LA ESPERANZA CRISTIANA
COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE


INDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN
I. LA ESPERANZA AMENAZADA
a. Se cree en Dios y no se espera la vida eterna 
b. Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su riqueza 
c. La crisis de la moderna ideología del progreso 
d. Vuelven formas ancestrales de esperanza 
e. Jesucristo, esperanza para una humanidad nueva

II. LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA
a. Quien cree en Dios espera la vida eterna 
b. El antiguo testamento se abre a la resurrección 
c. La base de nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna 
d. "Estaremos siempre con el Señor" 
e. El ansia de inmortalidad

III. DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY LA ESPERANZA 
CRISTIANA
a. La reencarnación es incompatible con la fe en la resurrección 
- Las ideas reencarnacionistas y la sed de eternidad 
- La reencarnación contradice el ser personal 
b. Ciudadano del cielo que construyen la ciudad terrena 
c. La libertad humana 
d. "¿Dónde queda, muerte, tu victoria?"

IV. CONCLUSIÓN: anunciamos con la vida al vencedor de la muerte

* * * * *

 

INTRODUCCIÓN 


"¿Cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos 
no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. (...) Y si Cristo no ha 
resucitado, vuestra fe no tiene sentido. (...) Si nuestra esperanza en 
Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. 
íPero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos." (1 
Cor 15, 12-13. 17. 19-20).

1. Sentimos la urgencia y el gozo de recordar hoy a los cristianos de 
nuestros pueblos y ciudades -como el apóstol Pablo a los de Corinto- 
la luminosa esperanza que brota de la fe en Jesucristo resucitado. Si 
esta esperanza se oscureciera o se disipara, ya no podríamos 
llamarnos de verdad cristianos; y perderíamos el sabor que nos 
convierte en sal para una tierra amenazada de insipidez y de falta de 
sentido verdaderamente humano para vivir (cf. Mt 5, 5-13).
Al proclamar y explicar de nuevo que creemos, con la Iglesia de ayer 
y de hoy, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, 
ofrecemos también a todos motivos fundamentales para la renovación 
de la vida personal y para la regeneración de la convivencia social. 
Porque "el don supremo de sí mismo al hombre por parte de Dios, 
pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida 
presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de 
estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y 
bien supremo."1
Comenzaremos describiendo algunos fenómenos del momento 
actual que suponen una amenaza para la esperanza (I); luego 
recordaremos las razones de la esperanza cristiana, que se apoyan en 
el acontecimiento glorioso de la resurrección del Señor Jesús (II); y, por 
fin, mostraremos cómo la fe cristiana en la resurrección y la vida eterna 
asume y responde cumplidamente a algunos desafíos que le son 
planteados por el modo de vida de hoy (III). 


I
LA ESPERANZA AMENAZADA

a.- Se "cree" en Dios y no se espera la vida eterna

2. A pesar de la mayor extensión que diversas formas de 
indiferencia religiosa han ido adquiriendo en los últimos tiempos, 
nuestro pueblo sigue siendo, gracias a Dios, muy mayoritariamente 
religioso y católico, como es fácil constatar y como se recoge también 
en diversas encuestas realizadas últimamente. Pero llama la atención 
que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan 
creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad 
alguna más allá de la muerte. 
¿Qué Dios es ése en el que dicen creer quienes piensan que no ha 
vencido a la muerte y que es ella la que tiene la última palabra sobre la 
vida del ser humano? No es, ciertamente, el Padre de nuestro Señor 
Jesucristo, el Dios vivo y verdadero. No puede ser el Dios personal y 
cercano a sus criaturas, en especial a los seres humanos, a quienes 
ha creado a su imagen para establecer con ellos una relación mucho 
más fiel aún que la que nosotros anudamos con nuestros seres 
queridos. 
La desconexión entre la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna 
no sólo pone de manifiesto una cierta crisis de esta esperanza, sino 
también de la fe en Dios. La fe en la resurrección y en la vida eterna va 
íntimamente unida a la verdadera fe en Dios. Proclamar de nuevo 
nuestra fe pascual2 en que nuestras vidas, junto con la creación 
entera, "libre ya del pecado y de la muerte"3, serán definitivamente 
asumidas en la vida de Dios es alabar y reconocer de verdad al Señor 
del cielo y de la tierra.

b.- Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su 
riqueza

3. La predicación, la catequesis y la enseñanza de la religión 
católica, si quieren ser alimento sano de una fe íntegra y viva, han de 
proponer con toda su riqueza la esperanza cristiana en la vida eterna. 
Es cierto que para hacerlo con la precisión teológica necesaria hay que 
familiarizarse con el pensamiento cristiano madurado en el surco 
trazado por el Concilio Vaticano II. Es verdad también que hay que 
acabar de superar ciertas modas de interpretación del cristianismo en 
clave inmanentista, es decir, tendentes a reducir la fe cristiana a una 
simple estrategia para organizar mejor la vida en este mundo. Pero 
ninguna de estas dificultades justifica el que se silencie o el que se 
deforme la fe de la Iglesia en la vida eterna. El Credo concluye 
solemnemente con esta proclamación de esperanza, tan unida a la fe 
en Dios. Si no se habla de ella, o si se habla de un modo inapropiado, 
el corazón mismo de la fe en Jesucristo resultará negativamente 
afectado.
Como pastores que desean la salud y el vigor de la fe, nos interesa 
mucho que sea anunciada en toda su integridad y armonía; que se 
evite presentar la posibilidad de la muerte eterna de un modo 
desproporcionadamente amenazador; pero, ante todo, que no se deje 
de anunciar a los fieles el destino glorioso que la Iglesia espera. El 
anuncio de la gloria, al que se unirá prudentemente la seria 
advertencia de su posible frustración a causa del pecado, servirá tanto 
de aliento insustituíble de la esperanza como de necesario estímulo de 
la responsabilidad. Descuidar este aspecto del mensaje evangélico 
tendría, entre otras, la grave consecuencia de que los fieles, carentes 
del alimento sólido de la fe, que viene a saciar con creces el hambre de 
amor perenne que experimenta la naturaleza humana, se sientan 
tentados de dar oídos a supersticiones o ideologías incompatibles con 
la dignidad de quienes son hijos de Dios en Cristo.

c. La crisis de la moderna ideología del progreso

4. El mundo en el que nos toca vivir hoy presenta unas 
características peculiares, que ejercen su influencia en el modo en el 
que los creyentes entendemos y vivimos nuestra fe pascual y, también, 
en la manera en la que nuestros contemporáneos se acercan o se 
alejan de ella. El llamado "hombre adulto" de la modernidad se ha 
entendido a sí mismo como el constructor prometeico4 de su futuro, de 
un porvenir siempre mejor, según lo diseñado en diversos programas 
utópicos que florecieron en los humanismos laicos que elaboraron un 
modelo de esperanza secularista o de "trascendencia" reducida a este 
mundo.
No es seguro que esa visión ilusoria del progreso histórico como 
única meta de la vida humana haya sido realmente superada. Al menos 
entre nosotros, palabras como "modernización", "progreso", etc. siguen 
siendo utilizadas como señuelos con los que atraer todas las energías 
de las gentes al servicio de determinados programas. El caso es, sin 
embargo, que son cada vez más los que, aleccionados por el 
derrumbamiento de grandes utopías (o "grandes relatos") y alarmados 
por las consecuencias indeseables del "progreso" (en términos 
ecológicos o de justicia social), han empezado a dudar de que el futuro 
vaya a poder traer nada bueno. Se habla del "fin de la historia", no en 
un sentido apocalíptico o escatológico5, sino para decir que se 
perciben como agotados los grandes programas y que ya no se cuenta 
con un hacia dónde, con una meta que confiera finalidad y sentido al 
camino de la humanidad.

5. Uno de los resultados de esta "crisis de la modernidad" o incluso, 
según algunos, del "fin del proyecto moderno" es la difusión de una 
cierta desesperanza. Ahora se trata de orientar todos los deseos del 
hombre al modesto horizonte de lo cotidiano, a la serena y lúcida 
instalación en la fugacidad, con la convicción de que, incluso en su 
obvia precariedad, sólo el presente cuenta verdaderamente.
Desde una visión cristiana del ser humano, no tenemos por qué 
valorar esta situación de un modo puramente negativo. No es malo que 
se tome realmente conciencia de que el poder que la ciencia y la 
técnica han conferido a la humanidad no garantiza por sí solo un futuro 
más digno del ser humano. No es malo que, abandonadas las grandes 
palabras, basadas en una concepción ilusoria de lo que el hombre 
puede darse a sí mismo, se valoren las mil pequeñas cosas que la vida 
nos presenta y se disfruten como bienes que el Creador nos ofrece: 
desde el paseo por la montaña hasta el encuentro con el amigo. No es 
mala una esperanza humilde y hasta escondida en lo cotidiano6.
En cambio, es preocupante que vaya tomando cierta carta de 
naturaleza la pura y simple desesperanza. No es extraño que la cultura 
descreída, que había juzgado incompatibles el reino de Dios y el reino 
del hombre, tienda a revelarse hoy como una cultura desesperanzada. 
No nos sorprende, ya que es la fe en el Dios de la vida y de la promesa 
(cf. Mc 12, 27 par.) la que, en realidad, hace posible la esperanza 
fundada, la apertura confiada hacia el futuro. Pero nos preocupan las 
consecuencias que se derivan de la falta de esperanza para la vida 
personal y social.

d.- Vuelven formas ancestrales de esperanza

6. Ahí está, en primer lugar, el fenómeno del retorno de lo que 
podríamos llamar nuevas formas primitivas de esperanza. El ser 
humano necesita el futuro, no puede vivir sin proyectarse hacia el 
porvenir. En lugar de caminar sereno bajo la guía providente de Dios, 
Señor de la historia, intenta conocer y dominar lo que le espera de 
cualquier modo. Una vez que las utopías modernas han entrado en 
crisis, la cultura descreída echa mano con frecuencia de creencias 
ancestrales o de supersticiones para tratar de responder a la inevitable 
demanda de esperanza. Y paradójicamente, junto a la ciencia y la 
técnica más avanzadas, florecen con cierto vigor la astrología, los 
horóscopos, la quiromancia, etc. Al mismo tiempo, se recuperan, más o 
menos adaptadas, diversas formas de antiguas creencias sobre la 
supervivencia del hombre, tales como la de la reencarnación, que 
implican en realidad una visión de la vida humana muy distinta de la 
que, arraigada en la fe cristiana, ha hecho posible concebir al ser 
humano como persona libre.
En segundo lugar, junto a estas "nuevas" formas de falsa 
religiosidad, y a veces en estrecha convivencia con ellas, se encuentra 
el fenómeno del culto más o menos cínico al propio provecho, como 
única meta de la vida. Si no hay ya ni siquiera una "causa histórica" en 
la que creer y por la que luchar; si, además, "todo está escrito en los 
astros" o en las leyes del destino; si lo que cuenta y lo único seguro es 
sacar partido a la situación en la que la vida nos ha puesto hoy, no hay 
que extrañarse demasiado de que abunden las conductas insolidarias, 
antisociales y corruptas. Y -lo que es más grave- no hay que 
extrañarse de que no sea fácil vislumbrar la existencia de un terreno 
firme sobre el que construir el edificio ético que dé cobijo a la vida 
social.

e. Jesucristo, esperanza para una humanidad nueva

7. Por todo ello queremos anunciar de nuevo en medio de nuestro 
mundo la esperanza hecha carne: Jesucristo crucificado y resucitado. 
Queremos subrayar algunos rasgos de esta esperanza de la Iglesia, 
para que la alegría de los que ya la comparten con nosotros sea 
completa (cf. 1 Jn 1, 4); y para que, de este modo, podamos ser 
realmente la sal que dé sabor a la humanidad y evite su corrupción. 
Porque el ser humano sólo se encuentra realmente consigo mismo 
cuando acoge a Jesucristo crucificado y resucitado: en él halla un 
motivo real para no vivir sin esperanza, aprisionado por el presente 
puramente vegetativo del comer y el beber, y para seguir luchando 
contra los poderes que hoy esclavizan al hombre.


II
LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA


a. Quien cree en Dios espera la vida eterna

8. El Credo de la Iglesia se abre con la confesión de la fe en Dios 
Padre, Creador de todo, y se cierra con la proclamación de la 
esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Entre 
ambos artículos del Credo, el primero y el último, se da una estrecha 
correspondencia. El primero contiene ya implícitamente el último; en 
éste se expresa lo que en aquél se sugiere. De modo que no es 
posible afirmar uno y negar otro, pues ambos están esencialmente 
relacionados.
El Dios creador, del que nos habla el primer artículo, es el Ser 
paternal y personal que, siendo el Viviente por excelencia, da el ser a 
las creaturas por puro amor. El amor es generador de vida; Dios, que 
crea por ser él mismo el Amor (cf. 1 Jn 4, 8b), crea para la vida; para 
una vida eterna, porque la vida surgida de ese Amor creador, que Dios 
es, conlleva una promesa de perennidad.

b. El antiguo testamento se abre a la resurrección

9. El hecho amargo y contundente de la muerte oscureció durante un 
tiempo, a causa del pecado, la comprensión plena de las 
consecuencias últimas de la fe en el Creador. Pero la reflexión 
creyente sobre la muerte, hecha por Israel a la luz de su elección por 
Dios, acabó clarificando la relación del Creador con sus fieles más allá 
de la muerte. Las promesas de Yahvé a Abraham se cumplirán en 
plenitud después de su muerte, pues la alianza establecida con él es 
inquebrantable (Cf. Gn 17, 6ss; Rom 11, 29). De la experiencia 
liberadora del Exodo Israel aprende que cada vez que es amenazado 
en su existencia, puede siempre acudir a Dios, que no le olvida. Job 
comprende ya que la comunión con Dios es más fuerte que la 
corrupción de la carne (Jb 19, 25-27). Por eso, cuando Israel se 
plantea la cuestión de la suerte personal de los que respetan la alianza 
incluso a costa de la entrega de la propia vida en el martirio, no le 
resulta difícil creer que el Dios de la vida y de la alianza no se deja 
ganar en fidelidad por aquellos que le han sido fieles hasta el final: "El 
rey del mundo nos resucitará para una vida eterna a nosotros que 
hemos muerto por sus Leyes" (2 Mac 7, 9; cf. Dn 12). La esperanza de 
los hombres de la Antigua Alianza incluye, pues, la espera confiada en 
una vida eterna junto a Dios para aquellos que le han sido fieles; una 
vida en la que, por la resurrección, es la misma persona, con su 
identidad psicosomática, la que disfruta de esa nueva existencia con 
Dios y los suyos.

c.- La base de nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna

10. Llegada la plenitud de los tiempos, el Dios de la creación y de la 
alianza manifiesta plenamente su identidad como el Amor creador al 
resucitar a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de entre los muertos. El 
anuncio de su resurrección es el acta pública del nacimiento de la fe 
cristiana, como se ve en las palabras de Pedro el día de pentecostés: 
"A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros somos 
testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y 
ha recibido del Padre la Promesa (el Espíritu Santo), lo ha derramado, 
que es lo que vosotros veis y oís" (Hech 2, 32-33). Es lo mismo que 
Pablo les recuerda también a los de Corinto, sumándose a la multitud 
de los testigos de la resurrección, base de toda su empresa apostólica 
(Cf. 1 Cor 15, 1-11). La novedad absoluta de que aquel Crucificado "se 
haya dejado ver" (ibid.) vivo ya en nuestra historia, como el Señor 
resucitado y glorioso, es la confirmación por el Padre de su misión 
divina -acreditada en la obediencia martirial hasta la cruz- y de su 
identidad con el Logos eterno de Dios7. El Hijo de Dios, igual que 
entregó libremente su vida, tuvo el "poder para recobrarla de nuevo" 
(Jn 10, 17-18)8.

11. La resurrección de Jesucristo tiene, por tanto, un lugar central en 
el Credo, es como su corazón, situado justo en medio, entre los 
artículos primero y último. Tanto aquél como éste han de ser 
entendidos desde esa clave de bóveda de la muerte y resurrección del 
Señor, es decir, cristológicamente. El Dios creador, el que nos ha dado 
el ser y la vida, es el Dios resucitador, el que no quiere que nada de lo 
que ha hecho se pierda, muy en especial, la vida de sus fieles, con los 
que ha sellado, en la sangre de Jesucristo resucitado, una alianza 
eterna. La plenitud de la vida nueva del Resucitado es la garantía de 
una vida que vence a la muerte y que, gracias al Espíritu vivificador -a 
quien confiesa toda la última parte del Credo- se comunica a cuantos 
viven en Cristo por la fe en él: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" 
(Jn 3, 36. cf. Rom 8, 11). 
Somos cristianos porque, en efecto, insertados "por el agua y el 
Espíritu" en el Cuerpo de Cristo, participamos ya de su vida resucitada: 
"Habéis resucitado con Cristo" (Col 3, 1); "vivo yo, más no yo; es Cristo 
quien vive en mí" (Ga 2, 20). Por eso, "Dios, que resucitó al Señor, nos 
resucitará también a nosotros mediante su poder" (1 Cor 6, 14). Como 
decía San Agustín: "Cristo ha realizado lo que nosotros esperamos 
todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero somos el cuerpo de la 
Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos"9. Así pues, sobre 
el cristiano, como sobre Cristo, la muerte no tiene la última palabra; el 
que vive en Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar 
a una vida nueva y eterna.

d.- "Estaremos siempre con el Señor"

12. La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no 
se identifica con la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura para 
todos nosotros, la casa del Padre, a la que llamamos cielo. La 
inmensidad de los cielos estrellados que observamos "allá arriba", 
desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la inmensa felicidad 
que supone para el ser humano su encuentro definitivo y pleno con 
Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la Sagrada Escritura 
con parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la 
vida.
"Lo que ojo no vio, ni oido oyó, ni mente humana concibió" es "lo que 
Dios preparó para los que le aman" (1 Cor 2, 9). No podemos, por eso, 
pretender una descripción del cielo. Pero nos basta con saber que es 
el estado de completa comunión con el Amor mismo, el Dios trino y 
creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestros 
hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la 
creación glorificada. De esa comunión goza plenamente ya quien 
muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último 
día" (Jn 6, 40), cuando el Señor "venga con gloria" y, junto con la 
resurrección de la carne, acontezca la transformación gloriosa de toda 
la creación en el Reino de Dios consumado (cf. Rom 8, 19-23; 1 Cor 
15, 23; Tit 2,13; LG 48-51). 

13. Conviene no olvidar que la vida nueva y eterna no es, en rigor, 
simplemente otra vida; es también esta vida en el mundo. Quien se 
abre por la fe y el amor a la vida del Espíritu de Cristo, está 
compartiendo ya ahora, aunque de forma todavía imperfecta, la vida 
del Resucitado: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único 
Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). El Papa 
Juan Pablo II, al proponer en su carta encíclica Evangelium vitae la 
integridad del gozoso mensaje de la fe sobre la vida humana, recuerda 
que ésta encuentra su "pleno significado" en "aquella vida 'nueva' y 
'eterna', que consiste en la comunión con el Padre" (EV 1). "La vida 
que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo" (EV 
34). "La vida que Jesús promete y da" es eterna "porque es 
participación plena de la vida del Eterno" (EV 37). Al mismo tiempo, el 
Papa no deja de señalar que la vida eterna, siendo "la vida misma de 
Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios" (EV 38), "no se refiere sólo 
a una perspectiva supratemporal", pues el ser humano "ya desde 
ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina" 
(EV 37). Todo esto tiene inevitables consecuencias para la relación 
entre escatología y ética, entre vida en plenitud y vida en el bien, 
relación sobre la que hablaremos más adelante.

e.- El ansia de inmortalidad

14. Nuestra espera de la resurrección y de la vida eterna no se 
apoya, en última instancia, en ninguna especulación de la mente ni en 
ningún deseo del corazón del hombre. La resurrección y el cielo son 
inimaginables e inalcanzables para el ser humano de por sí. Su único 
fundamento fiable es el acontecimiento de Jesucristo, en quien Dios 
mismo nos abre la posibilidad de una vida resucitada como la suya. 
Pero esta esperanza no llega a nosotros como un lenguaje extraño que 
no pudiéramos entender; no es algo que nos venga puramente de 
fuera. Al contrario, la esperanza cristiana responde de modo 
insospechado a la naturaleza propia del ser humano.
En efecto, al hombre le es consustancial la apertura confiada a un 
futuro mejor y mayor. Late en él una tenaz tendencia hacia esa plenitud 
de ser y de sentido que llamamos felicidad. Nunca se encuentra el ser 
humano perfectamente instalado en su finitud: si pretendiera dar por 
saciado su apetito de verdad, de belleza y de bien, habría sofocado 
todo aliento de humanidad. Por eso ha podido decirse de él que es, 
por naturaleza, un "ser proyectado hacia el futuro" o "abierto". Dum 
spiro, spero; o lo que es lo mismo: "mientras hay vida hay esperanza". 
Lo que significa, a la inversa, que allí donde se deja de esperar, se 
comienza a dejar de vivir.

15. La historia de las religiones atestigua el hondo arraigo de esta 
dimensión esperante en los hombres de todas las épocas y de todas 
las culturas, pues, sabiéndose mortales, los seres humanos no han 
aceptado que la muerte fuera su último destino; habiendo 
experimentado muchas veces la precariedad de sus proyectos, nunca 
han dejado de planear y esperar un futuro mejor; conscientes de su 
finitud y relatividad, jamás han dejado de aspirar a ser tratados no 
como cosas, sino como fines absolutos. Esta paradójica polaridad de la 
conciencia y del ser del hombre condujo a los griegos a verle como 
trágicamente escindido entre una existencia terrena y un destino 
celeste, y a las grandes religiones orientales, a subsumirle en el seno 
de los procesos recurrentes de la naturaleza. 
16. Con el cristianismo, la encarnación del Verbo ha esclarecido el 
misterio del ser humano: la fragilidad e incluso la maldad de los logros 
de los hombres no es impedimento para que Dios haga venir a esta 
historia su Reino; la finitud y relatividad propia de todo lo humano, es 
transcendida al ser habitada por el Dios infinito que se comunica 
libremente a sí mismo en la misma carne de los mortales. Los Padres 
de la Iglesia hablaron de la "divinización" del ser humano como don de 
Dios, el cual, en Jesucristo, le hace partícipe de su misma vida 
divina10.
Siendo, pues, connatural al hombre el esperar siempre algo, incluso 
más allá de la muerte, y el no desesperar nunca del todo, la esperanza 
cristiana es afín a ese modo de ser básico de la condición humana, 
que recibe de ella un esclarecimiento definitivo. Por eso, al dar razón 
de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15), desvelamos para todos nuestros 
hermanos los hombres una oferta de sentido y un horizonte último de 
expectación que colma, en medida insospechada, el dinamismo de 
deseo y de esperanza alojado en lo más íntimo del ser humano.


III
ALGUNOS DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY
LA ESPERANZA CRISTIANA


a. La reencarnación es incompatible con la fe en la 
resurrección

17. Queremos fijar ahora nuestra atención en algunos fenómenos 
particulares de nuestro tiempo que afectan a determinados contenidos 
concretos de la esperanza cristiana: el nuevo atractivo que parece 
presentar la idea de la reencarnación, opuesta en cuestiones 
fundamentales a la fe en la resurrección y en la vida eterna; los 
fenómenos del prometeísmo y del cinismo ético, que tienden a cegar 
en algunos de nuestros contemporáneos las verdaderas fuentes de la 
esperanza; el miedo a la libertad, que amenaza con despojar a la vida 
humana de su verdadero carácter de suprema decisión entre salvación 
y perdición; y la tendencia a ocultar o ignorar la muerte, que aparta la 
mirada de las gentes de su condición y destino últimos.

18. Las encuestas sobre opiniones y creencias vigentes hoy en las 
sociedades occidentales coinciden en señalar el retorno de la idea de 
la reencarnación. Aparece con diversas variantes y adaptada a la 
mentalidad evolucionista moderna, pero, en todo caso, con la 
pretensión de ofrecer una respuesta más racional y válida que la fe 
cristiana en la resurrección o que cualquier otra forma de esperanza en 
la victoria sobre la muerte.
Esta vuelta de antiquísimas ideas sobre la vida y el destino del 
hombre, rechazadas por la Iglesia como contrarias a su fe y a su 
esperanza11, no deja también de ser ocasión para hacernos 
recapacitar.

- Las ideas reencarnacionistas y la sed de eternidad
REENCARNACIÓN
19. Ante todo, hemos de pensar que si algunos de nuestros 
contemporáneos parecen dispuestos a aceptar de nuevo antiguas 
ideas que parecían ya superadas, es porque, hoy igual que ayer, el ser 
humano sigue estando necesitado de una respuesta a su pregunta por 
la brevedad y la precariedad de esta vida. La sed de eternidad, la 
convicción de que esta etapa mortal de la vida no puede ser la 
definitiva, está tan arraigada en el ser humano que, cuando las 
personas no se encuentran en la fe con Jesucristo, en quien la 
naturaleza humana ha sido realmente asumida en la vida eterna de 
Dios, se entregan a las promesas y a las propuestas con las que las 
modas pretenden saciar aquella sed. Por eso, el cultivo y el anuncio de 
nuestra fe en Jesucristo resucitado y en la vida eterna es una gozosa 
responsabilidad de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia, que 
responde perfectamente -como acabamos de recordar- a la demanda 
de esperanza que se expresa también en el equivocado recurso de 
algunos de nuestros contemporáneos a la idea de la reencarnación.

20. Además, también hay un elemento de verdad en la insistencia de 
ciertas ideas reencarnacionistas en que la brevedad de esta vida 
exige, a veces, una etapa ulterior de reparación o purificación. Es 
cierto que, en algunas corrientes neognósticas12 contemporáneas, las 
etapas y ciclos de la vida humana en diversos cuerpos son postuladas 
desde una mentalidad prometeica que apunta a una salvación 
autónoma del ser humano, entendida como un proceso, para cuyo 
desarrollo pleno no bastaría la unicidad improrrogable de una 
existencia temporal. No cabe duda de la incompatibilidad de esta 
mentalidad con la fe cristiana, pues en ella no hay lugar ni para la 
única mediación salvífica de Cristo, ni para la gracia que nos salva, ni 
para el peso real de eternidad que tienen las decisiones libres de los 
hombres.
Sin embargo, estos mismos errores pueden ayudarnos a recapacitar 
sobre el lugar que ocupa en nuestro cultivo y anuncio de la fe en la 
vida eterna la doctrina de la Iglesia sobre la purificación posterior a la 
muerte, o del purgatorio. La existencia de una "eventual purificación 
previa a la visión de Dios"13 presupone, en efecto, que el curso de la 
vida mortal puede llegar a su término sin que sea posible alcanzar 
inmediatamente la plena comunión con Él. El justo experimenta 
entonces una purificación pasiva. No es él quien sigue activamente 
recomponiéndose en otra vida reencarnada, como piensan 
equivocadamente los modernos gnosticismos. Es la misma potencia del 
amor de Dios la que, al presentársele de una manera definitiva y 
suprema como "llama de amor viva"14, purifica a quien ha muerto en 
amistad con Él de todas las imperfecciones procedentes todavía del 
pecado15.

- La reencarnación contradice el ser personal

21. Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la 
gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al 
justo, porque son incompatibles de raíz con la fe en que el mundo y el 
hombre son creación de Dios en Cristo. El ser humano, en efecto, ha 
sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil 
"reencarnaciones" bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No 
es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que plenifica al ser humano. 
Pues es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus 
criaturas capaces de diálogo personal con él, la que constituye la 
verdadera plenitud del hombre. 
Y Dios llama a la comunión de vida con él no sólo a "una parte" del 
hombre, sino a su criatura entera, en su unidad indivisible. No es 
compatible con la antropología cristiana pensar que el ser humano 
consista propiamente en un alma migratoria que peregrina de cuerpo 
en cuerpo, llamada ella sola a la plenitud. Esta concepción comporta 
un desprecio de la realidad corporal creada por Dios en el espacio y en 
el tiempo: está lastrada por antiguas visiones dualistas del mundo que 
la Iglesia ha rechazado por comprometer la bondad de la única 
creación del único Dios16. El ser humano existe más bien como "uno 
en cuerpo y alma"17, con un alma creada directamente por Dios, la 
cual es la forma sustancial y única de un cuerpo también creado bueno 
por Dios18. En esta unidad creatural el hombre es imagen de Dios, 
interlocutor suyo para siempre, partícipe de su misma vida y libertad, y, 
por eso, persona.

22. También la Iglesia habla del "alma" inmortal19, para expresar que 
después de la muerte de cada hombre "susbsiste el mismo 'yo' 
humano, aun careciendo por el momento del complemento de su 
cuerpo"20. Pero este lenguaje, "indispensable para sostener la fe de 
los cristianos"21, no debe ser entendido nunca de manera dualista; ha 
de ir siempre unido a la proclamación de la fe en la resurrección de la 
carne, en la que se expresa en su plenitud la esperanza cristiana: 
todos "resucitarán con los propios cuerpos que ahora tienen"22. El 
cuerpo, la carne, es decir, la dimensión de la persona en el tiempo y el 
espacio que la relaciona con su entorno, con su mundo natural y 
social, también es creación de Dios, y también será transformado (cf. 1 
Cor 15, 42-44) y asumido en la vida eterna de Dios (cf. 1 Cor 15, 
53)23. Será "en el último día", cuando Dios lo sea todo en todos (cf. 1 
Cor 15, 28). Cada ser humano, muerto en el Señor, aguarda de 
manera misteriosa, pero participando con su propio "yo" de la vida de 
Dios, ese momento de la glorificación de la creación entera en el Reino 
de Dios consumado (cf. Rom 8, 21ss)24. Esta dimensión comunitaria y 
cósmica de la esperanza escatológica cristiana, que va unida a la fe en 
la resurrección de la carne, está también ausente del esquema de 
pensamiento reencarnacionista. 

b.- Ciudadano del cielo que construyen la ciudad terrena

23. La comunión de vida con el Cristo resucitado, ya realmente 
incoada en el creyente por la fe y los sacramentos, es el fundamento 
de la esperanza cristiana en la resurrección de la carne y la vida 
eterna. A su vez esa comunión y esa esperanza son el fundamento del 
modo nuevo de vivir propio de los cristianos, es decir, tanto de su 
visión del mundo y de la historia, como del aliento ético de una 
existencia comprometida en el ejercicio de la caridad y de la justicia.

24. En cambio, los humanismos laicistas del siglo XIX sostuvieron que 
"la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo" para la 
liberación económica y social, "porque al orientar el espíritu humano 
hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por 
levantar la ciudad temporal"25. Así recoge el Concilio, en su 
Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, una objeción a la que 
fue muy sensible y a la que dio respuesta repetida y cumplida26. Que 
"la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien 
avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra"27, es algo que tal 
vez vuelva a resultar más comprensible a nuestros contemporáneos.
Hoy, en efecto, la fuerza de los hechos ha ido haciendo perder 
virulencia a aquellas visiones reductivas del hombre y de la historia que 
dejaban altaneramente "el cielo para los gorriones" y reservaban la 
tierra para una humanidad concebida como única dueña y señora de 
sus destinos. Las utopías que pretendieron construir la ciudad terrena 
sin el cielo, o incluso contra él, han dado paso a una extendida 
desesperanza: son cada vez menos los que confían con ingenua 
certeza que el futuro que la humanidad pueda construir, con denodado 
esfuerzo prometeico, vaya a ser indefectiblemente mejor que lo 
construido hasta hoy entre injusticias, violencias y fracasos de todo 
tipo. Las grandes utopías inmanentistas han entrado en crisis dejando 
tras de sí un amplio campo a la desesperanza; y, con la desesperanza, 
al cinismo ético, que establece, consciente o inconscientemente, el 
provecho propio de los individuos y de los grupos como criterio último 
de la conducta humana.
Es el momento de recordar que no es posible una cimentación sólida 
de la moralidad cuando se marginan y olvidan aspectos centrales de la 
verdad sobre el hombre, como es su dimensión escatológica. No cabe 
duda de que todo hombre es capaz de distinguir el bien del mal gracias 
a la luz de la razón28. Pero "una ética altruista es difícilmente 
sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de 
Jesucristo, que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional 
a los hermanos es la forma normal de realización moral cristiana. 
Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado 
vida nueva, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y 
por ellos."29

25. La conexión indisoluble entre escatología y ética, entre finalidad 
última y razón del ser y del deber ser de la vida humana, está 
abundantemente testimoniada en el Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 7, 
29ss; Flp 3, 13ss; 1 Pe 4, 7ss; 2 Pe 3, 11ss) y en la tradición patrística 
y teológica30. No puede ser de otro modo: quien no vive esclavo de la 
muerte, porque su vida goza de una dimensión de eternidad, es capaz 
de empeñar la existencia confiado en el futuro, pues sabe que "ni la 
muerte ni la vida (...) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de 
Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 38-39).
Con su esperanza escatológica, el cristiano está habilitado para 
percibir los valores morales en un horizonte de ultimidad: es capaz de ir 
haciendo entrega diaria de su vida al servicio de esos valores, sin 
excluir ni siquiera una entrega hasta la sangre, martirial. Y lo hace lleno 
de profundo gozo, asumiendo las variadas experiencias de éxito y de 
fracaso en las que se va tejiendo su proceso de conformación con 
Cristo; siendo consciente de que, igual que a su Señor crucificado, no 
le serán ahorrados ni el sufrimiento ni las negatividades de la 
existencia. No profesa, por eso, ningún vacuo optimismo histórico, pues 
conoce las limitaciones de todo proyecto intramundano. Pero está 
también muy lejos de ignorar que esta historia nuestra es el crisol en el 
que se fragua un destino eterno; en medio de sus lados oscuros e 
ingratos, la realidad se le ofrece como digna de crédito no 
precisamente en virtud de los meros poderes humanos, sino del Amor 
providente, creador, redentor y consumador de este mundo.

26. La regeneración de la vida social no puede hacerse sin una 
adecuada constitución del sujeto moral. Es necesario que cada 
persona abra su existencia a la dimensión última de su vida, que es la 
vida en comunión con Dios, para que todas sus potencialidades 
morales entren realmente en ejercicio. Es verdad que hay que 
distinguir entre el ámbito de la fe y el de la vida pública. La confusión 
de estas dos realidades lleva a soluciones integristas en la 
organización de la vida social que son incompatibles con la verdadera 
tradición cristiana31. Pero no es correcto establecer una separación tal 
entre el ámbito de lo público y el de la conciencia personal que se 
llegue a suponer que las normas que rigen la vida social son de un 
orden totalmente diverso de las que rigen la vida personal. El bien 
común, norma suprema de la vida social, es el bien de las personas 
que componen el cuerpo social. Dicho bien común no podrá ser, pues, 
realmente tal si no responde, al menos en lo que toca a los derechos 
fundamentales, a la verdad integral de las personas. Y, a la inversa, no 
será fácil buscar eficazmente el bien común, si las personas se cierran 
a alguna de sus dimensiones fundamentales, como es la de su 
esperanza en Dios y en la vida eterna32.

c.- La libertad humana

27. No se puede entender el régimen de gracia querido por Dios 
para su creación si no se toma realmente en serio el misterio de la 
libertad. La oferta de salvación contenida en el mensaje evangélico 
supone la respuesta libre de sus destinatarios; sin esta respuesta, 
dicha oferta caería en el vacío. El ser humano tiene, pues, la 
capacidad de acoger libremente la oferta de comunión de vida con 
Dios. Pero ello significa, a la vez, que está capacitado también para 
rechazarla. Lo cual quiere decir que es necesario contar con la 
posibilidad real de la perdición eterna. Tal posibilidad no reposa, pues, 
sobre la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres se 
salven" (1 Tim 2, 4), sino sobre la libertad del hombre.

28. El hombre moderno ha valorado tanto la libertad que ha llegado 
a caer en la absurda exageración de pretender hacer de ella un 
absoluto, erradicándola de "su relación esencial y constitutiva con la 
verdad."33 Pero, "paralelamente a la exaltación de la libertad, y 
paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone 
radicalmente en duda esta misma libertad"34. El escepticismo frente a 
la real capacidad humana para la libertad se debe tanto a una 
valoración exagerada de los descubrimientos de las ciencias humanas 
sobre los condicionamientos de todo tipo en los que se desarrolla la 
vida del hombre, como a un curioso fenómeno de reacción frente a la 
absolutización de la libertad que se manifiesta en el llamado "miedo a la 
libertad". No son pocos hoy quienes no creen en el libre albedrío del 
ser humano o quienes consideran que las opciones y decisiones por él 
tomadas son en realidad insignificantes. De aquí que la doctrina de la 
Iglesia referente a la posible frustración total de la vida en virtud de un 
mal uso de la libertad resulte para algunos especialmente difícil de 
comprender y de aceptar.

29. Sin embargo, la existencia de esa real posibilidad de perdición, 
es decir, del infierno, nunca ha sido puesta en duda por la Iglesia35. 
También el Concilio Vaticano II exhorta a la vigilancia para que 
podamos llegar a participar de la gloria de Dios y no "ir, como siervos 
malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), al fuego eterno (Mt 25, 41), a las 
tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 
y 25, 30)."36 Estas serias advertencias del Señor, y otras que el 
Concilio no recoge aquí, han movido siempre a la Iglesia a rechazar 
una supuesta certeza de la salvación final de todos. Tal certeza 
implicaría, en efecto, introducir un automatismo en la esperanza de la 
salvación que desposeería al ser humano, interlocutor libre de Dios, de 
su genuina responsabilidad. Lo que es un diálogo de dos libertades, 
diversas, pero reales (la divina y la humana) quedaría de ese modo 
convertido en el monólogo de una única libertad: la divina.
Pero aunque sea temeraria la certeza, es segura, en cambio, la 
esperanza. Confiados en la sobreabundacia de la gracia salvadora de 
Cristo (cf. Rom 5, 15-21), los cristianos no sólo podemos, sino que 
debemos esperar la salvación de todos y orar por ella. De hecho el 
Magisterio de la Iglesia, al tiempo que enseña inequívocamente la 
doctrina del infierno, y que confirma la participación de algunos de 
nuestros hermanos en la gloria -los santos-, nunca ha declarado que 
alguien se haya condenado. Lo cual no nos da derecho a pensar que 
no pueda darse en absoluto la condenación, disolviendo la realidad de 
una posible respuesta negativa del hombre al amor de Dios. Por eso, 
no nos ayudan especulaciones como la teoría de la apocatástasis37 o 
la de la aniquilación38. El mensaje de la fe nos invita más bien a la 
vigilancia seria y a la esperanza gozosa.
"El que me rechaza y no sigue mis palabras, ya tiene quien lo 
condene: la palabra que yo he hablado, ésa le condenará en el último 
día" (Jn 12, 48). El juicio divino condenatorio no lo decide Aquel que ha 
venido a salvar, no a condenar (cf. Jn 12, 47); lo decide una posible 
repulsa humana a la oferta salvífica39. La antropología cristiana 
afirma, pues, vigorosamente el carácter personal del hombre y su 
condición de interlocutor libre de Dios, cosas ambas que resultan 
insostenibles allí donde se ignora o trivializa la capacidad de quien es 
imagen de Dios para optar libremente incluso por la negación del Amor 
creador.

d. "¿Dónde queda, muerte, tu victoria?"

30. La muerte es ciertamente el "último" enemigo del hombre (cf. 1 
Cor 15, 26). Aguarda siempre en el horizonte de la vida e introduce en 
ella una dimensión de incertidumbre y, al mismo tiempo, de gravedad. 
No es extraño que cuando no se puede ver en la muerte más que el 
final de nuestra existencia, su presencia resulte inquietante e incluso 
desesperante. De hecho, nuestra sociedad tiende a ocultar, a convertir 
en tabú el hecho de la muerte.
La fe nos ofrece una inestimable ayuda para afrontar con realismo y 
esperanza nuestro destino mortal. La piedad cristiana no ha tenido 
nunca dificultad incluso en proponer la meditación de la muerte 
("acuérdate que has de morir") como un medio de maduración en la 
libertad. "La realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada 
momento. A la luz de la muerte el creyente descubre el sentido de la 
vida."40 Saber entregar confiadamente la vida en manos de Dios es el 
acto supremo de la libertad humana.
Pero el arte de morir presupone que se ha vivido ejercitándose en la 
sabiduría cristiana de la esperanza. "Toda nuestra ciencia consiste en 
saber esperar."41 Así expresa un joven místico de nuestros días el 
secreto de la vida cristiana: saber esperar el encuentro con el Amor 
vencedor de la muerte. Eso es lo que nos permite vivir con verdadera 
libertad y fraternidad la vida y la muerte.


IV
CONCLUSION:


ANUNCIEMOS CON LA VIDA AL VENCEDOR DE LA 
MUERTE

31. Hemos querido volver a exponer los fundamentos de la 
esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna, junto con las 
respuestas que desde ella se obtienen para algunos problemas de 
nuestro tiempo. No podemos dejar languidecer la esperanza. Es 
urgente que aprendamos de nuevo esta "ciencia" fundamental del 
esperar. Nuestras comunidades cristianas serán de este modo 
verdadera sal de la tierra en medio de una sociedad muy 
deseseperanzada y desmoralizada.
Tenemos entre nosotros a los verdaderos expertos en la ciencia de 
la esperanza: son los santos. La vocación cristiana es vocación a la 
santidad. Y la santidad es la realización y el disfrute anticipado de los 
bienes futuros. Los santos son la transparencia de la vida eterna; su 
vida proyecta ya en este tiempo de nuestra vida en la historia la 
eternidad todavía no alcanzada. Ellos nos ayudan a recordar que 
nuestra existencia cristiana es una existencia escatológica, abierta 
hacia lo alto. Quien ha hecho en verdad la experiencia de la vida nueva 
de Cristo resucitado puede también hacer suyas -como los santos- las 
palabras del Apóstol: "estimo que los sufrimientos del tiempo presente 
no son nada comparados con la gloria que se ha de manifestar en 
nosotros" (Rom 8, 18).

32. En nuestro caminar hacia la patria del cielo contamos 
especialmente con la presencia maternal de María. Ella, "la Madre de 
Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y 
comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. 
También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Pe 3, 
10), brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza 
cierta y de consuelo."42 Por eso la invocamos como "madre de la 
esperanza" y "causa de nuestra alegría". 
La presencia de María adquiere una particular significación en el 
tiempo litúrgico del Adviento, en el que la Iglesia revive con ella la 
espera gozosa del Salvador. Además, el Papa ha comparado estos 
años que quedan de siglo con el tiempo del Adviento, un tiempo de 
arrepentimiento y de esperanza, en el que nos disponemos, ya desde 
ahora, para el Gran Jubileo del año 2000, que ha de ser un encuentro 
renovado con "Aquel que era, que es y que viene constantemente" (Ap 
4, 8). 43
Por medio de María, pedimos al Señor de la gloria que nuestra vida, 
junto con nuestra palabra, dé verdaderamente razón de nuestra 
esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Ofrecida con la modestia y el 
convencimiento de la vida misma a nuestros hermanos, esa esperanza 
será la mejor contribución a la construcción de una sociedad cada vez 
más habitable, más cercana al Reino de Dios que esperamos y por 
cuya venida oramos siguiendo la eseñanza del Salvador.

Madrid, 26 de noviembre de 1995 
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo


Ricardo Blázquez Pérez, Obispo de Bilbao, 
Presidente de la C.E. para la Doctrina de la Fe

Jose Manuel Estepa, Arzobispo Castrense 
Antonio Palenzuela, Obispo emérito de Segovia 
Antonio Cañizares, Obispo de Avila 
Francisco Javier Martínez, Obispo auxiliar de Madrid 
Rafael Palmero, Obispo auxiliar de Toledo

Juan A. Martínez Camino, Secretario

* * * * *


NOTAS FINALES

1. Conferencia Episcopal Española, Intruc. past. "La verdad os hará libres" 
(22.XI.1990) 49, 5.
2. La fe en la vida eterna basada en el misterio pascual de Cristo, es decir, en 
que "si morimos con Él, viviremos con Él" (2 Tim 2, 11).
3. Misal Romano, Plegaria eucarística IV.
4. Prometeo, que, según la mitología griega, robó el fuego de los dioses y 
sufrió por ello duro castigo, suele ser tomado como símbolo de la actitud trágica 
de quienes creen que se pueden salvar a sí mismos por medio de grandes obras 
supuestamente autosuficientes. 
5. La apocalíptica se imaginaba un cambio de época en la historia del mundo 
por intervención directa de Dios. La escatología cristiana espera que la creación 
será transformada y asumida en la vida misma de Dios. En uno y otro caso el fin 
de la historia es algo muy distinto que simple agotamiento o aniquilación.
6. Cf. Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino, 6-8.
7. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 653.
8. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 649.
9. Enarr. in Psalm. 85, CCL 39, 1176-77.
10. Cf. S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 4, 13: "El Hijo de Dios se hizo 
partícipe de nuestra pobre y enferma naturaleza a fin de hacernos a nosotros 
partícipes de su divinidad."
11. Cf. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 48, donde se habla de "la 
única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Heb 9,27)."
12. El gnosticismo, concepción del mundo que ya desde la época apostólica se 
manifestó como especulación poco respetuosa de la concreta revelación histórica 
de Dios en Jesucristo, se caracteriza, entre otras cosas, por presentarse como un 
saber "espiritual" para el que lo material y lo corporal no es más que un lugar de 
paso y un lastre del que el hombre podría y tendría que liberarse totalmente. Hoy 
vuelven concepciones semejantes, por lo general impregnadas de prometeísmo 
moderno. 
13. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum 
Synodi (17.V.1979) 7. Cf. Concilio de Trento, Decreto Cum hoc tempore, sobre la 
justificación, canon 30 y Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 51.
14. Cf. S. Juan de la Cruz, Obras Completas, B.A.C., Madrid 1982, 40.
15. Por eso hay que insistir en que esta purificación es "del todo diversa del 
castigo de los condenados": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta 
Recentiores episcoporum Synodi, 7. El purgatorio no es una situación intermedia 
entre el cielo y el infierno, sino más bien una introducción purificatoria para el 
cielo.
16. El Sínodo de Constantinopla del año 543 condenaba las doctrinas 
origenistas sobre la preexistencia de las almas, que por sus pecados habrían 
sido después arrojadas a los cuerpos (cf. DS 403). Lo mismo rechaza el primer 
Concilio de Braga (561) frente al priscilianismo (cf. DS 456).
17. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 14.
18. Cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 29 (DS 3896) y Concilio de Vienne, Const. 
Fidei catholicae (DS 902).
19. Cf. Concilio Lateranense V (DS 1440)
20. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum 
Synodi, 3.
21. Ibid.
22. Concilio Lateranense IV, Professio fidei (DS 801)
23. Expresión de esta convicción de fe es el modo como "la Iglesia honra en las 
exequias el cuerpo del difunto, porque ha sido instrumento del Espíritu Santo y 
está llamado a la resurrección gloriosa" (Ritual de Exequias, Coeditores 
Litúrgicos, 1989, n. 18; cf. también 19 y 49).
24. Cf. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus (DS 1000).
25. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 20, 2.
26. Cf. Gaudium et spes, 21, 3; 34, 3; 39, 2.3; 43, 1; 57, 1.
27. Gaudium et spes, 39, 2.
28. Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 40 y 42.
29. Conferencia Episcopal Española, Instr. past. "La verdad os hará libres", 48, 
4.
30. S.S. el Papa Juan Pablo II lo ha subrayado de nuevo en Veritatis splendor, 
12 y Evangelium Vitae, 37-38.
31. Cf. Juan Pablo II, Discurso ante el Parlamento Europeo (11.X.1988), n¦ 10, 
Ecclesia (1988) 1546-1549.
32. Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 101 y Evangelium Vitae, 69-71.
33. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 4.
34. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 33.
35. Cf. Denzinger-Sch÷nmetzer, Enchiridion symbolorum, definitionum et 
declarationum, 15, 76, 801, 839, 859, 1002, 1306.
36. Const. Lumen gentium, 48, 4.
37. Los defensores de la apocatástasis aseguran que la misericordia infinita de 
Dios acabará por reconciliar a todos en la eternidad, haciendo desaparecer todo 
rastro de mal y de pecado. Es una especulación antigua, sin base en la 
revelación, que ha sido rechazada como herética por el Magisterio de la Iglesia (cf. 
DS 411, 801, 1002).
38. La muerte de los pecadores, según especulan algunos, significaría para 
ellos la aniquilación total, el volver a la nada; con lo cual se excluye la posibilidad 
real de la condenación eterna.
39. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 678-679.
40. Conferencia Episcopal Española, "Ésta es nuestra fe". Catecismo III de la 
comunidad cristiana, Madrid 1986, 205.
41. Hermano Rafael (Bto. Rafael Arnáiz Barón), Obras Completas, Burgos/San 
Isidro de Dueñas 1988, n¦ 484.
42. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium 68. Cf. Const. Sacrosanctum 
Concilium 103.
43. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Tertio millennio adveniente, 20.