El aborto
100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de
la vida humana y la actitud de los católicos

Comisión Episcopal para la Defensa de la Vida. Conferencia Episcopal Española

 IV. Exigencias éticas del Estado

 

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65. La cuestión del aborto, ¿no es un problema de conciencia de la mujer, al que debe ser ajeno el Estado?

No. El aborto no es un problema de conciencia individual de la madre ni del padre, pues afecta a alguien distinto de ellos: el hijo ya concebido y todavía no nacido. Otra cosa es que abortar pueda crear problemas de conciencia.

Los poderes públicos deben intervenir positivamente en la defensa de la vida y la dignidad del hombre en todos los períodos de su existencia, con independencia de las circunstancias de cada cual, aunque este principio, patrimonio común de todos los ordenamientos desde el cristianismo, sea hoy puesto en cuestión por algunos. El aborto provocado no es sólo un asunto intimo de los padres, sino que afecta directamente a la solidaridad natural de la especie humana, y todo ser humano debe sentirse interpelado ante la comisión de cualquier aborto.

La autonomía de la conciencia individual debe respetarse en función de la persona humana, pero precisamente por esta convicción los Estados tienen la exigencia ética de proteger la vida y la integridad de los individuos, y despreciarían gravemente esta exigencia si se inhibieran en el caso del aborto provocado, como la despreciarían en el de la tortura. En efecto, carece de sentido una argumentación según la cual los Estados deberían permitir la tortura cuando chocasen el interés de los torturadores por obtener una información o una confesión y el de las víctimas por no facilitarla o no confesar. Los Estados no pueden inhibirse en la defensa de la vida humana o su integridad física o moral argumentando que nadie puede oponerse a que alguien, según su conciencia, crea que debe practicar la tortura. El aborto, como la tortura, nos afecta a todos, y los Estados no pueden ser ajenos a eso.

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66. ¿Cómo es que esto se comprende claramente en el caso de la tortura y, sin embargo, no ocurre así en el del aborto?

Por varias razones, entre las cuales no es la menor el arcaísmo de creer que sólo existe lo que tenemos delante de nuestros ojos. Pero el hijo no nacido existe, está vivo, aunque no se vea ni se oiga. La tortura nos la podemos imaginar fácilmente en toda su crudeza y en todo su horror, pero hay que hacer un esfuerzo para imaginar la realidad cruda y horrible de un aborto provocado.

De ahí que en páginas precedentes se haya explicado, aunque sea sucintamente y de la manera menos dramática posible, una realidad ciertamente dramática, que ni se puede ni se debe ocultar, porque el valor de la vida humana no depende de nuestros sentimientos, sino de lo que ella en realidad es.

Por otro lado, los Estados que permiten legalmente el aborto provocado encuentran para su silencio unos aliados espontáneos en los que tienen la principal obligación de proteger la vida de los hijos no nacidos: la madre y el médico que practica el aborto; mientras que en el caso de la tortura los familiares de la víctima son unos acusadores permanentes, y no digamos la propia víctima si sale con vida del tormento. Por eso se tiende a comprender mucho más fácilmente la obligación del Estado de proteger al torturado que a la víctima de un aborto. Pero eso no exime en absoluto a los Estados de su obligación ética hacia el no nacido.

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67. Entonces, ¿tienen los Estados obligación de penalizar la práctica del aborto?

Los Estados tienen obligación de poner los medios, también los jurídicos, para que no se practiquen abortos, del mismo modo que tienen obligación de poner los medios necesarios para que no se asesine, se viole o se robe; y conforme a las técnicas jurídicas actuales, la tipificación penal del aborto como delito es la medida jurídica proporcionada a la gravedad del atentado que supone contra la vida humana.

También existen otros medios jurídicos para que los Estados desarrollen una política contraria a la práctica de abortos (sanciones administrativas, premios o subvenciones a la natalidad, etc.); pero su carácter liviano y colateral no estaría proporcionado a la gravedad intrínseca del aborto, que, por ser un atentado radical a un bien básico y fundamental, merece la máxima protección jurídica, que hoy no es otra que su configuración como delito. Lo mismo se puede decir del homicidio o la violación: deben ser delito, pues no seria proporcional amenazar al asesino o al violador solamente con una multa o algo semejante.

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68. ¿Significa esto que el Estado debe sancionar en sus leyes todo lo que la moral prohíbe?

No. El Estado sólo debe sancionar aquellas conductas inmorales que entran en el ámbito de su competencia por no agotarse en el terreno de la intimidad de las personas, y siempre que las normas jurídicas sean un instrumento técnicamente apto para evitar que se haga lo que se prohíbe. Todo ello sin perjuicio de la prudencia exigible al legislador para saber en cada caso hasta dónde puede y debe llegar, pues a veces es admisible la tolerancia con el mal por la imposibilidad de erradicarlo y si su prohibición pudiese causar males todavía mayores.

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69. ¿Y no es éste precisamente el caso de los abortos, ya que siempre los habrá y su clandestinidad puede causar gravísimos peligros a las madres que abortan?

De ninguna manera. El Estado debe proteger por todos los medios a su alcance los valores sobre los que se cimenta el orden social, como lo es la vida humana, y nunca, bajo ninguna circunstancia, puede renunciar a reprimir los atentados básicos y definitivos contra esos valores (homicidio, aborto, violación, tortura...), aunque se sepa que jamás podrán erradicarse, porque eso sería tanto como renunciar a la razón de ser de toda sociedad organizada y del mismo poder público.

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70. El que a veces pueda ser aceptable cierta tolerancia con el mal, ¿significa que hay circunstancias en que pueda no ser tenido por mal, sino ser considerado como un bien?

No. El mal siempre es mal, aunque haya que tolerarlo. El bien no se tolera; se desea, se busca, se intenta conseguir. Sólo se puede tolerar lo que es negativo mientras lo negativo no se pueda suprimir; pero nunca es legítimo ver como bueno lo que intrínsecamente es malo, como, por ejemplo, el aborto.

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71. Y si en un momento determinado una parte de la población de un país no percibe el aborto como intrínsecamente malo, ¿significa eso que el aborto no ha de sancionarse o perseguirse por el Estado?

No; si fuese éste el caso, esa parte de la población estaría equivocada, como lo estaban quienes en otras épocas no veían como malas la esclavitud o la tortura. Quienes están equivocados tienen derecho a que se les ayude a salir de su error y se les impulse a no causar daños irreparables por actuar conforme a su error.

Los valores básicos y esenciales, como la vida del ser humano y su dignidad, son previos, independientes y superiores a las determinaciones de las mayorías. Por eso los Estados no deben guiarse por las opiniones de la mayoría en lo que hace referencia a la naturaleza de las cosas. Las cosas no son verdaderas o falsas, bellas o feas, buenas o malas, porque así lo pueda disponer una mayoría en un momento concreto.

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72. La actitud del Estado frente al aborto provocado, ¿debe limitarse a tipificarlo como delito y perseguirlo?

No. El Estado está obligado también a favorecer la vida de las personas y su dignidad, ayudando a resolver los problemas sociales que están en el fondo de la decisión o la tentación de abortar (ayudando a la maternidad, favoreciendo la adopción, creando un marco de costumbres públicas que favorezcan la vida y la vida digna...), y buscando el ideal de que no sea necesario aplicar las penas del delito porque las medidas positivas sean más eficaces.

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73. Pero mientras el aborto se dé en la realidad, ¿no es mejor sacarlo de la clandestinidad para controlarlo?

No. Legalizar los abortos no ayuda a su desaparición, sino a que aumente su número. Creer lo contrario es un error muy extendido que desmienten las estadísticas de todo el mundo, sin excepciones. El efecto multiplicador de la legalización del aborto se debe a que la opinión pública general ve como bueno lo que se despenaliza, y cada vez se trivializa más en las conciencias la decisión de abortar.

La ley penal no sólo tiene como fin la persecución del delito, sino también ayudar a conformar la conciencia social sobre los valores básicos de la convivencia, estimulando a los ciudadanos a no cometer lo que se penaliza. Por eso, cuando una determinada conducta se despenaliza se hace cada vez más frecuente, hasta llegar a ser vista como buena y, por lo tanto, a practicarse con naturalidad, en la equivocada creencia de que todo lo legal es moral y todo lo ilegal es inmoral.

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74. ¿Quiere decir esto que el Estado ha de poner su poder legislativo y represivo al servicio de una determinada moral, concretamente de la moral católica?

No. Pero hay un mínimo que se articula alrededor de la defensa de la dignidad humana —en la cual se incluye el derecho a la vida, también del concebido y todavía no nacido— que es absolutamente irrenunciable, pues, de lo contrario, ni la sociedad ni el Estado tendrían justificación alguna. Este mínimo no es patrimonio exclusivo de la Iglesia católica, sino de toda la humanidad.

Los legisladores no pueden, no tienen derecho a determinar quién es humano o no a los efectos de su protección jurídica. Este es un dato de la realidad que los hombres han de respetar, pues no lo pueden cambiar. De ahí que toda norma jurídica que atente contra este principio sea esencialmente injusta, aunque se apruebe con todos los formalismos legales; del mismo modo que es radicalmente ilegitimo basar el derecho a la vida de cualquier ser humano en su salud, su habilidad física o mental o cualquier otra circunstancia distinta del hecho de ser humano y estar vivo.

Es ésta una doctrina que la humanidad ha aprendido (aunque no siempre la aplique coherentemente) con la experiencia de los totalitarismos del siglo XX: las normas que ampararon primero la matanza de alemanes considerados "parásitos inútiles" y más tarde el exterminio de los judíos en la Alemania nazi de los años treinta eran intrínsecamente malas e injustas, aunque fueran acordadas por los órganos competentes del Estado. Lo mismo pasa con las leyes actuales que pretenden legitimar la práctica del aborto provocado.

Estas consideraciones, hay que repetirlo, no forman parte sólo de la doctrina y la moral católicas, sino que se integran en un elemental sentido común humanista. Oponerse hoy al aborto provocado, como en otras épocas a la esclavitud, no es fanatismo ni tiene que ver exclusivamente con las convicciones religiosas, católicas o no, sino que es una obligación indeclinable para todos los que creen en el derecho a la vida y en la dignidad del ser humano.

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75. ¿Hay que rechazar radicalmente a las personas que abortan?

De ninguna manera. Hay que ser firmes con la verdad, pero comprensivos con las personas; naturalmente, eso no presupone que el comprender, ayudar y convivir con las personas que han cometido un error signifique negar que han cometido un error. Un crimen es un crimen, aunque al criminal se le ayude y acoja, e incluso se le pueda eximir de culpa y de responsabilidad si hay razones para ello.

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