SENTIDO DE DIOS
 DESDE LA EXPERIENCIA HUMANA

Alfredo GARCIA QUESADA
Brasil

1. La existencia humana amenazada, reducida y fragmentada

Con inspiración en la fenomenología, asumiré el término existencia humana - de un modo bastante libre - como "la autoconciencia que el hombre tiene de si mismo en cuanto inserto en el horizonte de la realidad". Pienso que a partir de esa "autoconciencia", el hombre se abre o se cierra a la posibilidad del "sentido último" que redimensiona su presencia, en cuanto hombre, en el mundo.

Ya a finales del siglo XX, el hombre hodierno percibe que su existencia humana se va reduciendo y fragmentando de un modo "aparentemente inevitable". La modernidad, que redujo tal experiencia al inmanentizar toda realidad en la razón, ha visto como el horizonte existencial que propuso, se fragmenta, progresivamente, desde que perspectivas llamadas post-modernas o post-ilustradas renunciaron a qualquier horizonte universal de sentido.

En el ámbito cotidiano vemos cómo la existencia humana, la experiencia de ser hombre, se ha reducido a la dinámica artificial del mercado, o de la llamada "sociedad de consumo", y, así, pareciera que el hombre de nuestro tiempo no está más en capacidad de comprender y asumir experiencias humanas y espirituales significativas que transciendan ese ámbito reducido. Estaría acentuándose aquello que Karl Adam señalaba, inspirándose en Platon, al indicar que el hombre de nuestros días parece que perdio el "ojo" que le permitía mirarse a sí mismo y mirar la realidad como una totalidad con sentido. Por otra parte, es verdad que esa dinámica reduccionista del mercado no ha conseguido "controlar" los contenidos de su mensaje, pues vemos surgir diversas formas de religiosidad que podrían cuestionar algunos de sus fundamentos. Sin embargo, aunque los contenidos no sean controlados, la lógica dispersiva y fragmentaria del mercado si prevalece en la gran "oferta" de nuevos "productos religiosos" que aseguran tener las "pociones" y las "técnicas" que más se adecuan al gusto y "necesidades" de los más variados y "exigentes" clientes.

Podrían ser citadas otras preocupantes situaciones de reducción y fragmentación en nuestro mundo hodierno. Basten los casos anteriores como ejemplos que pretenden llamar la atención hacia la dificultad de hablar de Dios, o sea, de una realidad integral y absoluta, por un lado, y una y unificante, por el otro, a un hombre que se viene acostumbrando a lo reducido y fragmentario como si fuesen dimensiones propias de la existencia humana.

Sin embargo, aparece un problema, aun más grave, que se refiere al fundamento mismo desde donde se plantea tal horizonte de reducción y fragmentación: la propia existencia humana. Asumiendo que ésta consiste - como fue indicado antes - en la autoconciencia de sí mismo en el horizonte de la realidad, vemos que tal autoconciencia va prescindiendo, paulatinamente, de la posibilidad de un "si mismo" ontológico y de una realidad consistente, independiente de la conciencia, para quedarse en el dinamismo circular y abstracto de la "conciencia". Ya no se trata tan sólo de que la existencia humana sea reducida y fragmentaria, sino que la propia existencia humana, aun limitada, se diluye cada vez más, hasta casi evaporarse.

Ello, dicho en un lenguaje más simple, significa algo extremadamente preocupante: el hombre está perdiendo cada vez más su condición de hombre. No es sólo que manifieste una inadecuada percepción de "sí mismo", sino que pretende renunciar a la posibilidad de que él tenga una consistencia específica, un "sí mismo", que supondría el insoslayable desafío de descubrirlo. En la misma línea, no es sólo que la realidad esté siendo distorsionada, sino que el hombre cotidiano de nuestro tiempo cuestiona la posibilidad de la realidad en cuanto tal, tiene por cuestionable a-priori cualquier verdad y se resigna a vivir en un ámbito en donde sólo habría opiniones y perspectivas subjetivas, ámbito que se le aparece como "soportable" mientras no se atente contra una extremadamente frágil "tolerancia".

El problema no está, pues, en que las respuestas o contenidos dados a la existencia humana sean inadecuados o insuficientes, sino que se niega a-priori la posibilidad de cualquier respuesta consistente -de cualquier "sentido"- y, así, se disuelve la importancia de preguntar, que constituye, en cuanto inquietud, la dinámica esencial de la existencia humana.

Esta crisis de la existencia humana supone una dificultad -aun mayor que la reducción y la fragmentación- para hablar de Dios. Hablar de Dios al hombre de hoy es un desafío no sólo, y tal vez no tanto, por causa del mensaje a transmitir -Dios-, sino, fundamentalmente, por causa del interlocutor -el hombre de hoy- que estaría perdiendo las disposiciones humanas necesarias para entablar el diálogo y para adoptar una actitud adecuada de escucha.

Sólo se puede hablar de Dios a hombres mínimamente conscientes de su condición de hombres, esto es, con una existencia humana que se les plantea como problema y pregunta. Sólo un hombre que se busca a "sí mismo" y que se interroga sobre la totalidad de lo real está en las condiciones mínimas necesarias para escuchar hablar de Dios. Considero que los reduccionismos y las fragmentaciones múltiples, que han afectado y que afectan nuestro mundo hodierno, han contribuido al progresivo "eclipse" de la existencia humana. Pero, tal vez, sea más adecuado partir de la experiencia humana, que cada uno puede tener de si mismo, en vistas a cuestionar una "existencia humana ame-nazada, reducida y fragmentada" y, a partir de allí, abrir caminos hacia Dios.

2. La experiencia de la existencia humana

En 1985, el Santo Padre citaba, en su Discurso a los participantes de la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para el Diálogo con los No Creyentes, una frase de Pascal sumamente sugerente: "El hombre supera infinitamente al hombre".

La convicción de que, a pesar de lo que hemos llamado "eclipse de la existencia humana", el hombre no pierde tan fácilmente su humanidad -pudiendo, en cada momento, superar su condición actual- nos debe llevar a convidar, insistentemente, al hombre de hoy a tener experiencias de su existencia humana.

Ello significa que debemos motivar a los hombres de hoy a entrar en la dinámica de la "autoconciencia de sí mismos en cuanto insertos en el horizonte de la realidad". Se trata de una experiencia metafísico-existencial, cotidiana, sin la cual veo muy difícil que Dios tenga algún sentido profundo para el hombre de hoy. Es algo así como recuperar mínimamente al hombre, para vislumbrar a Dios y, a partir del encuentro con Dios, descubrir y redimensionar profundamente la existencia humana.

Fue ese el camino de San Agustin, el llamado "camino de interiorizacióm", y que nos presenta al Obispo de Hipona como un santo para nuestro tiempo: "¡Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé! Estabas Tú dentro de mí y andaba yo por fuera, y fuera te buscaba precipitándome en estas criaturas hermosas que Tú hiciste. Estabas Tú conmigo y yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que si no estuviesen en ti no existirían" (Confesiones X,27,38): Dios, pues, está con el hombre, pero el hombre puede no estar con Dios si no está consigo mismo. La experiencia de la propia existencia tal vez sea el camino metafísico-existencial más adecuado para que el hombre de nuestro tiempo se aproxime al rostro de Dios y descubra, en plenitud, su propio rostro. Esta experiencia honda de San Agustin lo llevaba a convidar, insistentemente, a recorrer ese camino: "Entra en ti mismo. Y cuando hayas subido hacia ti, no te quedes en ti. De lo exterior, entra en ti mismo y de allí entrégate a quien te hizo y a quien te buscó cuando te perdiste, te encontró cuando te fugaste y te convirtió cuando te desviaste" (Sermón 330,3).

El hombre hodierno, si continúa radicalmente alienado de sí mismo, apagando la chispa de su existencia humana, reducido y fragmentado, difícilmente podrá oír, en el sentido profundo de la palabra, hablar de Dios. No podrá "leer" la dinámica del espíritu porque, como decía Adam, perdió el "ojo" para tal lectura. Su situación podría también denominarse "analfabetismo espiritual", pues, al igual que un analfabeto, cuando se le muestra el "libro del espíritu", puede hasta entretenerse inicialmente -si tal texto tiene ""figuras o diseños"- pero luego, se aburre y lo bota, porque "no sabe leer".

Similar a esta situación, pero aun más grave, es ver que hoy muchos hombres como que se "vacunaron" contra Dios. Recibieron ciertas "dosis atenuadas" de religiosidad o de catequesis, se "acostumbraron" a un cierto lenguaje y a ciertas imágenes de la religión, y consideran ya "saberlo todo" sobre ello, tornándose, por lo tanto, "inmunes" a la palabra de Dios. Frente a esta situación, la Nueva Evangelización a la que nos convoca el Santo Padre aparece con toda su dramática y esperanzadora urgencia. Si la Nueva Evange-lización, puede ser comprendida, en uno de sus aspectos, como el intento de que el Evangelio le sea más comprensible al hombre de hoy, presentándolo a través de un nuevo ardor, de nuevos métodos y nuevas expresiones, considero que ese renovado acercamiento y este nuevo lenguaje habrá de tener, como una de sus dinámicas propias, la consideración de la "reso-nancia existencial" que el mensaje evangélico debe suscitar en el hombre de hoy.

Volviendo a la idea de existencia humana, pienso que los dos elementos antes destacados: el "sí mismo" y el horizonte de la realidad, han de ser consideradas cuando se hable de Dios al hombre que ha sido convidad a experimentar su existencia humana.

No son pocos los que consideran que Dios es alienante para el nombre o que no se interesa con las inquietudes del hombre de hoy. Este dualismo "Dios vs. hombre", que se resuelve en la persona de Jesucristo -verdadero Dios y verdadero hombre- podría encontrar uno de sus caminos existenciales de superación en la exigencia de una mayor autoconciencia de "sí mismo". Si seguimos la perspectiva agustiniana del "Dios es más íntimo que mí mismo", entonces la autoconciencia de "sí mismo", nuestra interioridad, aparecería como un ámbito de encuentro entre Dios y el hombre, tanto en la dirección que va del hombre hacia Dios, como en la dirección que va de Dios al hombre. Así, los que dicen interesarse tan sólo por el hombre, deberían ser convidados a una experiencia más honda de su existencia humana, privilegiando lo que Jaspers llamaba "situaciones límites", pues tal experiencia de la propia contingencia continúa siendo una puerta hacia el misterio que nos constituye. Y, los que pretendemos hablar de Dios, tendríamos que sintonizar, más profundamente, con las "alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias" del corazón humano de nuestro tiempo, pues, como advertía Charles Moeller, hay diversas disposiciones existenciales en el itinerario hacia Dios.

Con todo, pienso que no basta la experiencia de la interioridad. Es necesario hacer esta experiencia en el horizonte de la totalidad de lo real, lo cual supone admitir que existen realidades más allá de la pretendida inmanencia de la conciencia. Admitir esto es ya "abrir ventanas" hacia la realidad como misterio y aceptar que ésta puede "advenir" hacia nosotros. Considero, pues, que la "crisis de fe" o la "indiferencia religiosa" de nuestro tiempo, está vinculada, filosóficamente, al inmanentismo, y, cotidiana y existencialmente, a lo que el Cardenal Danielou llamaba falta de apertura y confianza en lo que adviene de fuera de la propia subjetividad. Hoy, son muchos los que consideran que la fe en Dios tiene sus fundamentos en el "deseo de creer" o en "fenómenos compensatorios", simplemente subjetivos. Son pocos, los que consideran la posibilidad de que el cristianismo sea algo real. Por eso, una vez afirmada la posibilidad de lo real, los cristianos tenemos la responsabilidad de mostrar al hombre de nuestro tiempo que Dios es real, que el amor es real y que su manifestación más honda, la Encarnación del Verbo, es un acontecimiento histórico. Si continuamos -basadas en una interpretación errada de la libertad religiosa- presentando el cristianismo como una opción dentro de las múltiples posibles y no como un acontecimiento que consiste en que Dios adviene hacia nosotros -en la Encarnación y en nuestra cotidianeidad- apareciendo como la Verdad -inclusive "a pesar nuestro"-, entonces el hombre hodierno nunca llegará a comprender el sentido de nuestra fe y continuará evadiéndose de ella al introducirla en sus explicaciones subjetivas e inmanentistas.

3. La experiencia de un Dios que se encuentra con el hombre

Junto a la paulatina pérdida del sentido de la existencia humana, la reducción y la fragmentación de la misma representa -como indicamos al inicio del estas reflexiones- un inmenso desafío al hablar de Dios al hombre de hoy.

Tal vez, una de las deficiencias al transmitir nuestra fe haya sido, precisamente, una presentación reducida y fragmentada de la misma, que se expresa en muchas falsas antinomias en la vida práctica de los cristianos: Dios vs. hombre, contemplación vs. acción, interioridad vs. sociabilidad, sobrenaturalismo desencarnado vs. temporalismo desacralizado, etc.

Así, unida a una insuficiente acentuación del lenguaje antropológico-existencial, habría también faltado un horizonte de síntesis positivo en la presentación que los cristianos hacemos de las "razones de muestra esperanza". Las reflexiones teleológicas sobre la reconciliación que, siguiendo al Santo Padre, han venido desarrollándose en América Latina, surgieron, precisamente, como un intento de afirmar ese horizonte de síntesis a partir de una cierta "nostalgia de reconciliación" expresada en las múltiples reducciones y fragmentaciones que se constatan, en nuestro tiempo, en las relaciones que el hombre establece con Dios, consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza.

Ahora bien, en esta búsqueda de la síntesis cristiana, que permita un lenguaje adecuado para comunicarnos con el hombre hodierno -reducido y fragmentado- la síntesis fontal continúa siendo lo que Guardini denominaba la "esencia del cristianismo: la persona de Jesucristo, Dios y Hombre, Alfa y Omega, el "Reconciliador", como lo llama el Santo Padre, y que, no por un afán doctrinal reiterativo sino por atención a los signos de nuestro tiempo, fue acentuado explícitamente como eje de las reflexiones pastorales de la IV Asamblea del Episcopado Latinoamericano reunida en Santo Domingo.

De ese modo, nuestra primera palabra sobre Dios al hombre hodierno tal vez debería ser la indicación de que la experiencia de Dios, en el ámbito cristiano, no consiste en una experiencia religiosa difusa sino que es la experiencia del encuentro personal y reconciliador con Jesucristo que nos "revela plenamente el hombre al hombre" (Gaudium et spes, 22). Ello debería ser incansablemente acentuado, pues, en medio de las nuevas religiosidades, reduccionistas y fragmentarias, que presentan una visión impersonal de Dios y del hombre, los cristianos tenemos que salvaguardar que entre el hombre y Dios hay una efectiva dinámica de encuentro existencial e interpersonal que supone, por lo tanto, a Dios como Persona y al hombre como persona por ser imagen de Dios.

Esto lo saben muy bien aquellos hombres, ateos e indiferentes, que, por causa de un encuentro personal, tan real como misterioso, pasaron a ser conocidos como los grandes conversos de nuestro siglo: Paul Claudel, Carlos de Foucauld, Tatiana Goricheva, André Frossard y tantos otros.

En ellos y, más aun, en quienes alcanzaron la santidad, el encuentro con Dios significó, para su existencia humana, una reconciliación con su "sí mismo" y con la totalidad de lo real, en cuanto que, al mismo tiempo, tal existencia humana, siempre reducida y fragmentada -en mayor o menor medida por causa del pecado- se experimentaba reconciliada en el horizonte totalizante y unitivo del amor de Dios.

Un encuentro de esa naturaleza, en donde el hombre se reconcilia con Dios y con su propia identidad humana, no se queda en el momento del encuentro -como en un prolongado extasis místico- sino que es eminentemente difusivo. El encuentro con el Dios Amor es siempre experiencia de la sobreabundancia de amor que transborda hacia los otros y hacia toda la creación. Siendo así, el testimonio de esa vida que transborda, el testimonio de esa profunda dinámica amorizante y reconciliadora, tal vez sea el lenguaje más cuestionante y más adecuado para que el hombre de nuestro tiempo vislumbre la posibilidad del Dios Amor.

A modo de conclusión, terminaré con una curiosa historia que Raymond cuenta en uno de sus libros. Trata de marineros portugueses, en el siglo XVI, que quedaron varados y sin agua, cerca a las costas del Brasil. Al borde de la desesperación, avistaron un otro navío cuyos marineros, al escuchar el pedido de auxilio, mostraron una banderola en la que decía: "Echen sus baldes al mar". Luego de sucesivos ruegos y encontrando como única respuesta la banderola insistentemente agitada, un marinero decidió echar su balde al mar y cuando bebió, descubrió que se trataba de agua dulce. Estaban próximos a la desembocadura del río Amazonas que les ofrecía sus aguas para aguar la sed.

La moraleja de esta historia, en lo que respecta a nuestro tema, puede estar dirigida tanto a cristianos como a indiferentes o agnósticos. Unos y otros podemos estar buscando desesperadamente la "fuente de agua viva", sin darnos cuenta -por causa de ideas o prejuicios muchas veces explicables a partir de la costumbre o la rutina que ahoga nuestra capacidad de asombro frente al misterio- que basta "echar nuestros baldes" a ese mar que San Agustin llamó el "mundo reconciliado": la Iglesia.

Sólo podremos hablar de Dios a partir de una vida en la que él está presente. Nadie dá lo que no tiene. Y sólo podemos vivir plenamente por Él, con Él y en Él, en la comunión que Él vivifica. La Nueva Evangelización a la que nos convoca el Santo Padre, desde la cual hablaremos de Dios al hombre de hoy, supone un renovado "sentir con la Iglesia" así como una mayor conciencia de identidad y una mayor coherencia por parte de nosotros, sus miembros. Si el testimonio se presenta como la mejor forma de hablar de Dios al hombre de hoy, tendremos que esforzarnos por ser una "Iglesia evangelizadora, permanentemente evangelizada" o, como indicaba más recientemente el Santo Padre, una "Iglesia reconciliadora, permanentemente reconciliada". Por eso, ante la necesidad del testimonio vivo del Dios vivo, ya a las puertas del tercer milenio de nuestra fe, la oración de Jesús, en la línea de una profunda vivencia del amor y de la reconciliación que vienen de Él, se nos presenta como un profundo cuestionamiento y como un entusiasmante desafío: "Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que ti? me has enviado" (Jn, 17, 21).