REFLEXIONES SOBRE
 EL SENTIDO OSCURO DE DIOS

Card. Carlo Maria MARTINI
Milán

I

Creo que la imagen de la «oscura incógnita» del sentido de Dios es la que más prevalece en conjunto. A ella corresponde un comportamiento ambivalente: en efecto, al expresar la impotencia para indicar un sentido, induce a la resignación del carpe diem, pero también a la defensa de un posible sentido oculto y a la vaga percepción de su total gratuidad.

La novedad contemporánea me parece que es la transformación del sentido nihilístico que reside en nuestra cultura. Parece vivido más bien como horizonte metodológico que como tesis sustancial. En otros términos, más que negar la apertura a la Trascendencia y el sentido de una Providencia, el nihilismo actual se diría que se inclina a preservar la conciencia del encierro de respuestas definitivas que pueden, una vez más, revelarse como ilusorias.

Más reactiva aún parece la defensa contra las consecuencias sociales y políticas del abandono de este nihilismo metodológico: de suerte que la disponibilidad para la fe religiosa, admitida como una de las posibilidades de afrontar individualmente el enigma del sentido de Dios, está particularmente empeñada en diferenciarse de la identificación con la agregación eclesial. En efecto, además de ser vivida como clausura ideológica a la búsqueda, lo es también como principio de autosecuestro con relación a la condición común. Por eso en los mejores de los casos, es un modo de salvarse de la común fatiga, renunciando a la seriedad del desafío riesgoso que el enigma del sentido plantea al hombre. Y en el peor de los casos, una forma de delegación insostenible de la propia libertad en favor de una institución, como la eclesiástica, que parece querer evadir por prejuicio cualquier juicio histórico de mérito y proponerse como principio de censura prejudicial con respecto a cualquier otra interpretación del sentido.

II

Las experiencias a las que se refiere la palabra de Dios podrían ser individuadas en directa correspondencia con la experiencia universal del hombre, a la que Jesús mismo refiere la revelación de Dios. Al tratar de formular una lista sintética de ellas, podría profundizarse en los siguientes puntos:

a) El tema de la confiabilidad en el cuidado de Dios. Que debería ser el perno de la cuestión de la fe; y no ser sobrepasada por la cuestión de la credibilidad de la religión y de la Iglesia, sino más bien convertirse en su argumento incondicional.

b) La cuestión de la decisión que toma el hombre con respecto a la proximidad del otro ser humano. Es, en efecto, ésta y no la de la pertenencia religiosa, étnica, política, cultural, la cuestión que hay que señalar como realmente discriminante para los fines de la humanidad querida por Dios.

c) El modo de afrontar y vivir la enfermedad y la muerte.

d) la relación del hombre y la mujer y el cuidado del hijo. No solamente en términos de moral sexual o de bioética y pedagogía, sino también como símbolo complexivo para iluminación de todo el universo de las relaciones éticas y de los afectos socialmente compartidos.

e) El valor de los sentimientos, pasiones, emociones. La proporción que la Iglesia dedica, oportunamente, a las orientaciones en materia política y social y de moral sexual, no tiene comparación, en cantidad, analiticidad y especificidad, con las elaboraciones que habría que producir a propósito del «mundo de la resonancia» del hombre. Y sin embargo aquí, en el modo de vivir las confusiones y los entusiasmos, los encantos y los extravíos de la experiencia, es donde se deciden en realidad las formas individuales y colectivas del reconocimiento de la presencia o ausencia de Dios en la vida histórica.

f) La calidad del apego a la tierra y el sentido de «iniciación» que ella supone con respecto al aprecio de la promesa destinada al hombre.

¿Con cuál lenguaje? Ciertamente el lenguaje de la fenomenología, que instruye teológicamente al hombre desdoblando los pliegues de la experiencia efectiva y afectiva del vivir. En la persuasión de que en el trasfondo oscuro y agitado de la conciencia no solamente hay pulsiones y culpas, sino también gemidos inenarrables del Espíritu.

III

Hay una necesidad religiosa «civil» («natural», si se quiere) cuya gestión, en los países occidentales, está prevalentemente confiada al cristianismo. Este sentimiento religioso, típicamente asociado a los momentos importantes y a los interrogantes cruciales de la vida individual y colectiva, ha aprendido a expresarse en la lengua cristiana y a ejercitarse en la forma del rito cristiano. Se trata de «hospedar» esta necesidad con total disponibilidad, sin renunciar a promover el aprecio de las exigencias peculiares del seguimiento del Señor con referencia las cuales se edifica la Iglesia de los discípulos.

Este es ciertamente un tema crucial de la pastoral ordinaria en todo Occidente. Solo dos breves provocaciones para la reflexión.

a) Pienso que la Iglesia debe manifestar la máxima acogida a la religiosidad popular que acude a la institución cristiana para ser ayudada, instruida, sostenida. Pero pienso también que al mismo tiempo, la experiencia eclesial del cristianismo debe hacer nuevamente deseable y también un poco fascinante la misteriosa coparticipación de la vida eclesial, en el sentido de la antigua «disciplina del arcano» y de la «disciplina sacramental». El aprecio de la experiencia religiosa cristiana es capaz de una gran provocación positiva en el campo de la expresión solidaria y caritativa. Pero al mismo tiempo está demasiado fácilmente inscrita en el registro de lo ya visto y de lo ya experimentado, en el campo de la relación dialogal y sacramental con Dios. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo del Señor, la Iglesia podría precisamente alentar una apertura muy «desprevenida» de la dedicación que no hace excepción de personas, y por tanto de condición religiosa, moral, étnica y social. Pero al mismo tiempo, podría útilmente favorecer una reserva más «desinteresada», una mayor delicadeza, un sentimiento más vivo del carácter íntimo y secreto del seguimiento del Señor, que requiere que se ponga a prueba su calidad, para ser admitido en la coparticipación de la misión del Hijo. A la hemorroísa debe bastar el contacto con la orla del manto de Jesús, para entender que Dios no rechaza a nadie. Pero Pedro debe aprender a descubrir la ingenuidad de su propia pretensión de haber comprendido al primer «impulso» el sentido de la relación con el Señor que lo educa para compartir la responsabilidad del testimonio.

b) La posibilidad de una escucha amplia y profunda de la Palabra del Señor, que debería estar sistemáticamente a disposición de todos, independientemente del grado de asenso y pertenencia a la Iglesia, es para la mayor parte de nuestros contemporáneos de dificilísimo acceso, y requiere en todo caso de nuestros contemporáneos no «introducidos», una exposición de sí y una determinación de elección ciertamente difíciles para la mayor parte. Mientras tanto, la participación en la Eucaristía, aun independientemente del grado de coherencia y participación en la vida eclesial, se hace sistemáticamente disponible en términos de un verdadero y propio servicio público. Y sin embargo, se hace posible de modo totalmente indiscriminado, sin ningún vínculo de exposición personal, aun en ausencia de cualquier real percepción del sentido auténticamente cristiano de la celebración.

Pienso que una tal proporción debe ciertamente corregirse, en vista de la posibilidad de crear el espacio de transición que permita precisamente el desarrollo de una verdadera comunicación entre la experiencia de la dedicación a 360 grados al prójimo, que brota de una relación religiosa con Dios y la experiencia del seguimiento del Señor que introduce en la intimidad de una relación personal y cargada de testimonio envagelizador.

En síntesis, es preciso dotar al seno de la comunidad cristiana de una especie de incubadora: un espacio de compensación de la separación, más o menos amplia, que hoy se advierte entre la experiencia de la solidaridad cristiana con respecto a la necesidad (que se hace «todo para todos»), y la experiencia de la relación teologal que se articula en la sabiduría de la fe y en la celebración del sacramento. Compensación de la separación, digo: pero el asunto vale también para aquellas situaciones, más frecuentes de lo que pueda pensarse, en las que se da una entrega prematura y confusa del individuo a la experiencia de la fe y a la madurez del testimonio, efectuando, si se quiere, inconscientemente, un paso forzado: de la disponibilidad adolescente, de la conformidad parental y social, o de la emergencia existencial. Forzado porque ha ocupado inoportunamente el lugar de la obediencia de la fe, para aparecer luego en la vistosa presencia de malformaciones de la experiencia religiosa o humana, que inducen resentimiento polémico o mecanismos de autodefensa igualmente disponibles al malentendido teórico y práctico de la genuina identidad cristiana.