ENTRE ICONO Y RELATO:
EL CINE COMO POSIBLE "LOCUS THEOLOGICUS"

Mons. Bruno FORTE

¿Es posible comunicar la fe a través del cine? ¿Puede una película ser mediación de trascendencia? Y ¿puede la expresión artística cinematográfica, en general, constituir una especie de "locus theologicus", es decir, un documento en el cual la inteligencia creyente reconozca reflejos o trazas de su objeto propio? No intentamos buscar aquí una respuesta a estas preguntas a partir de un análisis empírico de lo que el cine ha producido de hecho, es decir, basado en una competencia cinematográfica específica (¡que el autor declara explícitamente que no tiene!): sino que queremos acercarnos a estos interrogantes con el propósito de sondear las condiciones de posibilidad de que el cine sea mediación de trascendencia, tanto en el sentido de la apertura de un camino de éxodo de la criatura hacia el Misterio, como en el de una venida a nosotros del Otro, trascendente y soberano. Planteado así el problema, se advierte que éste no es sino un aspecto del interrogante más general que se refiere al lenguaje teológico: ¿Cómo expresar la Diferencia en el lenguaje de la identidad? ¿Cómo expresar el Misterio absoluto en los términos históricos y mundanos de nuestra comunicación? Una vez que queden precisadas las coordenadas fundamentales del lenguaje humano sobre Dios a la luz de su revelación, será posible también profundizar sobre cuál de los lenguajes de la fe se acerca más al lenguaje propio del cine, e indicar bajo qué condiciones puede el lenguaje cinematográfico llegar a ser mediación —analógica— de trascendencia.

1. Hablar de Dios: la cuestión del lenguaje teológico

El creyente que habla de Dios sabe que habla de Aquél, de quien habría más bien que callar. Consciente de esta condición paradójica, sabe de todos modos que no puede no hablar de Él: por su propia naturaleza la palabra de la fe es palabra sobre Dios ("logos de Dios", como genitivo objetivo), que remite constitutivamente a la palabra que Dios dice de sí mismo ("tou theou logos", "palabra de Dios", como genitivo subjetivo). La palabra teólogica es pues tan inevitable —en cuanto acto de correspondencia obediente al hablar divino de sí mismo en la revelación— cuanto grávida de silencio, de interrupción y de espera —en cuanto que histórica y contingente como todo lenguaje humano: ella habla, callando; calla, diciendo; escucha, interrogando; interroga, escuchando. Es palabra de pregunta y al mismo tiempo palabra de respuesta. En cuanto discurso humano, la palabra de la fe habla a partir del hombre; sin embargo, es verdaderamente ella misma cuando acepta hablar a partir de lo que el Otro ha dicho de sí: "Omnis recta cognitio Dei, ab oboedientia nascitur" (Calvino).

Entre el éxodo —que es la condición humana en búsqueda permanente y a la espera del mayor Misterio— y el Adviento —en el cual la Palabra de Dios y su silencio han habitado en el tiempo de los hombres— la palabra teológica es palabra de frontera: está en el confín, remitiendo continuamente tanto a una parte como a la otra, entre la tierra frágil sobre la que se apoyan nuestros pies y el abismo insondable que es la región del Otro. Dos movimientos la atraviesan, totalmente asimétricos entre sí: el del peregrino, buscador de sentido, sediento de una patria para orientar el camino y combatir su lucha con la muerte; y el movimiento sin el cual el primero ni siquiera existiría, el del Origen, principio, presupuesto y fundamento de todo lo que existe, que viene a nosotros desde su insondable Silencio. En el plano del lenguaje, el pensamiento que mantiene unidos los diversos en el abismo de la asimetría que los constituye como tales, es el pensamiento de la analogía. Es él el que intenta dar razón de la posibilidad de una cercanía en la separación infinita, y de la lejanía en la proximidad, postuladas por el lenguaje de la fe.

La doctrina de la analogía no nace pues de una curiosidad intelectual abstracta, sino que se refiere precisamente a la necesidad de ofrecer una justificación refleja del uso teológico del lenguaje humano. Es porque la fe habla de Dios en obediencia a la revelación, y es porque la Palabra eterna se ha pronunciado en las palabras del tiempo, que se advierte la exigencia de dar razón de las afirmaciones que se hacen en torno al Misterio; lo que plantea un problema es precisamente el cómo, al hablar de Dios, pueda darse una continuidad de sentido en la diferencia incolmable del significado. Ahora bien, la analogía une los diversos, custodiándolos en su diversidad y mostrando la proximidad de las distancias. Lo cual significa que en el lenguaje analógico de Dios permanece inconmovible el primado de la indicibilidad (cf. Tomás de Aquino, In I Sent. 34, 3, 2: "Convenientissimus modus significandi divina fit per negationem"). De todos modos, la vía negativa tiene un valor dialéctico y no se resuelve en un principio agnóstico. Y tampoco es posible negar que se pueda decir algo de Dios de modo afirmativo (cf. id., Summa Theologiae I, q. 13, a. 12: "Propositiones affirmativae possunt vere formari de Deo"); un motivo incontrovertible es el hecho de que existan dogmas de fe, fundados en las palabras en las que se ha expresado la Palabra del adviento (cf. ibid., sed contra: "Propositiones quaedam affirmativae subduntur fidei, utpote quod Deus est trinus et unus, et quod est omnipotens"). El lenguaje, entendido en sentido analógico, se dispone a ser, al mismo tiempo, el lugar del adviento del Otro y la repetición de su éxodo: re-velación en el doble sentido del ofrecerse presente de lo velado y del velarse de nuevo de lo escondido. Justo en esta tensión dialéctica propia la analogía se presenta como "la guardiana solitaria del misterio" (E. Jüngel, Dio, mistero del mondo. Brescia 1982, 371): es gracias a ella que es posible hablar del Absoluto en palabras necesariamente relativas y expresar de algún modo el Infinito y el Eterno en la compañía del espacio y del tiempo.

2. El cine como forma del lenguaje analógico:
donde el icono se encuentra con el relato

Necesaria para hablar de Dios, la analogía ha sido utilizada por el lenguaje teológico en una gran variedad de formas; dos de ellas son reconocibles de modo peculiar en el lenguaje cinematográfico, que resulta precisamente de la combinación de ambas. Estas dos formas son el icono y el relato.

El lenguaje del icono es comprensible propiamente en un registro simbólico: el "símbolo" (symbolon) es lo que mantiene unidos (sym-) sin forzar (bállein = "lanzar"), y, por tanto, lo que relaciona los diversos sin caer en la univocidad y manteniendo la unidad de sentido, incluso en el exceso o en la discontinuidad radical de significado. El símbolo (como por otra parte las formas de la parábola y de la metáfora que están ligadas a él) "traspone": en él la analogía supera la incomunicabilidad de la equivocidad, al mantener un horizonte de sentido unitario y totalizante, pero se aleja al mismo tiempo la confusión, porque los significados no se superponen. Es así que en el símbolo se da una unidad de sentido en el exceso de significado. Por otra parte, justo en la crisis de las pretensiones totalizantes de la razón moderna se redescubre la fuerza evocadora del símbolo; contra un pensamiento como el de la ideología, que pretendía ser totalmente transparente a sí mismo y reducir la realidad entera a esta transparencia, se redescubre el valor de lo que es evocativo, de lo que reúne lo infinitamente lejano sin anular las diferencias. En el símbolo se experimenta más significado de cuanto se pueda articular o comprender, se suscitan nuevos impulsos de pensamiento y de vida, y uno se siente alcanzado por una alteridad que provoca, nutre y abre horizontes imprevistos, abriéndose a una síntesis que el análisis no agota. Un pensamiento sin sombras o residuos no es más rico, sino más pobre que un pensamiento evocativo o simbólico; lo ideal no absorbe a lo real, sino que debe reconocer más bien el exceso de éste, para abrirse a él y para autotrascenderse hacia espacios más vastos.

Es justo esta dialéctica de concreción visible y de profundidad invisible que hace al icono tan cercano a la mediación de trascendencia que es posible en el lenguaje simbólico: "el icono es la visión de las cosas que no se ven" (P. Eudokimov, La donna e la salvezza del mondo. Milano 1979, 133. Cf. id., Teologia della bellezza. L'arte dell'icona. Roma 19823). El movimiento que el icono tiende a transmitir, es por tanto doble: el descenso y el ascenso, la lejanía que se hace cercanía, y la cercanía que se abre a la lejanía. A la mirada de la fe el icono aparece como el lugar de la Presencia divina, el asomarse del Verbo de la vida entre los hombres, y, al mismo tiempo, el asomarse del hombre al abismo del Misterio insondable del cual el Verbo procede. Análogamente al misterio del Hijo encarnado, el icono necesita de la corporeidad del color y de la determinación de la forma: lo que la Biblia dice con palabras, el icono lo anuncia con colores y lo hace presente (cf. Concilio Constantinopolitano IV [879]: DS 654). Mirar al "icono" significa, pues, traspasar el umbral hacia el Misterio, dejándose alcanzar por el Trascendente en las formas de la cercanía. Es pues en la economía del Misterio revelado que el icono asume todo su significado simbólico: gloria escondida bajo los signos de la historia, el misterio implica contemporáneamente la visibilidad de los acontecimientos en los que se realiza y la profundidad invisible de la obra divina que en ellos se realiza. El "icono" vive de la misma dialéctica del Misterio y no desvela su mensaje sino a una lectura abierta hacia el abismo del Otro, trascendente y soberano. Aquí se capta una primera posibilidad teológica para el lenguaje del cine: al vivir de iconos en sucesión continua puede ser mediación de trascendencia de modo análogo al icono, con la misma fuerza simbólica, evocadora del más allá en las formas de la cercanía. La diferencia entre el mundo del icono y el cine está, sin embargo, en el hecho de que la sucesión de las escenas —constitutiva del cine— introduce en la estaticidad dinámica del icono un elemento nuevo que se combina con ella. Este elemento decisivo es el relato.

El relato es precisamente la otra forma en la cual el lenguaje analógico asoma en el lenguaje del cine. Frente a la constricción lógica de la identidad, impuesta por la mediación dialéctica, "el relato actúa de modo poco llamativo y sin pretensiones. No posee la clave dialéctica, ni la saca de las manos de Dios, una clave que permitiría sacar a la luz todos los procesos oscuros de la historia sin haberlos primero sufrido y superado. Sin embargo, tampoco se mueve en la oscuridad" (J. B. Metz, "Redenzione ed emancipazione": Redenzione ed emancipazione. Brescia 1975, 174). La estructura analógica del narrar resulta especialmente del "sentido práctico y performativo del relato", que por una parte tiende "a la comunicación práctica de la experiencia que en él se resume", y por otra hace que "el narrador y los oyentes sean incluidos en la experiencia narrada" (id., "Breve apologia del narrare": Concilium [1973] 864). En el relato obra de modo evidente el interés, el cual subyace a toda forma de conocimiento, también a la puramente teórica y abstracta; y la finalidad del interés es suscitar la experiencia, hacer de la narración una "acción lingüística", en la cual la palabra sea eficaz para la vida.

Se comprende que esto es importante para todo lenguaje que quiera ser mediación de trascendencia; de modo significativo, "el cristianismo, en cuanto comunión de los redimidos en Jesucristo, no es primariamente, desde el principio, una comunión de interpretación y de argumentación, sino una comunión que recuerda y narra" (id., Redenzione ed emancipazione, 175). Por lo tanto el lenguaje teológico que narra no se mueve en tierra extraña, sino que se inserta en la tradición narrativa que desde los orígenes hasta hoy ha transmitido y actualizado en el tiempo la memoria evangélica. Es además un dato de hecho que muchísimos grupos y movimientos cristianos "no argumentan, sino que narran, o, mejor, se esfuerzan por narrar. Cuentan sus historias de conversión, repiten los relatos bíblicos". Rechazar esto a priori sería un grave error: "¿No estamos afirmando aquí algo que, en la vida pública y oficial del cristianismo parece que está demasiado reprimido?" (id., "Breve apologia del narrare", 866s). Y no se puede decir que este efecto práctico-crítico del narrar sea una especie de recaída en la esfera de lo puramente privado o del gusto estético: "no existen quizás también en nuestra época así llamada post-narrativa, "narradores" de la más diversa especie, que dan a entender lo que pueden ser las historias [...] y precisamente no sólo creaciones artísticas, producciones cualesquiera, privadas, sino relatos con efectos estimulantes en la sociedad, en cierta medida crítico-sociales, "historias peligrosas" por tanto?" (ibid., 868s).

Se puede incluso afirmar —en una época postideológica como la nuestra— que la razón crítica no es nunca objetiva o desencarnada con respecto a la tradición viva en la que se sitúa, sino que necesita del recuerdo, y por tanto de la narración, para no despreciar el sufrimiento del pasado y no ceder a la tentación de una conciliación abstracta. Sólo las numerosas historias de pasión, recordadas por la memoria narrativa, "rompen la ilusión de una reconstrucción total de la historia por obra de la razón abstracta, reniegan del intento de reconstruir la conciencia partiendo de la unidad abstracta del "yo pienso", y muestran en cambio cómo nuestra conciencia es una conciencia "enredada en historias", que permanece orientada hacia una identificación narrativa y que —después de la disolución de la figura argumentativa de la "historia magistra vitae", después del destronamiento del "magisterio" de la historia— no puede renunciar al "magisterio de las historias"" (ibid., 877).

El relato, por tanto, parece garantizar a la razón crítica la capacidad de tomar en serio a la historia humana; y es el relato el que consiente al pensamiento mediar con sensatez los contenidos de la historia salvífica en la historia presente. Un lenguaje teológico que en nombre de las exigencias críticas sacrificase la narratividad como precientífica, sería por ello no sólo falsamente teológico, sino también falsamente crítico. Para que se dé un lenguaje que actúe una auténtica mediación de trascendencia, la tarea que se impone es la de narrar sin renunciar al pensamiento argumentador, poniendo la argumentación al servicio de la narración. Y ¿acaso no es el lenguaje del cine, de modo constitutivo, un narrar argumentador, un razonar por vía del relato? Aquí se ve cómo la dimensión narrativa —ineliminable de la cinematografía— viene a complementar la simbólica del icono; y es en fuerza de esta combinación de icono y relato que el cine puede ofrecerse como lenguaje singular capaz de mediar la trascendencia. ¿Bajo qué condiciones?

3. De la posibilidad a la realización: ¿Cómo puede ser mediación
de
trascendencia el lenguaje cinematográfico?

Para que el cine llegue a ser lenguaje capaz de mediar la apertura al Misterio y servir de vehículo a la Trascendencia, es necesario que sean respetadas las condiciones propias de la analogía —necesaria para todo hablar humano de lo divino. Esto quiere decir prestar atención al doble "no" y al "sí" decisivo de que vive la analogía. Es ejemplar a este respecto la búsqueda de Tomás de Aquino, que nace de la conciencia clara de cómo en el intento de hablar del Misterio se mueve uno siempre entre dos extremos posibles: la univocidad indiscreta —que hace de lo divino un simple momento de la identidad ya conocida y disponible— y la equivocidad radical —que abre el abismo incolmable de la incomunicabilidad entre el mundo de Dios y el mundo de los hombres. Entre estas dos orillas se construye el pensamiento sobre la analogía: "Este modo de congregar está a mitad de camino entre la pura equivocidad y la simple univocidad. De hecho, en las cosas que se dicen por analogía no hay una razón sola y única, como sucede en lo que es unívoco; ni tampoco hay una razón totalmente diversa, como sucede en lo que es equívoco; sino que el nombre que así se dice de modo múltiple, significa proporciones diversas en relación a un mismo uno. [Iste modus communitatis medius est inter puram aequivocationem et simplicem univocationem. Neque enim in his quae analogice dicuntur, est una ratio, sicut est in univocis; nec totaliter diversa, sicut in aequivocis; sed nomen quod sic multipliciter dicitur, significat diversas proportiones ad aliquid unum.]" (Summa Theologiae I, q. 13, a. 5c). La analogía une los diversos, custodiándolos en su diversidad y mostrando la proximidad de las distancias.

El primer "no" que hay que decir en el uso cinematográfico de la analogía, es el de la equivocidad radical: una cinematografía que en las imágenes o en el relato exprese el prejuicio de una ausencia o de una irrelevancia del Misterio divino, y que se convierta en fotografía de un existir sin trascendencia, cerrado en sí mismo, y, por tanto, que retorna siempre al círculo de la repetición del sujeto y de sus proyecciones, no sólo no es mediador de trascendencia, sino que puede deshonrar profundamente la dignidad de la persona humana, reduciéndola a la esfera de sus necesidades y de sus apetitos, incluso los más violentos o egoístas. Es éste el caso no sólo de la —por desgracia— abundante pornografía cinematográfica, sino también de ese tipo de cine que, en nombre del "divertissement", se orienta al aturdimiento de las conciencias y a sofocar las preguntas verdaderas, ligadas a la conciencia del dolor propio y ajeno. Este tipo de cine con frecuencia vende en taquilla, pero no da fruto en términos de crecimiento de la calidad de vida; por el contrario, hay que pensar que contribuye no poco a aumentar la barbarie en las relaciones humanas, y a un proceso de alienación que introduce modelos falsos y suscita necesidades falsas, incitando a colmar la distancia entre deseo y realidad por vía de la imposición o de la apropiación meramente egoísta o violenta.

El segundo "no" que hay que mantener es el de la univocidad de sentido: por mucho que se esfuerce en ser vehículo de Trascendencia, ningún lenguaje humano será capaz de hacerlo en sentido propio, ni siquiera el lenguaje cinematográfico. Por ello la presunción de univocidad aplicada a la cinematografía desemboca, o bien en un insoportable género edificante —con mensaje de trascendencia demasiado cacareado, que corre el riesgo de convertirse en empalagoso y de mera edificación moralizante— o bien en el cine ideológico —que, a pesar de la presunción contraria, absorbe lo divino y el absoluto en los horizontes demasiado humanos y relativos de tesis preconcebidas. El lenguaje de la univocidad —ya sea que anule lo humano bajo la luz deslumbrante del mensaje espiritualista, ya sea que se reduzca lo divino al horizonte de un proyecto total inspirado en una visión ideológica del hombre y de la historia— produce obras mediocres y del todo inadecuadas para constituir mediaciones de trascendencia. El cine producido según esta línea, por otra parte, carece de toda elevación estética, y con frecuencia pasa a ser banal, estrecho, carente de fuerza evocadora y de estímulos al pensamiento. Resulta oportuno recordar aquí la precisa llamada de atención de Tomás de Aquino referida a las representaciones de lo divino, que son y no dejan de ser representaciones mundanas, y, por tanto, completamente inadecuadas para dar cuenta de la simplicidad de la esencia divina: "Todo lo que nuestra inteligencia concibe de Dios no logra representarlo, por lo cual, lo que es propio del mismo Dios, permanece siempre oculto para nosotros, y el conocimiento más alto que podemos tener de Él en nuestro estado de viadores está en conocer que Dios está por encima de todo lo que pensamos de Él. [Quidquid intellectus noster de Deo concipit, est deficiens a repraesentatione eius; et ideo quid est ipsius Dei semper nobis occultum remanet; et haec est summa cognitio quam de ipso in statu viae habere possumus, ut cognoscamus Deum esse supra omne id quod cogitamus de eo.]" (De veritate 2, 1, ad 9um). Esto mismo vale —obviamente— para todo lo que podemos decir de Él por vía de combinación cinematográfica de icono y relato.

El "sí" que hay que decir se refiere, por tanto, a la vía media, que es la propiamente analógica, en la cual la proximidad y la distancia no se anulan mutuamente, sino que se mantienen unidas, aunque en una relación asimétrica. Ésta es también la pista decisiva para aclarar las condiciones de posibilidad de una cinematografía que sea mediación de trascendencia. La proximidad entre los diversos está fundada en lo que es común a ambos, el unum commune, el cual se puede entender de modo diverso, fundando diversas formas de la analogía misma. Si lo que une los términos distantes se concibe como una relación de semejanza entre relaciones, entonces el punto de encuentro que justifica la analogía está en la semejanza del tipo de relación que es intrínseca a los dos pares de términos. En este caso se habla de "analogía de proporcionalidad". Si, en cambio, lo que es común se concibe como una única y misma realidad, en la cual participan muchos en grados diversos, se tiene la así llamada "analogía de atribución", fundada en la relatio ab uno o ad unum de los muchos. Mientras que la analogía de proporcionalidad expresa menos inadecuadamente la incomparable distancia entre el último y el penúltimo —porque es una relación de relaciones— la analogía de atribución —que es una gradación de participación en un "unicum"— evidencia la continuidad —en una distancia siempre mayor— que subsiste entre los extremos. Uniendo los dos campos de la analogía, es posible conservar la diferencia siempre mayor entre lo mundano y lo divino, pero en una gran proximidad, establecida por iniciativa de Dios, que, destinada originariamente al hombre, lo ha hecho capaz, constitutivamente, del encuentro de gracia que es la salvación.

Es precisamente en la correspondencia necesaria de las dos formas de la analogía que se comprende también la presencia mutua y el papel recíproco del icono y del relato en un lenguaje cinematográfico que quiera mediar la trascendencia: se podría decir que el carácter simbólico del icono es a la fuerza performativa del relato lo que la analogía de proporcionalidad a la analogía de atribución. Mientras que la primera expresa una semejanza de relaciones —en la cual la medida del fragmento es imagen de la medida del Todo— la segunda da la idea de una participación, de una continuidad, expresada en la secuencia de relato en relato. Aplicando esta regla al lenguaje cinematográfico, se podría decir que debe evitar, al mismo tiempo, decir demasiado y decir demasiado poco. Decir demasiado equivaldría a saltar la distancia abismal señalada por la analogía de proporcionalidad (pero que está presupuesta también en la gradualidad de la atribución); decir demasiado equivaldría a no tomar en consideración la participación en el "unum commune" que supone la analogía de atribución (pero incluida también en la consistencia de la relación entre relaciones, pensada en el horizonte de la proporcionalidad). Decir demasiado significaría resolver el símbolo, renunciando a la fuerza de la evocación y al lenguaje vivo de la metáfora, para hacer una reducción estrecha y empobrecedora al "dejà vu"; o bien, convertir el relato en la exhibición de una tesis argumentativa, en vez de una historia verdaderamente performativa y abierta. Decir demasiado poco equivaldría a restringir el relato a una crónica de lo visible, sin ninguna carga performativa y crítica; o bien vaciar el símbolo de su tensión intrínseca hacia el exceso y hacia la superación.

Un cine que sea mediación de trascendencia, podrá, entonces, sorprender por la aparente ausencia de profesiones de fe tematizadas, para que la forma elegida —simbólica y narrativa al mismo tiempo— pueda mediar la apertura al Misterio y su posible irrupción en el signo paradójico de lo contrario o de lo incompleto; pero convencerá por la prevalencia del complejo narrativo, que —gracias a la carga performativa del relato— es capaz de una apertura a la Trascendencia por la fuerza de la memoria "peligrosa" —y, por tanto, crítica y transformante— de algunos testimonios "narrados" con eficacia. El lenguaje cinematográfico, en suma, como todo lenguaje humano, puede ser vehículo de trascendencia a condición de mantener la tensión propia de la analogía. Para esto el cine tiene una predisposición mayor que otros lenguajes por la posibilidad que le es propia y peculiar de combinar el símbolo y la narración; el icono, con su fuerza evocativa, y el relato, con sus potencialidades de historia abierta y contagiosa. Y, como para todo lenguaje, también para el cine la elección del vehículo que se quiere usar, y de lo que se quiere transmitir, están en la mente y en el corazón de quien lo produce y de quien lo aprovecha. La responsabilidad de unos y de otros aparece aquí con toda la magnitud de sus dimensiones; el equilibrio que habría que alcanzar se presenta arduo, pero necesario y fecundo...

-   -   -

[Français]
Mgr. Bruno Forte
a examiné sous quelles conditions le cinéma peut être médiation de transcendance. Comme succession d'icônes, le cinéma a une forte densité évocatrice et symbolique; et, comme icône liée au récit, possède la force critique propre de la dimension narrative. Pour être véhicule de transcendance, le cinéma doit suivre la voie intermédiaire de l'analogie, qui évite de trop dire ou de dire trop peu. Pour cela, il doit fuir l'équivoque radicale —qui dérive de l'absence ou de l'insignifiance du Mystère divin—, et éviter aussi l'univocité absolue —propre au cinéma "édifiant" ou idéologique.

[English]
Mgr. Bruno Forte examines the conditions which allow films to mediate transcendence. Even as a simple succession of icons, a film is evocatively and symbolically highly charged. When a story-line is added to these icons, a film becomes a powerful critical tool. If they are to communicate transcendence, films need to follow the via media of analogy, so that they say neither too much nor too little. They have to avoid being either radically equivocal (as is the case with films where the mystery of God is absent or treated as irrelevant) or absolutely univocal (in the style of "edifying" or ideological films).