Benedicto XVI: «Dios no fracasa»
Homilía a los obispos suizos
del 7 de noviembre
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 7 diciembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 7 de noviembre al
comenzar el encuentro con los obispos de Suiza.
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Queridos hermanos en el episcopado:
Los textos que acabamos de escuchar ―la lectura, el salmo responsorial y el
evangelio― tienen un tema común, que se podría resumir en la frase: Dios no
fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fracasa siempre, deja actuar la
libertad del hombre, y esta dice continuamente "no". Pero la creatividad de
Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el "no" humano. A cada
"no" humano se abre una nueva dimensión de su amor, y él encuentra un camino
nuevo, mayor, para realizar su "sí" al hombre, a su historia y a la creación.
En el gran himno a Cristo de la carta a los Filipenses, que hemos proclamado
al inicio, escuchamos ante todo una alusión a la historia de Adán, al cual no
satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues quería ser él
mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y se consideró un
dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta razón dijo "no" para
llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese modo se arrojó él mismo
desde su altura. Dios "fracasa" en Adán, como fracasa aparentemente a lo largo
de toda la historia. Pero Dios no fracasa, puesto que él mismo se hace hombre
y así da origen a una nueva humanidad; de esta forma enraiza el ser Dios en el
ser hombre de modo irrevocable y desciende hasta los abismos más profundos del
ser humano; se abaja hasta la cruz. Ha vencido la soberbia con la humildad y
con la obediencia de la cruz.
Así, ahora acontece lo que había profetizado Isaías, en el capítulo 45. En la
época en que Israel se hallaba desterrado y había desaparecido del mapa, el
profeta había predicho que "toda rodilla" (v. 23), el mundo entero, se
doblaría ante este Dios impotente. Y la carta a los Filipenses lo confirma:
ahora eso se ha hecho realidad. A través de la cruz de Cristo Dios se ha
acercado a todas las gentes; ha salido de Israel y se ha convertido en el Dios
del mundo. Y ahora el cosmos dobla sus rodillas ante Jesucristo, cosa que
también nosotros hoy podemos constatar de modo sorprendente: el crucifijo está
presente en todos los continentes, hasta en las más humildes chabolas. El Dios
que había "fracasado", ahora con su amor hace que el hombre doble sus
rodillas; así vence al mundo con su amor.
Como salmo responsorial hemos cantado la segunda parte del salmo de la pasión
(Sal 22). Es el salmo del justo que sufre; ante todo de Israel que sufre, el
cual, ante el Dios mudo que lo ha abandonado, grita: "Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado? ¿Cómo has podido olvidarte de mí? Ahora ya casi no
existo. Tú ya no actúas, ya no hablas... ¿Por qué me has abandonado?"
La segunda parte de este salmo, la que hemos recitado, nos dice qué deriva de
ello: los pobres comerán hasta saciarse. Es la Eucaristía universal que
procede de la cruz. Ahora Dios sacia a los hombres en todo el mundo, a los
pobres que tienen necesidad de él. Él los sacia con el alimento que necesitan:
les da a Dios, se da a sí mismo. Y luego el salmo dice: "Volverán al Señor
hasta de los confines del orbe". De la cruz nace la Iglesia universal. Dios va
más allá del judaísmo y abraza al mundo entero para unirlo en el banquete de
los pobres.
Luego, está el mensaje del evangelio. De nuevo el fracaso de Dios. Los
primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda vacía;
el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús experimenta
en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autorizados, dicen
"no" a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su mensaje, su
llamada, acaba en el "no" de los hombres.
Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en una
oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de Dios, la
invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos fases:
primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a los que
nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que escuchamos en
el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de un pequeño simposio
en el marco de una cena en casa de un fariseo. Encontramos cuatro textos:
primero, la curación del hidrópico; luego, las palabras sobre los últimos
puestos; después, la enseñanza de no invitar a los amigos, que se lo pagarán
invitándolo a su vez, sino a los que realmente tienen hambre, los cuales no
podrán pagárselo con una invitación; por último viene precisamente nuestro
relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús al fariseo: invita a los que no
poseen nada, a los que realmente tienen hambre, a los que no pueden invitarlo,
a los que no pueden darle nada. Entonces viene la segunda fase: sale de la
ciudad, a los caminos, e invita a los vagabundos.
Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a entender que los
primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego, dado que no
son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invitación se
extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.
Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para llenar
la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evangelio, ha
visto en ello la representació
Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión, se
hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En Roma san
Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de Jesucristo,
el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas rechazan la
invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: "Bien, dado que no
escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo escucharán".
Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: "ellos lo escucharán".
Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formándose. Durante
las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas graves y duras,
pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen también que los
hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje llega por los caminos
hasta los confines de la tierra, y los hombres acuden a la sala de Dios, a su
banquete.
Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante
todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. "Fracasa" continuamente, pero en
realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia
mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra
modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa, a fin de que se
llene del todo. No fracasa porque no renuncia a pedir a los hombres que vengan
a sentarse a su mesa, a tomar el alimento de los pobres, en el que se ofrece
el don precioso que es él mismo. Dios tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces
nos respondan "no", podemos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda
esta historia, desde Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa.
También hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere
contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores.
Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invitados dicen
"no". En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos "primeros
invitados" en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al
banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los
seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías.
Vemos las diversas formas como se presenta este "no, tengo cosas más
importantes que hacer". Y nos asusta y nos entristece constatar cómo se
excusan y no acuden los primeros invitados, que en realidad deberían conocer
la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados a aceptarla. ¿Qué
debemos hacer?
Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisamente eso?
En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones
humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen
necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su
existencia interior.
San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a fondo y
se preguntó: "¿Cómo es posible que un hombre diga "no" a lo más grande que
hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su
existencia?"
En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma cuestión, y se
preguntó: "¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan sólo "probar" el
gusto de Dios?". Y responde: cuando el hombre está completamente ocupado con
su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es
factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por
sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para
ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya
no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él,
no se ha desarrollado. Cuando utiliza demasiado todos los demás órganos, los
empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se
debilite, que este órgano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no
perciba ya la mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan
maravillosa que es el hecho de que su mirada se fije en mí.
Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de nuestro
tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí nos surge
otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que debemos hacer es lo
que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que san Pablo nos recomienda
encarecidamente en nombre de Dios: "Tened los mismos sentimientos de
Jesucristo" (Touto phroneite en hymin ho kai en Christo Iesou).
Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él. Este pensar
no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del corazón.
Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a pensar como él
y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su fracaso, en su
experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su amor en el fracaso.
Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en pensar
como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con respecto a
Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, podemos decir que
se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la alegría de saber que
existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el rostro de Jesucristo, el
cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es entrar nosotros mismos en
contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el Dios vivo; que en nosotros se
fortalezca el órgano para percibir a Dios; que percibamos en nosotros mismos
su "gusto exquisito".
Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el peligro
de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por Dios, pero
totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos
ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.
Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Señor, en la
oración, con una participación íntima en los sacramentos, aprendiendo los
sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para
que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo
como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces también en medio de
tantos "no" encontraremos de nuevo a los hombres que lo esperan y que a menudo
tal vez son caprichosos ―como dice claramente la parábola―, pero que desde
luego están llamados a entrar en su sala.
Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no
precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de
Jesucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos problemas
que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos sólo
se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo
visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra
también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros.
A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depende de
esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como
tal, o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En definitiva, ¿qué
debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa votiva del Espíritu
Santo, invocándolo: "Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod
est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est
devium" (Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está
herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que
está torcido).
Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infunda la
fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le suplicamos
de todo corazón en este momento, en estos días.
Amén.