LXXIV ASAMBLEA PLENARIA DE LA
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA

Discurso Inaugural del Emmo. y Rvdmo. Sr.
D. Antonio-María Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid
Presidente de la Conferencia Episcopal Española

Madrid, 3-7 de abril de 2000

 

Eminentísimos señores Cardenales,
Excelentísimo Sr. Nuncio Apostólico,
Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos,
Queridos hermanos y hermanas todos y amigos representantes de los medios de comunicación:

¡Éste es “el Año de Gracia del Señor”!

Saludo muy cordialmente a todos al comenzar la LXXIV Asamblea Plenaria de nuestra Conferencia Episcopal, que se reúne ya en pleno Año Jubilar 2000. En esta ocasión vamos a proseguir y culminar nuestra reflexión sobre la Iglesia y la Conferencia Episcopal en España. Abordaremos, en particular, el estudio de un tema especialmente relevante en los momentos actuales de la Iglesia y de la sociedad como es el del respeto y promoción de la vida humana en su relación con el matrimonio y con la familia y su futuro. Someteremos igualmente a la deliberación de la Asamblea varios asuntos institucionales y pastorales de la Iglesia en España que caen bajo la responsabilidad y competencia de la Conferencia Episcopal Española. Todo en el marco del Plan de Acción Pastoral “Proclamar el Año de Gracia del Señor” que ha orientado el trabajo de nuestra Conferencia hasta estos momentos de la celebración jubilar en la que, secundando la invitación del Santo Padre Juan Pablo II, se encuentran nuestras diócesis y toda la Iglesia.

I. Reflexión sobre la Iglesia y la Conferencia Episcopal en España

1. El espíritu del Año Jubilar 2000 es fundamentalmente penitencial. El Papa ha pedido a la Iglesia que aproveche esta ocasión providencial para renovarse, para convertirse a Cristo, su Señor, el bimilenario de cuya Encarnación celebra con agradecimiento y con alegría. La fe se fortalece en la conversión a Aquél que la ha iniciado y la consuma (cf. Hb 12, 2). En su discurso inaugural de la Asamblea Plenaria de marzo del año pasado, S. E. D. Elías Yanes abordó ya monográficamente y en profundidad el tema de la conversión, la penitencia y el examen que piden a la Iglesia las celebraciones jubilares[1]

Precisamente para ayudar a la conversión y al fortalecimiento de la fe, nuestra Asamblea Plenaria aprobó en su última reunión del pasado mes de noviembre un texto titulado La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX[2]. De este modo dábamos cumplimiento a una de las previsiones de nuestro Plan Pastoral, con el deseo de responder a la llamada del Papa a dirigir “la mirada de fe a este siglo nuestro, buscando en él aquello que da testimonio no sólo de la historia del hombre, sino también de la intervención divina en las vicisitudes humanas.”[3] Siguiendo esta orientación, nuestro documento de noviembre último subraya lo que indica su título: que “la fidelidad de Dios dura siempre”. No se reduce, por tanto, a lamentar los males de nuestro tiempo ni a enumerar nuestros pecados. Es, ante todo, una confesión de fe en el Dios fiel que cumple su promesa de salvación, capacitándonos para agradecer sus dones, reconocer nuestras culpas y no desfallecer en la esperanza. Esos son los tres capítulos del documento: una alabanza y acción de gracias por tantos beneficios recibidos en el siglo que termina; una petición de perdón por nuestros pecados, los de nuestro tiempo, y una profesión de fe en el futuro que Dios nos promete.

La acción de gracias no se refiere sólo a los grandes beneficios que Dios ha hecho a su Iglesia en este siglo: la fe de sus mártires y de tantos y tantos hermanos y hermanas fieles a Jesucristo en medio de dificultades no pequeñas; el Concilio Vaticano II y su impulso renovador de vuelta a la fuentes evangélicas; la presencia social y caritativa de los católicos en la vida pública de acuerdo con la Doctrina social de la Iglesia; los grandes papas que Dios nos ha dado en el tan difícil y dramático siglo XX, que se acaba. Además de estos motivos de gratitud específicamente eclesiales, hablamos también de logros importantes de la sociedad en este siglo como son: la concordia y el reconocimiento de los derechos de las personas, en particular de la mujer; la Constitución de 1979 y la integración de España en un proyecto europeo basado en el consenso democrático; el desarrollo social y económico que, por lo general, hace la vida de nuestros pueblos y ciudades mucho más holgada que la de nuestros antepasados de hace cien años.

En el capítulo de las culpas pedimos perdón a Dios porque los hijos de la Iglesia hemos participado en no pocas ocasiones de los grandes pecados de nuestra época. No pensamos que nosotros estemos limpios y que las culpas sean sólo de los otros. Hemos pecado de la autosuficiencia propia del tiempo moderno y por eso “hemos permitido con demasiada frecuencia la secularización más o menos oculta de nuestra fe y nuestra esperanza”; no hemos “sabido rechazar siempre la violencia y la muerte como medio de resolución de las diferencias políticas y sociales”; hoy día “tenemos de todo, hasta el capricho” y hemos de preguntarnos con seriedad qué hacemos para contribuir a romper las estructuras de pecado que aprisionan en la miseria a tantos hermanos nuestros; tampoco estamos libres todos los católicos de haber contribuido con acciones y omisiones a la configuración de la cultura de la muerte y al gravísimo mal del deterioro de la institución y de la vida matrimonial y familiar. Todo ello se recoge, con más matices, en el segundo capítulo del documento aprobado en nuestra última Asamblea Plenaria.

No podía faltar en este marco una referencia, aunque breve, a la tragedia de la guerra civil que costó la vida a tantos españoles a mediados del siglo que termina. Naturalmente, un acontecimiento de tales características no puede ser más que lamentado. Algunos hubieran querido escuchar de nosotros una justificación, si no una glorificación de aquellos hechos. Otros han echado en falta una autoinculpación de la Iglesia como causante de la ruptura de la paz y como sostenedora del régimen político implantado por los vencedores. No hemos querido hacer ni lo uno ni lo otro. Nos parece que no hubiera sido justo ni oportuno entrar en juicios históricos de esa naturaleza. Hemos pedido y pedimos perdón a Dios por todas las acciones contrarias al Evangelio de la paz y de la misericordia cometidas por los españoles de un lado y otro de los frentes bélicos, por tanto, también las de los católicos de cualquier estado y condición; y hemos pedido y pedimos a Dios la fuerza y la clarividencia necesarias para que no se vuelva más en España a la guerra y a la violencia como medio de resolución de los problemas sociales y políticos ¡Nunca más la guerra entre los españoles!

El futuro no se construye sobre falsificaciones de la historia. Las causas de aquella guerra civil y de sus consecuencias son complejas. Simplificar los hechos para obtener de ellos determinados rendimientos políticos o ideológicos no contribuye a restañar las heridas ni a cimentar la paz sobre las únicas bases verdaderamente sólidas, que son la verdad, la justicia, la mutua comprensión y el perdón. Nuestra mirada al pasado no pretende en modo alguno hacernos prisioneros de él, sino liberarnos de su peso objetivo de culpa y de pecado para abrirnos a un futuro mejor con la ayuda de Dios. ¡La Iglesia y los católicos españoles no quieren ser otra cosa que instrumentos de reconciliación y de paz!

Una “mirada de fe al siglo XX” no puede ser bien entendida por quien no acepta ni siquiera como hipótesis de lectura la presencia de Dios en la historia. La mirada de la fe reconoce la iniciativa de Dios en todo: en darnos el ser, la libertad y el perdón; reconoce que en el fondo del misterio del mundo y de la existencia humana está el poder incomparable del Amor creador y redentor que es el Dios trino. Él nos libera de nuestras culpas y nos ofrece “un futuro del que verdaderamente podemos esperar lo mejor”, según termina el documento de noviembre de 1999.

Por todo ello quiero recordar también aquí el texto de la Asamblea Plenaria de noviembre de 1998 que lleva por título Dios es Amor. Instrucción pastoral en los umbrales del tercer milenio[4]. Esta Instrucción ilumina el sentido de la revisión jubilar de vida que hacemos ante Dios, porque habla precisamente del misterio del Dios vivo y verdadero, de la Trinidad Santa. La revisión de nuestro pasado personal y comunitario se convertiría en un mero ajuste de cuentas con nosotros mismos, con los demás y con nuestra historia si no tuviera como origen y como meta “la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige en el mundo y en la historia”[5]. Éste es propiamente el objetivo último del Año Jubilar que estamos celebrando y es también el sentido de la vida de los hombres. Con la Instrucción pastoral Dios es Amor la Conferencia Episcopal ha querido ofrecer una ayuda doctrinal, a la luz del Misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, para una más honda comprensión y realización de estos fines supremos. Somos conscientes de que nuestra vida y nuestra tarea evangelizadora se juegan en la cuestión de Dios, en la correcta comprensión del misterio del Dios revelado y en su acogida libre, gozosa y completa[6]

2. El pasado 12 de marzo, primer domingo de la Cuaresma de este Año Jubilar, el Papa pidió solemnemente perdón a Dios por los pecados de los cristianos, que han desfigurado el rostro de la Iglesia, en particular en este último milenio en una conmovedora e histórica liturgia penitencial en la Basílica de San Pedro. Nos unimos de corazón a la iniciativa del Santo Padre, y pedimos perdón con él al Señor de las misericordias, Jesucristo, nuestra Paz, en todos los capítulos de fallos y pecados que allí se desgranaron, por lo que atañe a la Iglesia en España y a sus hijos en el último milenio. Con esa iniciativa Juan Pablo II ha mostrado de nuevo su amor insobornable a la verdad, que es Cristo, y ha dado ejemplo de la humildad de la que la Iglesia y cada uno de los bautizados hemos de ser testigos.

El documento de nuestra Conferencia al que me acabo de referir, La fidelidad de Dios dura siempre, tiene también fundamentalmente la misma finalidad: “purificar la memoria” del peso de las culpas del pasado para ser hoy más libres en nuestro servicio al Evangelio. En su homilía de aquel domingo el Papa remite al reciente escrito de la Comisión Teológica Internacional titulado Memoria y reconciliación. La Iglesia y las culpas del pasado; lo califica de “muy útil para comprender y realizar correctamente una auténtica petición de perdón, que se funda en la responsabilidad objetiva en la que los cristianos se encuentran ligados en cuanto miembros del Cuerpo místico y que mueve a los fieles de hoy a reconocer, junto con las propias, las culpas de los cristianos de ayer a la luz de un riguroso discernimiento histórico y teológico.” Inspirados en este escrito, podemos destacar ahora algunos criterios útiles para nuestra reflexión sobre la Iglesia en España en el pasado y en el presente.

En cuanto al pasado, hay que subrayar que la verdad histórica es el presupuesto fundamental del examen de conciencia eclesial. La Iglesia no trata primeramente de agradar a los hombres al revisar su pasado. Se examina ante Dios, juez justo y misericordioso, del que ha recibido su misión y ante el que se sabe responsable. La Ley santa de Dios es el criterio inmutable, válido para todos los tiempos, de acuerdo con el cual es necesario examinar con sinceridad las acciones de los hijos de la Iglesia, sin buscar disculpas para todo en las circunstancias históricas atenuantes. Si las motivaciones ideológicas o políticas no justifican la falsificación de la historia, tampoco las consideraciones históricas nos eximen del juicio objetivo sobre todo aquello que contradice al Evangelio. Renunciar a este juicio sería caer en el relativismo histórico.

Pero el compromiso con la verdad no nos puede poner en conflicto con la caridad. Nosotros no debemos creernos superiores a nuestros hermanos del pasado ni del presente. Sólo Dios juzga la responsabilidad moral subjetiva; sólo Él sabe lo que cada uno ha dejado de hacer o ha hecho culpablemente. La humildad es la verdad y una buena consejera de paz y reconciliación. No se trata de buscar culpables. Mucho menos cuando determinados acontecimientos históricos aún son capaces de dividir y de enfrentar a las gentes y a los pueblos a causa de las diversas interpretaciones de las que son susceptibles o de las implicaciones personales todavía recientes.

En esta Asamblea vamos a tratar del modo de organizar –unificándolos y agilizándolos– los procesos de canonización de algunos de los numerosos hermanos y hermanas en la fe que dieron su vida por Cristo en los trágicos acontecimientos de la Guerra civil. Todos ellos perdonaron a sus perseguidores y no fueron actores de violencia, sino víctimas inocentes de ella. El recuerdo y la honra que les tributamos no debe inducir a nadie a reabrir viejas heridas ni a justificar la violencia como arma política. Al contrario, el testimonio de los mártires de Cristo ha de ayudarnos a todos a abrigar sentimientos de caridad y de perdón, de verdadera tolerancia y de fe inquebrantable en el Dios del Amor. Estos son cimientos seguros para una convivencia capaz de resistir los impulsos disgregadores y las tentaciones de la violencia. Son los sentimientos necesarios para eliminar los fermentos de los que surgen fenómenos tan deplorables como el terrorismo, al que no sólo hemos de condenar sin paliativos, sino combatir en sus raíces mismas por medio de la educación integral en las virtudes cristianas.

Las tareas eclesiales del presente tienen un nombre común: la nueva evangelización de nuestra sociedad, en la que los bautizados son, gracias a Dios, la inmensa mayoría. La actitud penitencial del Jubileo ha de ayudarnos a abrir los ojos ante todo aquello que en estos últimos años ha impedido que el Evangelio dinamizara de una manera más vigorosa la vida de nuestras comunidades eclesiales, de nuestras familias, de nuestras parroquias, de nuestros centros educativos, de cada uno de los bautizados. Son muchas las energías dormidas o incluso desperdiciadas. Nuestra reflexión ha de ser sincera, libre de tópicos y de ilusiones que han demostrado su ineficacia pastoral y apostólica.

3. En la última Asamblea Plenaria hemos aprobado también los Estatutos de la Conferencia Episcopal[7], revisados de acuerdo con el Motu proprio Apostolos suos y confirmados por la Santa Sede el 22 de diciembre. Disponemos ahora de un marco canónico notablemente aclarado que nos ofrece unas excelentes perspectivas y posibilidades de actuación. Son unos Estatutos que presentan una gran unidad canónico-pastoral y que garantizan la seguridad jurídica y el compromiso necesarios en ciertos momentos claves de nuestro trabajo, como pueden ser las declaraciones dotadas de carácter de magisterio auténtico. Ello nos permite una gran libertad en la vida pastoral habitual, sin perder nada de comunicación y espíritu fraternal en nuestras relaciones.

De este modo, la Conferencia Episcopal está llamada a ser, si cabe de modo creciente, un instrumento privilegiado de comunión para nuestras Iglesias diocesanas. No sólo ni tal vez principalmente a través de los decretos y disposiciones canónicas y magisteriales que vayan mostrándose necesarios, sino también y muy señaladamente a través de los cauces que nos ofrece para la convivencia, el mutuo conocimiento, la consulta y la comunicación entre los Obispos diocesanos. No hemos de tener en poco estas posibilidades que nos brinda la Conferencia Episcopal. Sobre todo en un mundo que no cesa de estrechar lazos en todos los ámbitos, desde las comunicaciones de soporte informático a las tomas de decisiones económicas y políticas. Los problemas que nuestras Iglesias comparten son cada vez más numerosos. Las soluciones no pueden ser otras que las procedentes de la estrecha colaboración y mutuo conocimiento y afecto fraterno entre nosotros, como personas y como pastores.

II. Un tema importante para el examen de conciencia: la familia y la vida.

4. Todavía resuena en nuestros oídos la súplica del Papa en su reciente y memorable peregrinación jubilar a Tierra Santa, cuando decía en la Basílica de la Anunciación: “En Nazaret, donde Jesús ‘crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres’ (Lc 2, 52), pido a la Sagrada Familia que nos inspire a todos los cristianos para defender a la familia contra las numerosas amenazas que actualmente pesan sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. Confío a la Sagrada Familia los esfuerzos de los cristianos y de todas las personas de buena voluntad por defender la vida y promover el respeto de la dignidad de todo ser humano.”

El Papa pronunciaba esta oración al concluir una homilía en la que había hecho el elogio de María como Madre de todos los creyentes y de haber pedido “sobre todo por la renovación de la fe de todos los hijos de la Iglesia”.

En efecto, los problemas que tiene que afrontar la familia y los que se suscitan en el ámbito del debido respeto a la vida humana son hoy un gran desafío para nuestra fe cristiana, que ha de mostrar su vigor en el acierto y la decisión con que sepamos abordarlos. Son problemas de primera importancia para el presente y para el futuro de la Iglesia y de la humanidad.

En numerosas ocasiones los Obispos españoles hemos ofrecido criterios de discernimiento a nuestras Iglesias y a la sociedad ante las amenazas que se ciernen sobre la familia y sobre la vida humana. Por ejemplo, en el momento en el que se introdujo en la legislación civil la posibilidad del divorcio[8]; cuando paradójicamente se despenalizó el crimen del aborto[9] o en las ocasiones en las que se pretendió ampliar aún más la despenalización[10]; cuando se legisló acerca de ciertas técnicas de reproducción artificial de un modo poco respetuoso de la familia y de la vida humana[11]; al plantearse la cuestión de las uniones de personas del mismo sexo[12] o ante las campañas en favor de la legalización de la eutanasia[13]. Además de estas y otras enseñanzas sobre diversos aspectos particulares referentes al matrimonio, la familia y la vida, la Conferencia Episcopal publicó también en su momento un amplio documento sobre la naturaleza y la misión del matrimonio y de la familia y sobre los retos a los que actualmente se ven sometidas estas instituciones fundamentales para la vida personal y social[14].

Sin embargo, parece llegado el momento de hacer una revisión más a fondo de la situación y de ofrecer unas orientaciones más abarcantes y sistemáticas sobre estos temas tan delicados y de tan decisiva importancia. Por un lado, así lo exigen las circunstancias en las que vivimos y, por otro lado, la tarea nos viene facilitada por el Magisterio más reciente de la Iglesia.

5. En cuanto a las circunstancias en las que se desarrolla hoy la vida social y familiar, se puede hablar casi de una nueva situación cultural: ¡tantos son los cambios que se van introduciendo en la concepción de la persona humana, de la libertad, de las relaciones conyugales y extraconyugales, de las relaciones paternofiliales, de los medios y del sentido de la procreación y del papel del Estado en todas estas cuestiones! Es cierto que en estos y otros asuntos los cambios sociológicos no han dejado de aportar aspectos positivos como, por ejemplo, la desaparición de algunas costumbres que impedían una justa espontaneidad y libertad en las relaciones humanas o de ciertos usos e instituciones desventajosos para la mujer. Sin embargo, las vacilaciones y los errores que van unidos a la aludida nueva situación cultural no son escasos ni poco preocupantes y no tardan en reflejarse en disposiciones legales o jurisdiccionales, algunas del más alto nivel, que alarman, con toda razón, a las personas preocupadas por el destino de nuestra sociedad y de cada ser humano cercano a nosotros.

No hacía falta que la ONU nos recordara recientemente la catastrófica situación de la demografía en nuestra Patria[15]. Es algo que venimos lamentando y denunciando desde hace tiempo. Éste no es un mal inevitable. Las consecuencias negativas de la “nueva situación cultural” a la que me acabo de referir son fruto, no en último término, de determinadas ideologías de moda, bien difundidas, que se hacen pasar por las únicas científicas, humanistas y de progreso. La Iglesia ha de seguir ofreciendo, con humildad y decisión su mensaje sobre la vida y el amor humano. No se trata de asuntos meramente privados ni, como a veces se dice de modo un tanto despectivo, “de moral sexual”. Es cierto: son cuestiones que tienen que ver con la castidad y con el dominio de las pasiones por cada persona. Pero esas mismas cuestiones determinan de un modo decisivo el presente y el futuro de la vida social, porque afectan de modo indisoluble a la concepción del matrimonio, de la familia y al respeto a la vida humana en su comienzo y en su fin. ¿Hay problemas sociales más importantes que estos? ¿Y es posible abordar con espíritu de entrega y actitud auténtica de servicio desinteresado y generoso la solución de la amplia problemática social de los pobres de nuestro tiempo, con perspectivas de un responsable realismo para alcanzarla, al margen de los problemas de la familia?

En su discurso a la Pontificia Academia para la Vida, del pasado día 14 de febrero, con motivo del V aniversario de la Encíclica Evangelium Vitae, el Papa decía: “Existen hechos que demuestran con creciente claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades a la decadencia, no sólo moral, sino también demográfica y económica. Por lo tanto, el mensaje de la Encíclica puede presentarse no sólo como verdadera y auténtica indicación para el renacimiento moral, sino también como punto de referencia para la salvación civil.”[16]

6. Es, por tanto, urgente una reflexión profunda sobre las relaciones internas que se dan entre los errores más extendidos en la concepción de la persona humana y de la familia, por un lado, y los detrimentos y violaciones a los que ve sometida la vida y la dignidad de las personas y de los pueblos, por otro lado. Para esta tarea no partimos de cero. Además del trabajo y de las aportaciones de nuestra Conferencia Episcopal, a algunas de las cuales acabo de hacer alusión, contamos hoy con el magisterio de otras Conferencias y, muy en particular, con las autorizadas enseñanzas del Santo Padre y de los órganos ordinarios de su magisterio. Cabe mencionar las Encíclicas Veritatis splendor (1993) y Evangelium vitae(1995), la Exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio (1981), la Carta a las familias (1994) y la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Donum vitae (1988). También contamos, y no en último lugar, con el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) como guía segura para la exposición sintética y catequética de estos asuntos.

He aquí, pues, queridos Hermanos, una temática de suma importancia sobre la que hemos de centrar nuestro examen de conciencia, nuestra reflexión y nuestras orientaciones magisteriales y pastorales con renovado interés. Están en juego el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Con la ayuda de Dios afrontaremos esta delicadísima tarea en comunión sincera, con serenidad, humildad y cordialidad, así como con lucidez, esperanza y valentía.

III. Otras cuestiones para esta Asamblea

7. El temario sobre el que se centrará nuestro trabajo en estos días incluye también otros asuntos de diversa importancia pastoral. Quiero mencionar en primer lugar algunos de ellos relacionados con la enseñanza en sus varios niveles.

La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis presenta a nuestra consideración un borrador sobre “Principios y normas para la inspección del área de religión católica”. La enseñanza de la religión católica en la escuela es una tarea delicada y vital que la Iglesia desea promover y facilitar del mejor modo posible para el bien de los mismos escolares y de la sociedad en general. Es necesario avanzar en el establecimiento de las condiciones adecuadas para que los padres puedan ejercer sin problemas el derecho que les asiste a procurar que sus hijos reciban una formación religiosa acorde con sus propias convicciones y dignamente integrada en el sistema educativo. Los órganos competentes de la Conferencia Episcopal reanudarán el diálogo con el Gobierno, interrumpido por las últimas elecciones generales, para encontrar la solución adecuada del problema del estatuto académico de la clase de Religión y Moral Católica, acorde con el Acuerdo entre la Santa Sede y España y respetuosa de los derechos de todos. Pero también tenemos obligaciones que atañen a la organización de la enseñanza de la religión en los ámbitos propiamente intraeclesiales. Es responsabilidad nuestra velar por que el profesorado, los contenidos y las programaciones del área de religión sean conformes con la identidad de la fe católica y estén dotados de la calidad teológica y pedagógica necesarias. El borrador que vamos a estudiar se propone como instrumento para ayudar a alcanzar estos fines, de gran relevancia para una auténtica y sólida resolución de los problemas que se presentan en este importantísimo campo de la misión de la Iglesia.

Por otra parte, se somete también a la aprobación de la Asamblea Plenaria el Ideario de la Universidad Pontificia de Salamanca, centro superior de enseñanza y de investigación del que es titular jurídica la Conferencia Episcopal Española. Esta circunstancia nos ofrece la oportunidad de agradecer la labor realizada por los centros católicos de nivel universitario. Su misión es insustituible en el campo de la evangelización de la cultura. La Iglesia siente como muy propio el trabajo de las Universidades, instituciones de marchamo originariamente cristiano y católico. Su deseo es verlas destacar tanto por la excelencia de su tarea investigadora y docente, como por su aliento e identidad católicos. La savia del Evangelio, íntegra y valientemente recibido de acuerdo con la gran Tradición y el Magisterio de la Iglesia, no perjudicará en nada su competencia universitaria. Al contrario, la historia y la experiencia presente enseñan que la fe vivida y proclamada abre horizontes fecundos para los mejores logros del trabajo universitario.

Trataremos, asimismo, de revisar las Orientaciones de la Conferencia Episcopal sobre los Institutos Superiores de Ciencias Religiosas. Todos somos conscientes de la urgencia e importancia de la necesaria, siempre deseada y todavía no alcanzada planificación de los Centros Superiores de Estudios Eclesiásticos en España. Por otra parte a nadie se le oculta la importancia y el alcance del problema, tanto en lo que mira a la formación de los futuros sacerdotes, como en la formación del profesorado de religión y de los agentes de pastoral.

8. En otro orden de cosas, dedicaremos también un tiempo al estudio de la determinación de las responsabilidades de la Conferencia Episcopal en lo que atañe al Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica, institución de larga y fructífera tradición en la vida de nuestras Iglesias de España que sigue adaptándose a las exigencias que la misma historia le demanda en el presente.

Hemos de estudiar los nuevos criterios que se nos proponen para la constitución y distribución del Fondo Común Interdiocesano, así como su presupuesto para el presente año.

No faltará tampoco en esta ocasión el tiempo dedicado a las informaciones del Presidente y del Secretario General así como a las que nos ofrecerán las Comisiones Episcopales que articulan el trabajo de nuestra Conferencia.

Conclusión

9. Termino con una alusión a la nueva situación político-social que se ha creado en España después de las elecciones generales del pasado día 12 de marzo. En su momento, y como es habitual, el Presidente y el Secretario General de la Conferencia Episcopal felicitaron sinceramente al Sr. Presidente del Gobierno en funciones, cuya formación política obtuvo la confianza claramente mayoritaria de los españoles para una nueva legislatura. No son pocos los problemas a los que se enfrenta hoy nuestra sociedad. Unos, de orden más coyuntural. Otros, como algunos a los que me he referido hace unos momentos, de más hondo calado histórico y cultural. Para la resolución de los unos y de los otros son necesarios espíritu de diálogo, voluntad de entendimiento, abnegación y constancia en el trabajo serio y responsable; siempre con las miras puestas en la justicia y en el bien común, que tiene especialmente en cuenta a los más débiles y necesitados de la sociedad, más allá incluso de nuestras propias fronteras, las de España y de la Unión Europea. La deuda de los países más pobres de la tierra continúa constituyendo una señal inequívoca de las graves faltas de justicia y solidaridad internacional que caracterizan al mundo de nuestros días. La Iglesia y sus Pastores seguirán prestando su aportación en ese espíritu, con esa voluntad y con tanto respeto por la autoridad del Estado en su autonomía y competencias propias, como con deseo de colaboración desde la independencia y la libertad. En la inmensa mayoría de los casos servimos a las mismas personas, que son a un tiempo, aunque sin confusión y por diversos títulos, miembros de la misma Iglesia e hijos de la misma Patria. Su bien verdadero e íntegro ha de guiar nuestros esfuerzos y nuestro trabajo.

Avanzado ya el Año Jubilar 2000, acometemos nuestros trabajos con la mirada puesta en María, la mujer que con su fe y su humildad permitió la obra maravillosa del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo de Dios para nuestra salvación. Que ella sea nuestro aliento en estos días y el de todos los hijos de la Iglesia que peregrina en España en este “Año de la Gracia del Señor”.

 

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[1] Cf. BOCEE 60 (1999) 3-12.

[2] Cf. BOCEE 62 (1999) 100-106.

[3] Carta Apost. Tertio Millennio Adveniente 17. Cf. Conferencia Episcopal Española, “Proclamar el Año de Gracia del Señor”. Plan de Acción Pastoral 1997-2000, nº 138.

[4] Cf. BOCEE 59 (1998) 111-125.

[5] Juan Pablo II, Tertio Millennio Adveniente, 55.

[6] Cf. Conferencia Episcopal Española, “Proclamar el Año de gracia del Señor”. Plan Pastoral 1997-2000, nn. 29 y 133.

[7] Cf. BOCEE 62 (1999) 90-99.

[8] Cf. XXXII Asamblea Plenaria, Sobre el divorcio civil (23. XI. 1979), en Documentos de la Conferencia Episcopal Española (1965-1983), Ed. por J. Iribarren, B.A.C., Madrid 1984, 563-566.

[9] Cf. XLII Asamblea Plenaria, Actitudes morales cristianas ante la despenalización del aborto (28 VI. 1985), en BOCEE 7 (1985) 137-142.

[10] Cf. Comisión Permanente, Sobre la proyectada nueva “Ley del aborto” (22. IX. 1994), en BOCEE 44 (1994) 159-161; Comité Ejecutivo, Licencia aún más amplia para matar a los hijos (13. IX. 1998), en BOCEE 59 (1998) 130. Cf. asimismo Comisión Permanente, El aborto con píldora también es un crimen (17. VI. 1998), en BOCEE 58 (1998) 42-44.

[11] Cf. Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Nota acerca de las Proposiciones de Ley sobre “Técnicas de reproducción asistida” y “Utilización de embriones y de fetos humanos o de células, tejidos u órganos” (23. III. 1988), en BOCEE 18 (1988) 55-59.

[12] Cf. Comisión Permanente, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales” (24. VI. 1994), en BOCEE 11 (1994) 155-159.

[13] Cf. Comisión Permanente, La eutanasia es inmoral y antisocial (19. II. 1998), en BOCEE 57 (1998) 3-7.

[14] Cf. XXXI Asamblea Plenaria, Matrimonio y familia (6. VII. 1979), en Documentos de la Conferencia Episcopal (1965-1983), Ed. por J. Iribarren, B.A.C., Madrid 1984, 520-562.

[15] Cf. United Nations Secretariat. Departament of Economic and Social Affairs. Population Division, Deplacement Migration: Is it a Solution to Declining and Ageing Populations?, Nueva York, 21 de marzo de 2000.

[16] Nº 3, en Ecclesia 2.990 (25. III. 2000) 26-27.