Conferencia Episcopal Española

MATRIMONIO Y FAMILIA

Documento Pastoral aprobado por la
XXXI Asamblea Plenaria,
el 6 de julio de 1979


II. VISIÓN CRISTIANA DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
El designio divino del matrimonio
Comunión de vida
Comunidad creadora
El matrimonio como alianza
Familia y matrimonio en la proclamación del Reino de Dios
El matrimonio, sacramento cristiano
La familia Iglesia doméstica


II

VISIÓN CRISTIANA DEL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

El designio divino del matrimonio

27. La concepción cristiana del matrimonio y la familia se nutre de la revelación de la Palabra de Dios sobre el amor cristiano. Esa revelación afirma la primacía del amor sobre cualquier otro imperativo; el amor es el alma que impulsa y da valor a toda la vida cristiana. En el amor ahonda sus raíces el matrimonio y este mismo amor ayuda, humaniza y hace fecunda en múltiples bienes la estabilidad propia de la institución matrimonial. La presencia creciente del amor constituye el signo más elocuente de la perfección del matrimonio y de la familia (Cfr GS. 49).

Comunión de vida

28. En el capítulo I del Génesis la afirmación esencial de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios se hace teniendo en cuenta la distinción de sexos: “los creó hombre y mujer” (Gen. 1,27). Esa afirmación, de inmensa trascendencia, no sólo establece el origen de la diferenciación sexual en la acción creadora de Dios, sino que presenta a los dos componentes de la pareja humana no aislados entre sí, sino destinados al encuentro del uno con el otro. El hombre que Dios crea a su imagen y semejanza es el varón y la mujer. Ser el hombre imagen y semejanza de Dios hace referencia a la relación comunitaria formada por el encuentro del varón con la esposa (Cfr GS. 52).

Tal perspectiva no excluye el sentido y el valor del celibato voluntario, como opción por el Reino de Dios, que, por suponer una plena disponibilidad al servicio del Evangelio, se realiza siempre, en sintonía con la obra de Cristo, en una actitud de apertura a todos y de servicio a la comunidad.

29. La narración del Génesis se desarrolla sobre el presupuesto de la igualdad del hombre y de la mujer, que se unen para constituir una comunidad de perfecta comunión (Cfr GS. 29;49). Desde el punto de vista bíblico, está dicho con expresión llena de vigor: “El hombre abandona a su padre y a su madre, se une a su mujer y se convierten en una sola carne” (Gen. 2,24). El lenguaje sencillo y popular del Génesis describe la experiencia humana de la perfecta correspondencia del hombre y la mujer en la exclamación gozosa de Adán: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gen. 2,23). No había sido posible la comunicación con los animales, porque no eran “ayuda semejante a él” (Gen. 2,20). Ahora sí; por ella el hombre lo dejará todo. Ya no estará solo (Cfr Gen. 2,18-24).

30. Así, desde el primer momento, ha quedado el hombre salvado definitivamente de la soledad y del egoísmo, origen radical de aquélla (Cfr Gen. 2,18). Toda tentación de incomunicación y aislamiento encontrará camino de superación volviéndose de nuevo a aquella comunidad originaria, donde la soledad se rompe y se establecen las bases de la comunicación humana.

Comunidad creadora

31. El hombre y la mujer, en su complementariedad real, están destinados y tienden a formar una comunidad que es expresión de su misteriosa unidad original. La fuerza de este impulso es superior a los vínculos más estrechos. El Señor refirió las palabras del Génesis al matrimonio y su indisolubilidad: “Ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt. 19,6. Cfr Gs. 48). Hombre y mujer, unidos en matrimonio, se hacen una vida nueva a un más alto nivel de realidad, como unidad personal, misteriosa, formada por la integración de sus dos personas. Tal unidad es una experiencia capaz de iluminar el gran misterio de la unión de Cristo con la Iglesia (Cfr Ef. 5,31 y ss.).

32. Dios confía también al hombre y a la mujer la continuidad de la obra creadora (Cfr Gen. 1,28). Se trata, en primer término, del crecimiento demográfico de la humanidad: “sed fecundos y multiplicaos”. Pero comprende también el dominio del mundo: “someted la tierra”. La Sagrada Escritura vincula fuertemente el desarrollo del hombre y del mundo a la comunidad matrimonial. De ahí la importancia de la comunidad familiar para el futuro de la humanidad y de ese mismo mundo.

33. La unión conyugal del hombre y de la mujer está llamada a una comunión creadora (Cfr Gen. 1,28). La pareja se ve salvada del posible egoísmo de dos en la medida en que abre generosamente los cauces de la vida. La comunidad matrimonial se hace comunidad familiar con la llegada de los hijos. Y de ahí, como de su fuente, surgen los cauces de la gran comunidad humana hacia la que Dios dirige la historia (Cfr GS. 24).

34. Nacida en el contexto de la acción de Dios, que crea todas las cosas, la pareja humana recibe el mandato de someter la tierra, de dominarlo todo (Cfr Gen. 1,28), construyendo un mundo humanizado. Es una invitación, un mandato, para Adán y para Eva, a salir fuera de sí, como colaboradores de la obra de Dios. Hombre y mujer alcanzarán su plenitud cuando su unión les impulse a realizar juntos el compromiso de construir un mundo cada vez más humano.

35. Desde esta perspectiva teológica, resulta inaceptable la pretensión de una radical privatización del matrimonio y de la institución familiar, como si se tratara de un asunto meramente particular, que atañe, exclusivamente, a la decisión libre de los interesados. Hay una responsabilidad de los esposos ante Dios, autor del matrimonio al que acceden; una responsabilidad ante la sociedad, que se fundamenta y crece en la familia. De ahí que Dios y sociedad puedan y deban intervenir para garantizar el recto desarrollo de la institución familiar.

36. Pero, por otra parte, en ciertas críticas modernas puede percibirse también la protesta contra una creciente injerencia y presión de la sociedad en el ámbito familiar, que ignora, o no respeta y atiende suficientemente los derechos y responsabilidades personales, inherentes al matrimonio y la familia. Al afirmar con tanta fuerza su identidad, la fe cristiana abre un camino equilibrado de libertad y responsabilidad. Matrimonio y familia se hacen así como punto de convergencia entre lo personal y comunitario. En la familia puede y debe realizarse la síntesis de ambos.

El matrimonio como alianza

37. La relación de Dios con su pueblo y, a través de él, con toda la humanidad se vive y se expresa en la Biblia en forma de Alianza. “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Ex. 19,5-6; Lev. 26,12; Ez. 36,28, 37,26 ss.) es la fórmula de misteriosa comunión por la que Dios se compromete para siempre con los hombres.

38. La comprensión de la relación amorosa de Dios con su pueblo alcanza una nueva profundidad en el mensaje de los profetas. La relación de Alianza, que puede correr el riesgo de caer en un juridicismo meramente formal, se expresa en ellos, comenzando por Oseas, en términos de relación matrimonial: “Me casaré contigo para siempre... Me casaré contigo a precio de fidelidad” (Os. 2,21 s. Cfr GS. 48,2). Con ello se quiere subrayar que la Alianza, que crea entre Dios y el Pueblo un vínculo indisoluble de relaciones mutuas de comunión vital, de derechos y deberes recíprocos que abarcan toda la vida, sobrepasa el nivel de lo jurídico y supone el amor y la fidelidad de Dios, capaz de superar la prueba del tiempo y de la misma infidelidad, como se manifiesta, tantas veces, en la historia de Israel. Pero de aquí se sigue otra consecuencia de gran alcance. La imagen profética arroja una luz retrospectiva sobre la realidad humana que la sirve de punto de partida. Las relaciones de Dios e Israel se hacen modelo ejemplar de las relaciones del hombre con la mujer.

39. La historia de la Alianza fue de hecho la historia de la fidelidad de Dios y la historia de la infidelidad del hombre. Fidelidad e infidelidad vividas no en el amor jurídico, sino resueltas en el terreno personal del amor (Cfr GS. 49). Por eso el mismo profeta Oseas verá de nuevo en la experiencia dolorosa de su matrimonio fracasado y roto la realidad de la incompresible ruptura del hombre, infiel a Dios. Pero es precisamente en esta situación límite donde vuelve a manifestarse toda la fuerza del amor que perdona, acoge y está dispuesto a reconstruir lo que parecía definitivamente perdido. El gesto divino, expresado en la realidad humana de la vida del profeta, ofrece al matrimonio la posibilidad última de hacer, aún de su mismo aparente fracaso, un signo de la fuerza del amor salvador.

40. Toda esta fuerza significativa del matrimonio, que es medio de revelación del amor de Dios, la tiene la unión del hombre y la mujer, porque no se vive en ella un mero contrato jurídico entre dos partes, sino la mutua entrega en el amor y la fidelidad que nace del amor y del consentimiento personal e irrevocable de los cónyuges. La Alianza de Dios con Israel fue vista por los profetas como Alianza matrimonial. Esta perspectiva se refleja sobre la unión del hombre y la mujer. Su vinculación es más que un pacto moral entre dos partes contratantes: es Alianza, compromiso religioso, en el amor y la fidelidad para una comunión de vida que nada debiera romper.

Familia y matrimonio en la proclamación del Reino de Dios

41. Para anunciar el misterio del Reino y su proximidad, Jesús se sirvió, como los profetas, de imágenes y símbolos. Los misterios del Reino los comunicó en parábolas (Cfr Mc. 4,11). Y como sucedió con los profetas, su lectura de las imágenes y símbolos empleados iluminó nuestra realidad. Una imagen frecuentemente usada para aclarar lo que es la realidad del Reino de Dios es la de la familia humana, centrada en la figura del Padre y en su amor y responsabilidad. La proximidad significativa de la familia humana a la realidad del Reino (Cfr LG. 35), más allá de sus formas históricas se traduce en una valoración nueva de las estructuras familiares y sus fundamentos, capaces de significar las realidades del Reino y susceptibles de ser perfeccionados por esas mismas realidades.

42. Jesús utiliza la imagen de las bodas y el banquete nupcial (Cfr Mt. 22,2 y ss. y 25, 1 ss.), que tienen hondas raíces en la tradición de Israel, celebrando la alegría de la fiesta. En los oráculos proféticos era Yahvéh el esposo de Israel. En las imágenes evangélicas es Jesús, el Hijo, el que llega para celebrar las bodas (Cfr Jn. 3, 29-30; Ap. 19, 7-9; Gs. 48,4). La realidad de la vida de Jesús comunica su verdad a la imagen empleada y le abre un horizonte de plenitud. El amor, la fidelidad, el compromiso irreversible, la capacidad de perdón y de acogida se dan plenamente en la relación de Jesús con los hombres e iluminan como ideal la misma imagen matrimonial y familiar. Por esta íntima interacción del símbolo con la realidad simbolizada se puede decir que la experiencia de una vida conyugal y familiar auténtica capacita para la comprensión y aceptación de la realidad del Reino.

El matrimonio, sacramento cristiano (Cfr LG. 11; AA. 11)

43. El desarrollo ulterior de esta imagen lo hace Pablo en la carta a los Efesios al poner ante los cristianos la realidad del amor de Cristo a la Iglesia como modelo vital (Cfr Ef. 5, 21- 23). El gran misterio es la unión de Cristo con la Iglesia, formando un solo cuerpo. El matrimonio cristiano aparece así en estrecha unión con el misterio de Cristo, su muerte y su resurrección. La unión de Cristo con la Iglesia modela la unión del hombre con la mujer, aún en la exigencia de la entrega plena hasta el sacrificio como expresión del amor (Cfr Ef. 5, 25; Jo. 15, 13). Es la realidad misma del Cuerpo de Cristo la que vive y crece en el matrimonio cristiano.

44. En el matrimonio sacramento los esposos se comprometen, en primer lugar, con Cristo a quien prometen fidelidad para vivir desde él y significarle en la nueva situación de su vida; se comprometen en fidelidad el uno con el otro, para vivir, desde la perspectiva de la fe, un amor de entrega absoluta y sacrificada, capaz de perdonarse y recrearse siempre; se comprometen con la Iglesia, cuyo misterio revelan en su entrega y fidelidad y a la que acrecientan con su fecundidad y compromiso apostólico (Cfr LG. 11).

Jesús, a su vez, se compromete en la unión del hombre y la mujer acompañando y estimulando constantemente su amor. Su presencia y acción milagrosa en la bodas de Caná es todo un símbolo de ese compromiso. Al hacer el matrimonio uno de sus sacramentos, asegurándole su presencia gratuita, lo convierte en factor de salvación y transformación del mundo. La unión sacramental del hombre y la mujer son gesto y palabra divina, eficaz y creadora de una nueva realidad. El sacramento del matrimonio hace así presente en el seno de la comunidad eclesial y entre los hombres la realidad de la unión solidaria de Jesús con la Iglesia y con toda la humanidad. Jesús, al hacer del matrimonio lugar de su presencia salvadora y encuentro de los esposos con el Espíritu, con la Comunidad cristiana y con el mundo, lleva la experiencia humana del amor, de suyo ya significante y abierta, a su más alto grado de eficacia y a su perfección (Cfr GS. 48).

45. El matrimonio, que ya era santo por su creación y desde su origen (Cfr GS. 48; AA. 11) se hace realidad nueva en toda su dimensión espiritual y corporal, santificada por su participación del misterio de Cristo y santificadora por la acción sacramental del Señor. La nueva realidad cristiana del matrimonio confiere nueva profundidad, sentido y eficacia a las actitudes, gestos y palabras de la vida cotidiana, al amor y al dolor compartidos. Cristo los hace suyos para darles toda la eficacia liberadora, transformadora y santificadora que tuvo su misma vida.

46. El matrimonio cristiano aparece así ante los hombres como signo y presencia del amor del Padre, revelado en Jesús. Signo de la fuerza liberadora del amor. Signo de la apertura universal de un amor que empuja a la construcción de un mundo nuevo. Signo de fidelidad, vivida también como perdón y comienzo nuevo. Signo de la donación total, en la que la entrega mutua expresa en profundidad y autenticidad la realidad nueva de los que se han hecho una sola carne. Signo de la fuerza creadora de Dios, manifestada en la procreación de los hijos.

La familia, Iglesia doméstica 47. El Concilio recogió el pensamiento de los Santos Padres al considerar a la familia como “Iglesia doméstica” (LG. 11). Afirmar que la familia es “Iglesia” tiene fecundas consecuencias en la teología y en la vida del matrimonio y de la familia. Ante todo, se descubre la familia como comunión; comunión de vida, abierta a la plena participación; comunión orgánica en la que la autoridad de los padres actúa también como un misterio de comunidad realizador de unidad. La identidad más profunda de toda comunidad cristiana se alcanza en la realidad de la comunión en un mismo Espíritu. También esta realidad eclesial se expresa con particular claridad y profundidad en la familia en su ser sacramental, en la unión del esposo y la esposa, su ser uno en dos personas, a semejanza de la unión de Cristo con su esposa la Iglesia (Cfr Ef. 5, 32). Por otra parte, los esposos y la familia encontrarán su horizonte último de comprensión en la comunidad cristiana.

48. Condiciones de vida de toda comunidad cristiana son la igualdad y solidaridad de sus miembros (Cfr LG. 32), la corresponsabilidad, la comunicación y el diálogo (Cfr GS. 92). Si la familia es una “Iglesia doméstica”, todos estos valores adquieren nueva fundamentación y sentido, y la familia encontrará en la comunidad eclesial un modelo inspirador, un estímulo para superar creativamente los conflictos que dificultan tantas veces la convivencia familiar.

49. Todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo (Cfr I Pr.2, 4-10). Este sacerdocio común se ejercita por la participación y celebración de los sacramentos y por medio de las virtudes (Cfr LG. 11). Esta verdad tiene una afirmación especial en la celebración del matrimonio. El sacramento reafirma el valor de la misma vida conyugal, santifica este estado de vida (Cfr GS. 48; SC. 59) y da a toda la familia un nuevo sentido de acción sacerdotal. En la vida de la familia se opera el crecimiento del Pueblo de Dios: los hijos, que por el bautismo se hacen hijos de Dios y son incorporados a la Iglesia, se educan y empiezan a experimentar la Igleisa y su condición de hijos de Dios en el seno de la familia. Por ello el Concilio describe a la familia cristiana como “una especie de Iglesia doméstica” (LG. 11).

50. El Concilio afirma que “los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento..., poseen su propio don dentro del Pueblo de Dios” (LG. 11). Es forma peculiar de ser llamados -una verdadera vocación- a participar del Espíritu dentro de una Iglesia que es depositaria de los carismas. Según la enseñanza paulina, el carisma impulsa y orienta la acción de cada miembro, dirigida al bien de todo el cuerpo (Cfr I Cor 12, 4 ss.). El Concilio identifica el carisma matrimonial como una función designada a participar y manifestar el misterio de unidad fecundo entre Cristo y la Iglesia (Cfr Ef. 5, 32) a través de su propio amor (Cfr LG. 11). El resultado normal de este amor fecundo es el crecimiento numérico y cualitativo del Pueblo de Dios, que encuentra su cauce más natural y ordinario en el nacimiento y educación de los hijos de los esposos cristianos. Podemos decir, pues, con toda verdad, que el crecimiento numérico de la Iglesia nos llega, en gran parte, por la familia cristiana.

51. Toda la comunidad cristiana es convocada por una palabra de Dios, que la envía con la misión de proclamar la proximidad del Reino. Esto mismo podemos afirmar de la familia “Iglesia doméstica”. También ella ha sido convocada por la Palabra de Dios y recibe, como Iglesia, el encargo de anunciar el Reino. Primero dentro de la misma familia; pero también hacia fuera, en el propio ambiente. Lo comunitario, en este caso la familia, puede expresar más plenamente el testimonio cristiano. Por eso el Concilio sitúa preferentemente en el nivel familiar la misión testimonial del cristiano seglar: “la familia cristiana proclama con voz muy alta tanto las presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada” (LG. 35).