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LA ORACIÓN SACERDOTAL
DE JESÚS

En el Evangelio de Juan, después del lavatorio de los pies, siguen las palabras de despedida de Jesús (caps. 14-16), que al final, en el capítulo 17, desembocan en una gran oración, para la que el teólogo luterano David Chytraeus (1530-1600) acuñó la expresión oración sacerdotal. El carácter sacerdotal de esta oración fue subrayado en los tiempos de los Padres de la Iglesia sobre todo por Cirilo de Alejandría (+ 444). André Feuillet cita en su monografía sobre Juan 17 un texto de Ruperto de Deutz (+ entre 1129 y 1130) en el que se resume el carácter esencial de la plegaria de una manera muy bella: «Haec pontifex summus propitiator ipse et propitiatorium, sacerdos et sacrificium, pro nobis oravit. Así ha orado por nosotros el Sumo Sacerdote, que era Él mismo quien ofrecía el sacrificio y la víctima propiciatoria sacrificada, sacerdote y sacrificio» (loan., en: PL 169, 764B; cf. Feuillet, p. 35).

 

1. LA FIESTA JUDÍA DE LA EXPIACIÓN
COMO TRASFONDO BÍBLICO
DE LA ORACIÓN SACERDOTAL

He encontrado la clave para la comprensión justa de este gran texto en el libro citado de Feuillet. Él hace ver que esta oración sólo puede entenderse teniendo como telón de fondo la liturgia de la fiesta judía de la Expiación (Yom Hakkippurim). El rito de la fiesta, con su rico contenido teológico, tiene su cumplimiento en la oración de Jesús, se «realiza» en el más estricto sentido de la palabra: el rito se convierte en la realidad que significa. Lo que allí se representaba con acciones rituales, ahora sucede de manera real y se cumple definitivamente.

Para entender esto hemos de fijarnos ante todo en el ritual de la fiesta de la Expiación descrito en Levítico 16 y 23,26-32. En aquel día, mediante los sacrificios prescritos (dos machos cabríos, un carnero para el holocausto, un novillo: 16,5s), el sumo sacerdote ha de ofrecer primero la expiación por sí mismo, después por «su casa», es decir, por la clase sacerdotal de Israel en general, y, finalmente, por toda la comunidad de Israel (cf. 16,17). «Así purificará el santuario de las impurezas de los hijos de Israel y de todas sus transgresiones con que hayan pecado. Lo mismo hará con la Tienda de Reunión, que mora con ellos, en medio de sus impurezas» (16,16).

Únicamente durante estos ritos, una sola vez al año, el sumo sacerdote pronuncia en presencia de Dios el santo Nombre, que normalmente no se podía nombrar, y que Dios había revelado desde la zarza ardiente: aquel nombre por el cual, por decirlo así, Él se había hecho tangible para Israel. La finalidad del gran día de la Expiación, por tanto, es volver a dar a Israel su carácter de «pueblo santo» tras las transgresiones de todo un año, de encauzarlo de nuevo hacia su destino de ser el pueblo de Dios en medio del mundo (cf. Feuillet, pp. 56 y 78). En este sentido, se trata de lo que constituye el fin más íntimo de la creación en su conjunto: crear un espacio para dar respuesta al amor de Dios, a su voluntad santa.

En efecto, según la teología rabínica, la idea de la alianza, de crear un pueblo santo que esté ante Dios y en unión con El, es anterior a la idea de la creación del mundo; más aún, es su más honda razón de ser. El cosmos no fue creado para que hubiera multitud de astros y tantas otras cosas más, sino para que hubiera un espacio para la «alianza», para el «sí» del amor entre Dios y el hombre que le responde. La fiesta de la Expiación restablece una y otra vez esta armonía, este sentido del mundo reiteradamente perturbado por el pecado, y por eso representa la cumbre del año litúrgico.

La estructura del rito descrito en Levítico 16 es retomada precisamente en la oración de Jesús: así como el sumo sacerdote hace la expiación por sí mismo, por la clase sacerdotal y por toda la comunidad de Israel, también Jesús ruega por sí mismo, por los Apóstoles y, finalmente, por todos los que después, por medio de su palabra, creerán en El: por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).

Él se santifica a «sí mismo» y ofrece santidad a los suyos. El que aquí se trate a fin de cuentas de la salvación de todos, de la «vida del mundo» en su totalidad (cf. 6,51) —no obstante los límites que se establecen respecto al «mundo» (cf. 17,9)—, será objeto de ulteriores reflexiones. La oración de Jesús lo presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su exaltación son el día de la Expiación para todos, en el que la historia entera del mundo, frente a todas las culpas humanas con todos sus destrozos, encuentra su sentido, y se la introduce en su auténtica «razón de ser» y su «adonde».

A este respecto, la teología de Juan 17 se corresponde perfectamente con lo que la Carta a los Hebreos desarrolla con detalle. La interpretación que ésta expone del culto veterotestamentario en la perspectiva de Jesucristo es también el alma de la oración de Juan 17. Pero también la teología de san Pablo se orienta hacia este centro que, en la Segunda Carta a los Corintios, aparece en forma de una imploración dramática: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (5,20).

Y ¿acaso no es verdad que el problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente?

La oración sacerdotal de Jesús es la puesta en práctica del día de la Expiación, es, por decirlo así, la fiesta siempre accesible de la reconciliación de Dios con los hombres. Llegados a este punto, se impone la cuestión sobre la relación entre la oración sacerdotal de Jesús y la Eucaristía. Hay intentos de interpretar esta oración como una especie de «plegaria eucarística», de presentarla de alguna manera como la versión joánica de la institución del Sacramento. Estos intentos no se pueden sostener. Sin embargo, existe una relación más profunda.

En el coloquio de Jesús con el Padre, el rito del día de la Expiación se transforma en plegaria: aquí se hace concreta aquella renovación del culto a la que apuntaban la purificación del templo y las palabras de Jesús para explicar aquel episodio. Los sacrificios de animales quedan superados. En su lugar se pone lo que los Padres griegos llamaban thysía logiké , sacrificio en modo de palabra, y que Pablo califica de manera muy parecida como logiké latreía, como culto modelado por la palabra, correspondiente a la razón (cf. Rm 12,1).

Ciertamente, esta «palabra», que ocupa el lugar de los sacrificios, no es mera palabra. Ante todo, no es sólo un hablar humano, sino palabra de Aquel que es «la Palabra» y que, por tanto, arrastra todas las palabras humanas dentro del diálogo interior de Dios, en su razón y en su amor. Pero, además, es más que palabra, porque esta Palabra eterna ha dicho: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10,5; cf. Sal 40,7). La Palabra es carne; más aún: es un cuerpo entregado, es sangre derramada.

Con la institución de la Eucaristía Jesús transforma su padecer la muerte en «palabra», en la radicalidad de su amor que se entrega hasta la muerte. De este modo, Él mismo se convierte en «templo». En la medida en que la oración sacerdotal es una forma de poner en práctica la autoentrega de Jesús, constituye el nuevo culto y está internamente unida con la Eucaristía. Deberemos volver sobre todo esto cuando tratemos de la institución de este sacramento.

Antes de centrar nuestra atención en cada uno de los temas de la oración sacerdotal, hay que mencionar aún otra referencia al Antiguo Testamento, resaltada también por André Feuillet. El autor advierte que la profundización espiritual y la renovación de la idea del sacerdocio que se encuentran en Juan 17 ya se habían desarrollado con antelación en los cantos de Isaías sobre el siervo de Dios, especialmente en Isaías 53. El siervo de Dios, que carga con la iniquidad de todos (53,6), que se ofrece a sí mismo como expiación (53,10), que lleva el pecado de muchos (53,12), desempeña con todo eso el ministerio del sumo sacerdote, cumple la figura del sacerdocio desde dentro. Es sacerdote y víctima a la vez, y de este modo realiza la reconciliación. Con ello, los cantos del siervo de Dios continúan en la línea de ahondar en la idea del sacerdocio y el culto, como ya se había hecho en la tradición profética, especialmente en Ezequiel.

Aunque en Juan 17 no se encuentra ninguna referencia directa a los cantos del siervo de Dios, la visión de Isaías 53 resulta fundamental para el nuevo concepto de sacerdocio y culto que aparece en todo el Evangelio de Juan y, de modo particular, en la oración sacerdotal. Hemos encontrado dicha relación de manera manifiesta en el capítulo sobre el lavatorio de los pies; aparece claramente perceptible también en el sermón del Buen Pastor, en el cual Jesús dice cinco veces que este Pastor ofrece la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11.15.17.18ss), retomando así de manera evidente Isaías 53.

En la novedad de la figura de Jesucristo —visible en la ruptura externa con el templo y sus sacrificios— se conserva no obstante la íntima unidad con la historia de la salvación de la Antigua Alianza. Si pensamos en la figura de Moisés que, intercediendo por la salvación de Israel, ofrece su vida a Dios, se puede ver claramente una vez más esta unidad, cuya demostración es precisamente un objetivo esencial del Evangelio de Juan.

 

2. CUATRO GRANDES TEMAS
DE LA ORACIÓN SACERDOTAL

Quisiera entresacar ahora cuatro temas principales de la gran riqueza de Juan 17, en los que aparecen aspectos esenciales de este importante texto y, con ello, del mensaje joánico en general.


«Ésta es la vida eterna»

El primer tema lo encontramos el versículo 3: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo».

El tema «vida» (zóé), que ya desde el Prólogo (1,4) impregna todo el Evangelio, aparece necesariamente también en la nueva liturgia de la expiación, que se realiza en la oración sacerdotal. La tesis de Rudolf Schnackenburg y otros, según los cuales este versículo sería una glosa añadida posteriormente, puesto que la palabra «vida» no vuelve a aparecer en lo sucesivo en Juan 17, nace a mi parecer —como ocurre en la distinción de las fuentes en el capítulo sobre el lavatorio de los pies— de esa lógica académica que adopta como criterio la forma de composición de un texto elaborado hoy por los estudiosos para valorar un modo de hablar y de pensar tan diferente del que encontramos en el Evangelio de Juan.

La expresión «vida eterna» no significa la vida que viene después de la muerte —como tal vez piensa de inmediato el lector moderno—, en contraposición a la vida actual, que es ciertamente pasajera y no una vida eterna. «Vida eterna» significa la vida misma, la vida verdadera, que puede ser vivida también en este tiempo y que después ya no puede ser rebatida por la muerte física. Esto es lo que realmente interesa: abrazar ya desde ahora«la vida», la vida verdadera, que ya nada ni nadie puede destruir.

Este significado de «vida eterna» aparece muy claramente en el capítulo sobre la resurrección de Lázaro: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» Un 11,25s). «Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús a sus discípulos durante la Última Cena Un 14,19), enseñando con ello una vez más que lo característico del discípulo de Jesús es que «vive»; que él, mucho más allá del simple existir, ha encontrado y abrazado la verdadera vida que todos andan buscando. Basándose en estos textos, los primeros cristianos se han denominado sencillamente como «los vivientes» (hoi zóntes). Ellos habían encontrado lo que todos buscan: la vida misma, la vida plena y, por tanto, indestructible.

Mas, ¿cómo se puede llegar a eso? La oración sacerdotal da una respuesta quizás sorprendente, pero que ya estaba preparada en el contexto del pensamiento bíblico: el hombre encuentra la «vida eterna» a través del «conocimiento». No obstante, ha de tenerse en cuenta que el concepto veterotestamentario de «conocer» presupone un conocimiento que crea comunión, es hacerse una sola cosa con lo conocido. Por eso, la clave de la vida no es un conocimiento cualquiera, sino el hecho de «que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (17,3). Ésta es una especie de fórmula sintética de la fe en la que aparece el contenido esencial de la decisión de ser cristianos: el conocimiento que se nos ha dado por la fe. El cristiano no cree una multiplicidad de cosas. En el fondo cree simplemente en Dios, cree que hay realmente un único Dios.

Pero este Dios se le hace accesible en quien ha enviado, Jesucristo: en el encuentro con El se produce ese conocimiento de Dios que se hace comunión y, con ello, llega a ser «vida». En la doble fórmula —«Dios y su enviado»— se puede percibir el eco de lo que aparece muchas veces en el Libro del Éxodo, especialmente en los oráculos del Señor: han de creer en «mí» —en Dios— y en Moisés, su enviado. Dios muestra su rostro en el enviado, y definitivamente en su Hijo.

La «vida eterna» es por tanto un acontecimiento relacional. El hombre no la ha adquirido por sí mismo, ni sólo para sí. Mediante la relación con quien es Él mismo la vida, también el hombre llega a ser un viviente.

Se pueden encontrar estadios preparatorios de este pensamiento hondamente bíblico también en Platón, que ha incorporado a su obra tradiciones y reflexiones muy diferentes sobre el tema de la inmortalidad. Así encontramos en él la idea según la cual el hombre puede hacerse inmortal uniéndose a lo que es inmortal. Cuanto más acoge en sí la verdad, se une a la verdad y se adhiere a ella, tanto más vive en función de ella y se ve colmado de lo que no puede ser destruido. En la medida en que, por decirlo así, se adhiere a la verdad, en la medida en que está sujeto a lo que permanece, puede estar seguro de la vida después de la muerte, de una vida plena de salvación.

Lo que en este caso se busca a tientas, aparece con espléndida claridad en la palabra de Jesús. El hombre ha encontrado la vida cuando se sustenta en Él, que es la vida misma. Entonces, muchas cosas en el hombre pueden ser abandonadas. La muerte puede sacarlo de la biosfera, pero la vida que la transciende, la vida verdadera, ésa perdura. El hombre tiene que insertarse en esa vida que Juan, distinguiéndola del bios, llama zó . Lo que da esa vida que ninguna muerte puede quitar es la relación con Dios en Jesucristo.

Es obvio que con este «vivir en relación» se entiende un modo de existencia bien concreta; se entiende que fe y conocimiento no son un saber cualquiera que tiene el hombre entre otros saberes más, sino que constituyen la forma de su existencia. Aunque en este punto no se habla del amor, es evidente sin embargo que el «conocimiento» de Aquel que es el amor mismo se convierte en amor en toda la magnitud de su don y su exigencia.


«Santifícalos en la verdad»

En segundo lugar quisiera escoger el tema de la consagración y del consagrar, santificar, el tema que indica de la manera más neta la conexión con el acontecimiento de la reconciliación y con el sumo sacerdocio.

En la plegaria por los discípulos, Jesús dice: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad... Y por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad» (In 17,17.19). Tomemos otro pasaje de los discursos en que se relatan polémicas con los adversarios, pero que entra dentro de este contexto. En él, Jesús se identifica como «quien el Padre consagró y envió al mundo» (10,36). Se trata por tanto de una triple «consagración»: el Padre ha consagrado al Hijo y lo ha enviado al mundo; el Hijo se consagra a sí mismo y ruega que, por su consagración, los discípulos sean consagrados en la verdad.

¿Qué significa «consagrar»? «Consagrado», es decir, «santo» (Qados en la Biblia hebrea), en su pleno sentido según la concepción bíblica, es sólo Dios mismo. Santidad es el término usado para expresar su particular modo de ser, el ser divino como tal. Así, la palabra «santificar, consagrar», significa traspasar algo —persona o cosa— a la propiedad de Dios, y especialmente su destinación para el culto. Esto puede consistir, por un lado, en la consagración para el sacrificio (cf. Ex 13,2; Dt 15,19); por otro, puede significar la consagración al sacerdocio (cf. Ex 28,41), destinar a un hombre a Dios y al culto divino.

El proceso de consagración, de «santificación», comprende dos aspectos aparentemente opuestos entre sí, pero que, en realidad, van interiormente unidos. Por una parte, «consagración», en el sentido de «santificación», es una segregación del resto del entorno propio de la vida personal del hombre. Lo consagrado es elevado a una nueva esfera que ya no está a disposición del hombre. Pero esta segregación incluye esencialmente al mismo tiempo el «para»: precisamente porque se entrega totalmente a Dios, esta realidad existe ahora para el mundo, para los hombres, los representa y los debe sanar. Podemos decir también: segregación y misión forman una única realidad completa.

Esta interrelación resulta muy clara si pensamos en la vocación especial de Israel: por un lado, el pueblo es segregado de todos los demás pueblos, pero, por otro, lo es precisamente para desempeñar un cometido para con todos ellos, para con todo el mundo. Esto es lo que se entiende con el título de Israel como «pueblo santo».

Volvamos al Evangelio de Juan. ¿Qué significan las tres santificaciones (consagraciones) de las que habla? Primero se nos dice que el Padre ha enviado al Hijo al mundo y lo ha consagrado (cf. 10,36). ¿Qué se quiere decir? Los exegetas nos hacen notar que se puede encontrar un cierto paralelismo con esta frase en las palabras sobre la vocación del profeta Jeremías: «Antes de formarte en el vientre te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré. Te nombré profeta de los gentiles» (jr 1,5). Consagración significa que Dios reivindica para sí al hombre en su totalidad, que sea «segregado» para Él, lo que, no obstante, comporta al mismo tiempo una misión para los pueblos.

También en las palabras de Jesús, consagración y misión están entrelazadas estrechamente una con otra. Por tanto, se puede decir que esta consagración de Jesús por el Padre es idéntica a la Encarnación: expresa a la vez la plena unidad con el Padre y su ser enteramente para el mundo. Jesús pertenece por entero a Dios y, precisamente por eso, está totalmente a disposición «de todos». «Tú eres el Santo de Dios», le había dicho Pedro en la sinagoga de Cafarnaún, formulando así una gran confesión cristológica (Jn 6,69).

Pero si el Padre le «ha consagrado», ¿qué significa entonces «me consagro yo (hagiázó)» (17,19)? La respuesta de Rudolf Bultmann a esta pregunta en su comentario a Juan es convincente: «Aquí, en la oración de despedida antes de la Pasión, y en relación con el enlace con el hypèr autón (por ellos), hagiázó significa un "consagrar" en el sentido de "consagrar para el sacrificio"». En este contexto, Bultmann cita unas palabras de san Juan Crisóstomo con las que está de acuerdo: «Me consagro, me entrego a mí mismo como sacrificio» (Das Evangelium des Johannes, p. 391, nota 3; cf. también Feuillet, pp. 31 y 38). Mientras la primera «consagración» se refiere a la Encarnación, aquí se trata de la Pasión como sacrificio.

Bultmann ha explicado muy bellamente la íntima conexión entre las dos «consagraciones». La consagración de Jesús por el Padre, su «santidad», es un «ser para el mundo, o sea, para los suyos». Esta santidad «no es un ser diferente del mundo de modo estático, sustancial, sino una santidad que Él adquiere paulatinamente en el cumplimiento de su compromiso en favor de Dios y contra el mundo. Pero este cumplimiento significa sacrificio. En el sacrificio, Jesús está así, en ese modo que sólo es propio de Dios, tanto contra el mundo como a la vez en favor suyo» (ibíd., p. 391). En esta afirmación se puede criticar la distinción radical entre el ser sustancial y el cumplimiento del sacrificio: el ser «sustancial» de Jesús, en cuanto tal, es totalmente una dinámica del ser para; ambos son inseparables. Pero quizás también Bultmann quiso decir precisamente esto. Hay que darle además la razón cuando dice que, en este versículo de Jn 17,19, «la alusión a las palabras en la Última Cena es incontestable» (ibíd., p. 391, nota 3).

Con estas pocas palabras estamos ante la nueva liturgia de la expiación de Jesucristo, la liturgia de la Nueva Alianza en toda su grandeza y pureza. Jesús mismo es el sacerdote enviado al mundo por el Padre; Él mismo es el sacrificio que se hace presente en la Eucaristía de todos los tiempos. Filón de Alejandría había intuido ya en cierto modo el significado correcto cuando habló del Logos como sacerdote y sumo sacerdote (cf. Leg. all. III, 82; De somn., I, 215; II, 183; una alusión también en Bultmann, ibíd.). El sentido de la fiesta de la Expiación se ha cumplido plenamente en el «Verbo» que se ha hecho carne «para la vida del mundo» (Jn 6,51).

Llegamos ahora a la tercera consagración de la que se habla en la oración de Jesús: «Santifícalos en la verdad» (17,17). «Me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad» (17,19). Los discípulos han de estar implicados en la consagración de Jesús; también en ellos se debe cumplir este traspaso de propiedad, este traslado a la esfera de Dios y, con ello, hacerse realidad su envío al mundo. «Me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad»: su pasar a ser propiedad de Dios, su «consagración», está unida a la consagración de Jesucristo, es participar en su ser consagrado.

Entre los dos versículos, el 17 y el 19, que hablan de la consagración de los discípulos hay una ligera pero importante diferencia. En el versículo 19 se dice que ellos han de ser consagrados «en verdad»: no sólo de manera ritual, sino realmente, en todo su ser. Así creo que se debe traducir este versículo. En el versículo 17, en cambio, se dice: «Santifícalos en la verdad». Aquí, la verdad es considerada como fuerza de la santificación, como «su consagración».

Según el Libro del Éxodo, la consagración sacerdotal de los hijos de Aarón tiene lugar mediante su revestimiento con las vestiduras sagradas y con la unción (cf. 29,1-9); en el ritual del día de la Expiación se habla también de un baño completo antes de ponerse las vestiduras sagradas (cf. Lv 16,4). Los discípulos de Jesús son santificados, consagrados «en la verdad». La verdad es el baño que los purifica, la verdad es la vestidura y la unción que necesitan.

Esta «verdad» purificadora y santificadora es, en último análisis, Cristo mismo. Han de ser sumergidos en Él, han de ser como «revestidos» de El y, de este modo, hacerse partícipes de su consagración, de su cometido sacerdotal, de su sacrificio.

Tras el fin del templo, también el judaísmo ha tenido que buscar por su parte una nueva interpretación de las prescripciones cultuales. Éste veía ahora la «santificación en el cumplimiento de los mandamientos: en la inmersión en la palabra sagrada de Dios y en la voluntad de Dios que en ella se manifiesta (cf. Schnackenburg, Johannesevangelium, III, p. 211).

En la fe de los cristianos, Jesús es la Torá en persona, y la santificación se realiza por tanto en la comunión del querer y del ser con Él. Y, si con la consagración de los discípulos en la verdad se trata en último análisis de la participación en la misión sacerdotal de Jesús, podemos vislumbrar entonces en estas palabras del Evangelio de Juan la institución del sacerdocio de los Apóstoles, del sacerdocio neotestamentario que, en lo más hondo, es un servicio a la verdad.


«Les he dado a conocer tu nombre»

Otro tema fundamental de la oración sacerdotal es la revelación del nombre de Dios: «He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (In 17,6). «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos» (17,26).

Es obvio que con estas palabras Jesús se presenta como el nuevo Moisés que lleva a término lo que antaño había comenzado junto a la zarza ardiente. Dios había revelado su «nombre» a Moisés. Este «nombre» era más que una palabra. Significaba que Dios se dejaba invocar, que había entrado en comunión con Israel. Así, en el curso de la historia de la fe de Israel, se hacía cada vez más nítido que con la expresión «nombre de Dios» se quería aludir a su «inmanencia»: a su presencia actual en medio de los hombres, una presencia por la cual Él está totalmente aquí y, no obstante, trasciende infinitamente todo lo que es humano y mundano.

«Nombre de Dios» significa: Dios como el que está presente entre los hombres. Así se dice que el templo en Jerusalén ha sido elegido por Dios como «morada de su Nombre» (Dt 12,11 passim). Israel jamás habría osado decir sencillamente: «Allí habita Dios». Sabía que Dios es infinitamente grande, que transciende y abarca el universo. Y, sin embargo, estaba realmente presente: Él mismo. Esto es lo que se entiende cuando se dice: «Allí Él ha establecido su nombre». Está realmente presente y, no obstante, sigue siendo inmensamente más grande e inaprensible. El «nombre de Dios» es Dios mismo como Aquel que se nos entrega; a pesar de toda la certeza de su cercanía y todo el regocijo por ello, Él sigue siendo siempre infinitamente más grande.

Jesús habla del nombre de Dios partiendo de este concepto. Cuando dice haber dado a conocer el nombre de Dios y de querer hacerlo conocer aún, no se refiere a una palabra nueva que Él habría enseñado a los hombres como un término particularmente adecuado para designar a Dios. La revelación del nombre es un modo nuevo de la presencia de Dios entre los hombres, un modo nuevo y radical en el que Dios se hace presente entre los hombres. En Jesús, Dios entra totalmente en el mundo de los hombres: quien ve a Jesús, ve al Padre (cf. Jn 14,9).

Si podemos decir que en el Antiguo Testamento la inmanencia de Dios estaba en la dimensión de la palabra y en el cumplimiento de los actos litúrgicos, ahora esta inmanencia se ha hecho ontológica: en Jesús, Dios se ha hecho hombre. Dios ha entrado en nuestro mismo ser. En Él, Dios es realmente el «Dios-con-nosotros». La Encarnación, por la que se ha realizado esta nueva forma de ser de Dios como hombre, se convierte mediante su sacrificio en un acontecimiento para toda la humanidad: como el Resucitado, viene de nuevo para hacer de todos su Cuerpo, el templo nuevo. La «revelación del nombre» tiende a que «el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos» (17,26). Tiende a la transformación del cosmos, para que, en unidad con Cristo, se convierta de manera completamente nueva en la verdadera morada de Dios.

Basil Studer ha hecho notar que, en los comienzos del cristianismo, ciertos «ambientes de influencia judía» habrían «desarrollado una cristología particular del nombre». «Nombre, Ley, Alianza, Principio, Día», se convirtieron entonces en títulos de Cristo (Gott und unsere Erlósung... , pp. 56 y 61). Ya se sabe: Cristo mismo como persona es «el nombre» de Dios, la accesibilidad de Dios para nosotros.

«Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre». La autoentrega de Dios en Cristo no es algo del pasado: «les daré a conocer». En Cristo, Dios sale continuamente al encuentro de los hombres para que ellos puedan ir hacia Él. Dar a conocer a Cristo significa dar a conocer a Dios. Mediante el encuentro con Cristo, Dios viene hacia nosotros, nos atrae dentro de sí (cf.Jn 12,32), para llevarnos, por decirlo así, más allá de nosotros mismos hacia la inmensidad infinita de su grandeza y su amor.


«Para que todos sean uno...»

El cuarto gran tema de la oración sacerdotal es la futura unidad de los discípulos de Jesús. Con él, la mirada de Jesús —de manera única en los Evangelios— va más allá de la comunidad de los discípulos de aquel momento y se dirige hacia todos aquellos que «crean en mí por su palabra» (Jn 17,20): el vasto horizonte de la comunidad futura de los creyentes se abre para todas las generaciones; la Iglesia futura está incluida en la plegaria de Jesús. Él invoca la unidad para los futuros discípulos.

El Señor repite por cuatro veces esta petición; en dos de ellas, la razón que se indica para dicha unidad es que el mundo crea, más aún, que «reconozca» que Jesús ha sido enviado por el Padre: «Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (v. 11). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 21). «Que sean uno, como nosotros somos uno;... para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado» (vv. 21s).

Cuando se habla de ecumenismo nunca falta la referencia a este «testamento» de Jesús: al hecho de que, antes de ir a la cruz, haya implorado suplicante al Padre por la unidad de los futuros discípulos y de la Iglesia de todos los tiempos. Y eso está bien. Pero es más urgente aún la pregunta: ¿Por qué unidad ha rogado Jesús? ¿Cuál es su petición para la comunidad de los creyentes a lo largo de la historia?

A propósito de esta pregunta es instructivo escuchar de nuevo a Rudolf Bultmann. En primer lugar dice que esta unidad —como está escrito en el Evangelio— se funda en la unidad entre el Padre y el Hijo. Y prosigue después: «Se funda, por tanto, no en datos de hecho, naturales o de carácter histórico-universal, y tampoco puede ser establecida por organizaciones, instituciones y dogmas... La unidad puede crearse únicamente mediante la palabra del anuncio, en la que el Revelador —en su unidad con el Padre— está cada vez presente. Y, aunque el anuncio necesite de instituciones y dogmas para su realización en el mundo, éstos no pueden garantizar la unidad de un anuncio auténtico. Por otro lado, la unidad del anuncio no se frustra necesariamente por el fraccionamiento efectivo de la Iglesia que, por lo demás, es precisamente consecuencia de sus instituciones y sus dogmas. La Palabra puede resonar de modo auténtico en cualquier lugar en que se mantenga la tradición. Y, puesto que la autenticidad del anuncio no es... controlable, y dado que la fe que responde a la Palabra es invisible, también la unidad auténtica de la comunidad es invisible... Es invisible porque no es en absoluto un fenómeno mundano» (Das Evangelium des Johannes, pp. 393s).

Estas frases son sorprendentes. Habría que discutir en ellas muchas cosas; ante todo el concepto de «instituciones» y de «dogmas», pero después, y más aún, el concepto de «anuncio», que obviamente sería el artífice de la unidad. ¿Es verdad que en el anuncio está presente el Revelador en su unidad con el Padre? ¿Acaso no está con frecuencia sorprendentemente ausente? Pues bien, Bultmann nos da un cierto criterio sobre el ambiente donde la Palabra resuena «de modo auténtico»: allí donde «se mantiene la tradición». ¿Qué tradición?, habría que preguntar. ¿De dónde proviene, en qué consiste? Además, se dice, no cualquier modo es «auténtico», pero ¿cómo podemos reconocerlo? El «anuncio auténtico» crearía él mismo la unidad. El «fraccionamiento de hecho» de la Iglesia no sería capaz de obstaculizar la unidad que proviene del Señor, nos dice Bultmann.

Por tanto, ¿qué necesidad hay del ecumenismo, puesto que la unidad se crea en el anuncio y no se ve obstaculizada por las divisiones de la historia? Quizá sea significativo también que Bultmann use la palabra «Iglesia» donde habla de fraccionamiento y, en cambio, de «comunidad» donde trata de la unidad. La unidad del anuncio no es controlable, nos dice. Por eso la unidad de la comunidad sería invisible como lo es la fe. La unidad sería invisible porque «no es en absoluto un fenómeno mundano».

Pero entonces, ¿es ésta la interpretación correcta de la súplica de Jesús? Ciertamente es verdad que la unidad de los discípulos —de la futura Iglesia—que Jesús pide «no es un fenómeno mundano». Esto lo dice el Señor muy claramente: la unidad no viene del mundo; no es posible lograrla con las fuerzas que son propias del mundo. Las mismas fuerzas del mundo conducen a la división: eso lo vemos. En la medida en que el mundo actúa en la Iglesia, en el cristianismo, se producen divisiones. La unidad sólo puede venir del Padre a través del Hijo. Está relacionada con la «gloria» que da el Hijo: con su presencia que se nos da por el Espíritu Santo; una presencia que es fruto de la cruz, de la transformación del Hijo en la muerte y la resurrección.

Pero la fuerza de Dios actúa entrando en medio del mundo, en el cual viven los discípulos. Y lo ha de hacer de tal manera que permita al mundo «reconocerla», y llegar así a la fe. Lo que no proviene del mundo puede y debe ser absolutamente algo que sea eficaz en y para el mundo, y que éste lo pueda percibir. La oración de Jesús por la unidad apunta precisamente a eso: que a través de la unidad de los discípulos se haga visible a los hombres la verdad de su misión. La unidad ha de aparecer, ser reconocible, y reconocible precisamente como algo que no existe en ninguna otra parte en el mundo; como algo inexplicable desde las fuerzas propias de la humanidad y que, por tanto, deja ver la acción de una fuerza diferente. Jesús mismo queda legitimado mediante la unidad humanamente inexplicable de sus discípulos a lo largo de todos los tiempos. Se hace patente que Él es realmente el «Hijo». Dios se hace reconocible así como creador de una unidad que supera la tendencia del mundo a la disgregación.

El Señor ha pedido por esto: por una unidad que sólo es posible a partir de Dios y a través de Cristo, pero una unidad que aparece de una manera tan concreta que deja ver la presencia y la acción de la fuerza de Dios. Por eso, los esfuerzos por una unidad visible de los discípulos de Cristo siguen siendo una tarea urgente para los cristianos de todo tiempo y lugar. No basta la unidad invisible de la «comunidad».

¿Podemos conocer algo más aún sobre la naturaleza y el contenido de la unidad por la que implora Jesús? Un primer elemento esencial de dicha unidad ha surgido ya en nuestras consideraciones precedentes: se funda en la fe en Dios y en su enviado, Jesucristo. La unidad de la Iglesia futura se basa, pues, en la fe que Pedro, tras la deserción de los discípulos, profesó en nombre de los Doce en la sinagoga de Cafarnaún: «Nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (In 6,69).

Por lo que se refiere al contenido, esta confesión de fe es muy cercana a la oración sacerdotal. Aquí encontramos a Jesús como quien el Padre ha consagrado, santificado, que se consagra para los discípulos y que consagra a los mismos discípulos en la verdad. La fe es más que una palabra, más que una idea: significa entrar en comunión con Jesucristo y, a través de Él, con el Padre. Él es el verdadero fundamento de la comunidad de los discípulos, la base para la unidad de la Iglesia.

En su núcleo, esta fe es «invisible». Pero, puesto que los discípulos se unen al único Cristo, la fe se convierte en «carne» e incorpora a cada uno en un verdadero «cuerpo». La Encarnación del Logos continúa hasta la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13).

En la fe en Cristo como enviado del Padre se incluye, como segundo elemento, la estructura de la misión. Hemos visto que santidad, es decir, pertenencia al Dios vivo, significa misión.

Así, en todo el Evangelio de Juan, y precisamente también en el capítulo 17, Jesús, como el Santo de Dios, es el enviado de Dios. Todo su ser es «ser enviado». El significado de esto se ve en una expresión del capítulo 7, donde el Señor dice: «Mi doctrina no es mía» (v. 16). Él vive enteramente del Padre y no se le opone en nada, nada que sea meramente suyo. En los sermones de despedida, este ser característico del Hijo se extiende y se aplica también al Espíritu Santo: «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga» (16,13). El Padre envía el Espíritu en nombre de Jesús (cf. 14,26); Jesús lo envía desde el Padre (cf. 15,26).

Después de la resurrección, Jesús atrae a los discípulos dentro de esta corriente de la misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (20,21). Para la comunidad de los discípulos de todos los tiempos, la condición de ser enviada por Jesús ha de ser un signo característico. Esto significa siempre para ella: «Mi doctrina no es mía»; los discípulos no se anuncian a sí mismos, sino que dicen lo que han oído. Ellos representan a Cristo, como Cristo representa al Padre. Se dejan guiar por el Espíritu Santo, sabiendo que en esta fidelidad absoluta está operando al mismo tiempo un dinamismo de maduración: «El Espíritu de la Verdad os guiará hasta la verdad plena» (16,13).

Para expresar esta característica esencial de los discípulos de Cristo de ser enviados, y su vinculación a su palabra y a la fuerza de su Espíritu, la Iglesia antigua ha encontrado la forma de la «sucesión apostólica». El perdurar de la misión es «sacramento», es decir, no una facultad administrada autónomamente ni tampoco una institución hecha por los hombres, sino un estar incluidos en el «Verbo desde el principio» (1 Jn 1,1), en la comunidad de los testigos creada por el Espíritu. La palabra griega «sucesión» —diadoché— tiene un sentido estructural y de contenido a la vez: significa el perdurar de la misión en los testigos. Pero también indica el contenido: la palabra transmitida, a la cual el testigo está vinculado por el sacramento.

Junto con la «sucesión apostólica», la Iglesia antigua ha encontrado (no inventado) otros dos elementos fundamentales para su unidad: el Canon de la Escritura y la llamada regla de fe. Esta última es un breve sumario de los contenidos esenciales de la fe todavía no fijado literalmente en cada uno de sus enunciados; un sumario que ha encontrado una forma elaborada según criterios litúrgicos en las distintas confesiones de fe bautismales de la Iglesia primitiva. Esta regla de fe o confesión de fe es la verdadera «hermenéutica» de la Escritura, la clave tomada de ella misma para interpretarla según su espíritu.

La unidad de estos tres elementos constitutivos de la Iglesia —el sacramento de la sucesión, la Escritura y la regla de fe (confesión)— es la verdadera garantía de que «la Palabra» pueda «resonar de modo auténtico» y «se mantenga la tradición» (cf. Bultmann). Naturalmente, en el Evangelio de Juan no se habla de este modo de los tres pilares de la comunidad de los discípulos, de la Iglesia, pero con la referencia a la fe trinitaria y al ser enviados se han puesto sus fundamentos.

Volvamos una vez más al hecho de que Jesús ruega para que, mediante la unidad de los discípulos, el mundo pueda reconocerlo como el enviado del Padre. Este reconocer y creer no es una cuestión meramente intelectual; es el ser tocado por el amor de Dios, algo, pues, que transforma, el don de la vida verdadera.

Se puede ver así la universalidad de la misión de Jesús: no concierne solamente a un círculo limitado de elegidos; su meta es el cosmos, el mundo en su totalidad. A través de los discípulos y su misión, el mundo en su conjunto ha de ser rescatado de su alienación, debe hallar la unidad con Dios.

Este horizonte universal de la misión de Jesús aparece también en otros dos textos importantes del cuarto Evangelio; primero en el coloquio nocturno de Jesús con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único» (3,16); y después —ahora poniendo el acento en el sacrificio de la vida— en el sermón sobre el pan en Cafarnaún: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (6,51).

Pero ¿cómo se relaciona este universalismo con las duras palabras del versículo 9 de la oración sacerdotal: «Te ruego por ellos; no ruego por el mundo»? Para comprender la unidad interior de las dos peticiones aparentemente opuestas, hemos de tener en cuenta que Juan usa la palabra «cosmos» —mundo— en un doble sentido. Por un lado, toda la creación de Dios, que es buena, especialmente los hombres como criaturas suyas, que Él ama hasta entregarse a sí mismo en el Hijo. Por otro, el término designa el mundo humano tal como se ha desarrollado históricamente: en él, la corrupción, la mentira, la violencia, se han convertido, por decirlo así, en algo «natural». Blaise Pascal habla de una segunda naturaleza que se habría superpuesto en el curso de la historia a la primera. Algunos filósofos modernos han explicado esta situación histórica del hombre de muchas maneras; Martin Heidegger, por ejemplo, cuando habla del ser condicionado por el «se» impersonal, del existir en la «no-autenticidad». La misma problemática aparece de forma muy diferente cuando Karl Marx explica la alienación del hombre.

En el fondo, la filosofía describe con esto precisamente lo que la fe llama «pecado original». Esta especie de «mundo» tiene que desaparecer; debe ser transformado en el mundo de Dios. Ésta es propiamente la misión de Jesús, en la que se implica a los discípulos: llevar al «mundo» fuera de la alienación del hombre respecto de Dios y de sí mismo, para que el mundo vuelva a ser de Dios y el hombre, al hacerse una sola cosa con Dios, torne a ser totalmente él mismo. Esta transformación, sin embargo, tiene el precio de la cruz y, para los testigos de Cristo, el de la disponibilidad al martirio.

Si miramos finalmente en retrospectiva el conjunto de la petición por la unidad, podemos decir que en ella se cumple la institución de la Iglesia, aunque no se use la palabra «Iglesia». En efecto, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios?

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Pero esta oración no es solamente palabra: es el acto en que Él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo. También podemos decir, dándole la vuelta a la afirmación: en la oración, el acontecimiento cruel de la cruz se hace «palabra», se convierte en fiesta de la expiación entre Dios y el mundo. De eso brota la Iglesia como la comunidad de los que, por la palabra de los Apóstoles, creen en Cristo (cf. 17,20).