Carta de Benedicto XVI sobre el
culto al Corazón de Jesús
En el quincuagésimo aniversario de la encíclica «Haurietis aquas»
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 23 mayo 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la carta que ha dirigido Benedicto XVI al padre Peter-Hans Kolvenbach,
prepósito general de la Compañía de Jesús con motivo del quincuagésimo
aniversario de la encíclica «Haurietis aquas» con la que el pontífice promovía
el culto al Corazón de Jesús.
Al reverendísimo padre
PETER-HANS KOLVENBACH, S.I.
prepósito general de la Compañía de Jesús
Las palabras del profeta Isaías, «sacaréis agua con gozo de los hontanares de
salvación» (Isaías 12, 3), que dan inicio a la encíclica con la que Pío XII
recordaba el primer centenario de la extensión a toda la Iglesia de la fiesta
del Sagrado Corazón de Jesús, no han perdido nada de su significado hoy,
cincuenta años después. Al promover el culto al Corazón de Jesús, la encíclica «Haurietis
aquas» exhortaba a los creyentes a abrirse al misterio de Dios y de su amor,
dejándose transformar por él. Cincuenta años después, sigue en pie la tarea
siempre actual de los cristianos de continuar profundizando en su relación con
el Corazón de Jesús para reavivar en sí mismos la fe en el amor salvífico de
Dios, acogiéndolo cada vez mejor en su propia vida.
El costado traspasado del Redentor es el manantial al que nos invita a acudir la
encíclica «Haurietis aquas»: debemos recurrir a este manantial para alcanzar el
verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De este
modo, podremos comprender mejor qué significa conocer» en Jesucristo el
amor de Dios, experimentarlo, manteniendo fila mirada en Él, hasta
vivir completamente de la experiencia de su amor, para poderlo
testimoniar después a los demás. De hecho, retomando una expresión de mi
venerado predecesor, Juan Pablo II, «junto al Corazón de Cristo, el corazón
humano aprende a conocer el auténtico y único sentido de la vida y de su propio
destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a
permanecer alejado de ciertas perversiones del corazón, a unir el amor filial a
Dios con el amor al prójimo. De este modo --y ésta es la verdadera reparación
exigida por el Corazón del Salvador-- sobre las ruinas acumuladas por el odio y
la violencia podrá edificarse la civilización del Corazón de Cristo» («Insegnamenti»,
vol. IX/2, 1986, p. 843).
Conocer el amor de Dios en Jesucristo
En la encíclica «Deus caritas est» he citado la afirmación de la primera carta
de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído
en él» para subrayar que en el origen de la vida cristiana está el encuentro con
una Persona (Cf. n. 1). Dado que Dios se ha manifestado de la manera más
profunda a través de la encarnación de su Hijo, haciéndose «visible» en Él, en
la relación con Cristo podemos reconocer quién es verdaderamente Dios (Cf.
encíclica «Haurietis aquas», 29-41; encíclica «Deus caritas est», 12-15). Es
más, dado que el amor de Dios ha encontrado su expresión más profunda en la
entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la Cruz, al contemplar su
sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin
límites de Dios por nosotros: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3,
16).
Por otro lado, este misterio del amor de Dios por nosotros no constituye sólo el
contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo tiempo,
el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por tanto,
es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el
mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano dirigiendo la mirada a
la Cruz de nuestro Redentor, «a quien traspasaron» (Juan 19, 37; Cf. Zacarías
12, 10). La encíclica «Haurietis aquas» recuerda que la herida del costado y las
de los clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha
transformado cada vez más incisivamente su vida (Cf. número 52). Reconocer el
amor de Dios en el Crucificado se ha convertido para ellas en una experiencia
interior que les ha llevado a confesar, junto a Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
(Juan 20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda en la acogida sin
reservas del amor de Dios (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 49).
Experimentar el amor de Dios dirigiendo la mirada al Corazón de Jesucristo
El significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta
cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino
también y sobre todo a la experiencia personal de ese amor en la entrega
confiada a su servicio (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 62). Obviamente,
experiencia y conocimiento no pueden separarse: la una hace referencia a la
otra. Además, es necesario subrayar que un auténtico conocimiento del amor de
Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de
generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en
el costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La
mirada en el costado traspasado del Señor, del que salen «sangre y agua» (Cf. Gv
19, 34), nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí
proceden (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 34-41) y nos abre a todas las demás
formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de
Jesús.
La fe, comprendida como fruto del amor de Dios experimentado, es una gracia, un
don de Dios. Pero el hombre podrá experimentar la fe como una gracia sólo en la
medida en la que él la acepta dentro de sí como un don, del que trata de vivir.
El culto del amor de Dios, al que invitaba a los fieles la encíclica «Haurietis
aquas» (Cf. ibídem, 72), debe ayudarnos a recordar incesantemente que Él ha
cargado con este sufrimiento voluntariamente «por nosotros», «por mí». Cuando
practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino
que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez
más modelada por él. Dios, que ha derramado su amor «en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Cf. Romanos 5, 5), nos invita
incansablemente a acoger su amor. La invitación a entregarse totalmente al amor
salvífico de Cristo (Cf. ibídem, n. 4) tiene como primer objetivo la relación
con Dios. Por este motivo, este culto totalmente orientado al amor de Dios que
se sacrifica por nosotros, tiene una importancia insustituible para nuestra fe y
para nuestra vida en el amor.
Vivir y testimoniar el amor experimentado
Quien acepta el amor de Dios interiormente queda plasmado por él. El amor de
Dios experimentado es vivido por el hombre como una «llamada» a la que tiene que
responder. La mirada dirigida al Señor, que «El tomó nuestras flaquezas y cargó
con nuestras enfermedades» (Mateo 8, 17), nos ayuda a prestar más atención al
sufrimiento y a la necesidad de los demás. La contemplación en la adoración del
costado traspasado de la lanza nos sensibiliza ante la voluntad salvífica de
Dios. Nos hace capaces de confiar en su amor salvífico y misericordioso y al
mismo tiempo nos refuerza en el deseo de participar en su obra de salvación,
convirtiéndonos en sus instrumentos. Los dones recibidos del costado abierto,
del que han salido «sangre y agua» (Cf. Juan 19, 34), hacen que nuestra vida se
convierta también para los demás en manantial del que manan «ríos de agua viva»
(Juan 7, 38) (Cf. encíclica «Deus caritas est», 7). La experiencia del amor
surgida del culto del costado traspasado del Redentor nos tutela ante el riesgo
de replegarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los
demás. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por
nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Juan 3, 16)
(Cf. encíclica «Haurietis aquas», 38).
La respuesta al mandamiento del amor se hace posible sólo con la experiencia que
este amor ya nos ha sido dado antes por Dios (Cf. encíclica «Deus caritas est»,
14). El culto del amor que se hace visible en el misterio de la Cruz,
representado en toda celebración eucarística, constituye por tanto el fundamento
para que podamos convertirnos en personas capaces de amar y entregarse (Cf.
encíclica «Haurietis aquas», 69), convirtiéndonos en instrumentos en las manos
de Cristo: sólo así podemos ser heraldos creíbles de su amor. Esta apertura a la
voluntad de Dios, sin embargo, debe renovarse en todo momento: «El amor nunca se
da por "concluido" y completado» (Cf. encíclica «Deus caritas est», 17). La
contemplación del «costado traspasado por la lanza», en la que resplandece el
voluntad sin confines de salvación por parte de Dios, no puede ser considerada
por tanto como una forma pasajera de culto o de devoción: la adoración del amor
de Dios, que ha encontrado en el símbolo del «corazón traspasado» su expresión
histórico-devocional, sigue siendo imprescindible para una relación viva con
Dios (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 62).
Con el deseo de que la quincuagésimo aniversario sirva para estimular en tantos
corazones una respuesta cada vez más fervorosa al amor del Corazón de Cristo, le
imparto a usted, reverendísimo padre, y a todos los religiosos de la Compañía de
Jesús, siempre sumamente activos en la promoción de esta devoción fundamental,
una especial bendición apostólica.
Vaticano, 15 de mayo de 2006
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]