CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA

LA VIDA FRATERNA EN COMUNIDAD
«Congregavit nos in unum Christi amor»


 

INTRODUCCIÓN

«Congregavit nos in unum Christi Amor»

1. El amor de Cristo ha reunido a un gran número de discípulos para llegar a ser un sola cosa, a fin de que en el Espíritu, como Él y gracias a Él, pudieran responder al amor del Padre a lo largo de los siglos, amándolo «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,5) y amando al prójimo «como a sí mismos» (cf Mt 22,39).

Entre estos discípulos, los reunidos en las comunidades religiosas, mujeres y hombres «de toda lengua, raza, pueblo y tribu» (Ap 7,9), han sido y siguen siendo todavía una expresión particularmente elocuente de este sublime e ilimitado Amor. Nacidas «no del deseo de la carne o de la sangre» ni de simpatías personales o de motivos humanos, sino «de Dios» (Jn 1,13), de una vocación divina y de una divina atracción, las comunidades religiosas son un signo vivo de la primacía del Amor de Dios que obra maravillas y del amor a Dios y a los hermanos, como lo manifestó y vivió Jesucristo.

Dada su relevancia para la vida y para la santidad de la Iglesia, es importante tomar en consideración la vida de las comunidades religiosas concretas, tanto las monásticas y contemplativas como las dedicadas a la actividad apostólica, cada una según su propio y específico carácter. Lo que se dice de las comunidades religiosas se entiende referido también a las comunidades de las sociedades de vida apostólica, teniendo en cuenta su carácter y su legislación propia.

a) El argumento de este documento tiene en cuenta un hecho: la fisonomía que hoy presenta «la vida fraterna en común» en numerosos países manifiesta muchas transformaciones con respecto al pasado. Tales transformaciones, así como las esperanzas y desilusiones que han acompañado y siguen acompañando este proceso, requieren una reflexión a la luz del Concilio Vaticano II. Ellas han llevado a efectos positivos, pero también a otros más discutibles. Han puesto de relieve no pocos valores evangélicos dando nueva vitalidad a la comunidad religiosa, pero también han suscitado interrogantes por haber oscurecido algunos elementos típicos de la misma vida fraterna vivida en comunidad. En algunos lugares parece que la comunidad religiosa ha perdido relevancia ante los religiosos y religiosas, y que no es ya un ideal que se deba perseguir.

Con la serenidad y la urgencia de quien busca la voluntad del Señor, muchas comunidades han querido valorar esta transformación para corresponder mejor a la propia vocación en el pueblo de Dios.

b) Son muchos los factores que han determinado los cambios de que somos testigos:

El «retorno constante a las fuentes de la vida cristiana y a la inspiración primitiva de los Institutos»(1). Ese encuentro más profundo y pleno con el Evangelio y con la primera irrupción del carisma fundacional, ha sido un vigoroso impulso para adquirir el verdadero espíritu que anima la fraternidad y para hallar las estructuras y los usos que han de expresarlo adecuadamente. Allí donde el encuentro con estas fuentes y con la inspiración originaria ha sido parcial o débil, la vida fraterna ha corrido riesgos y ha llegado a una cierta atonía. Pero este proceso ha tenido lugar también dentro de otros cambios más generales que son como su marco existencial, a cuyas repercusiones no podía substraerse la vida religiosa(2). La vida religiosa es una parte vital de la Iglesia y vive en el mundo. Los valores y contravalores propios de una época o de un ámbito cultural, y las estructuras sociales que los manifiestan, afectan a la vida de todos, incluida la Iglesia y sus comunidades religiosas. Estas últimas o son un verdadero fermento evangélico en la sociedad, anuncio de la Buena Nueva en medio del mundo y proclamación en el tiempo de la Jerusalén celeste, o sucumben con una agonía más o menos prolongada, simplemente porque se han acomodado al mundo. Por eso, la reflexión y las nuevas propuestas sobre «la vida fraterna en común» deberán hacerse teniendo en cuenta este marco referencial.

- Sin embargo, también la evolución de la Iglesia ha ejercido un influjo profundo en las comunidades religiosas. El Concilio Vaticano II, como acontecimiento de gracia y expresión máxima del talante pastoral de la Iglesia en este siglo, ha influido decisivamente en la vida religiosa, no sólo en virtud del Decreto Perfectæ Caritatis, a ella dedicado, sino también gracias a la eclesiología conciliar y a todos los documentos del mismo.

Por todas estas razones el presente documento, antes de entrar directamente en materia, comienza dando una rápida mirada a los cambios acaecidos en los ámbitos que han podido influir más de cerca en la calidad de la vida fraterna y en los distintos modos de vivirla en las diversas comunidades religiosas.

DESARROLLO TEOLÓGICO

2. El Concilio Vaticano II ha aportado una contribución fundamental a la revalorización de la «vida fraterna en común» y a una renovada visión de la comunidad religiosa.

La evolución de la eclesiologíaha incidido, más que ningún otro factor, en la progresiva comprensión de la comunidad religiosa. El Vaticano II afirmó que la vida religiosa pertenece «firmemente» (inconcusse) a la vida y a la santidad de la Iglesia, situándola precisamente en el corazón de su misterio de comunión y de santidad(3).

La comunidad religiosa participa, pues, de la renovada y más profunda visión de la Iglesia. De aquí se siguen algunas consecuencias:

a) De la Iglesia-Misterio a la dimensión mistérica de la comunidad religiosa.

La comunidad religiosa no es un simple grupo de cristianos que buscan la perfección personal. Mucho más profundamente, es participación y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio, en cuanto expresión viva y realización privilegiada de su peculiar «comunión», de la gran «koinonía» trinitaria de la que el Padre ha querido hacer partícipes a los hombres en el Hijo y en Espíritu Santo.

b) De la Iglesia-Comunión a la dimensión comunitaria fraterna de la comunidad religiosa.

La comunidad religiosa, en su estructura, en sus motivaciones y en sus valores calificadores, hace públicamente visible y continuamente perceptible el don de fraternidad concedido por Dios a toda la Iglesia. Por ello tiene como tarea irrenunciable, y como misión, ser y aparecer una célula de intensa comunión fraterna que sea signo y estímulo para todos los bautizados(4).

c) De la Iglesia animada por los carismas a la dimensión carismática de la comunidad religiosa.

La comunidad religiosa es célula de comunión fraterna, llamada a vivir animada por el carisma fundacional; es parte de la comunión orgánica de toda la Iglesia, enriquecida siempre por el Espíritu con variedad de ministerios y carismas.

Para formar parte de esta comunidad se necesita la gracia particular de una vocación. En concreto, los miembros de una comunidad religiosa aparecen unidos por una común llamada de Dios en la línea del carisma fundacional, por una típica y común consagración eclesial y por una común respuesta que nace de la participación «en la experiencia del Espíritu» vivida y transmitida por el Fundador y en su misión dentro la Iglesia(5).

Ella quiere recibir también como reconocimiento los carismas «más comunes y difundidos»(6)que Dios distribuye entre sus miembros para el bien de todo el Cuerpo. La comunidad religiosa existe para la Iglesia, para significarla y enriquecerla(7) y hacerla más apta en orden a cumplir su misión.

d) De la Iglesia-Sacramento de unidad a la dimensión apostólica de la comunidad religiosa.

El sentido del apostolado es llevar a los hombres a la unión con Dios y a la unidad entre sí mediante la caridad divina. La vida fraterna en común, como expresión de la unión realizada por el amor de Dios, además de constituir un testimonio esencial para la evangelización, tiene una gran importancia para la actividad apostólica y para su finalidad última. De ahí la fuerza de signo e instrumento de la comunión fraterna de la comunidad religiosa. La comunión fraterna está, en efecto, en el principio y en el fin del apostolado.

El Magisterio, desde el Concilio en adelante, ha profundizado y enriquecido con nuevas aportaciones la visión renovada de la comunidad religiosa(8).

DESARROLLO CANÓNICO

3. El Código de Derecho Canónico (1983) concreta y precisa las disposiciones conciliares relativas a la vida comunitaria.

Cuando se habla de «vida común» hay que distinguir claramente dos aspectos.

Mientras que el Código de 1917(9) podía hacer pensar que se fijaba en elementos exteriores y en la uniformidad del estilo de vida, el Vaticano II(10) y el nuevo Código(11) insisten explícitamente en la dimensión espiritual y en el vínculo de fraternidad que debe unir en la caridad a todos los miembros. El nuevo Código ha hecho la síntesis de estos dos aspectos hablando de «vivir una vida fraterna en común»(12).

Se pueden distinguir, pues, en la vida comunitaria dos elementos de unión y de unidad entre los miembros:

uno más espiritual: la «fraternidad» o «comunión fraterna», que parte de los corazones animados por la caridad; éste subraya la «comunión de vida» y la relación interpersonal(13); el otro más visible: la «vida en común» o «vida de comunidad», que consiste «en habitar en la propia casa religiosa legítimamente constituida» y en «vivir una vida común» por medio de la fidelidad a las mismas normas, por la participación en los actos comunes y por la colaboración en los servicios comunitarios(14). Todo se vive «según un estilo propio»(15) en las diversas comunidades, según el carisma y el derecho particular.del instituto(16). De aquí la importancia del derecho propio que debe aplicar a la vida comunitaria el patrimonio de cada instituto y los medios para realizarlo(17).

Es claro que la «vida fraterna» no se realiza automáticamente con la observancia de las normas que regulan la vida común; pero es evidente que la vida en común tiene la finalidad de favorecer intensamente la vida fraterna.

DESARROLLO EN LA SOCIEDAD

4. La sociedad evoluciona constantemente y los religiosos y religiosas, que no son del mundo pero que viven en el mundo, experimentan sus influencias.

Mencionamos aquí sólo algunos aspectos que han incidido más directamente en la vida religiosa en general y en la comunidad religiosa en particular.

a) Los movimientos de emancipación política y social en el Tercer Mundo y el creciente proceso de industrialización han llevado en los últimos decenios al surgir de grandes cambios sociales y a prestar una atención especial por el «desarrollo de los pueblos» y por las situaciones de pobreza y miseria. Las Iglesias locales han reaccionado vivamente frente a estos desarrollos.

Sobre todo en América Latina, a través de las asambleas generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Puebla ySanto Domingo, se ha puesto en primer plano «la opción evangélica y preferencial por los pobres»(18), con el consiguiente cambio de acento en los compromisos sociales.

Las comunidades religiosas se han sentido fuertemente afectadas por esto, y muchas se han visto impulsadas a repensar las modalidades de su presencia en la sociedad, en la línea de un servicio más inmediato a los pobres, incluso mediante la inserción entre ellos.

El crecimiento impresionante de la miseria en las periferias de las grandes ciudades y el empobrecimiento de las zonas rurales han acelerado el proceso de «desplazamiento» de no pocas comunidades religiosas hacia estos ambientes populares.

En todas partes se impone el desafío de la inculturación. Las culturas, las tradiciones, la mentalidad de un país inciden también sobre el modo de vivir la vida fraterna en las comunidades religiosas.

Además, los recientes y amplios movimientos migratorios plantean el problema de la convivencia de diversas culturas, y del racismo. Todo esto repercute también en las comunidades religiosas pluriculturales y multirraciales, que son cada vez más numerosas.

b) La reivindicación de la libertad personal y de los derechos humanos ha estado en la base de un amplio proceso de democratización que ha favorecido el desarrollo económico y el crecimiento de la sociedad civil.

En el período inmediatamente posterior al Concilio, este proceso -especialmente en Occidente- ha experimentado una aceleración caracterizada por movimientos «asamblearios» y por actitudes renuentes a la autoridad.

El rechazo de la autoridad no ha perdonado ni siquiera a la Iglesia ni a la vida religiosa, con consecuencias evidentes también en la vida comunitaria.

La afirmación unilateral y exasperada de la libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo, con el debilitamiento del ideal de la vida común y del compromiso por los proyectos comunitarios.

Hay que señalar también algunas reacciones igualmente unilaterales, como pueden ser las evasiones hacia formas de autoritarismo, basadas en la confianza ciega en un guía que inspira seguridad.

c) La promoción de la mujer, uno de los signos de los tiempos según el Papa Juan XXIII, ha tenido no pocas resonancias en la vida de las comunidades cristianas de diversos países(19). Aun cuando en algunas regiones el influjo de corrientes extremistas del feminismo está condicionando profundamente la vida religiosa, casi en todas partes las comunidades religiosas femeninas están en una búsqueda positiva de formas de vida común más idóneas para la renovada conciencia de la identidad, de la dignidad y de la misión de la mujer en la sociedad, en la Iglesia y en la vida religiosa.

d) La explosión de los medios de comunicación a partir de los años 60, ha influido notablemente, y dramáticamente, en el nivel general de la información, en el sentido de responsabilidad social y apostólica, en la movilidad apostólica, y en la calidad de las relaciones internas; por no hablar del estilo concreto de vida y del clima de recogimiento que debería caracterizar a la comunidad religiosa.

e) El consumismo y el hedonismo, que, junto con un debilitamiento de la visión de fe propio del secularismo, en muchas regiones no han dejado indiferentes a las comunidades religiosas, poniendo a dura prueba la capacidad de algunas para «resistir al mal», pero suscitando también nuevos estilos de vida personal y comunitaria que son un claro testimonio evangélico para nuestro mundo.

Todo esto se ha convertido en un desafío y en una llamada a vivir con más vigor los consejos evangélicos, incluso en apoyo del testimonio de la comunidad cristiana.

CAMBIOS EN LA VIDA RELIGIOSA

5. En estos años se han producido cambios que han incidido profundamente sobre las comunidades religiosas.

a) Nueva configuración en las comunidades religiosas. En muchos países, las iniciativas crecientes del Estado en ámbitos donde actuaba la vida religiosa -como la asistencia, la escuela y la sanidad-, juntamente con el descenso de las vocaciones, han llevado a disminuir la presencia de los religiosos en las obras propias de los institutos apostólicos.

Disminuyen de este modo las grandes comunidades religiosas al servicio de obras externas, que han caracterizado durante mucho tiempo la fisonomía de los diversos institutos.

Al mismo tiempo se prefieren en algunas regiones las comunidades más pequeñas, formadas por religiosos que se insertan en obras que no pertenecen al Instituto, aunque con frecuencia en la línea de su carisma. Lo cual incide notablemente en la forma de vida común, ya que exige un cambio en los ritmos tradicionales.

A veces el sincero deseo de servir a la Iglesia, la dedicación a las obras del Instituto, como también las apremiantes necesidades de la Iglesia local pueden fácilmente llevar a religiosos y religiosas a sobrecargarse de trabajo, con la consiguiente menor disponibilidad de tiempo para la vida común.

b) Las demandas, cada día más numerosas, para responder a necesidades urgentes (pobres, drogadictos, refugiados, marginados, minusválidos, enfermos de toda clase, etc.) han suscitado, por parte de la vida religiosa, respuestas de una entrega admirable y admirada.

Pero esto ha exigido también cambios en la fisonomía tradicional de las comunidades, ya que por parte de algunos eran consideradas poco aptas para afrontar las nuevas situaciones.

c) El modo de comprender y vivir el propio trabajo en un contexto secularizado, entendido ante todo como el simple ejercicio de un oficio o de una determinada profesión y no como el desempeño de una misión evangelizadora, ha dejado a veces en la penumbra la realidad de la consagración y la dimensión espiritual de la vida religiosa, hasta el punto de considerar la vida fraterna en común como un obstáculo para el mismo apostolado o como un mero instrumento funcional.

d) Una nueva concepción de la persona ha surgido en el inmediato posconcilio, con una fuerte recuperación del valor de cada individuo particular y de sus iniciativas. Inmediatamente después se ha acentuado un agudo sentido de la comunidad entendida como vida fraterna, que se construye más sobre la calidad de las relaciones interpersonales que sobre aspectos formales de la observancia regular.

Estos acentos se han radicalizado en algunos casos (de ahí las tendencias opuestas del individualismo y del comunitarismo), sin haber alcanzado a veces una satisfactoria integración.

e) Las nuevas estructuras de gobierno, que emergen de las Constituciones renovadas, requieren mucha mayor participación de los religiosos y de las religiosas. De donde surge un modo diverso de afrontar los problemas, mediante el diálogo comunitario, la corresponsabilidad y la subsidiariedad. Son todos los miembros de la comunidad los que quedan implicados en sus propios problemas. Esto cambia considerablemente las relaciones interpersonales e influye en el modo de ver la autoridad. En no pocos casos ésta no acaba de encontrar en la práctica su lugar preciso en este nuevo contexto.

El conjunto de cambios y tendencias que acabamos de mencionar ha influido en la fisonomía de las comunidades religiosas de manera profunda, pero también diferenciada.

Las diferencias, a veces muy notables, dependen -como es fácil de comprender- de las diversas culturas y de los distintos continentes, del hecho de que las comunidades sean masculinas o femeninas, del tipo de vida religiosa y de Instituto, de la distinta actividad y del respectivo empeño en releer y actualizar el carisma del Fundador, del diferente modo de situarse ante la sociedad y la Iglesia, de la distinta manera de acoger los valores propuestos por el Concilio, de las diferentes tradiciones y formas de vida común, y de los diversos modos de ejercer la autoridad y de promover la renovación de la formación permanente. De hecho, la problemática es común sólo en parte; en la realidad tiende más bien a diferenciarse.

OBJETIVOS DEL DOCUMENTO

6. A la luz de estas nuevas situaciones la finalidad de este documento es alentar los esfuerzos realizados por muchas comunidades de religiosas y de religiosos para mejorar la calidad de su vida fraterna. Lo haremos ofreciendo algunos criterios de discernimiento en orden a una auténtica renovación evangélica.

Este documento quiere, además, ofrecer motivos de reflexión para quienes se han alejado del ideal comunitario, a fin de que tomen realmente en serio que es imprescindible la vida fraterna en común para aquel que se ha consagrado al Señor en un instituto religioso o se ha incorporado a una sociedad de vida apostólica.

7. Con esta finalidad, se expone a continuación:

a) La comunidad religiosa como don: antes de ser un proyecto humano, la vida fraterna en común forma parte del proyecto de Dios, que quiere comunicar su vida de comunión.

b) La comunidad religiosa como lugar donde se llega a ser hermanos: los medios más adecuados para construir la fraternidad cristiana por parte de la comunidad religiosa.

c) La comunidad religiosa como lugar y sujeto de la misión: las opciones concretas que la comunidad religiosa está llamada a realizar en las diversas situaciones y los principales criterios de discernimiento.

Para adentrarnos en el misterio de la comunión y de la fraternidad, y antes de emprender el difícil y necesario discernimiento para conseguir un renovado esplendor evangélico de nuestras comunidades, es necesario invocar humildemente al Espíritu Santo para que lleve a cabo lo que sólo Él puede realizar: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-28)

I

EL DON DE LA COMUNIÓN Y DE LA COMUNIDAD

8. La comunidad religiosa es un don del Espíritu, antes de ser una construcción humana. Efectivamente, la comunidad religiosa tiene su origen en el amor de Dios difundido en los corazones por medio del Espíritu, y por él se construye como una verdadera familia unida en el nombre del Señor(20).

Por lo tanto, no se puede comprender la comunidad religiosa sin partir de que es don de Dios, de que es un misterio y de que hunde sus raíces en el corazón mismo de la Trinidad santa y santificadora, que la quiere como parte del misterio de la Iglesia para la vida del mundo.

La Iglesia como comunión

9. Creando el ser humano a su imagen y semejanza, Dios lo ha creado para la comunión. El Dios creador que se ha revelado como Amor, como Trinidad y comunión, ha llamado al hombre a entrar en íntima relación con Él y a la comunión interpersonal, o sea, a la fraternidad universal(21).

Esta es la más alta vocación del hombre: entrar en comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.

Este designio de Dios quedó comprometido por el pecado, que rompió todas las relaciones: entre el género humano y Dios, entre el hombre y la mujer, entre hermano y hermano, entre los pueblos, entre la humanidad y la creación.

Por su gran amor, el Padre envió a su Hijo para que, como nuevo Adán, reconstruyera y llevara toda la creación a la unidad perfecta. Viniendo a nosotros, constituyó el comienzo del nuevo pueblo de Dios, llamando en torno a sí a los apóstoles y discípulos, hombres y mujeres, como parábola viviente de la familia humana congregada en la unidad. Les anunció la fraternidad universal en el Padre, el cual nos ha hecho familiares suyos, sus hijos y hermanos entre nosotros. Así enseñó la igualdad en la fraternidad y la reconciliación en el perdón. Cambió totalmente las relaciones de poder y de dominio, dando Él mismo ejemplo de cómo se ha de servir y ponerse en el último lugar. Durante la última cena, les dio el mandamiento nuevo del amor recíproco: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros» (Jn 13,34; cf 15,12); instituyó la Eucaristía que alimenta el amor mutuo haciéndonos comulgar el único pan y el único cáliz. Después se dirigió al Padre pidiendo, como síntesis de sus deseos, la unidad de todos conforme al modelo de la unidad trinitaria: «Como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

Entregándose a la voluntad del Padre, en el misterio pascual, realizó aquella misma unidad que había enseñado a vivir a sus discípulos y que había pedido al Padre. Con su muerte en la cruz destruyó el muro de separación entre los pueblos, reconciliando a todos en unidad (cf Ef 2,14-16), enseñándonos de este modo que la comunión y la unidad son el fruto de la participación en su misterio de muerte.

La venida del Espíritu Santo, el don por excelencia concedido a los creyentes, realizó la unidad querida por Cristo. Comunicado a los discípulos reunidos en el cenáculo con María, el mismo Espíritu dio visibilidad a la Iglesia, que desde el primer momento se caracteriza como fraternidad y comunión en la unidad de un solo corazón y de una sola alma (cf Hech 4,32).

Esta comunión es el vínculo de la caridad que une entre sí a todos los miembros del mismo Cuerpo de Cristo, y al Cuerpo con su Cabeza. La misma presencia vivificante del Espíritu Santo(22) construye en Cristo la cohesión orgánica: Él unifica la Iglesia en la comunión y en el ministerio, la coordina y la dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, que se complementan entre sí, y la hermosea con sus frutos(23).

En su peregrinar por este mundo, la Iglesia, una y santa, se ha caracterizado constantemente por una tensión, muchas veces dolorosa, hacia la unidad efectiva. A lo largo de su historia ha tomado cada vez mayor conciencia de ser pueblo y familia de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu, Sacramento de la íntima unión del género humano, comunión e icono de la Trinidad. El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve, como tal vez nunca se había hecho, esta dimensión de la Iglesia como misterio y comunión.

La comunidad religiosa, expresión de la comunión eclesial

10. La vida consagrada comprendió, desde sus mismos orígenes, esta íntima naturaleza del cristianismo. En efecto, la comunidad religiosa se sintió en continuidad con el grupo de los que seguían a Jesús. Él los había llamado personalmente, uno por uno, para vivir en comunión con Él y con los otros discípulos, para compartir su vida y su destino (cf Mc 3,13-15), para ser signo de la vida y de la comunión inaugurada por Él. Las primeras comunidades monásticas miraron a la comunidad de los discípulos que seguían a Cristo, y a la de Jerusalén, como a un ideal de vida. Como la Iglesia naciente, teniendo un solo corazón y una sola alma, los monjes, reuniéndose entre sí alrededor de un guía espiritual, el abad, se propusieron vivir la radical comunión de los bienes materiales y espirituales y la unidad instaurada por Cristo. Ésta encuentra su arquetipo y su dinamismo unificante en la vida de unidad de las Personas de la Santísima Trinidad.

En los siglos siguientes surgieron múltiples formas de comunidad, bajo la acción carismática del Espíritu. Él mismo, que escruta el corazón humano, se le hace encontradizo y responde a sus necesidades. Suscita así hombres y mujeres, que, iluminados con la luz del Evangelio y sensibles a los signos de los tiempos, dan origen a nuevas familias religiosas y, por tanto, a nuevos modos de vivir la única comunión en la diversidad de ministerios y de comunidades(24).

No se puede, pues, hablar unívocamente de comunidad religiosa. La historia de la vida consagrada testifica modos diferentes de vivir la única comunión, según la naturaleza de cada Instituto. De este modo hoy podemos admirar la «maravillosa variedad» de familias religiosas que enriquecen a la Iglesia y la capacitan para toda obra buena(25), y, por lo mismo, la variedad de formas de comunidad religiosa.

Sin embargo, en la variedad de sus formas, la vida fraterna en común se ha manifestado siempre como una radicalización del común espíritu fraterno que une a todos los cristianos. La comunidad religiosa es manifestación palpable de la comunión que funda la Iglesia, y, al mismo tiempo, profecía de la unidad a la que tiende como a su meta última. «Expertos en comunión, los religiosos están llamados a ser en la comunidad eclesial y en el mundo testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que está en el vértice de la historia del hombre según de Dios. Ante todo, con la profesión de los consejos evangélicos, que libera de todo impedimento el fervor de la caridad, se convierten comunitariamente en signo profético de la íntima unión con Dios amado por encima de todo. Además, por la experiencia cotidiana de una comunión de vida, oración y apostolado, que es componente esencial y distintivo de su forma de vida consagrada, se convierten en "signo de comunión fraterna". En efecto, en medio de un mundo, con frecuencia profundamente dividido, y ante todos sus hermanos en la fe, dan testimonio de la posibilidad real de poner en común los bienes, de amarse fraternalmente, de seguir un proyecto de vida y actividad fundado en la invitación a seguir con mayor libertad y más cerca a Cristo Señor, enviado por el Padre para que -como primogénito entre muchos hermanos- instituyese una nueva comunión fraterna en el don de su Espíritu »(26).

Esto resultará tanto más visible cuanto más sientan ellos mismos no sólo con la Iglesia y en la Iglesia, sino también a la Iglesia, identificándose con ella en plena comunión con su doctrina, con su vida, con sus pastores, con sus fieles y con su misión en el mundo(27).

Particularmente significativo es el testimonio ofrecido por los contemplativos y las contemplativas. Para ellos la vida fraterna tiene dimensiones más amplias y profundas derivadas de la exigencia fundamental en esta especial vocación, es decir, la búsqueda de Dios solo en el silencio y en la oración.

Su continua atención a Dios hace más delicada y respetuosa la atención a los otros miembros de la comunidad, y la contemplación se convierte en una fuerza liberadora de toda forma de egoísmo.

La vida fraterna en común, en un monasterio, está llamada a ser signo vivo del misterio de la Iglesia: cuanto más grande es el misterio de gracia, tanto más rico es el fruto de la salvación.

De este modo, el Espíritu del Señor, que reunió a los primeros creyentes y que continuamente congrega a la Iglesia en una sola familia, convoca también y alimenta las familias religiosas que, a través de sus comunidades esparcidas por toda la tierra, tienen la misión de ser signos particularmente legibles de la íntima comunión que anima y constituye a la Iglesia, y de ser apoyo para la realización del plan de Dios.


(1) PC 2.

(2) cf PC 2-4.

(3) cf LG 44d.

(4) cf PC 15a; LG 44c.

(5) cf MR 11.

(6) LG 12.

(7) cf MR 14.

(8) cf ET 30-39; MR 2, 3, 10, 14; EE 18-22; PI 25-28; cf también can 602.

(9) can 594 1.

(10) cf.PC 15.

(11) cf can 602; 619.

(12) can 607 2.

(13) cf can 602.

(14) cf can 608, 665.

(15) can 731 1.

(16) cf can 607 2; también can 602.

(17) cf can 587.

(18) SD 178, 180.

(19) cf Mulieris Dignitatem; GS 9, 60.

(20) cf PC 15a; can 602.

(21) cf GS 3.

(22) cf LG 7.

(23) cf LG 4; MR 2.

(24) cf PC 1; EE 18-22.

(25) cf PC 1.

(26) RPH, 24.

(27) cf PI 21-22.