EL EVANGELIO, FUENTE DE CULTURA VERDADERA

Mons. Fernando-Antônio FIGUEIREDO

Obispo de Santo Amaro (Brasil)

 

1. ¿Cuál es la visión del hombre?

Podemos decir que, después del ocaso de ciertas ideologías que marcaron el siglo XX, el hombre de nuestro tiempo decidió llevar adelante un proceso de autocrítica de los supuestos iluministas que generaron tales ideologías. Sin embargo, considerando que el sustento básico del Iluminismo fue la conceptualización del hombre en cuanto sujeto autoreferido, ciertas perspectivas autodenominadas postmodernas han extrapolado este proceso proclamando la necesidad de un adelgazamiento del sujeto (Vattimo) que se coloca en el horizonte de ya conocidos planteamientos antifundacionalistas (Wittgenstein, Heidegger) o antihumanistas (Foucault, Derrida).

Parece abrirse, pues, un horizonte nihilista que —en una sintomática resurrección de perspectivas nietzscheanas— amenaza la comprensión del hombre en cuanto persona; esto es, en cuanto fundamento de todos los posibles dinamismos sociales, culturales y económicos. Ello no sería tan preocupante si se planteara tan sólo en el ámbito de las teorías filosóficas; sin embargo, estas perspectivas se expresan en dinamismos concretos de rechazo de la dignidad de la persona, como las prácticas de la ingeniería genética o la presentación del mercado o de la tecnología como únicos referenciales configuradores de la sociedad adveniente, capaces de disolver en sí mismos a la persona o de tornarla una simple metáfora o epifenómeno de sus procesos inmanentes.

Así, la visión del hombre que se delinea, ya a finales de nuestro conturbado siglo XX, parece ser la desconfianza del hombre en relación a la dignidad de su propio ser. Ya no se trata, por tanto, de una simple desfiguración de la realidad humana, sino de una aterradora renuncia a la pregunta por aquello que hay de más específico en la criatura humana, para, de esa forma, abandonarla a los dinamismos de facto que presenciamos en el mundo contemporáneo.

En el ámbito pastoral, el contacto con tantos jóvenes que pierden el gusto por la vida o que encuentran el —ilusorio— sentido de la misma tan sólo en los dinamismos de consumo alentados por el mercado, suscita una honda pregunta acerca de si las perspectivas antes indicadas ya calaron en quienes constituyen la esperanza del mundo y de la Iglesia.

Sin embargo, en el mismo ámbito pastoral, encontramos que esos jóvenes dan todavía testimonio de aquella chispa divina que, configurando la interioridad humana, no se apaga tan fácilmente. Así, la inquietud, el hambre de infinito, la propia búsqueda de razones para vivir —aunque sean encontradas de modo pragmático y efímero— parecen confirmar que, como decía Pascal, «el hombre supera infinitamente al hombre».

El horizonte que percibimos no parece indicar, pues, que el hombre de hoy haya llevado adelante una simple apuesta irresponsable por el pesimismo; sino que es, esencialmente, la descripción viva del drama que se experimenta después de haber perdido de vista los fundamentos que le permiten al ser humano descubrir su inmenso valor. Y, en cuanto drama, no constituye de por sí una tragedia, sino, más bien, un desafío profundo a la Iglesia para que ella posibilite que, en el dinamismo tensional entre apuesta o renuncia por el hombre, venza —no sólo en el plano categorial, sino, sobre todo, en el ámbito vivencial de nuastros jóvenes— aquella Luz que impide que el hombre se perciba a sí mismo de modo negativo y autocondenatorio.

2. ¿Hacia qué cultura?

Si consideramos —como indicaba el Santo Padre en su memorable Discurso a la UNESCO de 1980— que «la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser"» (nº 7), entonces podríamos decir que la cultura hacia la cual debemos encaminarnos es, simplemente, la cultura esencialmente considerada, esto es, la cultura en cuanto proceso de humanización o personalización, dinamismos que siempre permean el lenguaje pontificio al caracterizar la cultura.

En ese sentido, cabría también preguntarse hasta qué punto el surgimiento de planteamientoss y prácticas antihumanistas no es reflejo de una profunda crisis en los propios dinamismos culturales, en la medida en que no consiguen diferenciar, en sí mismos, aquello que es verdaderamente cultural y aquello que desencadena un proceso de anticultura; o sea, aquello que verdaderamente humaniza y aquello que se vuelve contra el propio hombre.

Asumiendo esta esencial consideración preliminar, podemos destacar que, en medio de procesos despersonalizantes —sean estos filosóficos, económicos o tecnológicos— parece también necesario recuperar espacios de encuentro, en donde las personas sean capaces de reconocer mutuamente su dignidad, desplegando así auténticos dinamismos de humanización. Pensamos, por ejemplo, en la familia, las parroquias, los movimientos eclesiales, las escuelas, las universidades, que son, todos ellos, ámbitos en los que la Iglesia estuvo siempre presente, comprendiéndolos como auténticas comunidades en donde el hombre se cultiva en el reconocimiento y despliegue de su dignidad fundamental.

En ese sentido, si —a partir de nuestra observación inicial— la cultura es proceso de humanización, eqoV, esto es, dinamismo habitual, coincidente con un tipo de costumbre en la que el hombre descubre y cultiva su ser específico, reviste también particular importancia considerar que esta cultura sólo se despliega plenamente en cuanto se constituye —como indicamos en el párrafo anterior— en espacio de encuentro, esto es, en cuanto hqoV, que significa morada, ámbito en el cual y desde el cual el hombre descubre que puede habitar humanamente el mundo, diferenciándose de la naturaleza y otorgando sentido, desde esta habitación, a todo lo que aparece como inferior a él.

Sin entrar en consideraciones más detalladas sobre otros aspectos antropológicos que debieran ser rescatados y promovidos en los procesos contemporáneos que nos anuncian nuevas configuraciones culturales, creemos que estos procesos deben salvaguardar —al menos— los dos dinamismos esenciales antes descritos: el dinamismo de humanización o personalización, y, por eso mismo, el dinamismo de encuentro, que no es sino una ocasión para subrayar el carácter imprescindible del amor, sin el cual el hombre jamás podrá configurar una cultura a la altura de la dignidad humana revelada por Jesucristo.

3. ¿Con qué pastoral de la cultura?

Elaborar una pastoral de la cultura supone prestar atención a las situaciones específicas en que cada persona y cada pueblo plantea las preguntas sobre su propia condición humana, preguntas éstas cuyos intentos de respuesta redimensionan o inhiben sus peculiares situaciones culturales, esto es, sus particulares estilos de vida (Gaudium et spes, nº 53). En ese sentido, la eficacia de los programas de pastoral de la cultura parece depender, en gran medida, del vigor y de la coherencia de los testigos del Evangelio (obispos, presbíteros, religiosos, laicos, etc.) en cuanto están encarnados, compartiendo una misma cultura, una específica morada común.

Sin embargo, permítasenos plantear un cierto horizonte —que nos parece que debe estar presente en una pastoral más amplia y global de la cultura— a partir de un pasaje fundamental de la Constitución pastoral Gaudium et spes, que fue llamada por el Santo Padre —en un seminario internacional, realizado en noviembre del año pasado, conmemorando los 30 años de su promulgación— la carta magna para promover y defender la dignidad humana: «el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la donación sincera de sí mismo» (nº 24).

Este pasaje, citado en repetidas ocasiones por Juan Pablo II, nos parece que ofrece una clave pastoral que, por su honda perspectiva antropológica, permite, por eso mismo, defender y promover los dinamismos esenciales de la cultura que hemos destacado anteriormente: el dinamismo de humanización y el dinamismo de encuentro.

En relación con el dinamismo de humanización, el documento conciliar nos recuerda que el hombre es fin en sí mismo, nunca medio, ni siquiera para Dios, que ha querido dotar a su criatura de libertad. En el antes citado discurso a la UNESCO, Juan Pablo II reafirmaba esta radical apuesta que la Iglesia hace por el hombre, con las siguientes palabras: «Hay que afirmar al hombre por él mismo y no por ningún otro motivo o razón». Y añadía: «El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia» (nº 10).

En ese sentido, el hombre es más él mismo en la medida en que se descubre desde Aquél que, amándolo, lo constituye en su dignidad. Fuera de Dios el hombre corre el riesgo de dudar de su propio valor, pues —sujeto únicamente a sus dinamismos contingentes— puede llegar a creer —como se descubre, por ejemplo, en la perspectiva sartreana— que su propia libertad carece de sentido, al carecer de un fundamento y de un horizonte que la oriente.

Así, la cultura, entendida como dinamismo de humanización, viene a solicitar, desde sus propias raíces, una pastoral que le descubra su sentido en Dios. No se trata, entonces, de la necesidad de estrategias pastorales que se coloquen en medio de las culturas, suplicando ser atendidas; sino de un profundo servicio a las propias culturas, que sin el Evangelio no pueden nunca alcanzar la plenitud de sus más genuinos anhelos de humanización.

Pero el pasaje de la Gaudium et spes continúa: «el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la donación sincera de sí mismo». Y es aquí que aparece el fundamento antropológico de lo que hemos denominado dinamismo de encuentro como esencial a toda cultura en cuanto cultura. Si la cultura no se despliega en lazos de solidaridad, de reconciliación, de verdadero amor cristiano, entonces no consigue promover un auténtico proceso de humanización.

En nuestra cultura llamada postmoderna, la ilusión de que el hombre podría realizarse a sí mismo desencadenando procesos narcisistas, relativistas o individualistas, no es sino una señal de hasta qué punto el Evangelio del Amor se torna también indispensable para rescatar los auténticos dinamismos de encuentro y de comunión que caracterizan el sentido originario de toda cultura.

En la IV Asamblea General del Episcopado Latinoamericano se intuyó esta necesidad, proponiéndose como horizonte para los próximos años la configuración de una cultura de la reconciliación y de la solidaridad (Santo Domingo, nº 77). Ese horizonte que, por diversas razones, apela de un modo particular en nuestras tierras latinoamericanas, podría orientar una pastoral más amplia que salvaguarde a la cultura —en uno de sus dinamismos esenciales, el del encuentro— de las múltiples fragmentaciones, teóricas y prácticas, que amenazan, no simplemente una u otra cultura particular, sino la posibilidad antropológica misma de la configuración cultural en cuanto tal.