LA GRANDEZA DEL SER HUMANO |
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Por el cardenal
Joseph
Ratzinger
En la Conferencia Mundial Organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, organizada sobre el tema «A imagen y semejanza de Dios: ¿Siempre? Los enfermos mentales» (28 de noviembre de 1996). |
A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo
útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el
relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza»
Ante el tema de
este convenio internacional, emergen en mí recuerdos inquietantes. Os ruego que
me permitáis contaros, a manera de introducción, esta experiencia personal que
nos lleva al año 1941, al tiempo de la guerra y del régimen nacionalsocialista.
Una de nuestras tías, a la que visitábamos frecuentemente, era madre de un
robusto muchacho que era algún año más joven que yo, pero mostraba
progresivamente los indicios típicos del síndrome de Down. Suscitaba simpatía
por la simplicidad de su mente ofuscada; y su madre que ya había perdido una
hija por muerte prematura, le estaba sinceramente aficionada. Pero en 1941 las
autoridades del Tercer Reich ordenaron que el chico debía ser llevado a un asilo
para recibir una mejor asistencia. Todavía no se sospechaba nada de la operación
de eliminación de los discapacitados mentales, ya iniciada. Poco tiempo después
llegó la noticia de que el niño había muerto de pulmonía y su cuerpo había sido
incinerado. Desde aquel momento se multiplicaron las noticias de este estilo. En
el pueblo en que habíamos vivido antes, visitábamos de buena gana a una viuda
que había quedado sin hijos y se alegraba por la visita de los niños del
vecindario. La pequeña propiedad que había heredado de su padre apenas podía
darle para vivir, pero tenía buen ánimo, aunque no sin algún temor por el
futuro. Más tarde supimos que la soledad en la que se hallaba cada vez más
sumergida, había nublado más y más su mente: el temor por el futuro se había
hecho patológico, de manera que apenas se atrevía a comer, porque temía siempre
por el mañana en el que tal vez quedaría sin comida que llevarse a la boca. La
clasificaron como trastornada mentalmente, fue llevada a un asilo y también en
este caso pronto llegó la noticia de que había muerto de pulmonía. Poco después
en nuestro actual pueblo sucedió la misma cosa: la pequeña finca, junto a
nuestra casa, estaba confiada a los cuidados de tres hermanos solteros, a
quienes pertenecía. Eran considerados enfermos mentales, pero estaban en
condiciones de ocuparse de su casa y de su propiedad. También ellos
desaparecieron en un asilo y poco después se nos dijo que habían muerto. A este
punto ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una
sistemática eliminación de cuantos no eran considerados como productivos. El
Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía
ser privado de la existencia en beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque
no podía ser útil a los demás ni a sí mismo.
A los horrores de la guerra, que se hacían cada vez más sensibles, este hecho
añadió un nuevo temor: advertíamos la helada frialdad de esta lógica de la
utilidad y del poder. Sentíamos que el asesinato de esas personas nos humillaba
y amenazaba a todos nosotros, a la esencia humana que había en nosotros: si la
paciencia y el amor dedicados a las personas que sufren son eliminados de la
existencia humana por considerarlos como una pérdida de tiempo y de dinero, no
se hace el mal sólo a los que mueren, sino que en ese caso se mutilan en su
espíritu incluso los que sobreviven. Nos dábamos cuenta de que allí donde el
misterio de Dios, su dignidad intocable en cada hombre, se deja de respetar no
sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano quien
está en peligro. En el silencio paralizador, en el temor que nos bloqueaba a
todos, fue como una liberación cuando el Cardenal von Galen levantó su voz y
rompió la parálisis del miedo para defender en los discapacitados mentales al
hombre mismo, imagen de Dios.
A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo
útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el
relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza», «faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram», traduce la
Vulgata (Gen 1, 26). Pero ¿qué se entiende con esta palabra? ¿En qué consiste la
semejanza divina del hombre? El término, en el Antiguo Testamento es, por
decirlo así, un monolito; no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento judío,
si bien el Salmo 8 --«¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él?»-- revela
un parentesco interior. Sólo se repite en la literatura sapiencial. El Sirácide
(17, 2) fundamenta la grandeza del ser humano en lo mismo, sin querer dar
propiamente una interpretación del significado de la semejanza con Dios. El
libro de la Sabiduría (2, 23) da un paso más y ve el ser imagen de Dios
esencialmente fundamentado en la inmortalidad del hombre: lo que hace de Dios,
Dios, y le distingue de la criatura es precisamente su inmortalidad y
perennidad. Imagen de Dios es la criatura precisamente por el hecho de que
participa de su inmortalidad --no por su naturaleza, sino como don del
Creador--. La orientación a la vida eterna es lo que hace del hombre el
correspondiente creado por Dios. Esta reflexión podría continuar y también se
podría decir: vida eterna significa algo más que una simple subsistencia eterna.
Está llena de sentido y por eso es una vida que merece y que es capaz de
eternidad. Una realidad puede ser eterna sólo a condición de que participe de lo
que es eterno: de la eternidad de la verdad y del amor. Así pues, orientación a
la eternidad sería orientación a la eterna comunión de amor con Dios; y la
imagen de Dios remitiría por su naturaleza más allá de la vida terrena. No
podría ser de ningún modo determinada estadísticamente, no podría estar ligada a
una cualidad particular, sino que sería tensión hacia más allá del tiempo de la
vida terrena; podría entenderse sólo en la tensión al futuro, en la dinámica
hacia la eternidad. Quien niega la eternidad, quien ve al hombre sólo como
intramundano, no tendría en línea de principios posibilidad alguna de penetrar
en la esencia de la semejanza con Dios.
Pero esto sólo se insinúa en el libro de la Sabiduría y no está desarrollado
posteriormente. Así el Antiguo Testamento nos deja con una cuestión abierta, y
se debe dar razón a Epifanio que, frente a todos los intentos de concretar el
contenido de la semejanza divina, afirma que no se debe «tratar de definir dónde
se coloca la imagen, sino confesar su existencia en el hombre, si no se quiere
ofender la gracia de Dios» (Panarion, LXX, 2, 7). Pero nosotros, cristianos,
leemos en realidad el Antiguo Testamento siempre en la totalidad de la única
Biblia, en la unidad con el Nuevo Testamento, y recibimos de éste la clave para
comprender rectamente los textos. Al igual que sucede en el relato de la
creación --«En el principio creó Dios»--, que recibe su correcta interpretación
sólo con la lectura de san Juan --«en el principio era el Verbo»--, lo mismo
sucede aquí. Naturalmente, en este momento no puedo presentar, en el marco de
una breve prolusión, la rica serie de testimonios del Nuevo Testamento acerca de
nuestro problema. Simplemente trataré de evocar dos temas. Ante todo se debe
observar como hecho más importante que en el Nuevo Testamento Cristo es
designado como «la imagen de Dios» (2 Co 4, 4; Col 1, 15). Los Padres hecho aquí
una observación lingüística, que tal vez no es tan sostenible, pero ciertamente
corresponde a la orientación interior del Nuevo Testamento y de su
reinterpretación del Antiguo. Dicen que sólo de Cristo se nos enseña que él es
«la imagen de Dios», el hombre, en cambio, no es la imagen, sino «ad imaginem»,
creado a imagen, según la imagen. Llega a ser imagen de Dios, en la medida en
que entra en comunión con Cristo, se conforma con él. En otras palabras: la
imagen originaria del hombre, que a su vez representa la imagen de Dios, es
Cristo, y el hombre es creado a partir de su imagen, sobre su imagen. La
criatura humana es al mismo tiempo proyecto preliminar de cara a Cristo, es
decir, Cristo es la idea fundamental del Creador y forma al hombre de cara a él,
a partir de esta idea fundamental.
El dinamismo ontológico y espiritual, que encierra esta concepción, se hace
particularmente evidente en Romanos 8, 29 y 1 Corintios 15, 49, y también en 2
Corintios 4, 6. Según Romanos 8, 29, los hombres son predestinados «a ser
conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos
hermanos». Esta conformación con la imagen de Cristo se cumple en la
resurrección, en la que él nos ha precedido --pero la resurrección, es necesario
recordarlo-- presupone la cruz. La primera Carta a los Corintios distingue entre
el primer Adán, que se hace «ánima viviente» (15, 14; Cf. Gen 2, 7) y el último
Adán, que se hace Espíritu donador de vida. «Y del mismo modo que hemos llevado
la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste» (15,
49). Aquí está representada con toda claridad la tensión interior del ser humano
entre fango y espíritu, tierra y cielo, origen terreno y futuro divino. Esta
tensión del ser humano en el tiempo y más allá del tiempo pertenece a la esencia
del hombre. Y esta tensión lo determina precisamente en medio de la vida en este
tiempo. Él está siempre en camino hacia sí mismo o se aleja de sí mismo; está en
camino hacia Cristo o se aleja de él. Se acerca a su imagen originaria o la
esconde y la arruina. El teólogo de Innsbruck F. Lakner ha expresado felizmente
esta concepción dinámica de la semejanza divina del hombre, característica del
Nuevo Testamento, de esta manera: «El ser imagen de Dios del hombre se funda en
la predestinación a la filiación divina a través de la incorporación mística en
Cristo»; el ser imagen es, por lo tanto, finalidad connatural en el hombre desde
la creación, «hacia Dios por medio de la participación en la vida divina en
Cristo».
De este modo nos acercamos a la cuestión decisiva para nuestro tema: esta
semejanza divina, ¿puede ser destruida esta imagen de Dios? y eventualmente,
¿cómo? ¿Existen seres humanos que no son imagen de Dios? La Reforma, en su
radicalización de la doctrina del pecado original había respondido
afirmativamente a esta pregunta y había dicho: sí, con el pecado el hombre puede
destruir en sí mismo la imagen de Dios, de hecho la ha destruido. Efectivamente
el hombre pecador, que no quiere reconocer a Dios y no respeta al hombre o
incluso lo mata, no representa la imagen de Dios, sino que la desfigura,
contradice a Dios, que es Santidad, Verdad y Bondad. Recordando lo dicho al
comienzo, esto puede y debe llevarnos a la pregunta: ¿en quién está más
oscurecida la imagen de Dios, más desfigurada y extinguida, en el frío asesino,
consciente de sí mismo, potente y quizá incluso inteligente, que se hace a sí
mismo Dios y se burla de Dios, o en el inocente que sufre, en el que la luz de
la razón resbala hasta hacerse sumamente débil hasta el punto de que ya no se
percibe? Pero la pregunta es prematura en este momento. Antes tenemos que decir:
la tesis radical de la Reforma se ha demostrado insostenible, precisamente a
partir de la Biblia. El hombre es imagen de Dios en cuanto hombre. Y en tanto
que es hombre, es un ser humano, tiende misteriosamente a Cristo, al Hijo de
Dios hecho hombre y, por lo tanto, orientado al misterio de Dios. La imagen
divina está ligada a la esencia humana en cuanto tal y el hombre no tiene la
capacidad de destruirla completamente.
Pero lo que ciertamente el hombre puede hacer es desfigurar la imagen, la
contradicción interior con ella. Aquí hay que citar de nuevo a Lakner: «...la
fuerza divina brilla precisamente en la herida causada por las
contradicciones... en este mundo el hombre como imagen de Dios es, por lo tanto,
el hombre crucificado». Entre la figura del Adán terrenal formado con el fango,
que Cristo junto con nosotros ha asumido en la encarnación y la gloria de la
resurrección, está la cruz: el camino de las contradicciones y de las
alteraciones de la imagen hacia la conformación con el Hijo, en el que se
manifiesta la gloria de Dios, pasa a través del dolor de la cruz. Entre los
Padres de la Iglesia, Máximo el Confesor ha reflexionado más que otros sobre
esta relación entre semejanza divina y cruz. El hombre, que es llamado a la
«sinergia», a la colaboración con Dios, en cambio se ha opuesto a él. Esta
oposición es «una agresión a la naturaleza del hombre». «Desfigura el verdadero
rostro del hombre, la imagen de Dios, pues aparta al hombre de Dios y lo
encierra en sí mismo y erige entre los hombres la tiranía del egoísmo». Cristo,
desde el interior de la misma naturaleza humana, ha superado este contraste,
transformándolo en comunión: la obediencia de Jesús, su morir a sí mismo, se
convierte en el verdadero éxodo que libera al hombre de su decadencia interior,
conduciéndolo a la unidad con el amor de Dios. El crucificado se hace así
«imagen del amor»; precisamente en el crucificado, en su rostro herido y
golpeado, el hombre se hace de nuevo transparencia de Dios, la imagen de Dios
vuelve a brillar. Así la luz del amor divino descansa precisamente sobre las
personas que sufren, en las que el esplendor de la creación se ha oscurecido
exteriormente; porque ellas de modo particular son semejantes a Cristo
crucificado, a la imagen del amor, se han acercado en una particular comunidad
con el único que es la imagen misma de Dios. Podemos extender a ellos la frase
que Tertuliano formuló con referencia a Cristo: «Por mísero que pueda haber sido
su pobre cuerpo..., él siempre será mi Cristo» (Adv. Marc. III, 17, 2).
Por grande que sea su sufrimiento, por desfigurados y ofuscados que puedan ser
en su existencia humana, serán siempre los hijos predilectos de nuestro Señor,
serán siempre de modo particular su imagen. Fundándose en la tensión entre
ocultación y futura manifestación de la imagen de Dios, se puede aplicar a
nuestra cuestión la frase de la primera Carta de Juan: «ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos» (3, 2). Amamos en todos los
seres humanos, pero sobre todo en los que sufren, en los discapacitados
mentales, lo que serán y lo que en realidad ya son desde ahora. Ya desde ahora
son hijos de Dios --a imagen de Cristo--, aunque aún no se ha manifestado lo que
llegarán a ser.
Cristo en la Cruz se ha asemejado definitivamente a los más pobres, a los más
indefensos, a los que más sufren, a los más abandonados, a los más despreciados.
Y entre éstos están aquellos de los que nuestro coloquio se ocupa hoy, aquellos
cuya alma racional no llega a expresarse perfectamente mediante un cerebro débil
o enfermo, como si por una u otra razón la materia se resistiera a ser asumida
por parte del espíritu. Aquí Jesús revela lo esencial de la humanidad, lo que es
su verdadero cumplimiento, no la inteligencia, ni la belleza y menos aún la
riqueza o el placer, sino la capacidad de amar y de aceptar amorosamente la
voluntad del Padre, por desconcertante que sea.
Pero la pasión de Jesús desemboca en su resurrección. Cristo resucitado es el
punto culminante de la historia, el Adán glorioso hacia el que tendía ya el
primer Adán, el Adán «terreno». Así se manifiesta el fin del proyecto divino:
todo hombre está en camino del primero al segundo Adán. Ninguno de nosotros es
todavía él mismo. Cada uno debe llegar a serlo, como el grano de trigo que debe
morir para dar fruto, como Cristo resucitado es infinitamente fecundo porque se
ha dado infinitamente.
Una de las grandes alegrías de nuestro paraíso será sin duda descubrir las
maravillas que el amor habrá operado en nosotros y las que habrá operado en cada
uno de nuestros hermanos y hermanas y en los más enfermos, los más
desfavorecidos, en los más dañados, en los que más sufren, mientras nosotros ni
siquiera comprendíamos como eran capaces de amar, mientras su amor permanecía
oculto en el misterio de Dios.
Sí, una de nuestras alegrías será descubrir a nuestros hermanos y hermanas en
todo el esplendor de su humanidad, en todo su esplendor de imágenes de Dios.
La Iglesia cree en ese esplendor futuro. Quiere subrayar atentamente la mínima
señal que lo deje entrever. Porque en el más allá cada uno de nosotros brillará
en la medida en que haya imitado a Cristo, en el contexto y con las
posibilidades que le hayan sido dadas.
Pero permítanme ahora dar testimonio del amor de la Iglesia por las personas que
sufren. Sí, la Iglesia os ama. No sólo tiene por vosotros la «predilección»
natural de la madre por los hijos que más sufren. No sólo se admira ante lo que
seréis, sino ante lo que ya sois: imágenes de Cristo.
Imágenes de Cristo que hay que honrar, respetar, ayudar en lo posible,
ciertamente, pero sobre todo imágenes de Cristo portadoras de un mensaje
esencial sobre la verdad del hombre. Un mensaje que tendemos a olvidar: nuestro
valor ante Dios no depende de la inteligencia, ni de la estabilidad del
carácter, ni de la salud, que nos permiten tantas actividades de generosidad.
Estos aspectos podrían desaparecer en todo momento. Nuestro valor ante Dios
depende solamente de la opción que hayamos hecho de amar lo más posible, de amar
lo más posible en la verdad.
Decir que Dios nos ha creado a su imagen, significa decir que ha querido que
cada uno de nosotros manifieste un aspecto de su esplendor infinito, que tiene
un proyecto sobre cada uno de nosotros, que cada uno de nosotros está destinado
a entrar, por el itinerario que le es propio, en la bienaventurada eternidad.
La dignidad del hombre no es algo que se impone a nuestros ojos, no es mesurable
ni calificable, se escapa a los parámetros de la razón científica o técnica;
pero nuestra cultura, nuestro humanismo, sólo han progresado en la medida en que
esta dignidad ha sido más universalmente y más plenamente reconocida a un mayor
número de personas. Cada vuelta atrás en este movimiento de expansión, cada
ideología o acción política que deje a seres humanos fuera de la categoría de
quienes merecen respeto, indicará un regreso a la barbarie. Y sabemos que
desafortunadamente la amenaza de nuestra barbarie gravita siempre sobre nuestros
hermanos y hermanas que sufren una limitación o una enfermedad mental. Una de
nuestras tareas de cristianos es dar a conocer, respetar y promover plenamente
su humanidad, su dignidad y su vocación de criaturas a imagen y semejanza de
Dios.
Quiero aprovechar esta ocasión que se me ofrece para agradecer a cuantos, con la
reflexión o la investigación, el estudio o los diversos cuidados, se comprometen
a hacer cada vez más reconocible esta imagen.
Cardenal Joseph
Ratzinger
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
[Traducción distribuida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud]
[Publicado por Zenit.org 11 mayo 2005].