que, por lo demás, no podrán designar jamás más que aspectos parciales de la realidad.

Si el empleo de estas formulaciones debe sugerir la transcendencia del «misterio» con respecto a toda reducción conceptual o simbólica, la multiplicación de las expresiones permitirá además evitar los excesos que inevitablemente engendraría la utilización de una formulación única. La Constitución Lumen gentium lo sugiere en su n. 6: «De la misma manera que en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone frecuentemente bajo figuras, también ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos muestra bajo diversas imágenes»(344). Se han señalado, en el Nuevo Testamento, hasta ochenta comparaciones para hablar de la Iglesia. La pluralidad de imágenes a que recurre el Concilio es, por tanto, intencionada. Pretende subrayar el carácter inagotable del «misterio» de la Iglesia. Ésta, en efecto, se presenta a quien la contempla como «una realidad que esa impregnada por la presencia de Dios, y por ello es de tal naturaleza, que admite siempre exploraciones nuevas y más profundas de sí misma»(345).

Así, el Nuevo Testamento nos presenta «imágenes [que están] tomadas o de la vida pastoril o de la agricultura o del trabajo de la construcción o también de la familia y de los esponsales», y que ya «están preparadas en los libros de los profetas»(346).

Ciertamente no todas estas imágenes tienen la misma fuerza evocadora. Algunas, como la del «cuerpo», revisten una importancia primordial.

Se estará fácilmente de acuerdo en que sin recurrir a la comparación de «cuerpo de Cristo» aplicada a la comunidad de los discípulos de Jesús, la realidad «Iglesia» no puede ser abordada de ninguna manera.

En efecto, el conjunto de las cartas de San Pablo desarrolla esta comparación en muchas direcciones como lo señala la Constitución conciliar Lumen gentium en su n. 7(347). Sin embargo, aunque el Concilio da todo su lugar a la imagen de «cuerpo de Cristo», ha sido más bien la de «pueblo de Dios» la que ha ocupado el primer plano, aunque sólo sea porque constituye el título mismo del capítulo II de la Constitución. La expresión «pueblo de Dios» ha llegado incluso a designar la eclesiología del Concilio. De hecho, se puede decir que «pueblo de Dios» ha sido retenido preferentemente con respecto a expresiones como «cuerpo de Cristo» o «templo del Espíritu Santo», a las que el Concilio recurre equivalentemente.

Esta elección se ha efectuado por motivos a la vez teológicos y pastorales que, en el espíritu de los Padres conciliares, se confirman mutuamente: la expresión «pueblo de Dios» tenía la ventaja sobre las otras, de expresar mejor la realidad sacramental común participada por todos los bautizados, como dignidad en la Iglesia y, a la vez, como responsabilidad en el mundo. Simultáneamente, la naturaleza comunitaria y la dimensión histórica de la Iglesia quedan subrayadas, como lo deseaban muchos Padres.

2.2. «Pueblo de Dios»

Sin embargo, en sí misma, la expresión «pueblo de Dios» tiene una significación que no se descubre con un primer examen. Como toda expresión teológica, exige reflexión, profundización y clarificación para evitar las interpretaciones falsas. Ya a nivel lingüístico el término latino «populus» no parece ser capaz de traducir directamente el ëáüò griego de la Biblia de los «Setenta».

Ëáüò es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido no sólo religioso, sino incluso directamente soteriológico y destinado a encontrar su cumplimiento en el Nuevo Testamento.

Ahora bien, Lumen gentium supone el sentido bíblico del término «pueblo»; éste es retomado por la Constitución con todas las connotaciones que le han conferido el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la expresión «pueblo de Dios», el genitivo «de Dios» da, por lo demás, su alcance específico y definitivo a la expresión, situándola en su contexto bíblico de aparición y de desarrollo. Esto tiene como consecuencia que debe excluirse radicalmente una interpretación del término «pueblo» en un sentido exclusivamente biológico, racial, cultural, político o ideológico.

El «pueblo de Dios» procede «de arriba», del designio de Dios, es decir, de la elección, de la alianza y de la misión. Esto es verdadero, sobre todo si consideramos que Lumen gentium no se limita a proponer la noción véterotestamentaria de «pueblo de Dios», sino que la supera hablando del «nuevo pueblo de Dios»(348). El nuevo pueblo de Dios está constituido por los que creen en Jesucristo y han «renacido» porque han sido bautizados en el agua y en el Espíritu Santo (Jn 3, 3-6). El Espíritu Santo «por la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer y renueva incesantemente a la Iglesia»(349).

Así la expresión «pueblo de Dios» recibe su sentido propio, de una referencia constitutiva al misterio trinitaria revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo(350). El nuevo pueblo de Dios se presenta como la «comunidad de fe, de esperanza y de caridad»(351), de la que la Eucaristía es la fuente(352): la unión íntima de cada creyente con su Salvador y también la unidad de los fieles entre sí constituyen el fruto indivisible de la pertenencia activa a la Iglesia y transforman toda la existencia del cristiano en «culto espiritual». La dimensión comunitaria es esencial en la Iglesia para que en ella puedan ser vividas y compartidas la fe, la esperanza y la caridad, y para que esa comunión, habiendo alcanzado el «corazón» de cada creyente, se extienda también a un plano de realización comunitaria objetivo e institucional. La Iglesia está también llamada a vivir, en este plano social, en la memoria y la espera de Jesucristo, y a anunciar la buena nueva a todos los hombres.

3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico»

3.1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico»

Según la intención profunda de la Constitución conciliar Lumen gentium, intención a la que la reflexión posconciliar no ha contradicho, la expresión «pueblo de Dios», utilizada juntamente con otras denominaciones para designar a la Iglesia, pretende subrayar el carácter de «misterio» y el carácter de «sujeto histórico» que, en todo caso, la Iglesia actualiza y «realiza» de modo inseparable.

El carácter de «misterio» designa a la Iglesia en cuanto que proviene de la Trinidad, el carácter de «sujeto histórico» conviene a la Iglesia en cuanto que opera en la historia y contribuye a orientarla.

Descartado todo riesgo de dualismo y de yuxtaposición, se debe profundizar la correlación que en «la Iglesia pueblo de Dios» funda la relación del «misterio» y del «sujeto histórico». En efecto, el carácter de misterio es el que determina, para la Iglesia, su naturaleza de sujeto histórico. Correlativamente, el sujeto histórico es el que, por su parte, expresa la naturaleza del misterio.

En otros términos, el pueblo de Dios es simultáneamente misterio y sujeto histórico. De modo que el misterio constituye el sujeto histórico y el sujeto histórico desvela el misterio. Sería, por tanto, puro nominalismo separar en «la Iglesia-pueblo de Dios» el aspecto de misterio y el aspecto de sujeto histórico.

El «misterio» aplicado a la Iglesia remite a la disposición libre de la sabiduría y de la bondad del Padre, de comunicarse: comunicación que se efectúa en la misión del Hijo y el envío del Espíritu, por los hombres y en orden a su salvación.

En este acto divino tiene su origen la creación y también la historia de los hombres, puesto que ésta tiene su «principio», en el sentido más pleno del término (Jn 1, 1), en Jesucristo, el Verbo hecho carne.

Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que se hace así principio de la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de Cristo y, de este modo, en una relación particular, única y exclusiva con respecto a Cristo, y consecuentemente, no extensible indefinidamente.

Se sigue también de ello que el misterio trinitario se hace presente y operante en la Iglesia. En efecto, si desde cierto punto de vista el misterio de Cristo-Cabeza, en el sentido del principio universalmente totalizante del Christus totus, «comprende» y envuelve el misterio de la Iglesia, desde otro punto de vista el misterio de Cristo no engloba pura y simplemente a la Iglesia, a la que es necesario reconocer un carácter escatológico.

La continuidad entre Jesucristo y la Iglesia no es directa, sino «mediata» y asegurada por el Espíritu Santo que, siendo el Espíritu de Jesús, opera para instaurar en la Iglesia el señorío de Jesucristo, el cual se realiza en la búsqueda de la voluntad del Padre.

3.2. La Iglesia como «sujeto histórico»

La Iglesia «misterio», en cuanto creada por el Espíritu Santo como cumplimiento y plenitud del misterio de Jesucristo Cabeza -y, por tanto, revelación de la Trinidad-, es propiamente un sujeto histórico.

La voluntad por parte del Concilio de subrayar este aspecto de la Iglesia aparece claramente, como lo hemos referido ya, en el recurso a la categoría de «pueblo de Dios». Esta encuentra en sus antecedentes véterotestamentarios una connotación precisa de sujeto histórico de la alianza con Dios. Esta característica está, además, confirmada en el cumplimiento neotestamentario de la noción, cuando refiriéndose a Cristo por el Espíritu, el «nuevo» pueblo de Dios amplía sus dimensiones, confiriéndoles un alcance universal. Ahora bien, precisamente porque se refiere a Jesucristo y al Espíritu, el nuevo pueblo de Dios se constituye en su identidad de sujeto histórico.

Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que, por ello, lo distingue de todo otro pueblo, es vivir ejerciendo simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo y, por ello, el compromiso de la misión. El pueblo de Dios lo realiza ciertamente por la adhesión libre y responsable de cada uno de sus miembros, pero gracias al apoyo de una estructura institucional establecida para este fin (palabra de Dios y ley nueva, Eucaristía y sacramentos, carismas y ministerios).

En todo caso, memoria y espera dan una especificación precisa al pueblo de Dios, confiriéndole una identidad histórica que, por su misma estructuración, lo preserva, en toda situación, de la dispersión y del anonimato. Memoria y espera tampoco pueden estar disociadas de la misión para la que el pueblo de Dios es convocado permanentemente.

Se puede decir, en efecto, que la misión se deriva intrínsecamente de la memoria y de la espera de Jesucristo en el sentido de que éstas constituyen su fundamento. El motivo de ello debe buscarse en el hecho de que el pueblo de Dios aprende por la fe y a partir de la memoria y de la espera de Jesús, lo que los otros pueblos no saben y no podrán saber jamás sobre el sentido de la existencia y de la historia de los hombres. El pueblo de Dios debe anunciar este conocimiento y esta buena nueva a todos los hombres por la misión recibida de Jesús (Mt 28, 19). Si no, y a pesar de la sabiduría humana o «griega» (según San Pablo), o incluso no obstante el progreso científico y técnico, los hombres seguirán permaneciendo en la esclavitud y las tinieblas.

Desde este ángulo, la misión que constituye el objetivo histórico del pueblo de Dios desencadena una acción especifica que ninguna otra acción humana puede sustituir, acción a la vez crítica, estimuladora y realizadora del modo de vivir de los hombres, dentro del cual cada uno acepta o rechaza su salvación. Subestimar la función propia de la misión y, en consecuencia, reducirla, sólo podría agravar el conjunto de los problemas y de las desgracias del mundo.

3.3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico

Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto histórico, y también la referencia constitutiva a la memoria y la espera de Jesucristo, permitirán atraer la atención sobre las notas de relatividad e incompleción que son inherentes al pueblo de Dios. En efecto, «memoria» y «espera» expresan simultáneamente, por una parte, «identidad», y por otra «diferencia». «Memoria» y «espera» expresan «identidad» en el sentido de que la referencia del nuevo pueblo de Dios a Jesucristo por el Espíritu no hace de este pueblo «otra» realidad, independiente o diversa, sino muy simplemente una realidad llena de la «memoria» y de la «espera» que la unen a Jesucristo. Desde este ángulo, la realidad completamente relativa del nuevo pueblo de Dios resalta claramente, ya que sin poder cerrarse sobre sí mismo está en total dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo pueblo de Dios no tiene genio propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que sólo puede comunicar la memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya no soy yo el que vive, sino que Cristo es el que vive en mí» (Gál 2, 20).

Es igualmente coherente que «memoria» y «espera», que sugieren la presencia de un Otro y que, por lo mismo, expresan la «relatividad» con respecto a él, implican también la «incompleción». Por esta razón, el nuevo pueblo de Dios, sea que actúe en sus miembros tomados individualmente o en el conjunto que constituyen, permanece siempre «en camino» (in via) y en una situación que jamás será acabada aquí abajo. El destino de este pueblo es hacerse «memoria» y «espera» cada vez más fieles y cada vez más obedientes. La posición auténtica del pueblo de Dios, por tanto, no podría acomodarse a alguna forma de arrogancia o a algún sentimiento de superioridad. Su situación de referencia a Cristo debe, por el contrario, incitarlo a entregarse humildemente a la conversión. A todos los hombres, el nuevo pueblo de Dios no impone más que lo que debe exigirse a sí mismo. Lo que propone de hecho no es algo que le pertenecería como propio, sino más bien lo que, sin ningún mérito propio, ha recibido de Dios.

3.4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica

Del Espíritu Santo el nuevo pueblo de Dios recibe su «consistencia» de pueblo. Según las palabras del apóstol Pedro, «lo que no es un pueblo» no puede llegar a ser un «pueblo» (cf. 1 Pe 2, 10) más que por Aquel que lo une desde arriba y por dentro en orden a realizar la unión en Dios. El Espíritu Santo hace vivir al nuevo pueblo de Dios en la memoria y la espera de Jesucristo y le confiere la misión de anunciar la buena nueva de esta memoria y de esta espera a todos los hombres. Con esta memoria, esta espera y esta misión no se trata de una realidad que se superpondría o se sobreañadiría a una existencia y a actividades ya vividas. A este respecto, los miembros del pueblo de Dios no constituyen un grupo particular que se diferenciaría de otros grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas. Las actividades de los cristianos no son diferentes de las actividades por las que los hombres, sean los que sean, «humanizan» el mundo. Para los miembros del pueblo de Dios, como para todos los demás hombres, no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la vida humana que todos, según la diversidad de su vocación, están llamados a compartir en solidaridad.

Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos una responsabilidad específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en el cuerpo, sean los cristianos en el mundo!»(353). Ya que al mismo Espíritu Santo se le llama alma de la Iglesia(354), los cristianos reciben, en este mismo Espíritu, la misión de realizar en el mundo algo tan vital como lo que él lleva a término en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica, artística o social más, sino más bien la confrontación de la acción humana en todas sus formas, con la esperanza cristiana o, para conservar nuestro vocabulario, con las exigencias de la memoria y de la espera de Jesucristo. En las tareas humanas, los cristianos y entre ellos más particularmente los seglares, «llevados por el espíritu evangélico, a modo de fermento, [trabajan] por la santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, [manifiestan] a Cristo a los otros»(355).

El nuevo pueblo de Dios no está, por tanto, caracterizado por un modo de existencia o una misión que sustituirían a una existencia y a proyectos humanos ya presentes. La memoria y la espera de Jesucristo deben, por el contrarío, convertir o transformar, desde el interior, el modo de existencia y los proyectos humanos ya vividos en un grupo de hombres. Se podría decir a este respecto que la memoria y la espera de Jesucristo, de las que vive el nuevo pueblo de Dios, constituyen como el elemento «formal» (en el sentido escolástico del término) que viene a estructurar la existencia concreta de los hombres. Esta que es como la «materia» (igualmente en sentido escolástico), evidentemente responsable y libre, recibe esta o aquella determinación para constituir un modo de vida «según el Espíritu Santo». Estos modos de vida no existen «a priori» y no se pueden determinar anticipadamente, se presentan en una gran diversidad y, por tanto, son siempre imprevisibles, aunque se los pueda referir a la acción constante de un único Espíritu Santo. Por el contrario, lo que estos diversos modos de vida tienen de común y de constante, es expresar «en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de las que está como tejida la existencia [humana]»(356), las exigencias y las alegrías del Evangelio de Cristo.

4. Pueblo de Dios e inculturación

4.1. Necesidad de la inculturación

A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se compone de hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en su peregrinación al Reino del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de proponer a todos. Por esta razón, ella [la comunidad de los cristianos] se siente real e íntimamente unida al género humano y a su historia»(357). Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer «que se introduzca este Reino [de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al bien temporal de cada pueblo, sino que, por el contrario, fomenta y asume los valores y las riquezas y las costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno, pero, asumiéndolos, los purifica, fortalece y eleva»(358). El término general de «cultura» parece poder resumir, como lo propone la Constitución pastoral Gaudium et spes, este conjunto de datos personales y sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su condición y su destino(359).

Se trata, por tanto, para la Iglesia en su misión de evangelizar, de «introducir la fuerza del Evangelio en lo más íntimo de la cultura humana y de las formas de la misma cultura»(360). Si esto faltara, el hombre no sería alcanzado verdaderamente por el mensaje de salvación que la Iglesia le comunica. La reflexión sobre la evangelización hace tomar una conciencia cada vez más viva de ello en la medida misma del progreso que realiza la humanidad en el conocimiento que puede tener de sí misma. La evangelización no alcanza su objetivo más que cuando el hombre, a la vez como persona única y como miembro de una comunidad que lo marca en profundidad, acepta recibir la Palabra de Dios y hacerla fructificar en su vida. De manera que Pablo VI ha podido escribir en Evangelii nuntiandi: «Decimos grupos del género humano que han de ser transformados: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más amplias o a multitudes cada vez mayores, sino de tocar y, por así decirlo, de revolucionar, por la fuerza del Evangelio, los criterios de juicio, los valores que tienen más importancia, los anhelos y modos de pensar, los movimientos impulsores y los modelos de vida del género humano, que están en contraste con la palabra de Dios y el designio de salvación»(361). En efecto, como lo señala el Papa en este mismo documento: «La escisión entre Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época»(362).

Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el Evangelio pretende alcanzar el corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». El término «aculturación» o «inculturación», «es ciertamente un neologismo que, sin embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del gran misterio de la encarnación»(363). Juan Pablo II subraya en Corea la dinámica de la inculturación: «Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos. Tenemos delante de nosotros un largo e importante proceso de inculturación para que el Evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las culturas vivas. Alentar este proceso es responder a las aspiraciones profundas de los pueblos y ayudarlos a venir a la esfera de la misma fe»(364).

Sin pretender dar aquí una doctrina completa de la inculturación, querríamos simplemente recordar su fundamento en el misterio de Dios y de Cristo, en orden a investigar su significación para la misión de la Iglesia. Sin duda, la exigencia de inculturación se impone a todas las comunidades cristianas, pero tenemos que estar hoy más particularmente atentos a las situaciones vividas por las Iglesias de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur o de América del Norte, tanto si se trata de nuevas Iglesias o de cristiandades ya antiguas(365).

4.2. El fundamento de la inculturación

El fundamento doctrinal de la inculturación se encuentra, en primer lugar, en la diversidad y multitud de los seres creados que proviene de la intención de Dios Creador, deseoso de que esta multitud diversificada ilustre más los innumerables aspectos de su bondad(366). Todavía más se encuentra en el misterio del mismo Cristo: su encarnación, su vida, su muerte y su resurrección.

En efecto, de la misma manera que el Verbo de Dios ha asumido en su propia persona una humanidad concreta y ha vivido todas las particularidades de la condición humana en un lugar, en un tiempo y en el seno de un pueblo, la Iglesia, a ejemplo de Cristo y por el don de su Espíritu, debe encarnarse en cada lugar, en cada tiempo y en cada pueblo (cf. Hech 2, 5-11).

De la misma manera que Jesús ha anunciado el Evangelio sirviéndose de todas las realidades familiares que constituían la cultura de su pueblo, la Iglesia no puede dejar de tomar, para la construcción del Reino, elementos venidos de las culturas humanas.

Jesús decía: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15). Él se ha enfrentado con el mundo pecador hasta la muerte en la cruz, para hacer a los hombres capaces de esta conversión y de esta fe. Ahora bien, con las culturas sucede como con las personas: no hay inculturación conseguida sin que se denuncien los límites, los errores y el pecado que habitan en ellas. Toda cultura debe aceptar el juicio de la cruz sobre su vida y sobre su lenguaje.

Cristo ha resucitado revelando plenamente el hombre a sí mismo y comunicándole los frutos de una redención perfecta. Igualmente, una cultura que se convierte al Evangelio encuentra en él su propia liberación y saca a la luz riquezas nuevas que son, a la vez, dones y promesas de resurrección.

En la evangelización de las culturas y la inculturación del Evangelio se produce un misterioso intercambio: por una parte, el Evangelio revela a cada cultura y libera en ella la verdad última de los valores de que es portadora; por otra, cada cultura expresa el Evangelio de manera original y manifiesta nuevos aspectos de él. La inculturación es así un elemento de la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1, 10) y de la catolicidad de la Iglesia(367).

4.3. Aspectos diversos de la inculturación

La inculturación repercute profundamente en todos los aspectos de la existencia de la Iglesia. Retengamos aquí lo que afecta a su vida y su lenguaje.

En el campo de la vida, la inculturación consiste en que las formas y figuras concretas de expresión y de organización de la institución eclesial correspondan, del modo mejor, a los valores positivos que constituyen la personalidad de una cultura. Consiste también en una presencia positiva y un compromiso activo con respecto a los problemas humanos más fundamentales que existen en ella. La inculturación no es solamente tomar en cuenta tradiciones culturales, es también una acción al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; penetra y transforma todas las relaciones; estando atenta a los valores del pasado, mira también al futuro.

En el campo del lenguaje (entendido aquí en el sentido antropológico y cultural), la inculturación consiste, en primer lugar, en el acto de apropiación del contenido de la fe en las palabras y las categorías de pensamiento, los símbolos y los ritos de una cultura dada. Exige después la elaboración de una respuesta doctrinal, a la vez, fiel y nueva, constructiva, pero postuladora de la conversión, frente a los problemas nuevos de pensamiento y de ética, ligados a las aspiraciones y a los rechazos, a los valores y a las desviaciones de esta cultura.

Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el Evangelio que se dirige a lo más profundo del hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder ser recon

NOTA: Así estaba cortado el texto en el Temario que presentaba la Comisión Teológica Internacional en la web del Vaticano. Lamentamos que dicho Temario haya desaparecido actualmente de la web.