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LA ÚLTIMA CENA


Las narraciones sobre la Última Cena de Jesús y la institución de la Eucaristía —más aún que el discurso escatológico de Jesús del que hemos hablado en el capítulo segundo de este libro— están cubiertas por una maraña de hipótesis discrepantes entre sí, y esto parece impedir el acceso a lo realmente acontecido, haciendo inútil cualquier esfuerzo. Pero esto no sorprende, tratándose de un texto que se refiere al núcleo esencial del cristianismo y que, de hecho, plantea cuestiones históricas difíciles.

Intentaré seguir el mismo procedimiento ya aplicado al caso del discurso escatológico. El cometido de este libro, que intenta reconstruir la figura de Jesús dejando a los especialistas los problemas específicos, no es el de abordar las numerosas cuestiones particulares, absolutamente justas, sobre cada uno de los detalles de las palabras y de la historia. Pero no podemos eximirnos ciertamente de afrontar la cuestión de la historicidad real de los acontecimientos históricos esenciales.

El mensaje neotestamentario no es sólo una idea; pertenece a su esencia precisamente el que se haya producido en la historia real de este mundo: la fe bíblica no relata historias como símbolos de verdades metahistóricas, sino que se funda en la historia que ha sucedido sobre la faz de esta tierra (cf. primera parte, p. 11). Si Jesús no dio a sus discípulos su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, la celebración eucarística quedaría vacía, sería una ficción piadosa, no una realidad que establece la comunión con Dios y de los hombres entre sí.

En este contexto se plantea ciertamente una vez más la cuestión sobre el modo posible y adecuado de una constatación histórica. Pero hemos de tener claramente en cuenta que una investigación histórica siempre puede llegar sólo a un alto grado de probabilidad, no a una certeza definitiva y absoluta sobre todos los detalles. Si la certeza de la fe se basara únicamente en una comprobación histórica y científica, sería continuamente revisable.

Tomemos un ejemplo de la historia reciente de la investigación exegética. El gran estudioso alemán Joachim Jeremias, dada la confusión cada vez mayor de hipótesis exegéticas, históricas y filológicas, ha tratado de filtrar con la máxima precisión metodológica las ipsissima verba Jesu —las palabras auténticas de Jesús— de la gran cantidad del material transmitido, con el fin de encontrar en ellas la roca segura de la fe: sobre lo que Jesús mismo ha dicho realmente podemos basarnos. Aunque los resultados de Jeremías son siempre relevantes, y, desde una perspectiva científica, de gran importancia, quedan sin embargo preguntas críticas bien fundadas que demuestran, al menos, cómo la certeza lograda tiene sus límites.

Entonces, ¿qué podemos esperar? Y, por el contrario, ¿qué es lo que no cabe esperar? Desde el punto de vista teológico se debe decir que, si fuera realmente imposible demostrar de manera científica la historicidad de las palabras y de los acontecimientos esenciales, la fe perdería su fundamento. Pero, por otra parte, como ya se ha dicho, dada la naturaleza misma del conocimiento histórico, no se pueden esperar pruebas de una certeza absoluta en todos los pormenores. Por eso es importante para nosotros determinar si las convicciones de fondo de la fe son históricamente posibles y creíbles, incluso frente a la seriedad de los actuales conocimientos exegéticos.

Así pues, muchos detalles pueden permanecer abiertos. Pero el «factum est» del Prólogo de Juan (1,14) sigue siendo una categoría cristiana fundamental, no sólo por lo que se refiere a la Encarnación, sino que se requiere también para la Última Cena, la Cruz y la Resurrección: la Encarnación de Jesús está ordenada a la entrega de sí mismo por los hombres, y ésta a la Resurrección. De otro modo, el cristianismo no sería verdadero. Podemos examinar la verdad de este «facturo est» —como se ha dicho—, no a la manera de una certeza histórica absoluta, pero sí reconociendo su seriedad al leer correctamente la Escritura como tal.

La última certeza sobre la que basamos toda nuestra existencia nos viene dada por la fe, por el creer humilde con la Iglesia de todos los siglos guiada por el Espíritu Santo. A partir de ahí, en lo demás podemos observar confiadamente las diversas hipótesis exegéticas que, por su parte, se presentan con demasiada frecuencia con un énfasis de certeza que se pone en entredicho ya por el mero hecho de que posturas contrapuestas se proponen de continuo con la misma actitud de presentarse como certeza científica.

A partir de estos principios metodológicos quisiera intentar seleccionar del conjunto de los debates las cuestiones esenciales para la fe. Se hará en cuatro secciones. En primer lugar, se ha de reflexionar sobre el problema de la fecha de la celebración de la Última Cena de Jesús, un problema en el que se trata esencialmente de aclarar si ésta fue una cena pascual o no. En segundo lugar, se deberán examinar los textos que nos hablan de la Última Cena de Jesús. Con ello habrá que abordar la cuestión sobre la credibilidad histórica de dichas narraciones. En tercer lugar quisiera intentar una interpretación de los contenidos esenciales de la tradición teológica sobre la Última Cena. Finalmente, en la cuarta sección deberemos echar una mirada más allá de la tradición del Nuevo Testamento y reflexionar sobre la formación de la celebración eucarística de la Iglesia, ese proceso que Agustín describe como la transición del sacrificio vespertino al «don matutino» (cf. En. in Ps., 140, 5).

 

1. LA FECHA DE LA ÚLTIMA CENA

El problema de la datación de la Última Cena de Jesús se basa en las divergencias sobre este punto entre los Evangelios sinópticos, por un lado, y el Evangelio de Juan, por otro. Marcos, al que Mateo y Lucas siguen en lo esencial, da una datación precisa al respecto. «El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?"... Y al atardecer, llega él con los Doce» (Mc 14,12.17). La tarde del primer día de los ácimos, en la que se inmolaban en el templo los corderos pascuales, es la víspera de Pascua. Según la cronología de los Sinópticos es un jueves.

La Pascua comenzaba tras la puesta de sol, y entonces se tenía la cena pascual, como hizo Jesús con sus discípulos, y como hacían todos los peregrinos que llegaban a Jerusalén. En la noche del jueves al viernes —según la cronología sinóptica—arrestaron a Jesús y lo llevaron ante el tribunal; el viernes por la mañana fue condenado a muerte por Pilato y, seguidamente, a la «hora tercia» (sobre las nueve de la mañana), le llevaron a crucificar. La muerte de Jesús es datada en la hora nona (sobre las tres de la tarde). «Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea..., se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús» (Mc 15,42s). El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol, porque después comenzaba el sábado. El sábado es el día de reposo sepulcral de Jesús. La resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo.

Esta cronología se ve comprometida por el hecho de que el proceso y la crucifixión de Jesús habrían tenido lugar en la fiesta de la Pascua, que en aquel año cayó en viernes. Es cierto que muchos estudiosos han tratado de demostrar que el juicio y la crucifixión eran compatibles con las prescripciones de la Pascua. Pero, no obstante tanta erudición, parece problemático que en ese día de fiesta tan importante para los judíos fuera lícito y posible el proceso ante Pilato y la crucifixión. Por otra parte, esta hipótesis encuentra un obstáculo también en un detalle que Marcos nos ha transmitido. Nos dice que, dos días antes de la Fiesta de los Ácimos, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo apresar a Jesús con engaño para matarlo, pero decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» (14,1s). Sin embargo, según la cronología sinóptica, la ejecución de Jesús habría tenido lugar precisamente el mismo día de la fiesta.

Pasemos ahora a la cronología de Juan. El evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Ultima Cena como cena pascual. Todo lo contrario. Las autoridades judías que llevan a Jesús ante el tribunal de Pilato evitan entrar en el pretorio «para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua» (18,28). Por tanto, la Pascua no comienza hasta el atardecer; durante el proceso se tiene todavía por delante la cena pascual; el juicio y la crucifixión tienen lugar el día antes de la Pascua, en la «Parasceve», no el mismo día de la fiesta. Por tanto, la Pascua de aquel año va desde la tarde del viernes hasta la tarde del sábado, y no desde la tarde del jueves hasta la tarde del viernes.

Por lo demás, el curso de los acontecimientos es el mismo. El jueves por la noche, la Última Cena de Jesús con sus discípulos, pero que no es una cena pascual; el viernes —vigilia de la fiesta y no la fiesta misma—, el proceso y la ejecución. El sábado, reposo en el sepulcro. El domingo, la resurrección. Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se sacrifican los corderos pascuales en el templo. El muere como el verdadero Cordero, del que los corderos pascuales eran mero indicio.

Esta coincidencia teológicamente importante de que Jesús muriera al mismo tiempo en que tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales ha llevado a muchos estudiosos a descartar la cronología de la versión joánica, porque se trataría de una cronología teológica. Juan habría cambiado la datación de los hechos para crear esta conexión teológica que, sin embargo, no se manifiesta explícitamente en el Evangelio. Con todo, hoy se ve cada vez más claramente que la cronología de Juan es históricamente más probable que la de los Sinópticos, porque —como ya se ha dicho— el proceso y la ejecución en el día de la fiesta parecen difícilmente imaginables. Por otra parte, la Última Cena de Jesús está tan estrechamente vinculada a la tradición de la Pascua que negar su carácter pascual resulta problemático. Por eso, siempre se han dado intentos de conciliar entre sí ambas cronologías. El más importante de ellos —y fascinante en numerosos detalles particulares— para lograr una compatibilidad entre las dos tradiciones proviene de la estudiosa francesa Annie Jaubert, que desde 1953 ha desarrollado su tesis en una serie 'de publicaciones. Sin entrar aquí en los detalles de esta propuesta, nos limitaremos a lo esencial.

La señora Jaubert se basa principalmente en dos textos antiguos que parecen llevar a una solución del problema. El primero es un antiguo calendario sacerdotal transmitido por el Libro de los Jubileos, redactado en hebreo en la segunda mitad del siglo II antes de Cristo. Este calendario no tiene en cuenta la revolución de la Luna, y prevé un año de 364 días, dividido en cuatro estaciones de tres meses, dos de los cuales tienen 30 días y uno 31. Cada trimestre, siempre con 91 días, tiene exactamente 13 semanas y, por tanto, hay sólo 52 semanas por año. En consecuencia, las celebraciones litúrgicas caen cada año el mismo día de la semana. Esto significa, por lo que se refiere a la Pascua, que el 15 de Nisán es siempre un miércoles, y que la cena de Pascua tiene lugar tras la puesta del sol en la tarde del martes. Jaubert sostiene que Jesús habría celebrado la Pascua de acuerdo con este calendario, es decir, la noche del martes, y habría sido arrestado la noche del miércoles.

La investigadora ve resueltos con esto dos problemas: en primer lugar, Jesús habría celebrado una verdadera cena pascual, como dicen los Sinópticos; por otro lado, Juan tendría razón en que las autoridades judías, que se atenían a su propio calendario, habrían celebrado la Pascua sólo después del proceso de Jesús, quien, por tanto, habría sido ejecutado la víspera de la verdadera Pascua y no en la fiesta misma. De este modo, la tradición sinóptica y la joánica aparecen igualmente correctas, basadas en la diferencia entre dos calendarios diferentes.

La segunda ventaja destacada por Annie Jaubert muestra al mismo tiempo el punto débil de este intento de encontrar una solución. La estudiosa francesa hace notar que las cronologías transmitidas (en los Sinópticos y en Juan) deben concentrar una serie de acontecimientos en el estrecho espacio de pocas horas: el interrogatorio ante el Sanedrín, el traslado ante Pilato, el sueño de la mujer de Pilato, el envío a Herodes, el retorno a Pilato, la flagelación, la condena a muerte, el via crucis y la crucifixión. Encajar todo esto en unas pocas horas parece —según Jaubert— casi imposible. A este respecto, su solución ofrece un espacio de tiempo que va desde la noche entre martes y miércoles hasta el viernes por la mañana.

En este contexto, la investigadora hace notar que en Marcos hay una precisa secuencia de acontecimientos por lo que se refiere a los días del «Domingo de Ramos», lunes y martes, pero que después salta directamente a la cena pascual. Por tanto, según la datación transmitida, quedarían dos días de los que no relata nada. Finalmente, Jaubert recuerda que, de este modo, el proyecto de las autoridades judías de matar a Jesús precisamente antes de la fiesta habría podido funcionar. Sin embargo, Pilato, con sus titubeos, habría pospuesto la crucifixión hasta el viernes.

A este cambio de la fecha de la Última Cena del jueves al martes se opone sin embargo la antigua tradición del jueves, que, en todo caso, encontramos claramente ya en el siglo II. Pero la señora Jaubert aduce un segundo texto sobre el que basa su tesis: la llamada Didascalia de los Apóstoles, un escrito de comienzos del siglo III donde se establece el martes como fecha de la Cena de Jesús. La estudiosa trata de demostrar que este libro habría recogido una antigua tradición cuyas huellas podrían detectarse también en otras fuentes.

Sin embargo, a todo esto se debe responder que las huellas de la tradición que se manifiestan en este sentido son demasiado débiles como para resultar convincentes. Otra dificultad es que el uso por parte de Jesús de un calendario difundido principalmente en Qumrán es poco verosímil. Jesús acudía al templo para las grandes fiestas. Aunque predijo su fin, y lo confirmó con un dramático gesto simbólico, El observó el calendario judío de las festividades, como lo demuestra sobre todo el Evangelio de Juan. Ciertamente se podrá estar de acuerdo con la estudiosa francesa sobre el hecho de que el Calendario de los Jubileos no se limitaba estrictamente a Qumrán y los esenios. Pero esto no es razón suficiente como para poder aplicarlo a la Pascua de Jesús. Esto explica por qué la tesis de Annie Jaubert, fascinante a primera vista, es rechazada por la mayoría de los exegetas.

He presentado de manera tan detallada dicha tesis porque nos da una idea de lo variado y complejo que era el mundo judío en tiempos de Jesús; un mundo que, a pesar de nuestro creciente conocimiento de las fuentes, sólo podemos reconstruir de manera precaria. Por tanto, no negaría a esta tesis una cierta probabilidad, aunque, considerando sus problemas, no se la pueda aceptar sin más.

Entonces, ¿qué diremos? La evaluación más precisa de todas las soluciones ideadas hasta ahora la he encontrado en el libro sobre Jesús de John P. Meier, quien, al final de su primer volumen, ha presentado un amplio estudio sobre la cronología de la vida de Jesús. El llega a la conclusión de que hemos de elegir entre la cronología de los Sinópticos y la de Juan, demostrando que, ateniéndonos al conjunto de las fuentes, la decisión debe ser en favor de Juan.

Juan tiene razón: en el momento del proceso de Jesús ante Pilato las autoridades judías aún no habían comido la Pascua, y por eso debían mantenerse todavía cultualmente puras. Él tiene razón: la crucifixión no tuvo lugar el día de la fiesta, sino la víspera. Esto significa que Jesús murió a la hora en que se sacrificaban en el templo los corderos pascuales. Que los cristianos vieran después en esto algo más que una mera casualidad, que reconocieran a Jesús como el verdadero Cordero y que precisamente por eso consideraran que el rito de los corderos había llegado a su verdadero significado, todo esto es simplemente normal.

Pero queda en pie la pregunta: ¿Por qué entonces los Sinópticos han hablado de una cena de Pascua? ¿Sobre qué se basa esta línea de la tradición? Una respuesta realmente convincente a esta pregunta ni siquiera Meier la puede dar. No obstante, lo intenta —al igual que otros muchos exegetas— por medio de la crítica redaccional y literaria. Trata de demostrar que los pasajes de Mc 14,1 y 14,12-16 —los únicos en los que Marcos habla de la Pascua— habrían sido añadidos más tarde. En el propio y verdadero relato de la Última Cena no se habría mencionado la Pascua.

Esta propuesta —por más que la sostengan muchos nombres importantes— es artificial. Pero sigue siendo justa la indicación de Meier de que en la narración de la Última Cena como tal el rito pascual aparece en los Sinópticos tan poco como en Juan. Así, aunque sea con alguna reserva, se puede aceptar esta afirmación: «El conjunto de la tradición joánica... está totalmente de acuerdo con la que proviene de los Sinópticos por lo que se refiere al carácter de la Cena, que no corresponde a la Pascua» (A Marginal Jew, I, p. 398).

Pero, entonces, ¿qué fue realmente la Última Cena de Jesús? Y, ¿cómo se ha llegado a la idea, sin duda muy antigua, de su carácter pascual? La respuesta de Meier es sorprendentemente simple y en muchos aspectos convincente. Jesús era consciente de su muerte inminente. Sabía que ya no podría comer la Pascua. En esta clara toma de conciencia invita a los suyos a una Última Cena particular, una cena que no obedecía a ningún determinado rito judío, sino que era su despedida, en la cual daba algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero Cordero, instituyendo así su Pascua.

En todos los Evangelios sinópticos la profecía de Jesús de su muerte y resurrección forma parte de esta cena. En Lucas adopta un tono particularmente solemne y misterioso: «He deseado ardientemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios» (22,15s). Estas palabras siguen siendo equívocas: pueden significar que Jesús, por una última vez, come la Pascua acostumbrada con sus discípulos. Pero pueden significar también que ya no la come más, sino que se encamina hacia la nueva Pascua.

Una cosa resulta evidente en toda la tradición: la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, Él ha celebrado la Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el momento para ello Jesús ya había muerto. Pero Él se había entregado a sí mismo, y así había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno.

El primer testimonio de esta visión unificadora de lo nuevo y lo antiguo, que da la nueva interpretación de la Ultima Cena de Jesús en relación con la Pascua en el contexto de su muerte y resurrección, se encuentra en Pablo, en 1 Corintios 5,7: «Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo» (cf. Meier, A MarginalJew, I, p. 429s). Como en Marcos 14,1, la Pascua sigue aquí al primer día de los Ácimos, pero el sentido del rito de entonces se transforma en un sentido cristológico y existencial. Ahora, los «ácimos» han de ser los cristianos mismos, liberados de la levadura del pecado. El cordero inmolado, sin embargo, es Cristo. En este sentido, Pablo concuerda perfectamente con la descripción joánica de los acontecimientos. Para él, la muerte y resurrección de Cristo se han convertido así en la Pascua que perdura.

Podemos entender con todo esto cómo la Última Cena de Jesús, que no sólo era un anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua. Y lo era verdaderamente.

 

2. LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

El llamado relato de la institución, es decir, de las palabras y los gestos con los que Jesús se entregó a sí mismo a sus discípulos en el pan y el vino, es el núcleo de la tradición de la Última Cena. Este relato se encuentra en los Evangelios sinópticos —Mateo, Marcos y Lucas—, pero, además, también en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 11,23-26). Las cuatro narraciones son muy parecidas en su núcleo, pero muestran algunas diferencias en los detalles que se han convertido comprensiblemente en objeto de amplios debates exegéticos.

Se pueden distinguir dos modelos de fondo: por un lado la narración de Marcos, con el cual concuerda en gran parte el texto de Mateo; por otro, el texto de Pablo, que se asemeja al de Lucas. El relato paulino es el texto literariamente más antiguo: la Primera Carta a los Corintios fue escrita en torno al año 56. El periodo de redacción del Evangelio de Marcos es posterior, pero es indiscutible que su texto recoge una tradición muy anterior. La controversia entre los exegetas versa ahora sobre cuál de los dos modelos —el de Marcos o el de Pablo— es el más antiguo.

Rudolf Pesch se ha pronunciado con argumentos dignos de consideración en favor de la mayor antigüedad de la tradición de Marcos, que se debería datar en los años treinta. Pero también el relato de Pablo se remonta a la misma década. Pablo dice que transmite lo que él mismo ha recibido como tradición que se remonta al Señor. El relato de la institución y la tradición de la resurrección (cf. 1 Co 15,3-8) ocupan un lugar especial en las cartas de Pablo: son textos ya fijados que el Apóstol ha «recibido» así, y que transmite literalmente con todo cuidado. Las dos veces dice que transmite lo que ha recibido. En 1 Corintios 15 insiste explícitamente en el tenor literal, cuya conservación es necesaria para la salvación. De esto se deduce que Pablo recibió las palabras de la Última Cena en el seno de la comunidad primitiva, y de un modo que le hacía estar seguro de que provenían del Señor mismo.

Pesch considera probada la precedencia histórica de la narración de Marcos por el hecho de que ésta sería aún un simple relato, mientras que considera 1 Corintios 11 como una «etiología cultual» y, por tanto, como un texto ya formulado litúrgicamente y adaptado a la liturgia (cf. Markusevangelium, II, pp. 364-377, especialmente p. 369). Esto es seguramente cierto. Pero no me parece que haya una diferencia tan decisiva entre el carácter histórico y el teológico de los dos textos.

Es verdad que Pablo quiere hablar de manera normativa con vistas a la celebración de la liturgia cristiana; si éste es el verdadero significado de la expresión «etiología cultual», entonces puedo estar de acuerdo. Sin embargo, según la convicción del Apóstol, el texto es normativo precisamente porque reproduce exactamente el testamento del Señor. En ese sentido, orientación cultual y formulación ya existente para el culto no representan contradicción alguna con la transmisión estricta de lo que el Señor ha dicho y querido. Por el contrario, la formulación es normativa precisamente porque es verdadera y originaria. Esta precisión en el transmitir no excluye una concentración y una selección. Pero la formulación y la selección —ésta es la convicción de Pablo— no debe tergiversar lo que aquella noche fue confiado a los discípulos por el Señor.

Pero una selección análoga y una formulación referida a la liturgia se encuentra también en el Evangelio de Marcos. En efecto, tampoco este «relato» puede prescindir de su significado normativo para la liturgia de la Iglesia, y presupone ya a su vez una tradición litúrgica vigente. Ambos modelos de la tradición intentan transmitirnos el verdadero testamento del Señor. Entre los dos hacen ver la riqueza de perspectivas teológicas del acontecimiento y, al mismo tiempo, nos muestran la novedad inaudita que Jesús instituyó aquella noche.

Ante un acontecimiento tan imponente y único desde el punto de vista teológico y de la historia de las religiones como el que manifiestan los relatos de la Ultima Cena, no podía faltar el cuestionamiento por parte de la teología moderna: con la imagen del rabino afable que muchos exegetas han trazado de Jesús no es compatible algo tan inaudito. No se puede creer que «fuera capaz» de tanto. Y, naturalmente, tampoco se armoniza con la idea de Jesús como un agitador político. Así las cosas, una buena parte de la exégesis actual cuestiona que las palabras de la institución se remonten realmente a las palabras de Jesús. Dado que lo que aquí está en juego es el núcleo del cristianismo y el aspecto central de la figura de Jesús, hemos de examinar la cuestión más detenidamente.

La principal objeción contra la originalidad histórica de las palabras y los gestos de la Última Cena puede resumirse así: habría una contradicción insalvable entre el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios y la idea de su muerte expiatoria en función vicaria. El núcleo íntimo de las palabras de la Última Cena, sin embargo, es el «por vosotros-por muchos», la autoentrega vicaria de Jesús y, con ello, también la idea de la expiación. Si Juan el Bautista había llamado a la conversión ante el juicio inminente, Jesús, como mensajero de alegría, habría anunciado la cercanía del reinado de Dios y la voluntad incondicional de perdón, el régimen de la bondad y la misericordia de Dios. «La última palabra que Dios pronuncia a través de su último mensajero (el mensajero de la alegría después de Juan, el último mensajero del juicio) es una palabra de salvación. El anuncio de Jesús está caracterizado por su orientación claramente prioritaria a la promesa de salvación por parte de Dios, así como por la superación del Dios del juicio inminente por el Dios actual de la bondad». Pesch resume con estas palabras el contenido esencial del razonamiento que apoya la incompatibilidad de la tradición sobre la Última Cena con la novedad y la peculiaridad del anuncio de Jesús (Abendmahl, p. 104).

Peter Fiedler ha desarrollado de manera drástica la lógica de esta visón cuando escribe: «Jesús había anunciado al Padre que quiere perdonar incondicionalmente»; y después se pregunta: «Pero ¿acaso no resulta ser menos generoso en su gracia, o incluso totalmente soberano, desde el momento que insiste en una expiación?» (op. cit., p. 569; cf. Pesch, Abendmahl, pp. 16 y 106). Explica así la idea de una expiación como incompatible con la imagen que Jesús tiene de Dios y, en esto, ya son muchos los exegetas y representantes de la teología sistemática que están de acuerdo con él.

En efecto, aquí reside el verdadero motivo por el que una buena parte de los teólogos modernos (y no sólo los exegetas) no admiten que las palabras de la Última Cena provengan de Jesús. La razón no radica en los datos históricos: como hemos visto, los textos eucarísticos pertenecen a la más antigua tradición. Según los datos históricos no hay nada más originario precisamente que la tradición de la Última Cena. Pero la idea de expiación es inconcebible para la sensibilidad moderna. Jesús, en su anuncio del Reino de Dios, debe situarse en el polo opuesto. Aquí está en juego nuestra imagen de Dios y del hombre. Por eso toda esta discusión es sólo aparentemente un debate histórico.

La verdadera cuestión es más bien: ¿Qué es la expiación? ¿Es compatible con una imagen limpia de Dios? ¿Acaso no se trata de un grado del desarrollo religioso de la humanidad que ha de ser superado? Jesús, para ser el nuevo mensajero de Dios, ¿no debería quizás oponerse a esta idea? La verdadera discusión deberá versar, pues, sobre si los textos neotestamentarios —leídos correctamente— nos revelan un concepto de expiación aceptable también para nosotros, siempre que estemos dispuestos a escuchar en su integridad el mensaje que nos llega de ellos.

Hemos de reflexionar definitivamente sobre esta cuestión en el capítulo sobre la muerte de Jesús en la cruz. Esto requiere, sin embargo, la disponibilidad a no limitarse simplemente a contraponer el Nuevo Testamento de manera «crítico-racional» a nuestra propia presuntuosidad, sino aprender a dejarnos guiar: la voluntad de no tergiversar los textos según nuestros criterios, sino dejar que su Palabra purifique y profundice nuestros conceptos.

Tratemos mientras tanto de acercarnos a tientas a la comprensión mediante una escucha como ésta. En primer lugar, hagamos una pregunta: ¿Existe realmente una contradicción entre el mensaje de Galilea del Reino de Dios y el último pronunciamiento de Jesús en Jerusalén?

Ciertos exegetas notables —Rudolf Pesch, Gerhard Lohfink, Ulrich Wilckens— ven, sí, una diferencia profunda entre las dos posiciones, pero no un conflicto insoluble. Suponen que Jesús, en un primer momento, hizo la generosa oferta del mensaje del Reino de Dios y del perdón sin condiciones, pero, cuando se dio cuenta del fracaso de este ofrecimiento, identificó su misión con la del siervo de Dios. Reconoció que tras el rechazo de su oferta sólo quedaba el camino de la expiación vicaria: debía tomar sobre sí la desgracia que se cernía sobre Israel para que muchos lograran llegar a la salvación.

¿Qué podemos decir a este propósito? De por sí, una evolución similar, es decir, el emprender un nuevo camino del amor después de un primer ofrecimiento fallido, es ciertamente posible según toda la estructura de la imagen bíblica de Dios y la historia de la salvación. Precisamente esa «flexibilidad» de Dios, que espera la libre decisión del hombre y que, de cada «no», hace brotar una nueva vía del amor, forma parte del camino de la historia de Dios con los hombres, como nos lo describe el Antiguo Testamento. Al «no» de Adán responde con una nueva preocupación por los hombres. Ante el «no» de Babel inaugura una nueva perspectiva de la historia con la elección de Abraham. La petición de un rey para los israelitas representa en un primer momento una obstinación contra Dios, que quisiera reinar sobre su pueblo de manera inmediata. Pero en la profecía dirigida a David transforma esta terquedad en una vía que lleva luego directamente hacia Cristo, el Hijo de David. Así pues, una evolución parecida en dos etapas en el obrar de Jesús es ciertamente posible.

El capítulo 6 del Evangelio de Juan parece aludir a un punto de inflexión similar en el camino de Jesús con los hombres. Después de su sermón eucarístico, el pueblo y muchos de sus discípulos le dan la espalda. Sólo los Doce permanecen. Encontramos un cambio análogo en el Evangelio de Marcos, cuando Jesús, después de la segunda multiplicación de los panes y la confesión de Pedro (cf. 8,27-30), comienza con el anuncio de la Pasión y se pone en camino hacia Jerusalén y su última Pascua.

En 1929, Erik Peterson, en su artículo sobre la Iglesia —un artículo que todavía hoy bien vale la pena leer—, sostenía que la Iglesia existe sólo bajo el supuesto de que «los judíos, como pueblo elegido de Dios no han aceptado la fe en el Señor». Si hubieran aceptado a Jesús, «el Hijo del hombre habría vuelto y el Reino mesiánico, en el que los judíos habrían ocupado el puesto más importante, habría tenido su inicio» (Theologische Trakt., p. 247). Romano Guardini ha acogido y modificado esta tesis en sus obras sobre Jesús. Para él, el mensaje de Jesús comienza claramente con la oferta del Reino; el «no» de Israel habría provocado una nueva etapa en la historia de la salvación, a la cual pertenecen la muerte y resurrección del Señor, así como la Iglesia de los gentiles.

¿Qué decir sobre todo esto? Ante todo, que un cierto desarrollo en el mensaje de Jesús con nuevas decisiones es ciertamente posible. El mismo Peterson, sin embargo, no sitúa la ruptura durante el mensaje de Jesús mismo, sino en la época posterior a la Pascua, cuando los discípulos, de hecho, luchaban inicialmente todavía por un «sí» de Israel. Sólo en la medida en que se manifestó el fracaso de este intento se dirigieron a los paganos. Esta segunda fase la podemos percibir claramente en los textos del Nuevo Testamento.

Por el contrario, una evolución en el camino de Jesús la podemos entrever siempre y sólo con mayor o menor grado de probabilidad, pero nunca establecerla con claridad. Ciertamente no se da ese contraste neto entre el anuncio del Reino de Dios y el mensaje de Jerusalén, tal como se encuentra en las tesis de algunos exegetas modernos. Ya hemos hablado de algunos indicios sobre un cierto desarrollo en el camino de Jesús. Pero debemos decir ahora (como ha subrayado claramente, por ejemplo, John P. Meier) que la estructura de los Evangelios sinópticos no nos permite establecer una cronología del anuncio de Jesús. Ciertamente, el énfasis sobre la necesidad de la muerte y resurrección se hace más claro a medida que progresa el camino de Jesús. Pero el conjunto del material no está ordenado cronológicamente de tal manera que podamos distinguir claramente un antes y un después.

Basten algunas indicaciones. Ya en el segundo capítulo de Marcos, en la discusión sobre el ayuno de los discípulos, se encuentra el anuncio de Jesús: «Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán» (2,20). Mucho más importante aún es la definición de su misión que se esconde tras su hablar en parábolas, en las parábolas que explican a los hombres su mensaje sobre el Reino de Dios. Jesús identifica su misión con la que se confió a Isaías tras el encuentro con el Dios vivo en el templo: se dijo al profeta que, en un primer momento, su misión sólo contribuiría a una mayor obstinación y que únicamente a través de ella podría llegar después la salvación. En la primera fase de su anuncio, Jesús dice a los discípulos que ésta sería precisamente la estructura de su camino (cf. Mc 4,10ss; Is 6,9s).

Pero de este modo todas las parábolas —todo el mensaje sobre el Reino de Dios— se ponen bajo el signo de la cruz. Partiendo de la Última Cena y de la resurrección, podemos afirmar que la cruz es la extrema radicalización del amor incondicional de Dios, amor en el que, a pesar de todas las negaciones por parte de los hombres, Él se entrega, toma sobre sí el «no» de los hombres, para atraerlo de este modo a su «sí» (cf. 2 Co 1,19). Esta interpretación teológica de las parábolas según la teología de la cruz y su mensaje sobre el Reino de Dios se encuentra también en los textos paralelos de los otros dos Sinópticos (cf. Mt 13,10-17, Lc 8,9s).

La orientación del mensaje de Jesús según la perspectiva de la cruz, válida ya desde el comienzo, aparece en los Evangelios sinópticos todavía de otro modo. Me limito a dos breves observaciones.

En Mateo, al comienzo del camino de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con la solemne apertura de las Bienaventuranzas. En su conjunto, éstas se caracterizan por la perspectiva de la cruz, que en la última bienaventuranza aparece con toda claridad: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,10ss).

En segundo lugar hemos de recordar también que Lucas pone al comienzo de su descripción del camino de Jesús el rechazo que sufrió en Nazaret (cf. 4,16-29). Jesús anuncia que la promesa de Isaías de un año de gracia del Señor se ha cumplido: «Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos...» (4,18). Pero a causa de su pretensión, sus conciudadanos se pusieron furiosos enseguida y lo expulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo» (4,29). Precisamente con el mensaje de gracia que Jesús trae se inaugura la perspectiva de la cruz. Lucas, que ha redactado con gran cuidado su Evangelio, ha puesto muy conscientemente esta escena como una especie de título para toda la obra de Jesús.

No hay contradicción entre el jubiloso mensaje de Jesús y su aceptación de la cruz como muerte por muchos; al contrario: sólo en la aceptación y la transformación de la muerte alcanza el mensaje de la gracia toda su profundidad. Por otra parte, la idea de que la Eucaristía se habría formado en la «comunidad» es completamente absurda también desde el punto de vista histórico. ¿Quién podría haberse permitido pensar una cosa así, crear una realidad semejante? ¿Cómo podría haber ocurrido que los primeros cristianos —claramente ya en los años 30—aceptaran una invención como ésa sin oponer ningún tipo de objeción?

A este respecto Pesch dice con razón que «hasta ahora no se ha podido presentar ninguna explicación crítica convincente de la tradición de la Cena» (Abendmahl, p. 21). No existe. Todo esto sólo podía nacer de la peculiaridad de la conciencia personal de Jesús. Únicamente Él era capaz de entrelazar tan soberanamente en la unidad los hilos de la Ley y los Profetas, en total fidelidad a la Escritura y en la novedad total de su ser de Hijo. Sólo porque Él mismo lo había dicho y lo había hecho, la Iglesia en sus diferentes corrientes y desde el principio podía «partir el pan», como Jesús había hecho la noche en que fue traicionado.

 

3. LA TEOLOGÍA DE LAS PALABRAS
DE LA INSTITUCIÓN

Después de todas estas reflexiones sobre el marco histórico y la fiabilidad histórica de las palabras de la institución pronunciadas por Jesús, ha llegado el momento de prestar atención al contenido de su mensaje. Hay que recordar ante todo, una vez más, que en los cuatro relatos sobre la Eucaristía encontramos dos tipos de tradición con características peculiares que aquí no debemos examinar en sus pormenores, aunque sí mencionar brevemente las diferencias más importantes.

Mientras en Marcos (14,22) y Mateo (26,26) las palabras sobre el pan son sólo: «Tomad, esto es mi cuerpo», en Pablo se lee: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11,24), y Lucas completa con pleno sentido: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» (22,19). En Lucas y Pablo sigue inmediatamente el mandato de repetir lo que hizo Jesús: «Haced esto en conmemoración mía», que falta en Mateo y Marcos. Las palabras sobre el cáliz en Marcos rezan: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (14,24); Mateo añade aún: «... por muchos para el perdón de los pecados» (26,28). Según Pablo, sin embargo, Jesús dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía» (1 Co 11,25). Lucas lo formula de modo similar, pero con pequeñas diferencias: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (22,20). Aquí falta la segunda orden de repetir la acción.

Pero hay dos claras diferencias importantes entre Pablo y Lucas, por un lado, y Marcos y Mateo por otro. En Marcos y Mateo, «sangre» es el sujeto: Esta «es mi sangre». Pablo y Lucas, sin embargo, dicen: «Ésta es la nueva alianza sellada con mi sangre». Muchos ven aquí un respeto por la aversión de los judíos a ingerir sangre: como contenido directo de lo que se da a beber no se indica «la sangre», sino «la nueva alianza». Con esto hemos llegado ya a la segunda diferencia: mientras Marcos y Mateo hablan simplemente de la «sangre de la alianza», aludiendo así a Éxodo 24,8, que es la estipulación de la Alianza en el Sinaí, Pablo y Lucas hablan de la Nueva Alianza, remitiéndose con ello a Jeremías 31,31. Aparece, pues, en cada caso un trasfondo veterotestamentario diferente. Además, Marcos y Mateo hablan de la sangre derramada «por muchos», aludiendo con ello a Isaías 53,12, mientras que Pablo y Lucas dicen «por vosotros», haciendo pensar así inmediatamente en la comunidad de los discípulos.

Es comprensible por tanto que haya en la exégesis un amplio debate sobre cuáles sean las palabras originarias de Jesús. Rudolf Pesch ha mostrado que, en un primer momento, surgen aquí cuarenta y seis posibilidades que, intercambiando cada una de las respectivas introducciones, pueden ser el doble (cf. Das Evangelium in Jerusalem, p. 134s). Estos esfuerzos tienen su importancia, pero no entran en el cometido de este libro.

Nosotros partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices. Así se podía percibir en las palabras de Jesús tanto el eco de Éxodo 24 como de Jeremías 31, y acentuar más un contenido u otro, sin por ello faltar a la fidelidad a aquellas palabras que, casi de manera imperceptible, pero inequívoca, acogían en sí la Ley y los Profetas. Pero con esto hemos pasado ya a la interpretación de las palabras del Señor.

La narración de la institución comienza en los cuatro textos con dos afirmaciones sobre el obrar de Jesús que han adquirido un significado esencial para la recepción en la Iglesia de todo el conjunto. Se nos dice que Jesús tomó pan, pronunció la bendición y la acción de gracias, y lo partió. Al comienzo se pone la eucharistia (Pablo y Lucas) o bien la eulogia (Marcos y Mateo): ambos términos indican la berakha, la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición judía, que forma parte tanto del rito pascual como de otros convites. No se come sin dar las gracias a Dios por el don que Él ofrece: por el pan que nace y crece en la tierra, y también por el fruto de la vid.

Las dos palabras distintas que usan Marcos y Mateo, por una parte, y Pablo y Lucas, por otra, indican las dos direcciones intrínsecas de esta oración: es acción de gracias y de alabanza por el don de Dios. Pero esta alabanza se torna en bendición sobre el don, como se lee en 1 Tm 4,4s: «Todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias (eucharistia); pues está santificado por la Palabra de Dios y por la oración». En la Última Cena (como en la multiplicación de los panes, Jn 6,11), Jesús ha acogido esta tradición. Las palabras de la institución están en este contexto de oración; en ellas, el agradecimiento se convierte en bendición y transformación.

Desde los primeros momentos, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no simplemente como una especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la cual el don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como autodonación de Dios en el amor acogedor del Hijo. Louis Bouyer ha tratado de trazar el desarrollo de la eucharistia cristiana —el «canon»— a partir de la berakha judía. Se puede comprender así que «Eucaristía» se haya convertido en la denominación del conjunto del nuevo acontecimiento cultual dispensado por Jesús. Sobre este tema hemos de volver todavía en la cuarta sección de este capítulo.

Lo segundo que se nos dice es que Jesús «partió el pan». Partir el pan para todos es principalmente la función del padre de familia, que en cierto modo representa con ello también a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos nosotros lo necesario para vivir. Es también el gesto de hospitalidad con la que se hace partícipe de lo propio al extraño, acogiéndolo en la comunión de mesa. Partir y compartir: precisamente el compartir crea comunión. Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere en la Última Cena de Jesús una profundidad del todo nueva: Él se entrega a sí mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan.

El gesto de Jesús se ha transformado así en el símbolo de todo el misterio de la Eucaristía: en los Hechos de los Apóstoles, y en el cristianismo primitivo en general, «partir el pan» designa la Eucaristía. En ella nos beneficiamos de la hospitalidad de Dios, que se nos da en Jesucristo crucificado y resucitado. La fracción del pan y el repartir —el acto de atención amorosa por aquel que necesita de mí— es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma.

«Caritas», la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la «fracción del pan», la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas. En ambas afirmaciones sobre el dar gracias y el compartir, que se encuentran al comienzo de la narración de la institución, queda clara la naturaleza del nuevo culto fundado por Cristo en la Última Cena, en la cruz y en la resurrección: con ello, el antiguo culto del templo queda abolido y, al mismo tiempo, es llevado a su cumplimiento. Volvamos a las palabras pronunciadas sobre el pan. Según Marcos y Mateo rezan escuetamente: «Esto es mi cuerpo». Pablo y Lucas añaden: «Que será entregado por vosotros». De este modo ponen de manifiesto lo que, de por sí, está incluido en el acto de repartir. Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso. En este sentido, Rudolf Pesch comenta acertadamente: Jesús «en su interpretación del pan presupone el significado particular de su persona. Los discípulos podían entender: Esto soy yo, el Mesías» (Markusevangelium, II, p. 357).

Pero ¿cómo puede suceder esto? Jesús se encuentra ciertamente en medio de sus discípulos. ¿Qué está haciendo? Cumple lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (cf. Jn 10,18). Se le quitará la vida en la cruz, pero ya ahora la ofrece por sí mismo. Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por otros y a los otros.

Y El lo sabe: «Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla» (cf. ibíd.). Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir ahora el Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí mismo a los hombres en la verdadera multiplicación de los panes.

La frase que se refiere al cáliz, a la que ahora dedicamos nuestra atención, es de una densidad teológica extraordinaria. Como ya se ha indicado antes, en las pocas palabras de esa frase se entrecruzan a la vez tres textos del Antiguo Testamento, de manera que toda la historia de la salvación queda reasumida y se hace presente de nuevo.

Encontramos en primer lugar Éxodo 24,8, la estipulación de la Alianza del Sinaí; después Jeremías 31,31, la promesa de la Nueva Alianza en medio de la crisis en la historia de la Alianza, una crisis cuyas manifestaciones más relevantes fueron la destrucción del templo y el exilio en Babilonia; y finalmente Isaías 53,12, la promesa misteriosa del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos, y así obtiene la salvación para ellos.

Tratemos ahora de entender estos tres textos, cada uno en su significado propio y en su nuevo contexto. La Alianza del Sinaí, según la descripción de Éxodo 24, se fundaba en dos elementos. Por un lado, en la «sangre de la alianza», la sangre de animales sacrificados, con la cual se rociaba el altar —como símbolo de Dios— y el pueblo; y, en segundo lugar, en la palabra de Dios y la promesa de obediencia de Israel: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos», había dicho solemnemente Moisés después del rito de la aspersión. Inmediatamente antes el pueblo había respondido a la lectura del libro de la alianza: «Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos» (Ex 24,7).

Esta promesa de obediencia, que era constitutiva de la alianza, se rompía inmediatamente después con la adoración del becerro de oro mientras Moisés estaba en la montaña. Toda la historia que sigue es una historia de reiteradas violaciones de la promesa de obediencia, como muestran tanto los libros históricos del Antiguo Testamento como los libros de los profetas. La ruptura parece irremediable en el momento en que Dios abandona a su pueblo al exilio y el templo a la destrucción.

En aquellos momentos surge la esperanza de la «nueva alianza», no basada ya en la fidelidad siempre frágil de la voluntad humana, sino grabada indestructiblemente en el corazón mismo (cf. Jr 31,33). En otras palabras, el nuevo pacto debe basarse en una obediencia que sea irrevocable e inviolable. Esta obediencia, fundada ahora en la raíz de la humanidad, es la obediencia del Hijo que se ha hecho siervo y asume en su obediencia hasta la muerte toda desobediencia humana, la sufre hasta el fondo y la vence.

Dios no puede simplemente ignorar toda la desobediencia de los hombres, todo el mal de la historia, no puede tratarlo como algo irrelevante e insignificante. Esta especie de «misericordia» y «perdón incondicional» sería esa «gracia a bajo precio» contra la que protestó con razón Dietrich Bonhoeffer ante el abismo del mal de su tiempo. La injusticia, el mal como realidad concreta, no se puede ignorar sin más, dejarlo estar. Se debe acabar con él, vencerlo. Sólo esto es verdadera misericordia. Y que ahora lo haga Dios, puesto que los hombres no son capaces de hacerlo, muestra la bondad «incondicional» divina, una bondad que no puede estar en contradicción con la verdad y la correspondiente justicia. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo», escribe Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).

Esta fidelidad suya consiste en que Él no sólo actúa como Dios respecto a los hombres, sino también como hombre respecto a Dios, fundando así la alianza de modo irrevocablemente estable. Por eso, la figura del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos (cf. Is 53,12), va unida a la promesa de la nueva alianza fundada de manera indestructible. Este injerto ya inconmovible de la alianza en el corazón del hombre, de la humanidad misma, tiene lugar en el sufrimiento vicario del Hijo que se ha hecho siervo. Desde entonces, a toda la marea sucia del mal se contrapone la obediencia del Hijo, en el cual Dios mismo ha sufrido y cuya obediencia es, por tanto, siempre infinitamente mayor que la masa creciente del mal (cf. Rm 5,16-20).

La sangre de los animales no podía ni «expiar» el pecado ni unir a los hombres con Dios. Sólo podía ser un signo de la esperanza y de la perspectiva de una obediencia más grande y verdaderamente salvadora. En las palabras de Jesús sobre el cáliz, todo esto se ha reasumido y convertido en realidad: Él da la «nueva alianza sellada con su sangre». «Su sangre», es decir, el don total de sí mismo en que El sufre todos los males de la humanidad hasta el fondo, elimina toda traición asumiéndola en su fidelidad incondicional. Éste es el culto nuevo, que Él instituyó en la Última Cena: atraer a la humanidad a su obediencia vicaria. Participar en el cuerpo y la sangre de Cristo significa que Él responde «por muchos» —por nosotros— y, en el Sacramento, nos acoge entre estos «muchos».

Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado recientemente muchas discusiones. Según Marcos y Mateo, Jesús dice que su sangre fue derramada «por muchos», aludiendo con ello precisamente a Isaías 53, mientras en Pablo y Lucas se habla de darla o derramarla «por vosotros».

La teología reciente ha destacado con razón la palabra «por», común a los cuatro relatos; una palabra que puede ser considerada palabra clave no sólo de la narración de la Última Cena, sino de la figura misma de Jesús. Su significado general se define como «pro-existencia»: no un ser para sí mismo, sino para los demás; y esto no sólo como una dimensión cualquiera de esta existencia, sino como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, en cuanto ser, un «ser para». Si alcanzamos a entender esto, entonces estaremos muy cercanos al misterio de Jesús y sabremos también lo que significa seguir a Jesús.

Pero ¿qué significa «derramada por muchos»? En su obra fundamental, Die Abendmahlsworte Jesu (1935), Joachim Jeremias ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, la palabra «muchos» sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo del significado de la palabra griega, sino según los textos correspondientes del Antiguo Testamento. Trata de probar que la palabra «muchos» significa en el Antiguo Testamento «la totalidad» y, por tanto, se debería traducir por «todos». Esta tesis se impuso rápidamente por entonces y se ha convertido en una convicción teológica común. Basándose en ella, en las palabras de la consagración, el «muchos» se ha traducido en distintas lenguas por «todos». «Derramada por vosotros y por todos». Así oyen hoy los fieles en muchos países las palabras de Jesús durante la celebración eucarística.

Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opinión predominante tiende hoy a explicar el «muchos» de Isaías 53, y también de otros lugares, en el sentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al «todos». Ahora, teniendo en cuenta también el lenguaje de Qumrán, se supone predominantemente que «muchos», en Isaías y en Jesús, se refiere a la «totalidad de Israel» (cf. Pesch, Abendmahl, p. 99s; Wilckens, I, 2, p. 84). Sólo con la llegada del Evangelio a los paganos se habría puesto de manifiesto el horizonte universal de la muerte de Jesús y su expiación, que abarca tanto a los judíos como a los paganos. Últimamente, el jesuita vienés Norbert Baumert, junto con Maria Irma Seewann, ha presentado una interpretación del «por muchos» que en líneas generales había desarrollado ya Joseph Pascher en su libro Eucharistia de 1947. El núcleo de la tesis es el siguiente: según la estructura lingüística del texto, el «ser derramado» no se refiere a la sangre, sino al cáliz; «se trataría, pues, de un "derramar" efectivamente la sangre del cáliz, un gesto en el que la vida divina misma se da en abundancia, sin hacer referencia alguna a la acción de los verdugos» (Gregorianum 89, p. 507). Así, las palabras sobre el cáliz no aludirían al acontecimiento de la muerte en la cruz y sus consecuencias, sino a la acción sacramental. De este modo se clarificaría también la palabra «muchos»: mientras que la muerte de Jesús vale «para todos», el alcance del Sacramento es más limitado. Llega a muchos pero no a todos (cf. especialmente p. 511).

Desde el punto de vista estrictamente filológico, esta solución puede ser verdadera en el texto de Marcos 14,24. Si no se atribuye originalidad alguna al texto de Mateo respecto a Marcos, la solución sobre las palabras de la Ultima Cena podría considerarse convincente. El énfasis en la distinción entre el ámbito de la Eucaristía y el alcance universal de la muerte de Jesús en la cruz es válido en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. Pero con ello el problema de la palabra «muchos» queda explicado sólo en parte.

En efecto, falta la interpretación fundamental que da Jesús de su misión en Marcos 10,45, donde también aparece la palabra «muchos». «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». Aquí se habla claramente de la entrega de la vida en cuanto tal, y queda claro con ello que Jesús retorna la profecía sobre el siervo de Dios de Isaías 53, y la pone en relación con la misión del Hijo del hombre que, consiguientemente, adquiere así un nuevo significado.

Así pues, ¿qué podemos decir? Me parece presuntuoso, y al mismo tiempo insensato, querer indagar en la conciencia de Jesús e intentar explicarla basándonos en lo que él pudo o no pudo haber pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepciones teológicas. Sólo podemos decir que Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo de Dios y la del Hijo del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta al mismo tiempo la superación de la limitación de la misión del siervo de Dios, una universalización que indica una nueva amplitud y profundidad.

Podemos observar también cómo crece lenta y simultáneamente la comprensión de la misión de Jesús en el camino de la Iglesia naciente, y cómo el «recordar» de los discípulos bajo la guía del Espíritu de Dios (cf. Jn 14,26) comienza poco a poco a percibir todo el misterio escondido tras las palabras de Jesús. 1 Tm 2,6 habla de Jesús como el único mediador entre Dios y los hombres, «que se entregó en rescate por todos». El significado salvífico universal de la muerte de Jesús se manifiesta aquí con claridad cristalina.

Podemos encontrar además respuestas históricamente diferenciadas, pero totalmente concordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesús —respuestas indirectas al problema «muchos-todos»—, tanto en Pablo como en Juan. Pablo escribe a los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación «en su totalidad» (liléróma), y que, entonces, todo Israel se salvará (cf. 11,25s). Juan dice que Jesús murió «por el pueblo» (judío), pero «no solamente por el pueblo, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,50ss). La muerte de Jesús vale para judíos y paganos, para la humanidad en su conjunto.

Si en Isaías «muchos» podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez más claro que El, de hecho, murió por todos.

El teólogo protestante Ferdinand Kattenbusch trató de demostrar en 1921 que las palabras de Jesús en la Última Cena serían el acto fundacional propiamente dicho de la Iglesia. Jesús habría dado con ello a sus discípulos la novedad que los unía y hacía de ellos una comunidad. Kattenbusch tenía razón: con la Eucaristía quedó instituida la Iglesia misma. Se convierte en una unidad, llega a ser ella misma a partir del cuerpo de Cristo y, desde su muerte, queda abierta a la vez a la inmensidad del mundo y de la historia.

La Eucaristía es el acontecimiento visible de reunión que —en un lugar y más allá de todos los lugares— es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombres unos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La Iglesia proviene de la Última Cena, pero precisamente por eso se deriva de la muerte y resurrección de Cristo, anticipadas por Él en el don de su cuerpo y su sangre.

 

4. DE LA CENA A LA EUCARISTÍA
DEL DOMINGO POR LA MAÑANA

En Pablo y Lucas, a las palabras «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» sigue el mandato de repetir el gesto: «Haced esto en conmemoración mía». Pablo lo dice también y de manera todavía más amplia después de las palabras sobre el cáliz. Marcos y Mateo no transmiten este mandato. Pero, puesto que la forma concreta de sus relatos lleva el sello de la práctica litúrgica, es evidente que también ellos han interpretado estas palabras como una institución: lo que había acontecido allí por vez primera debía continuar en la comunidad de los discípulos.

Pero surge todavía una pregunta: ¿Qué es exactamente lo que el Señor ha mandado repetir? Ciertamente no la cena pascual (en el caso de que la Última Cena de Jesús fuera una cena pascual). La Pascua era una fiesta anual, cuya celebración recurrente en Israel estaba claramente regulada por

la tradición sagrada y vinculada a una determinada fecha. Y, aunque en aquella noche no se hubiera tratado de una verdadera cena pascual según la ley judía, sino de una última comida en la tierra antes de su muerte, éste no es el propósito del mandato de repetir.

Así pues, el mandato se refiere sólo a aquello que constituía una novedad en los gestos de Jesús de aquella noche: la fracción del pan, la oración de bendición y de acción de gracias y, con ella, las palabras de la transubstanciación del pan y del vino. Podríamos decir: mediante aquellas palabras, nuestro momento actual es introducido en el momento de Jesús. Se verifica lo que Jesús anunció en Juan 12,32: desde la cruz, Él atrae a todos hacia sí, dentro de sí.

Con las palabras y gestos de Jesús se había dado ciertamente el elemento esencial del nuevo «culto», pero aún no se había establecido una forma litúrgica definitiva. Ésta debía desarrollarse todavía en la vida de la Iglesia. Según el modelo de la Última Cena, era obvio que antes se cenaba juntos, y que luego se añadía la Eucaristía. Rudolf Pesch ha demostrado que, dada la estructura social de la Iglesia naciente y los hábitos de vida, esta comida consistía probablemente sólo en pan, sin otros alimentos.

En la Primera Carta a los Corintios (11,20ss.34) vemos cómo las cosas podían hacerse de modo diferente en una sociedad distinta: los acomodados llevaban consigo su comida y se servían con abundancia, mientras que para los pobres que estaban allí sólo había pan. Experiencias de este tipo llevaron muy pronto a la separación entre la Cena del Señor y la comida normal, y aceleraron al mismo tiempo la formación de una estructura litúrgica específica. En ningún caso hemos de pensar que la «Cena del Señor» consistiera sólo en recitar las palabras de la consagración. A partir de Jesús mismo, éstas aparecen como una parte de su berakha, de su oración de acción de gracias y de bendición.

¿Por qué dio gracias Jesús? Por haber sido «escuchado» (cf. Hb 5,7). Dio gracias anticipadamente porque el Padre no le abandonaría a la muerte (cf. Sal 16,10). Dio gracias por el don de la resurrección y, fundándose en ella, podía ya en aquel momento dar su cuerpo y su sangre en el pan y en el vino, como prenda de la resurrección y la vida eterna (cf. Jn 6,53-58).

Podemos pensar en el esquema de los Salmos que expresan promesas y votos, en los que el oprimido anuncia que, una vez salvado, dará gracias a Dios y proclamará su acción salvífica ante la gran asamblea. El Salmo 22, aplicable a la Pasión, que comienza con las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», termina con una promesa que anticipa el cumplimiento: «Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan» (vv. 26s). En efecto —y esto se cumple ahora: «Los desvalidos comerán»—, ellos reciben más que el alimento terreno; reciben el verdadero maná, la comunión con Dios en Cristo resucitado.

Naturalmente, estas interconexiones se fueron haciendo claras a los discípulos sólo paulatinamente. Pero, partiendo de las palabras de acción de gracias de Jesús, que dan a la berakha judía un nuevo centro, la oración de acción de gracias, la eucharistia, se manifiesta cada vez más como el verdadero modelo de referencia, como la forma litúrgica en la que las palabras de la institución poseen su propio sentido y se presenta el culto nuevo en sustitución de los sacrificios del templo: la glorificación de Dios en la palabra, pero en una palabra que se ha hecho carne en Jesús y que ahora, a partir de este cuerpo de Jesús que ha atravesado la muerte, abarca al hombre por entero, a toda la humanidad, y se convierte en el comienzo de una nueva creación.

Josef Andreas Jungmann, el gran estudioso de la historia de la celebración eucarística y uno de los arquitectos de la reforma litúrgica, resume todo esto cuando dice: «La forma fundamental es la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino. La liturgia de la Misa se ha originado a partir de la oración de acción de gracias después del banquete de la última noche, no del convite mismo. Este último fue considerado tan poco esencial y tan fácilmente separable que fue omitido ya en la Iglesia primitiva. La liturgia, y todas las liturgias, por el contrario, han desarrollado la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino... Lo que la Iglesia celebra en la Misa no es la Última Cena, sino lo que el Señor ha instituido durante la Última Cena, confiándolo a la Iglesia: el memorial de su muerte sacrificial» (Messe im Gottesvolk, p. 24).

Esto concuerda con la constatación histórica, según la cual «en toda la tradición del cristianismo, tras la separación de la Eucaristía de un verdadero convite (donde aparece el "partir el pan" y "la Cena del Señor") hasta la Reforma del siglo XVI, nunca se utiliza ningún término que signifique «convite para indicar la celebración de la Eucaristía» (p. 23, nota 73).

Pero hay todavía otro elemento determinante en la formación de la liturgia cristiana. Basándose en su certeza de haber sido escuchado, el Señor dio a sus discípulos ya en la Última Cena su cuerpo y su sangre como don de la resurrección: cruz y resurrección forman parte de la Eucaristía, y sin ellas no es ella misma. Pero como el don de Jesús es esencialmente un don radicado en la resurrección, la celebración del sacramento debía estar vinculada necesariamente con la memoria de la resurrección. El primer encuentro con el Resucitado se produjo la mañana del primer día de la semana —el tercer día después de la muerte de Jesús—, por tanto, la mañana del domingo. Por eso, la mañana del primer día se convirtió espontáneamente en el momento de la liturgia cristiana, en el domingo, el «día del Señor».

Esta fijación cronológica de la liturgia cristiana, que define su naturaleza íntima y al mismo tiempo su forma, tuvo lugar muy pronto. En efecto, el relato de un testigo ocular recogido en Hechos 20,611 habla del viaje de san Pablo y sus compañeros hacia Tróada y dice: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan...» (20,7). Esto significa que, ya durante la época de los Apóstoles, el «partir el pan» estaba fijado en la mañana del día de la resurrección: la Eucaristía se celebraba como un encuentro con el Resucitado.

En este contexto se inserta también la disposición de Pablo de que el «primer día de la semana» se haga la colecta para Jerusalén (cf. 1 Co 16,2). Es cierto que allí no habla de la celebración eucarística, pero, obviamente, el domingo es el día de la comunidad de Corinto y, por tanto, también claramente el día de su culto. En Apocalipsis 1,10, en fin, encontramos por primera vez la expresión «día del Señor» para denominar el domingo. La nueva articulación cristiana de la semana queda claramente perfilada. El día de la resurrección es el día del Señor y, por ello, también el día de sus discípulos, de la Iglesia. Al final del siglo I, la tradición está ya netamente establecida, cuando, por ejemplo, la Didaché (ca. 100) dice con toda naturalidad: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Para Ignacio de Antioquía (+ ca. 110), vivir «según el día del Señor» se ha convertido en la característica distintiva de los cristianos contra los que celebran el sábado (Ad Magn. 9,1). Era lógico que la celebración eucarística se relacionara con la Liturgia de la Palabra —lectura de la Escritura, explicación y oración—, que inicialmente tenía lugar aún en la sinagoga. Consiguientemente, la formación del culto cristiano estaba concluida en sus partes esenciales ya a comienzos del siglo II. Este proceso de desarrollo forma parte de la institución misma. La institución presupone —como se ha dicho— la resurrección y, con ello, también la comunidad viva que, bajo la guía del Espíritu de Dios, da al don del Señor su forma en la vida de los fieles.

Un arcaísmo que pretendiera volver a un momento anterior a la resurrección y a su dinámica, e imitar solamente la Última Cena, no se correspondería en absoluto con la naturaleza del don que el Señor ha dejado a sus discípulos. El día de la resurrección es el lugar exterior e interior del culto cristiano, y la acción de gracias como anticipación creativa de la resurrección por medio de Jesús es el modo en que el Señor hace de nosotros personas que dan gracias con Él, la manera en la que Él, en el don, nos bendice y nos hace participar en la transformación, que nos llega por sus dones y que ha de extenderse por el mundo: «hasta que El venga» (cf. 1 Co 11,26).