Julián Herranz
Declaración
del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos (24-VI-2000)
El
Código de Derecho Canónico establece que: «No deben ser admitidos a la
sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de
la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente
persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915).
En
los últimos años algunos autores han sostenido, sobre la base de diversas
argumentaciones, que este canon no sería aplicable a los fieles divorciados
que se han vuelto a casar. Reconocen que la Exhortación Apostolica Familiaris
consortio, de 1981, en su n. 84 había confirmado, en términos inequívocos,
tal prohibición, y que ésta ha sido reafirmada de modo expreso en otras
ocasiones, especialmente en 1992 por el Catecismo de la Iglesia Católica, n.
1650, y en 1994 por la Carta Annus internationalis Familiae de la Congregación
para la Doctrina de la Fe.
Pero,
pese a todo ello, dichos autores ofrecen diversas interpretaciones del citado
canon que concuerdan en excluir del mismo, en la práctica, la situación de
los divorciados que se han vuelto a casar. Por ejemplo, puesto que el texto
habla de «pecado grave», serían necesarias todas las condiciones, incluidas
las subjetivas, que se requieren para la existencia de un pecado mortal, por
lo que el ministro de la Comunión no podría hacer ab externo un juicio de
ese género; además, para que se hablase de perseverar «obstinadamente» en
ese pecado, sería necesario descubrir en el fiel una actitud desafiante después
de haber sido legítimamente amonestado por el Pastor.
Ante
ese pretendido contraste entre la disciplina del Código de 1983 y las enseñanzas
constantes de la Iglesia sobre la materia, este Consejo Pontificio, de acuerdo
con la Congregación para la Doctrina de la Fe y con la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, declara cuanto sigue:
La
prohibición establecida en ese canon, por su propia naturaleza, deriva de la
ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas: éstas
no pueden introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la
Iglesia. El texto de la Escritura en que se apoya siempre la tradición
eclesial es éste de San Pablo: «Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz
del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese,
pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz: pues
el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación»
(1 Cor 11,27-29).
Este
texto concierne ante todo al mismo fiel y a su conciencia moral, lo cual se
formula en el Código en el sucesivo can. 916. Pero el ser indigno porque se
está en estado de pecado crea también un grave problema jurídico en la
Iglesia: precisamente el término «indigno» está recogido en el canon del Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, que es paralelo al can. 915
latino: «Deben ser alejados de la recepción de la Divina Eucaristía los públicamente
indignos» (can. 712). En efecto, recibir el cuerpo de Cristo siendo públicamente
indigno constituye un daño objetivo a la comunión eclesial; es un
comportamiento que atenta contra los derechos de la Iglesia y de todos los
fieles a vivir en coherencia con las exigencias de esa comunión. En el caso
concreto de la admisión a la sagrada Comunión de los fieles divorciados que
se han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los
otros hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la
indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando
ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún,
precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más
necesaria la acción de los pastores, tan paciente como firme, en custodia de
la santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para
la recta formación de los fieles.
2.
Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial,
declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia
a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el
respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las
mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.
La
fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave»
es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la
norma inaplicable.
Las
tres condiciones que deben darse son:
a)
El pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión
no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva.
b)
La obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación
objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no
pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante,
advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su
fundamental gravedad eclesial.
c)
El carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.
Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones –como, por ejemplo, la educación de los hijos– «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges» (Familiaris consortio, n.84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo.
3.
Naturalmente, la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener
que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los
pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero
sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos
respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones
no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución
de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará
con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones
que le han obligado a ello. Pero debe hacerlo también con firmeza, sabedor
del valor que semejantes signos de fortaleza tienen para el bien de la Iglesia
y de las almas.
El
discernimiento de los casos de exclusión de la Comunión eucarística de los
fieles que se encuentren en la situación descrita concierne al sacerdote
responsable de la comunidad. Éste dará precisas instrucciones al diácono o
al eventual ministro extraordinario acerca del modo de comportarse en las
situaciones concretas.
4.
Teniendo en cuenta la naturaleza de la antedicha norma (cfr. n.1), ninguna
autoridad eclesiástica puede dispensar en caso alguno de esta obligación del
ministro de la sagrada Comunión, ni dar directivas que la contradigan.
5.
La Iglesia reafirma su solicitud materna por los fieles que se encuentran en
esta situación o en otras análogas, que impiden su admisión a la mesa eucarística.
Cuanto se ha expuesto en esta Declaración no está en contradicción con el
gran deseo de favorecer la participación de esos hijos a la vida eclesial,
que se puede ya expresar de muchas formas compatibles con su situación. Es más,
el deber de reafirmar esa imposibilidad de admitir a la Eucaristía es condición
de una verdadera pastoralidad, de una auténtica preocupación por el bien de
estos fieles y de toda la Iglesia, porque señala las condiciones necesarias
para la plenitud de aquella conversión a la cual todos están siempre
invitados por el Señor, de manera especial durante este Año Santo del Gran
Jubileo.
Vaticano,
24 de junio de 2000, Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista
Julián
Herranz, Arzobispo tit. de Vertara, Presidente
Bruno
Bertagna, Obispo tit. de Drivasto, Secretario