Seguir a Cristo: Homilía de Benedicto XVI en el Domingo de Ramos:
Jornada Mundial de la Juventud 2007
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 1 abril 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la solemne celebración
litúrgica del Domingo de Ramos. En la misa, que presidió en la plaza de San
Pedro del Vaticano, participaban jóvenes de Roma y del mundo con motivo de la
Jornada Mundial de la Juventud, que en este año llevaba por tema:
«Como yo os
he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Juan 13,34)
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de discípulos
que, con alegría festiva, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como
ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto.
Sí, también nosotros hemos visto y seguimos viendo los prodigios de Cristo: cómo
lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de la propia vida para
ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da valor a hombres y
mujeres para oponerse a la violencia y a la mentira y dejar espacio en el mundo
a la verdad; cómo, en lo secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a
los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde
reinaba la enemistad.
La procesión es ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por
quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios
se abre a todos nosotros. En el Evangelio de Lucas, la narración del inicio del
cortejo en los alrededores de Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos
momentos literalmente, el modelo del rito de coronación con el que, según el
Primer Libro de los Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David
(Cf. 1 Reyes 1, 33-35). De este modo, la procesión de las Palmas es también una
procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a
Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la
justicia. Reconocerle como Rey significa aceptarle como quien nos indica el
camino, Aquél de quien nos fiamos y a quien seguimos. Significa aceptar día tras
día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en Él la
autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a Él porque su autoridad es la
autoridad de la verdad.
Ante todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión para
los discípulos, una manifestación de alegría, porque podemos conocer a Jesús,
porque Él nos permite ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida.
Esta alegría, que se encuentra en el origen, es también expresión de nuestro
«sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad a caminar con Él allí donde nos lleve.
La exhortación del inicio de nuestra liturgia interpreta justamente el sentido
de la procesión, que es también una representación simbólica de lo que llamamos
«seguimiento de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle», hemos dicho. La
expresión «seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia
cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a
Cristo»?
Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato:
significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios,
toda su vida para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de
discípulo. El contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el
maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo
exterior y al mismo tiempo muy interior. El aspecto exterior consistía en
caminar tras Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la
nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de
referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal, sino que
se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro. Ponerse a su disposición se
había convertido en la razón de su vida. La renuncia que esto implicaba, el
nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera sumamente clara en algunas
escenas de los Evangelios.
Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera
esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Exige que ya no me
cierre en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi
vida. Exige entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios,
que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino. Se trata de la decisión
fundamental de dejar de considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el
éxito como el objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como
criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de optar entre vivir sólo
para mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y amor
no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona. Al
seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo
a encontrarme.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la liturgia
prevé el canto del Salmo 24 [23], que también en Israel era un canto de
procesión, utilizado para subir al monte del templo. El Salmo interpreta la
subida interior de la que era imagen la subida exterior y nos explica lo que
significa subir con Cristo. «¿Quién subirá al monte del Señor?», pregunta el
Salmo, y presenta dos condiciones esenciales. Quienes suben y quieren llegar
verdaderamente hasta arriba, hasta la verdadera altura, tienen que ser personas
que se preguntan por Dios. Personas que escrutan a su alrededor para buscar a
Dios, para buscar su Rostro.
Queridos jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no hay que
dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que contentarse con lo
que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar y buscar a Dios. No hay que
dejar que la pregunta por Dios se disuelva en nuestras almas, el deseo de lo más
grande, el deseo de conocerle a Él, su Rostro…
Esta es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede llegar al
lugar santo quien tiene «manos limpias y puro corazón». Manos limpias son
aquellas que no cometen actos de violencia. Son manos que no se han ensuciado
con la corrupción, con los sobornos. Corazón puro, ¿cuándo es puro el corazón?
Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía.
Un corazón que es transparente como el agua de un manantial, porque en él no hay
doblez. Es puro un corazón que no se extravía con la ebriedad del placer; un
corazón cuyo amor es auténtico y no una simple pasión del momento. Manos limpias
y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y experimentamos las
purificaciones que nos llevan verdaderamente a esa altura a la que el hombre
está destinado: la amistad con el mismo Dios.
El Salmo 24 [23], que habla de la subida, concluye con una liturgia de entrada
ante la puerta del templo: «Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos,
portones antiguos, para que entre el rey de la gloria». En la antigua liturgia
del Domingo de Ramos el sacerdote, al llegar ante la iglesia, tocaba fuertemente
con la cruz de la procesión contra el portón, que todavía estaba cerrado y que
en ese momento se abría. Era una bella imagen del misterio del mismo Jesucristo
que, con la madera de su cruz, con la fuerza de su amor, tocó desde el lado del
mundo a la puerta de Dios; del lado de un mundo que no lograba acceder a Dios.
Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre
Dios y los hombres. Ahora está abierta. Pero el Señor también toca desde el otro
lado con su cruz: toca a las puertas del mundo, a las puertas de nuestros
corazones, que con tanta frecuencia y en tan elevado número están cerradas para
Dios. Y nos habla más o menos de este modo: si las pruebas que Dios en la
creación te da de su existencia no lograr abrirte a Él; si la palabra de la
Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces, mírame a
mí, que soy tu Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que
el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que
Él, el Dios viviente, pueda venir en su Hijo a nuestro tiempo, llegar a nuestra
vida. Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
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