Homilía de Benedicto XVI en
la inauguración del Sínodo de los Obispos
CIUDAD DEL VATICANO, 2 de octubre de 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la misa de inauguración del
Sínodo de obispos del mundo sobre la Eucaristía celebrada este domingo en la
Basílica de San Pedro.
* * *
Las
lecturas de este domingo, tomadas del profeta Isaías y del Evangelio, nos
presentan una de las grandes imágenes de la Sagrada Escritura: la imagen de la
viña. El pan representa en la Sagrada Escritura todo lo que el hombre necesita
para su vida cotidiana. El agua da a la tierra la fertilidad: es el don
fundamental, que hace posible la vida. El vino, por el contrario, expresa la
exquisitez de la creación, nos da la fiesta en la que sobrepasamos los límites
de la vida cotidiana: el vino «alegra el corazón». De este modo el vino y con él
la vid se han convertido también en imagen del don del amor, en el que podemos
lograr una cierta experiencia del sabor del Divino. Por eso, la lectura del
profeta, que acabamos de escuchar, comienza como un cántico de amor: Dios puso
una viña, imagen de su historia de amor con la humanidad, de su amor por Israel
al que Él eligió. El primer pensamiento de las lecturas de hoy es éste: Dios ha
infundido en el hombre, creado a su imagen, la capacidad de amar y, por tanto,
la capacidad de amarle a Él mismo, su Creador. Con el cántico de amor del
profeta Isaías, Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y también a cada uno
de nosotros. «Te he creado a mi imagen y semejanza», nos dice. «Yo mismo soy el
amor y tú eres mi imagen en la medida en la que brilla en ti el esplendor del
amor, en la medida en que me respondes con amor». Dios nos espera. Él quiere que
le amemos: un llamamiento así, ¿no debería tocar nuestro corazón? Precisamente
en esta hora, en la que celebramos la Eucaristía, en la que inauguramos el
Sínodo sobre la Eucaristía, nos sale al encuentro, sale para encontrarse
conmigo. ¿Encontrará una respuesta? ¿O sucederá con nosotros como con la viña,
de la que Dios dice en Isaías: «Esperó a que diese uvas, pero dio agraces»?
Nuestra vida cristiana, con frecuencia, ¿no es quizá más vinagre que vino?
¿Autocompasión, conflicto, indiferencia?
De este modo, hemos llegado al segundo pensamiento fundamental de las lecturas
de hoy. Hablan ante todo de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de
la elección con la que él nos busca y nos ama. Pero hablan también de la
historia que sucedió después, el fracaso del hombre. Dios había plantado vides
escogidas y sin embargo dieron agraces. ¿Qué son los agraces? La uva buena que
se espera Dios, dice el profeta, habría consistido en la justicia y en la
rectitud. Los agraces son por el contrario la violencia, el derramamiento de
sangre y la opresión, que hacen gemir a la gente bajo el yugo de la injusticia.
En el Evangelio, la imagen cambia: la vid produce uva buena, pero los viñadores
arrendadores se quedan con ella. No están dispuestos a entregarla al
propietario. Golpean y matan a sus mensajeros y matan a su Hijo. Su motivación
es sencilla: quieren convertirse en propietarios; se apoderan de lo que no les
pertenece. En el Antiguo Testamento, ante todo aparece la acusación de violación
de la justicia social, el desprecio del hombre por parte del hombre. En el
fondo, sin embargo, se ve que con el desprecio de la Torá, del derecho dado por
Dios, se desprecia al mismo Dios; sólo se quiere gozar del propio poder. Este
aspecto es subrayado plenamente en la parábola de Jesús: los arrendadores no
quieren tener un patrón y estos arrendadores nos sirven de espejo a nosotros,
hombres, que usurpamos la creación que se nos ha confiado en gestión. Queremos
ser los dueños en primera persona y solos. Queremos poseer el mundo y nuestra
misma vida de manera ilimitada. Dios nos estorba o se hace de Él una simple
frase devota o se le niega todo, desterrándolo de la vida pública, hasta que de
este modo deje de tener significado alguno. La tolerancia que sólo admite a Dios
como opinión privada, pero que le niega el dominio público, la realidad del
mundo y de nuestra vida, no es tolerancia, sino hipocresía. Ahora bien, allí
donde el hombre se convierte en el único dueño del mundo y en propietario de sí
mismo no puede haber justicia. Allí sólo puede dominar el arbitrio del poder y
de los intereses. Es verdad, se puede expulsar al Hijo de la viña y matarlo para
disfrutar egoístamente de los frutos de la tierra. Pero entonces la viña se
transforma muy pronto en terreno sin cultivar, pisado por los jabalíes, como
dice el salmo responsorial (Cf. Salmo 79, 14).
Llegamos así al tercer elemento de las lecturas de hoy. El Señor, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, anuncia el juicio a la viña infiel. El
juicio que Isaías preveía se ha realizado en las grandes guerras y exilios
impuestos por los asirios y los babilonios. El juicio anunciado por el Señor
Jesús se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén, en el año 70. Pero la
amenaza del juicio nos afecta también a nosotros, a la Iglesia en Europa, a la
Iglesia de Occidente en general. Con este Evangelio el Señor grita también a
nuestros oídos las palabras que dirigió en el Apocalipsis a la Iglesia de Éfeso:
«Iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (2, 5).
También se nos puede quitar a nosotros la luz, y haremos bien en dejar resonar
en nuestra alma esta advertencia con toda su seriedad, gritando al mismo tiempo
al Señor: «¡Ayúdanos a convertirnos! ¡Danos la gracia de una auténtica
renovación! No permitas que se apague tu luz entre nosotros! ¡Refuerza nuestra
fe, nuestra esperanza y nuestro amor para que podamos dar buenos frutos!».
Al llegar aquí nos surge la pregunta: «Pero, ¿no hay una promesa, una palabra de
consuelo en la lectura y en la página evangélica de hoy? La amenaza, ¿es la
última palabra?» ¡No! Hay una promesa y es la última palabra, la esencial. La
escuchamos en el versículo del aleluya, tomado del Evangelio de Juan: «Yo soy la
vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho
fruto» (Juan 15, 5). Con estas palabras del Señor, Juan nos ilustra el último,
el auténtico final de la historia de la viña de Dios. Dios no fracasa. Al final,
triunfa, triunfa el amor. Se da ya una velada alusión a esto en la parábola de
la viña propuesta por el Evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas. En
ella, la muerte del Hijo no es el final de la historia, aunque no la cuenta
directamente. Pero Jesús expresa esta muerte a través de una nueva imagen tomada
del Salmo: «La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha
convertido…» (Mateo 21, 42; Salmo 117, 22). De la muerte del Hijo surge la vida,
se forma un nuevo edificio, una nueva viña. En Caná, cambió el agua en vino,
transformó su sangre en el vino del verdadero amor y de este modo transforma el
vino en su sangre. En el cenáculo anticipó su muerte y la transformó en el don
de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor y por este
motivo es el verdadero vino que se esperaba el Creador. De este modo, Cristo
mismo se convirtió en la viña y esa viña da siempre buen fruto: la presencia de
su amor por nosotros, que es indestructible.
Estas palabras convergen al final en el misterio de la Eucaristía, en la que el
Señor nos da el pan de la vida y el vino de su amor y nos invita a la fiesta del
amor eterno. Nosotros celebramos la Eucaristía con la conciencia de que su
precio fue la muerte del Hijo, el sacrificio de su vida, que en ella queda
presente. Cada vez que comemos de este pan y cada vez que bebemos de este cáliz,
anunciamos la muerte del Señor hasta que venga, dice san Pablo (Cf. 1 Corintios
11, 26). Pero también sabemos que de esta muerte surge la vida, pues Jesús la
transformó en un gesto de oblación, en un acto de amor, trasformándola
profundamente: el amor ha vencido a la muerte. En la santa Eucaristía, desde la
cruz nos atrae a todos hacia sí (Juan 12, 32) y nos convierte en sarmientos de
la vid, que es Él mismo. Si permanecemos unidos a Él, entonces daremos fruto
también nosotros, entonces ya no daremos el vinagre de la autosuficiencia, del
descontento de Dios y de su creación, sino el buen vino de la alegría en Dios y
del amor por el prójimo. Pidamos al Señor que nos dé su gracia en para que en
las tres semanas del Sínodo que estamos comenzando no sólo digamos cosas bellas
sobre la Eucaristía, sino que vivamos de su fuerza. Pidamos este don por medio
de María, queridos padres sinodales, a quienes saludo con afecto, junto a las
diferentes comunidades de las que procedéis y que aquí representáis, para que
siendo dóciles a la acción del Espíritu Santo podamos ayudar al mundo a
convertirse --en Cristo y con Cristo-- en la vid fecunda de Dios. Amén.